Bishop envió el autobús temprano, por la llegada del general Helmsworth. El conductor dijo que el avión de Delta ya había aterrizado en Hamburgo, en el mismo momento en que empezaba a amanecer. Iban a buscar al general al aeropuerto y lo llevarían directo al consulado, donde se asearía un poco en la residencia para visitas antes de ir a una sala de reuniones provista por Bishop. Aparentemente la interpretación de Helmsworth de las órdenes era estrecha. Hablaría solo con Sinclair, Reacher y Neagley, que estaban en su cadena de mando, en términos generales. Los otro no. Lo cual en términos prácticos no era ningún problema. Ya habían decidido entre ellos hacer que fuera sencillo. Sentían que las crípticas leyendas infantiles recordadas a medias de otra persona no sobrevivirían a un interrogatorio exhaustivo y formal de uno contra siete mesa de por medio. Sentían que una atmósfera casual sería más productiva. Una reunión más pequeña. Sinclair y Reacher y Neagley habían sido elegidos previamente.
Por lo que los demás fueron a la oficina de siempre, y Bishop acompañó a los otros tres hasta la sala que había elegido. Se parecía mucho a la sala de Fort Belvoir en la que habían condecorado a Reacher. Misma clase de sillas doradas, misma clase de terciopelo rojo, misma clase de banderas. Quizás el techo era más alto. Era un edificio más viejo. Neagley buscó cuatro sillas con apoyabrazos y las acomodó en un cuadrado, como un grupo casual. Todos iguales. Solo gente pasando el tiempo.
Después Bishop se fue, y un minuto más tarde entró Helmsworth. Era un hombre compacto cerca de los sesenta y cinco años. Tenía pelo plateado rapado y ojos grises brillantes. Tenía puesto el uniforme de combate, almidonado y planchado, con dos estrellas negras en el cuello. Había volado toda la noche, pero se lo veía razonablemente en forma. Se hicieron las presentaciones. Se dieron las manos, salvo Neagley, que asintió amablemente. Después se sentaron, donde Neagley había acomodado las sillas.
Reacher dijo:
—General, ¿cuán molesto está en este mismo momento, en una escala del uno al diez?
—Teniendo todo en cuenta, muchacho, alrededor de un ocho o un nueve.
Sonaba como alguien leyendo en voz alta una sentencia de muerte.
—Solo se puede poner peor —dijo Reacher.
—No tengo ninguna duda, soldado.
—Pero no tenemos tiempo para tonterías, por lo que anímese, general. Estamos acá para hablar de los buenos viejos tiempos.
—¿Los suyos o los míos, mayor?
—Un sargento de nombre Arnold P. Mason. Formó parte de una unidad de la 82ª División Aerotransportada. Su camino y el de él se cruzaron en 1955, y un par de veces más tarde. Pero solo técnicamente. Usted para ese entonces iba en ascenso. No lo recordará a él.
—No lo recuerdo. Fue hace cuarenta años.
—Pero necesitamos saber qué recuerda de su unidad.
—¿Qué es esto, un proyecto folclórico? ¿El mes de la historia oral?
—Estamos buscando a un tipo llamado Wiley. De niño, durante un período de seis años, desde los diez hasta los dieciséis, el novio de su madre fue un veterano de la 82ª en Europa con veinte años en el ejército. Creemos que el novio le contó historias al chico. Creemos que el chico no se olvidó de las historias, y después muchos años más tarde se enlistó en el ejército, a causa de esas historias.
—Así es como se supone que tiene que suceder. Me alegra oírlo.
—No fue así en el caso de Wiley. Fue como si las historias hubiesen sido un mapa del tesoro, y se enlistó en el ejército solo porque quería encontrar el tesoro.
—Eso es absurdo —dijo Helmsworth.
—Ahora lo tiene y está ausente sin permiso.
—¿Tiene qué?
—No lo sabemos. Pero vale mucho dinero.
—¿Ausente sin permiso de dónde?
—Defensa aérea con las divisiones blindadas cerca de Fulda.
—Mayor, ¿por qué estoy acá? Por favor dígame que tienen una buena razón para haberme traído a Europa.
—Queremos escuchar las historias del tesoro escondido. De esa vieja unidad de la 82ª Aerotransportada. Estamos seguros de que las recuerda. Todos los oficiales recuerdan su primer mando.
