—Las primeras declaraciones de embarque muestran que de Livermore partieron diez cajas —dijo Helmsworth—. Cada caja contenía diez Davy Crockett. Diez veces diez es cien, que fue la cantidad de bombas con las que nos entrenamos. Declaraciones de embarque posteriores muestran las mismas diez cajas regresando al país, cada una con las mismas diez bombas dentro. Diez veces diez es cien. Todas justificadas. Todas debidamente entregadas y almacenadas de forma segura dentro de los Estados Unidos. Todas posteriormente chequeadas y físicamente examinadas y contadas frente a testigos. Tenemos exactamente cien en nuestra posesión.
—¿Cuál fue el error entonces? —dijo Reacher.
—Esas eran las primeras declaraciones de embarque. Salieron cien, entraron cien. Coincidían con toda la documentación del ejército conocida. Pero años más tarde en el laboratorio de Livermore alguien encontró una factura sin enviar por una undécima caja. Diez Davy Crockett más. No había ninguna documentación de entrega coherente. Los números de producción eran ambiguos. Era posible que se hubiera completado una undécima orden.
—Pero que no se pagó. Lo cual es improbable. Lo cual significa que probablemente el error era la factura. Posiblemente por eso nunca se envió.
—Esa fue la primera conclusión a la que se llegó —dijo Helmsworth—. Lamentablemente el fabricante de las cajas tenía evidencia contradictoria, de una fuente improbable. Un aprendiz en su registro personal había anotado que se habían construido de hecho once cajas. Todas autorizadas por el encargado del negocio. La undécima caja no estaba en la fábrica de cajas. No estaba en Livermore. Y si se habían construido diez bombas más, tampoco estaban en Livermore. Por lo que ¿dónde demonios estaban? ¿Existían siquiera? La mitad de la discusión era filosófica. La otra mitad era mejor prevenir que curar. Por lo que empezaron a buscar. No encontraron nada. Nada en el país, nada en el extranjero. Quizás el aprendiz estaba equivocado. Pero entonces el encargado tenía que estar equivocado. Iban y venían.
—¿Hasta? —dijo Reacher.
—Fue un comité dividido. La mayoría decía que los números ambiguos de producción había que leerlos al revés, y que por lo tanto en primer lugar la undécima orden no había sido fabricada, y que la factura había sido emitida de manera errónea. O de manera fraudulenta, tal vez.
—Eso suena a amenaza, para hacer desaparecer el problema.
—Tal vez fue así.
—¿Qué pensaba la minoría?
—Que Livermore no habría encargado la undécima caja a no ser que tuviera bombas para poner adentro. Las cajas eran prototipos de un sistema estandarizado. Las modificaron por dentro para transportar la carga. Pero por fuera todas tenían el mismo aspecto. El error podría haber estado en la documentación para la entrega. La caja podría haber partido de Berkeley y haber ido a parar a un destino equivocado. O el destino correcto con la descripción de producto equivocada. Los códigos de los inventarios eran muy complicados. Un solo número equivocado podría haber sido fatal.
—Esos son muchos podría ser —dijo Reacher—. Es una cascada de tres errores distintos. Documentación equivocada, código de inventario equivocado y la factura nunca enviada.
—Todos los años gastábamos miles de millones de dólares de los años cincuenta en millones de toneladas de equipamiento. El tamaño de la muestra era enorme. Era un frenesí. Había margen para cualquier clase de error. ¿Hace cuántos años que sirve en el ejército, mayor?
—Doce años.
—¿Alguna vez tuvo noticias de algo que haya salido mal?
Reacher se miró los pantalones. Caquis del Cuerpo de Marines, cosidos en 1962, expedidos en 1965, a la rama completamente equivocada de las fuerzas armadas, sin descubrir durante treinta años.
Dijo:
—Estamos hablando de armas nucleares acá.
—En nuestra historia tenemos un total de treinta y dos robadas, perdidas, lanzadas, disparadas o detonadas de manera accidental —dijo Helmsworth—. En veintiséis de esos casos los expedientes están cerrados. Las otras seis nunca fueron encontradas o recuperadas. Siguen faltando. Sabemos que esos números son así. Son sólidos. Diez más no está fuera de los límites de lo posible. Especialmente dada su naturaleza. Las Davy Crockett eran pequeñas y se produjeron en masa. No eran armas glamorosas. Se las trataba como armamento diario regular.
