Dremmler se quedó en el escritorio y Reacher se sentó en una silla vacía al lado de la Davy Crockett. Como un huésped y dos invitados. Una conversación de tres. Tres puntos de vista. Pero nadie dijo nada. No durante los primeros minutos. Reacher tomó el documento y trató de entenderlo. Se ingresaba un código de seis dígitos girando las perillas cabeza de pollo. Oficialmente un tipo ingresaba sus tres dígitos, y accionaba su interruptor, y después el segundo tipo ingresaba otros tres, y accionaba su interruptor. El interruptor del medio quedaba apagado. ¿Para qué servía? El documento no lo decía.
Había una lista de diez códigos de seis dígitos. Estaban indexados junto a diez números de serie. Listos para la tiza del armero.
—¿Qué es esta cosa? —dijo Dremmler.
—¿Qué esperaba que fuera? —dijo Reacher.
—No sé a qué se refiere.
—Para ayudar a la causa a hacer una declaración.
—Debería retirarse —dijo Dremmler—. Esta conversación se terminó.
—¿Sí? —dijo Reacher.
—No tienen ninguna autoridad acá. Es un simple malentendido. Ni siquiera sé qué es eso.
—Es una bomba. Ustedes la robaron. Después de preguntar cuál era el nombre nuevo de Horace Wiley.
—A Griezman le resultaría muy difícil avanzar legalmente en mi contra.
—¿Porque tiene personas en lugares que le podrían llegar a sorprender?
—Cientos y cientos de personas.
—¿Usted es su líder?
—Tengo ese honor.
—¿Hacia dónde los está liderando?
—Quieren recuperar su país. Me aseguraré de que lo consigan. Y más. Me aseguraré de que tengan el país que se merecen. Fuerte otra vez. Con pureza de propósito. Todos tirando juntos en la misma dirección. No más árboles caídos. No más interferencia externa. No se tolerará nada de esa clase. Alemania será para los alemanes.
Reacher se quedó en silencio durante un rato.
Después dijo:
—¿Cuánto sabe de la historia de su país?
—¿Las verdades o las mentiras?
—El terror y la miseria y los ochenta millones de muertos. Aprendíamos eso en las clases. Después a la noche hablábamos tonterías, y alguien hablaba de una máquina del tiempo, que implicaba que uno podía volver y sacar al tipo. Antes de que hubiera empezado. ¿Lo haría?
—¿Cuál era su opinión?
—Estaba completamente a favor. Pero era una pregunta tonta. No hay máquinas del tiempo. Y a posteriori siempre se ve sin problemas de vista. Yo me figuraba que el verdadero desafío era hacer la pregunta en la dirección contraria. Empezando en el aquí y ahora. Mirando hacia delante. A priori. Que es lo contrario a una máquina del tiempo. ¿Hay algún tipo al que uno pueda sacar ahora, como para que nadie necesite soñar mañana con máquinas del tiempo? Si es así, ¿lo haría? Supongamos que uno se equivoca. Pero supongamos que uno no se equivoca. Ochenta millones de vidas a cambio de una.
El reloj en su cabeza le dijo que habían pasado quince minutos. La bomba estaba bien. Mover y accionar al azar no significaba nada. Lo cual tenía sentido. Un mal aterrizaje en paracaídas habría sido peor.
—Era una pregunta moral extrema —dijo Reacher—. Algunos decían que no, porque el tipo no había infringido ninguna ley. No todavía. Pero en algún momento eso fue verdad con respecto a todos ellos. Si uno hubiese regresado para hacerlo en una máquina del tiempo, ¿por qué no lo haría ahora? Algunos se preocupaban por los grados de certidumbre. ¿Qué pasa si uno solo está seguro en un noventa y nueve por ciento? Algunos decían que mejor prevenir que curar. Lo cual lógicamente significaba más del cincuenta por ciento. Pero en realidad no. Cualquier cosa por encima del uno por ciento podría valer la pena. ¿Una chance de cien de salvar del terror y la miseria a ochenta millones de personas? ¿Usted tiene alguna opinión, Herr Dremmler?
Dremmler no dijo nada.
Reacher dijo:
—Éramos estudiantes de grado. West Point es una universidad. Era el tipo de cosa del que hablábamos en ese entonces. ¿Hablábamos en serio? No importaba. No había manera de demostrar que haríamos lo que decíamos. O que no lo haríamos. Pero la vida es una mierda. Ahora me toca contestar de verdad la pregunta. ¿Estaba mintiendo en aquellos años?
Le disparó a Dremmler en el corazón, y cuando quedó quieto le disparó otra vez, en la cabeza, desde el mismo lugar, para estar cierto y seguro. Después se guardó el arma en el bolsillo, y puso el documento en la mochila camuflada, y se cargó la Davy Crockett al hombro, y salió y fue hasta la furgoneta. Avanzó hacia un lado y presionó el hongo mágico verde, y después hacia el otro lado, para dejar la mochila con sus nueve hermanos. Bajó la puerta y ajustó la palanca.
Se subió por el asiento del acompañante.
—¿Estás bien? —dijo Neagley.
—Nunca estuve mejor.
—¿Estás seguro?
—¿Qué eres, mi madre?
El portón se terminó de levantar.
—Vamos —dijo Reacher.
