La nariz filosa de Wiley estaba rota, y uno de los brazos, pensó Reacher, por cómo se lo sostenía. La otra mano la tenía apretada fuerte contra la panza. Por entre sus dedos pulsaba sangre roja y brillante. Miraba perdido a lo lejos, con una tragedia completamente expuesta en los ojos. Más conmoción y miseria de lo que Reacher jamás hubiera visto. Más decepción devastadora y abyecta, más dolor, más traición, más incredulidad boquiabierta para con las improbables maneras que tiene el mundo de aplastar a una persona.
Reacher se acercó.
—¿Qué pasó? —dijo.
Wiley resopló y borboteó y la voz le salió baja y vacilante.
—Me robaron la furgoneta —dijo—. Me apuñalaron. Me rompieron el brazo.
—¿Quién?
—Los alemanes.
—¿Cómo?
—Estaba esperando aquí. Llegaron dos tipos. Me apuñalaron y me robaron la furgoneta.
—¿Qué estabas esperando?
—A la gente que venía a buscar la furgoneta. Parte del trato.
—¿Cuándo?
—Necesito un doctor. Me voy a morir.
—No tengo ninguna duda —dijo Reacher—. La traición se condena con la pena de muerte.
—Duele mucho.
—Bien —dijo Reacher.
Después oyó un coche. Se asomó y miró por la puerta abierta. Eran Griezman y Sinclair, en el Mercedes del departamento.
Sinclair se arrodilló junto a Wiley, hablando, escuchando, prometiendo un doctor a cambio de cooperación, ya interrogando a dos kilómetros por minuto. Neagley miró la caja de madera vacía en el camión de mudanzas. Cruzó miradas con Reacher y señaló el receptáculo del documento secreto. Madera terciada delgada, con una media luna recortada para los dedos. La parte que había hecho el aprendiz, once veces. Después Reacher se fue con Griezman, todo el recorrido hasta el puente de hierro, para ver lo que el policía de tránsito había atrapado. Una furgoneta, presumiblemente. Pero no. Cuando llegaron allí el policía de tránsito juró que no había pasado nada. Ni furgonetas, ni autos, ni gente, ni nada.
Reacher y Griezman regresaron al depósito. Se bajaron del auto y no oyeron nada. Sinclair y Neagley estaban de pie en la penumbra, quietas y en silencio. El lago de sangre en el piso era más grande. Pero ya no aumentaba.
Wiley se había desangrado.
Estaba muerto.
—Nada cruzó el puente —dijo Griezman.
Silencio.
Después Reacher oyó otro auto.
Salió un paso. Un taxi. Tres pasajeros. Una mujer, la cabeza gacha, rebuscando dinero en la billetera. Pagando la tarifa. Y dos hombres, bajándose, bajos y fibrosos, de piel oscura y con barba, vestidos con ropa de trabajo y equipo protector, mirando alrededor, viendo a Reacher, mirándolo directo a los ojos, y asintiendo cautelosamente a manera de saludo. Como si esperaran verlo allí. Lo cual era así, supuso. Genéricamente. Sabían que un hombre les iba a dar una furgoneta. Habían venido para llevársela. Parte del trato.
Reacher llevó la mano al arma en el bolsillo y salió de cuerpo entero a la luz del sol. La mujer se estaba guardando la billetera en la cartera. El taxi se estaba alejando. La mujer alzó la vista. Vio a Reacher y pareció momentáneamente confundida. Reacher no era el tipo que esperaba ver. Ella tenía poco más de veinte años, pelo negro azabache y piel oliva. Era muy atractiva. Podría haber sido turca o italiana.
Era la mensajera.