—No había historias de tesoros escondidos.
—Nuestro muchacho Wiley participó de una competencia con su unidad en respuestas ingeniosas de una sola frase acerca de por qué se habían enlistado en el ejército. Cuando le tocó su turno dijo que porque su tío le contaba historias de Davy Crockett.
Helmsworth no contestó.
Reacher lo notó.
Dijo:
—El tío era en realidad el novio de la madre. El veterano con veinte años en el ejército. El tío Arnold. Un apelativo amable. Posiblemente apropiado cuando el chico tenía diez años. Quizás un poco raro para cuando tenía dieciséis.
Helmsworth dijo, de manera casual:
—¿Cuáles eran las historias de Davy Crockett?
—No lo sabemos —dijo Reacher—. Por eso estamos preguntando.
—¿En qué años estuvo de servicio el novio de la madre?
—Desde 1951 hasta 1971.
Helmsworth se quedó en silencio durante un rato largo.
—¿General? —dijo Reacher.
—No los puedo ayudar —dijo Helmsworth—. Lo lamento mucho.
—¿Ahora cuán enojado está? —dijo Reacher.
Helmsworth casi contesta, pero después se detuvo.
—Exacto —dijo Reacher—. Un uno o un dos en una escala de diez. Ya no está enfadado. Porque ahora tiene cosas más importantes de las que preocuparse.
Helmsworth no dijo nada.
—¿General? —dijo Reacher.
—No puedo hablar al respecto —dijo Helmsworth.
—Tendrá que hacerlo, me temo.
—Quiero decir que no tengo permitido hablar al respecto.
—General, con el debido respeto, está hablando con el Consejo de Seguridad Nacional. No hay un nivel de acceso más alto —dijo Sinclair.
—¿Esta sala es segura?
—Está en el consulado de los Estados Unidos y la eligió el jefe de división de la CIA.
—Necesito hablar con la oficina del Estado Mayor.
—Con respecto a esto dirán lo que nosotros les digamos que digan. ¿Por qué no nos ahorramos el intermediario y nos lo dice directamente?
—Quedó clasificado como un asunto confidencial hace mucho tiempo.
—¿Qué cosa?
—Es un expediente cerrado.
—Cuente la historia, general —dijo Reacher—. Nuestro muchacho Wiley está ausente sin permiso con material robado. Necesitamos saber qué es. Nos vamos a quedar acá sentados hasta que nos lo diga. Me gustaría decir que tenemos todo el día, pero no estoy seguro de eso. Quizás no tenemos todo el día.
Helmsworth hizo otra pausa.
Después asintió. Acercó un poco la silla y se sentó más adelante. Dijo:
—Les diré lo que me sucedió a mí, y después les diré las otras cosas que estaban pasando. Esto era Europa en los años cincuenta. Conocíamos el plan de batalla. El Ejército Rojo avanzaría por la Brecha de Fulda con fuerza y profundidad. Nuestro primer trabajo era detener su avanzada y después evitar los refuerzos. Lo cual planeábamos hacerlo apuntando a carreteras y puentes detrás de las líneas de ellos. Para frenar a los blindados que se acercaran. Quizás también centrales eléctricas y otros puestos grandes de infraestructura. Para degradar su capacidad. Salvo que la fuerza aérea era poco confiable. En aquel entonces no había bombas inteligentes. Un puente es un blanco muy pequeño. Necesitábamos certeza. Preparamos un par de compañías de ingenieros. Eran tropas paracaidistas regulares entrenadas en demolición. La idea era que saltaran con una carga explosiva, y se acercaran a pie o de ser necesario se abrieran camino combatiendo desde la zona de aterrizaje hasta el objetivo, y que sujetaran la carga con muchísima precisión, al soporte del puente o a la pared de la central eléctrica, o lo que fuera. Ese era el plan. En aquel entonces un paracaidista con una carga explosiva en la espalda era la bomba más inteligente que teníamos.
—Buen trabajo —dijo Reacher.
—No realmente. ¿Cuánto es lo máximo que pueden cargar en la espalda?
—¿Desde la zona de aterrizaje hasta el objetivo? Cien libras, quizás.