El Consejo de Seguridad Nacional puso en marcha un protocolo de emergencia con el cual se dispersó inmediatamente a los participantes, para reducir el riesgo de identificación visual, y consecuentemente el riesgo de citaciones. En menos de dieciséis horas Reacher estaba en Japón. Escuchó que habían enviado a una compañía de recuperación de material nuclear para descargar la furgoneta. Tenían un vehículo anticuado, de los viejos tiempos en los que a los misiles con ojivas nucleares se los arrojaba desde aviones y aterrizaban en campos. Más tarde escuchó que White y Vanderbilt habían volado directo a Zúrich con la mensajera. Habían vaciado una cuenta y llenado otra. La CIA tenía un excedente de seiscientos millones. Al iraní le dieron un departamento en Century City. En menos de una semana tenía un trabajo en la industria cinematográfica. A los árabes los hicieron regresar a Yemen. Después de eso, no hubo más rastros de ellos. Wiley fue enterrado en una fosa común, en la banquina de una autopista alemana, sin ninguna lápida ni ninguna marca.
Reacher vio a Sinclair una última vez, alrededor de dos meses más tarde, cuando lo hicieron ir a Washington. Para darle una medalla. Ella mandó una nota y lo invitó a cenar. La noche antes de la ceremonia. En su casa. Una casa suburbana en Alexandria. Él tenía puestos sus pantalones del Cuerpo de Marines, y su remera negra de Hamburgo, ambos lavados y doblados por una lavandería japonesa. No llevaba chaqueta, porque hacía calor. Se había cortado el pelo y estaba bañado y afeitado. Ella tenía puesto un vestido negro. Con diamantes, no perlas. Comieron en una mesa larga como un bote. Parpadeaban unas velas. Los diamantes centelleaban. Ella le dijo que algunas de las noticias eran buenas. Los malos estaban heridos. Su revés financiero había sido significativo. Seiscientos millones eran una buena cantidad de monedas. Hamburgo quedaba fuera de cuestión en lo concerniente al transporte aéreo. Porque los dos hombres habían sido clave. La mensajera había sido de ayuda. Había mapeado algunas estructuras. Ellos habían llenado algunos huecos. Algunas de las noticias no eran tan buenas. Wiley no tenía testamento, y por el momento seguía siendo el propietario del rancho en Argentina. No lo podían resolver. Todavía había muchas cosas que no sabían. Todavía estaban corriendo como locos de un lado para el otro.
Después de cenar hicieron un intento poco entusiasta de lavar los platos, pero quedaron atascados bien juntos en la puerta de la cocina. Él podía oler el perfume de ella. Otra vez estaba nervioso.
—Hazlo como lo hiciste antes —dijo ella.
Él alzó la mano y le rozó la frente, con la punta de los dedos, y le pasó los dedos por el pelo. Lo llevó hacia atrás y dejó una parte detrás de la oreja y otra parte colgando.
Quedaba bien.
Sacó la mano.
—Ahora el otro lado —dijo ella.
Él usó la otra mano, de la misma manera, apenas tocando la frente, enterrando hondo los dedos. Dejó la mano donde terminaba el pelo, en la nuca. Que era fina. Y cálida. Ella le apoyó la mano plana en el pecho. La deslizó hacia arriba hasta dejarla detrás de su cuello. Ella tiró hacia abajo y él tiró hacia arriba. Se besaron, de repente otra vez en casa. Él encontró la gotita de metal en la parte de atrás del vestido. Bajó el cierre, por entre los omóplatos, pasando la parte baja de la espalda.
—Vayamos arriba —dijo ella.
Fueron a su dormitorio, donde ella se le subió encima. Lo montó como una vaquera, pero otra vez de frente, caderas hacia delante, hombros hacia atrás, cabeza levantada, ojos cerrados. Los diamantes se balanceaban y rebotaban. Tenía los brazos hacia atrás, como la primera vez, separados del cuerpo, las muñecas dobladas, las manos abiertas, las palmas cerca de la cama, planeando, sobrevolando un invisible colchón de aire, como haciendo equilibrio. Lo cual era así. Como antes. Estaba haciendo equilibrio sobre un solo punto, bajando todo su peso hacia allí, moviéndose hacia atrás y hacia delante, acomodándose de lado a lado, persiguiendo la sensación, y encontrándola, y perdiéndola, y encontrándola otra vez, todo el recorrido hasta el final sin aliento.
A la mañana siguiente Reacher llegó temprano a Belvoir. La misma sala interna. Los mismos muebles dorados y las mismas banderas. Presidía el jefe de gabinete. Lo cual era agradable. Se iban a entregar cinco premios. Los primeros cuatro eran medallas de Elogio del Ejército, para Hooper, y Neagley, y Orozco, y Reacher. No tan lindas como la Legión al Mérito. Pero no eran lo más feo que Reacher hubiese visto. Era un hexágono de bronce, con un águila esculpida. La cinta era verde mirto claro con rayas finas en el medio y bordes blancos. El equivalente de una Estrella de Bronce, salvo que no en una guerra.
Toma el adorno y mantén la boca cerrada.
El quinto premio era una Estrella de Plata para el mayor general Wilson T. Helmsworth.
Después fueron y vinieron, y conversaron un poco de esto y aquello, y se dieron las manos. Reacher se encaminó hacia la puerta. Nadie lo detuvo. Salió al pasillo. No se encontró con ningún sargento. El resto del día era suyo.