—¿Cuán buena fue la búsqueda?
—Buscamos por todas partes. Literalmente en todas partes del mundo. No las encontramos. Por lo que prevaleció la visión de la mayoría. En primer lugar nunca existieron. La factura fue un fraude que se planeó, pero a alguien le agarró miedo y nunca la presentó.
—¿Cuál era su opinión personal?
—Nos estábamos preparando para una guerra por tierra contra el Ejército Rojo en Europa. Teníamos cientos de depósitos de provisiones por toda Alemania. Los más grandes eran más grandes que algunas de sus ciudades. El más pequeño era más grande que un estadio de fútbol americano. Lo que yo pensaba era que la mayoría se estaba tapando los oídos y cantaba la, la, la.
—¿Arnold Mason habría estado implicado en la búsqueda?
—Casi con seguridad. Esto fue años más tarde, no lo olviden. Esos eran los tipos que conocían de verdad lo que estaban buscando.
—Por lo que esas fueron las historias que escuchó el joven Horace Wiley. La caja perdida. Diez bombas grandes como la de Hiroshima. El tesoro escondido.
—¿Por qué podría haber esperado encontrarlas cuando nadie las había podido encontrar? —dijo Sinclair.
—Distintas personas tienen distintos talentos —dijo Reacher—. Quizás el tío Arnold le dio media pista. Quizás dio con algo con lo que nadie había dado. Quizás tenía la inteligencia adecuada.
—Suena completamente imposible.
—Coincido.
—Señora —dijo Helmsworth—, nada era imposible. Era la Guerra Fría. Era una suerte de locura. Una vez le cosieron un micrófono y un transmisor a un gato en el cuello, con una antena delgada insertada en la espina dorsal y en la cola. Lo iban a entrenar para que vagara por el complejo de la embajada de Rusia y captara conversaciones sueltas. En su primer día de trabajo lo atropelló un auto. Nada era imposible y antes o después todo salía mal.
—¿Importa todo eso? —dijo Neagley—. Porque ¿quién sabe los códigos para activar las bombas? ¿Fueron emitidos? E incluso si fueron emitidos, estarían separados entre dos personas distintas. Ese era un dispositivo de seguridad nuclear básico. Para diez bombas, son veinte veteranos. ¿Exactamente quiénes?
Helmsworth no dijo nada.
—¿General? —dijo Reacher.
—Se pone peor —dijo Helmsworth.
—¿Se puede poner peor?
—Han visto las películas acerca del Día D. Fuego antiaéreo, errores de lectura de mapas, viento y clima, pantanos y ríos, combate por tierra inmediato. Las chances de que dos personas aterrizaran en el mismo lugar al mismo tiempo eran iguales a cero. Lo que nos habría dejado con cien pedazos de metal inútiles. Pero era esencial que fuéramos efectivos. Por lo que al dispositivo de seguridad del código dividido se lo consideró un impedimento técnico.
—¿Quién lo consideró un impedimento técnico?
—Los comandantes tácticos.
—¿Como usted?
—Le dije a mi encargado de abastecimiento que le dijera a nuestro armero que escribiera el código completo en la bomba con tiza amarilla. Así al que la llevaba lo podían matar y algún otro igual podía completar la misión. Era la Guerra Fría. Mirando hacia atrás sabemos que no sucedió. En ese momento la sensación era que podía suceder.
—Pero la undécima caja nunca llegó al campo.
—En cuyo caso tiene los códigos en un expediente ultrasecreto colocado en un receptáculo hecho para tal propósito en la pared interior del fondo. Esa era la parte que hizo el aprendiz. Once veces.
Nadie habló durante un rato largo.
Después Sinclair dijo:
—OK, dentro de un minuto voy a tener que llamar al presidente para decirle que podríamos tener diez bombas atómicas sueltas, completas con sus respectivos códigos, cada una tan potente como la bomba de Hiroshima, lo cual significa que hasta un máximo de diez ciudades pronto podrían ser destruidas. ¿Alguien podría darme una razón como para que no haga esa llamada?
Nadie habló.
El jefe de detectives Griezman tomó el ascensor a la oficina de Dremmler. Era muy lento. Una instalación original, sin duda, parte de la reconstrucción. Pero al final llegó allí. Un minuto más tarde Griezman estaba incómodamente sentado en una silla para visitas demasiado pequeña del otro lado del escritorio de Dremmler, quien primero le ordenó café a una secretaria aparentemente sudamericana y después preguntó cómo podía ayudar.