—Que era el problema. Cien libras de TNT no le hacen ni un rasguño al soporte de un puente. Es un petardo. Y una central eléctrica es incluso más grande. Por lo que por el momento dejamos en suspenso la técnica de la bomba humana inteligente. A la espera de mejoras en la artillería portátil. Que por lo general en aquel entonces eran lentas. El glamur estaba todo en el otro extremo. Que era lo que yo no sabía entonces. Los Álamos estaba más atareado que nunca. Estaban trabajando en la bomba de hidrógeno. La testearon justo antes de que yo me graduara de West Point. En el atolón Bikini, en marzo de 1954. Fue una explosión de quince megatones. Por mucho la más potente de la que se tuvieran noticias. Era cinco veces más potente que todas las bombas juntas que se lanzaron sobre Alemania y Japón en la Segunda Guerra Mundial, incluyendo las bombas atómicas que lanzamos sobre Hiroshima y Nagasaki. Probablemente más potente que toda la artillería que hubiera explotado antes en el mundo. Todo en una milésima de segundo. Era una explosión muy, muy grande, gente. Tan grande que nunca nadie pensó seriamente que pudiera llegar a ser más grande. Pensaban que la atmósfera se prendería fuego. No es que yo supiera algo de eso en ese momento.
—¿Cuándo lo supo? —dijo Reacher.
—Más avanzados los años cincuenta. Para entonces todo estaba enloqueciendo. También nos enteramos de más cosas. Por ejemplo, nos enteramos de que teníamos dos laboratorios nucleares secretos, no solo uno. No solo Los Álamos. Había otro lugar. En aquella época tenían una teoría. Estaba detrás de todo lo que hacía el Departamento de Defensa en aquel entonces. En sus palabras creían que la rivalidad fomenta la excelencia y es imperiosa para la supremacía. Estaba escrito en piedra. Por lo que le dieron a Los Álamos un rival. Se llamaba Livermore. Cerca de Berkeley, California. Desde el inicio trabajando ahí hubo gente inteligente. Vieron que no tenía sentido diseñar una bomba más grande. Por lo que se movieron en la otra dirección. Diseñaron bombas más pequeñas. Se volvieron cada vez mejores en eso. Hasta que en un momento construyeron un sistema de armas nucleares completamente nuevo en torno a una ojiva nuclear muy detallada llamada W-54.
—Bueno saberlo —dijo Reacher.
—Ahora regresemos a mi problema original. Un tipo cargando cien libras en la espalda a mí no me servía. Pero yo era un comandante con un problema táctico a resolver. Mi lista de objetivos incluía proyectos muy grandes de ingeniería civil. Carreteras, puentes, viaductos, centrales eléctricas, infraestructura. ¿Podía un tipo cargar doscientas libras en la espalda?
—Quizás —dijo Reacher—. Pero no muy lejos.
—Seguía sin ser lo suficientemente bueno. Seguía siendo solo un petardo. ¿Y cuatrocientas libras?
—No.
—¿Y una tonelada? ¿Podía un tipo cargar una tonelada de TNT en la espalda?
—Obviamente no.
—¿Y diez toneladas? ¿O cien toneladas? ¿O mil toneladas? ¿O mil quinientas toneladas? ¿Podía un tipo cargar mil quinientas toneladas de TNT en la espalda?
Reacher no dijo nada.
Helmsworth dijo:
—Al final eso fue lo que nos ofrecieron.
—¿Quién?
—Livermore. El laboratorio nuevo de California. Lo cierto es que su nuevo sistema de armas era un fracaso. Lograron algo pequeño, pero no lo suficientemente pequeño. Empaquetaron la potencia de la bomba de Hiroshima en un cilindro de once pulgadas de ancho por dieciséis de alto. Pesaba solo cincuenta libras. La misma potencia de quince kilotones que Little Boy. El equivalente a quince mil toneladas de TNT. Pero Little Boy medía diez pies de largo y pesaba cinco toneladas. Por lo que el cilindro de Livermore era un triunfo de miniaturización. Pero desafortunadamente no fue un triunfo suficiente. Era todavía demasiado grande como para utilizar como un misil de artillería o como bala de mortero. No había ningún lanzamisiles portátil confiable. Era una curiosidad, nada más. Era una solución en busca de un problema. Y como quien guarda siempre tiene, encontraron un problema importante. Le pusieron al cilindro un nombre nuevo, SADM, munición de demolición atómica especial, y se lo dieron a la 82ª Aerotransportada. Ahora mis muchachos podían saltar con tan solo cincuentas libras en la espalda y destruir cualquier carretera o puente o viaducto que quisieran.