Los dos tipos que estaban con ella esperaban pacientemente, estoicos y sosegados, como peones frente a tareas de rutina. Eran trabajadores aeroportuarios, pensó Reacher. Recordaba haberle dicho a Sinclair que Wiley había elegido Hamburgo porque era un puerto. El segundo más grande de Europa. La puerta al mundo. Quizás así había sido en algún momento. Pero el plan había cambiado. Ahora supuso que planeaban llevar el camión dentro de un avión de carga. Quizás volar hasta Adén, que era otra clase de puerto. En la costa de Yemen. Donde diez buques mercantes estarían esperando para completar las entregas, luego de semanas en alta mar. Directo a Nueva York o Washington o Londres o Los Ángeles o San Francisco. Todas las grandes ciudades del mundo tenían puertos cerca. Se acordó de Neagley diciendo que el radio de la explosión letal era de un kilómetro y medio, y el radio de la bola de fuego era de tres kilómetros. Diez veces distintas. Diez millones de muertos, y después un colapso total. Los cien años siguientes en la edad media.
—¿Hola? —dijo la mensajera.
Ni turca ni italiana. Pastuna, probablemente, de la frontera noroeste. Una tribu vieja como el tiempo. Cartógrafos diligentes trazaban líneas y escribían India o Paquistán o Afganistán y el pueblo pastún sonreía amablemente y continuaba con su comercio eterno.
—¿Quién es usted? —dijo la mensajera.
Reacher asintió en dirección a la puerta abierta a medias y dijo:
—El señor Wiley está adentro.
Los hombres se quedaron más atrás y dejaron que la mensajera fuera adelante. Reacher les miraba las caras. Vio cómo les caía la realidad. Un espacio vacío. Un hombre muerto en el piso. Un lago de sangre secándose. Tres siluetas inexplicables de pie allí al borde de la sangre.
No estaba bien.
Reacher sacó el arma.
Los dos hombres y la mujer se dieron la vuelta para mirar.
—Quedan arrestados —dijo Reacher.
Sus reacciones difirieron por género. Reacher vio una cascada de conclusiones antiguas y desesperanzadas en los ojos de los dos hombres. Eran trabajadores inmigrantes en un país extranjero. No tenían ninguna posición social, ningún poder, ninguna influencia, ningún derecho, ninguna expectativa. Eran el último orejón del tarro. Eran carne de cañón.
No tenían nada que perder.
Se movieron hacia sus bolsillos. Rebuscaron en la tela arrugada, remangándose e inclinándose, metiendo las manos, sacándolas. Reacher gritó no en inglés y nein en alemán, pero no se detuvieron. Tenían unos revólveres raros y pequeños, serruchados. Acero claro, mango de pino claro. Cañones de alrededor de tres centímetros, como muñones. Reacher pensó que Washington y Nueva York y Londres serían las primeras de la lista. Después quizás Tel Aviv, y Ámsterdam, y Madrid. Después Los Ángeles y San Francisco. Quizás en el mismo puente Golden Gate. Como Helmsworth había dicho. Sus órdenes eran sujetarla al soporte de un puente, programar el temporizador y correr como locos.
Les disparó en el centro de masa, un rápido golpe doble, de izquierda a derecha, y cuando estaban en el piso les disparó otra vez, en la cabeza desde el mismo lugar, para estar completamente cierto y seguro. El ruido demoledor se apagó hasta llegar a ser un silbido de oído dañado. En el costado del destartalado camión de mudanzas vacío la palabra Möbel estaba salpicada de sangre.
Reacher apuntó al rostro de la mensajera.
La mensajera levantó las manos.
—Me rindo —dijo.
Nadie contestó.
—Tengo buena información. Sé los números de sus cuentas bancarias. Les puedo dar su dinero —dijo.
Sinclair quedó a cargo. Era el oficial más antiguo, después de todo, desde algo así como la perspectiva de la OTAN. Desde un punto de vista municipal Griezman se lo tomó con resignación, posiblemente a causa de la realpolitik, que era una palabra alemana para significar cuando uno sabe que fue vencido. Le dijo que si pensaba que la furgoneta no había cruzado todavía el puente debería sacar a todos sus hombres de la oficina del alcalde y establecer un perímetro seguro. Mandó a Neagley a la cabina telefónica, para que hiciera ir allí a Bishop, y a White, y a Vanderbilt. Waterman y Landry se podían quedar en la oficina y atender el negocio.