—Se trata de Wolfgang Schlupp —dijo Griezman.
—Usted sabe, hablé con él ese día más temprano. De pura casualidad.
—Por eso estoy aquí.
—No dijo nada de interés. Ciertamente nada que pudiese aclarar algo de lo que le sucedió después.
—¿De qué hablaron?
—Todas cortesías. Lo vi una vez en una cena de negocios. Éramos conocidos, nada más. Simplemente lo estaba saludando. Una cortesía profesional. Apenas lo conocía.
—¿Le estaba queriendo vender zapatos?
—No, no, para nada. Es una amabilidad. Para mantener las cosas aceitadas.
—¿Usted va seguido a ese bar?
—No muy seguido.
—¿Por qué ese día?
—Para ver y ser visto. Tengo muchos lugares distintos. Los voy rotando. Es lo que nosotros hacemos.
—¿Nosotros?
—Empresarios, líderes políticos, gente de negocios, mercantilistas.
—¿Se acuerda de quién estaba a sus espaldas? —dijo Griezman.
Dremmler hizo una pausa. Se acordaba de abrirse paso junto a Schlupp, entrando primero con el hombro, de espaldas al salón. ¿Quién estaba a sus espaldas? No se podía acordar.
—Era un tipo que estaba a punto de meterse en problemas con el fisco —dijo Griezman—. Escuchó toda la conversación. Fue muy específico en relación con los detalles.
Dremmler hizo otra pausa. Tenía una buena memoria. Un juicio sólido. Era rápido y creativo. Un hombre en una posición como la de él precisaba esas cualidades. Rebobinó mentalmente la cinta y repasó desde el principio la conversación de hacía veinticuatro horas, desde que había preguntado cómo andaba el negocio, y Schlupp le había preguntado qué necesitaba. La repasó rápido y seleccionó las partes importantes, que eran las palabras información, y causa, y nueva Alemania, y de conducir y licencia, y la pregunta acerca del nuevo nombre del americano, y el soborno, y la palabra importante, y por cuarta vez la palabra causa.
Atrapado.
Dijo:
—Tengo personas en lugares que le podrían llegar a sorprender. Sería difícil para esta ciudad proseguir sin ellos. Y ninguno transgredió ninguna ley. Yo mismo incluido.
—Todavía.
—Lo cual significa que ninguno transgredió ninguna ley.
—Estaremos listos cuando ustedes lo estén.
—Si nos persiguen solo lograrán que seamos más.
—Procesarlos no es perseguirlos.
—Piense en usted, Herr Griezman. Se está enfrentando a una fuerza poderosa. Que pronto será más poderosa. Podría llegar a ser momento de que abandone la obediencia a sus amos. Debería unirse a nosotros. Nuestros intereses están perfectamente alineados. No tiene nada que temer. Su trabajo estará a salvo. Incluso en la nueva Alemania habrá criminales de poca monta.
—¿Schlupp lo llamó antes de morir, para darle el nombre nuevo del americano? —dijo Griezman.
—No —dijo Dremmler.
Y Griezman le creyó. No esperaba menos.
Sinclair llamó a la Casa Blanca desde la oficina que les habían asignado. Helmsworth se había ido. Bishop había venido. Waterman repitió sus predicciones agoreras, que de todos modos ya era demasiado tarde, que los alemanes se demorarían medio día en contestar, y un día entero para dar las instrucciones. Quizás más, porque estaban empezando desde cero. Después oyeron que se había mencionado una cláusula de la OTAN, lo cual solo aumentaba la complejidad. Sinclair predecía una demora significativa. Reacher llamó a Griezman, y le dijeron que había salido en el auto. La secretaria le dijo que se aseguraría de que le devolviera la llamada apenas estuviera de regreso. Sonaba como una mujer muy agradable.
Cortó.
Sinclair dijo:
—Wiley es un soldado ausente sin permiso que está en la misma ciudad en la que estás tú.
—Necesito su nombre nuevo —dijo Reacher.
—Buena suerte con eso.
—Podríamos intentar una predicción.
—¿Basándonos en qué?
—Sabemos que los clientes podían elegir el nombre que quisieran. Sabemos que Wiley utilizó Ernst y Gebhardt en el local de alquiler de autos. ¿Por qué esos dos? Y si eran el segundo y el tercero de una lista, ¿cuál era el primero?