—¿Con bombas nucleares?
—Grandes como Hiroshima.
Nadie habló.
Reacher dijo:
—¿Cuál era el nombre anterior de las SADM?
—Adivine.
—Davy Crockett.
Helmsworth asintió:
—Ese fue el nombre que le pusieron a la ojiva nuclear W-54. No sé por qué. Pero le quedó. Nunca nadie le dijo SADM. En vez de eso les decían Davy Crockett. Venían en unas fundas de tela acolchada hechas como mochilas. Te la ajustabas y estabas listo para partir. Pero era una tarea poco popular. Los cilindros filtraban radiación. O eso decían. Algunos se enfermaron. Estaban preocupados por el cáncer. Pero mayormente estaban preocupados por las imágenes de noticiero que habían visto de Hiroshima. Esa explosión inmensa. Estaban cargando exactamente la misma bomba. Sus órdenes eran ponerla en el soporte de un puente, programar el temporizador y correr como locos. Muy distinto a lanzarla desde un avión ocho millas más arriba.
—¿Cuánto tiempo les daba el temporizador? —dijo Neagley.
—Un máximo de quince minutos. Más o menos. No era muy preciso.
—Eso es una locura. El radio letal de la explosión de Hiroshima fue de una milla. El radio de la bola de fuego fue de más de dos millas. Son doce minutos para la mayoría en una pista de atletismo. En un terreno mixto sería prácticamente imposible. Especialmente si tuvieron que abrirse camino combatiendo para entrar. Tendrían que abrirse camino combatiendo también para salir. A la espera de ser incinerados. Era una misión suicida.
Helmsworth asintió otra vez:
—En aquel entonces se hacía otro cálculo. Habríamos cedido dos compañías para detener a un millón de hombres y para impedir que salieran diez mil vehículos. Lo habríamos pensado como una ganga.
—¿Dos compañías? —dijo Reacher.
—Teníamos cien Davy Crockett.
—¿Cada una con su propio objetivo?
—Cuidadosamente planeado.
—¿Extensamente distribuidos?
—Como sarampión en un mapa.
—Salvo que no hay cien puentes. O centrales eléctricas. O carreteras o viaductos. Es un embudo angosto. Por eso lo llaman brecha.
—Había una redundancia integrada. Cerca de la mitad eran para permanecer a la espera.
—En los espacios. Conectando todo.
—Como una cadena.
—Estaban haciendo una barrera de radiación. Como un campo de minas. Con cien bombas podrían haber sido diez millas de ancho por diez millas de profundidad. De la forma que quisieran. Querían forzar a los soviéticos a que fueran a la izquierda o a la derecha. Donde ustedes estaban esperando.
—El expediente está cerrado.
—Porque a medida que pasó el tiempo se firmaron todo tipo de tratados. Ya no lo podían hacer. Ni siquiera podían admitir haberlo planeado.
—Sí —dijo Helmsworth—. Se retiraron las SADM, pero no estrictamente por motivos militares. Las llevaron todas de vuelta al país. No las reemplazaron. En algún momento las armas nucleares por debajo de cierto tamaño fueron totalmente prohibidas.
—Arnold Mason está enfermo —dijo Sinclair—. Su esposa dice que él le dijo que el ejército estaría interesado. Le dijo que alguien iría a verlo.
—¿Enfermo de qué?
—Tumor cerebral.
—Fue hace mucho tiempo. La mayoría de los casos fueron mucho más tempranos.
—¿Hubo otros?
—Una pizca —dijo Helmsworth.
—Esas historias no me harían querer enlistarme en el ejército —dijo Reacher.
Helmsworth no dijo nada.
—¿General? —dijo Reacher.
—Diferentes reclutas tienen diferentes motivos.
—Horace Wiley era un ladrón de treinta y dos años. No creo que entrenarse para una misión suicida y enfermarse y ver cómo las armas volvían de todos modos al país hubiese funcionado para él.
Helmsworth no dijo nada.
—¿General? —dijo Reacher.
—Esto es clasificado a nivel presidencial.
Sinclair dijo:
—Para estos propósitos, también lo es cada una de las personas que se encuentra en esta sala.
—Es posible que haya habido un error de inventario —dijo Helmsworth.