En menos de dos minutos Bishop tenía dos autos en el puente. Se le agradeció al policía de tránsito y se lo envió a casa. Después llegaron dos autos más. Pasaron por entre medio de la barricada y se posicionaron frente a los edificios más cercanos. Sencillamente una cuestión de números. Una furgoneta era algo grande. Una hilera larga de hombres caminando hombro con hombro difícilmente la pasarían por alto.
Reacher miró a Wiley, y después a Sinclair. Le preguntó:
—¿Te dijo cómo encontró la caja?
—Algo que le contó el tío Arnold —dijo ella.
—¿Un algo de qué tipo?
—Todo sobre las bombas atómicas. Incluso el tío Arnold pensaba que era una locura. Incluso siendo un paracaidista, y que básicamente para lo único que había sido entrenado era para una misión suicida. Iba a ser parte de la primera ola en la batalla por tierra más grande de la historia. Pero así y todo había algo raro con relación a las bombas atómicas. Demasiado poder para una sola persona. Después le contó la historia de la caja extraviada. Todos creían que era verdad. Había pánico tras bambalinas. Demasiado como para que fuera solo para cubrirse. El tío Arnold se figuró que el ciclo natural de la marea lo llevaría a un depósito de almacenamiento en particular. Estaba seguro. Pero no estaba ahí. Aparentemente lo tomó como una lección de humildad.
—¿Cómo lo tomó Wiley?
—Una lección en algo estaba mal etiquetado.
—¿Cómo lo descubrió?
—Otra cosa que le dijo el tío Arnold. Un tema completamente distinto. Arnold estuvo allí desde muy temprano. Alemania todavía estaba en ruinas. La gente se moría de hambre. El ejército empleaba civiles locales. Mayormente mujeres, porque eso es más o menos lo único que había. Como una suerte de prestación social, y ahorraba el reclutamiento de soldados para tareas de taquigrafía y mecanografía. Lo juntó con otra cosa que dijo el tío Arnold. Las mujeres locales hacían cualquier cosa a cambio de dinero. Cualquier cosa a cambio de una golosina o un paquete de Lucky Strike. Arnold le sacó provecho mientras la situación fue favorable. Una vez una chica le pasó la dirección de su hermana. Ella también estaba disponible. Pero no pudo encontrar la casa. La chica había escrito 11, y él había pensado que decía 77. Por la letra de la chica. Los europeos ponen una barrita larga delante de sus unos. Como lo contrario a una cola. Un uno parece un siete. Al siete le ponen un palito cruzado, para que se vea distinto. En algún momento Wiley se preguntó qué habría pasado si una oficinista alemana escribía una nota a mano y después la pasaba a máquina una oficinista americana. O al revés. Llegó a la conclusión de que se podían cometer errores.
—¿Fue así de simple?
—Se figuró que el ejército sin duda pensaría en eso. Se figuró que harían listas y tablas y que cambiarían los unos por sietes y los sietes por unos. Pero aparentemente las historias del tío Arnold eran una locura. Había en funcionamiento una burocracia extrema. En algún momento Wiley se preguntó qué pasaría si un número tuviera que atravesar tres pasos, y no dos. Como por ejemplo: ¿qué pasaba si un oficinista alemán escribía una nota a mano, y después un oficinista americano la pasaba a máquina, y después otro oficinista alemán escribía una nota a mano en base a la hoja mecanografiada? O al revés. Empezando con unos o sietes. Hizo tablas y listas propias. Se figuró que era un paso que el ejército no daría por su cuenta. Se figuró que el ejército estaría ciego ante los errores de su propio sistema. Y estaba en lo cierto. La caja había estado ahí todo el tiempo. La encontró en su tercer intento.
Reacher no dijo nada. Sencillamente asintió y se alejó caminando. La mensajera le cruzó la mirada. Dijo:
—Yo puedo ayudar.
—No quiero su dinero —dijo él.
—Otra cosa —dijo ella—. El gordo está equivocado. Una furgoneta sí cruzó el puente. Salía cuando nosotros entrábamos.