—Eso sería muy especulativo.
—Lo que los policías militares conocen como estimación arbitraria.
—¿Es mejor que un último recurso, o peor?
—Deja a un último recurso tan atrás que apenas si lo puedes ver. Es una corazonada. Como batear con los ojos cerrados.
—¿Cuál es su nombre nuevo, entonces?
—Todavía no estoy seguro. Lo tengo en la parte de atrás de la cabeza. No lo puedo terminar de sacar. Podría necesitar consultar una guía o llamar a alguien.
—¿Llamar a quién?
—Alguien que haya crecido en el sudeste de Texas.
Sonó el teléfono.
Griezman.
Que dijo:
—¿En qué lo puedo ayudar?
—Aún no estoy seguro de que me pueda ayudar —dijo Reacher.
—¿Entonces por qué me llamó?
—Esperaba estar preparado.
—Apuesta, Reacher —dijo Sinclair.
Reacher se acordó de estar levantando la mano y de rozarle la frente con los dedos, y de meter los dedos entre el pelo de ella, y pasar la mano. Recordó la textura, alternativamente densa y suave con las ondas que iban y venían. Recordó llevarle el pelo hacia atrás y engancharle una parte detrás de la oreja, y dejar parte del pelo colgando.
Había quedado bien.
Había apostado entonces.
Le dijo a Griezman:
—Necesito que busque en los registros municipales de los desarrollos inmobiliarios en los que vive Wiley.
—¿Qué nombre?
—Kempner.
—Es bastante común.
—Hombres solteros, alrededor de treinta y cinco años, que vivan solos, sin muchas más cosas en su vida en términos de papeles.
—Eso implica muchas horas de trabajo. ¿Llevan prisa?
—Estamos más apurados de lo que nos gustaría.
—Entonces más vale que estén seguros. Este podría ser el único deseo que puedan pedir. No va a haber tiempo para que froten otra vez la lámpara.
—Inténtelo.
—¿Kempner?
—Llámeme en cuanto pueda —dijo Reacher.
Cortó la llamada.
—¿Por qué Kempner? —dijo Sinclair.
—¿Por qué Ernst y por qué Gebhardt? Wiley se crio en Sugar Land, Texas, y después un día muchos años más tarde le pidieron tres nombres. ¿Qué salió a la superficie? En Texas hay mucha tradición alemana. Una comunidad vieja. Mucho éxito, y muchas historias. La leyenda cuenta que el primer alemán que llegó allí se llamaba Ernst. Fue el que fundó la colonia. Estoy seguro de que Wiley escuchó todo acerca de él. Después años más tarde otro creó la receta de una salsa picante. Ahora se consigue en botellas de plástico en la proveeduría militar o en el supermercado. Está por todo Texas. Estoy seguro de que Wiley la usó en sus comidas toda la vida. La marca es Gebhardt.
—Coincidencia —dijo Sinclair—. Las dos.
—¿Pero si hay una relación? Si Ernst y Gebhardt vienen de una asociación inconsciente por haberse criado en el sudeste de Texas, ¿qué vendría a continuación?
—No sé. No tengo idea.
—Wiley estaba orgulloso de su ciudad natal. Eso estaba en el expediente original de ausentes sin permiso. Y el especialista Coleman lo confirmó. El compañero de dotación de Wiley del camión Chaparral. En la ciudad natal de Wiley todo estaba relacionado con Imperial Sugar. Fundada en 1906. Sugar Land era un pueblo fabril, de lado a lado y de arriba abajo.
—¿Cómo sabes estas cosas?
—Hubo una película. Y leí una vez sobre eso, en un autobús, en el Houston Chronicle. Imperial Sugar fue fundada por Isaac H. Kempner. Fue el fundador del pueblo, esencialmente. Él lo construyó. Estoy seguro de que es muy famoso ahí. Quizás tiene una calle con su nombre.
—Vaya apuesta.
—Tú me hiciste apostar.
—Deberían cerrar el puerto —dijo White.
—Estoy segura de que lo harán —dijo Sinclair—. Estoy segura de que ya están teniendo esas conversaciones. La Casa Blanca nos llamará y nos informará.
Miró el reloj que estaba en la pared.
Los bancos en Zúrich ya estaban abiertos.
El teléfono no sonó.