ISOLA Giada surgía en mitad del océano como un resto de la era prehistórica. Verde toda ella, excepto por la franja de arena blanca que la bordeaba, y por el agua color turquesa que lamía sus orillas, era increíblemente hermosa.
–Esto es por si la línea aérea, el hotel, la casa en Alaska y los fondos de inversión no fueran suficiente, ¿no? –murmuró, cuando él le ofreció una mano para ayudarla a salir de la lancha que los había llevado desde la costa oriental de Italia.
–No me imaginaba que alguien como tú fuese a encontrar sorprendente esa lista.
–Creo que a cualquiera lo sorprendería. ¿Es toda tuya? –preguntó, soltando su mano.
–Sí.
–¿Qué más hay, aparte de esto?
Señaló un increíble edificio de paredes blancas y cristal al que se accedía por ascensor desde la playa.
–Hay algunas casitas para el personal. A veces vengo a pasar algunas semanas, y tengo un ama de llaves y algunas personas más que se ocupan de que todo funcione.
–Naturalmente –murmuró. Su situación económica le resultaba incomprensible. ¿Cómo se podía construir semejante imperio de la nada?–. ¿Hace mucho que la tienes?
Algo cambió en su expresión.
–Once años.
–¿La casa la construiste tú?
–No.
–¿Por qué tengo la impresión de que hay una historia aquí que no quieres compartir conmigo?
–Porque la hay –replicó, ofreciéndole una mano que ella aceptó como la noche anterior, cuando quiso rescatarla del desastre de la cocina.
–¿Y no me la vas a contar?
–Depende –contestó, besándola en la muñeca.
–¿De qué?
–De lo que estés dispuesta a ofrecer a cambio.
El corazón le dio un saltito.
–No comprendo.
–Nada es gratis, uccellina.
Solía llamarla así, pajarita, pero oírselo decir allí, en el Mediterráneo, con el beso del aire marino y el sol en la piel, tuvo un efecto extraño.
Cesare se acercó más.
–Contestaré todas tus preguntas si tú contestas todas las que te haga yo.
Con la mirada ya le estaba haciendo un millón de preguntas y Jemima sintió como que la desnudaba, y aunque desató cierta ansiedad en su interior, también experimentó un alivio que solo podía provenir de soltar lastre.
Soltar barreras, olvidarse de límites aunque fuera solo un momento, allí, en aquel pedazo de paraíso.
–Hecho.
Echaron a andar hacia la casa.
–¿Vienes aquí con frecuencia?
–Lo suficiente.
–Creía que ibas a contestar a mis preguntas.
Él la miró ladeando la cabeza.
–Si no llevo mal las cuentas, tú has dejado sin responder un montón de las mías.
–Ah. Entonces, ¿estoy en deuda? –preguntó, acercándose a él con una gracia inconsciente.
–Por supuesto.
–¿Qué quieres saber? –preguntó, tras besarlo brevemente en los labios.
–¿Tú qué crees?
La había rodeado por la cintura y la retenía contra su cuerpo, y ella volvió a sentir esa sensación de que algo se desataba en su interior.
–No es lo que todo el mundo piensa –dijo, consciente de que la pregunta que más le había hecho era la de por qué seguía siendo virgen cuando se conocieron.
Él permaneció callado y quieto.
–El trabajo de modelo es agotador y muy competitivo, así que cuando acabo con un trabajo, lo que menos me apetece es salir. Casi siempre en el contrato se estipula que tengo que asistir a la fiesta de después, como el otro día. Ayuda con la promoción y, al parecer, es bueno para mi imagen. Pero yo era muy joven cuando empecé a trabajar, y estaba lejos de casa, y todo era… demasiado para mí. Demasiado ruidoso y rápido, y la gente me trataba con demasiada familiaridad, y yo… tenía miedo. Estaba aterrada, la verdad. Descubrí que, cuanto más ruido había, cuanto más ocupada estaba, más éxito tenía y más modelos, directores, fotógrafos y medios me rodeaban, yo más sola me sentía.
–¿Tus padres no viajaban contigo?
–No.
Le sorprendió que no le pidiera más información, pero no insistió y ella se lo agradeció.
–Entonces, rechazaste por completo esa clase de vida y decidiste llevar la existencia de una monja, ¿no?
Ella se rio.
–Apartar a la gente era para mí un instinto de supervivencia, y nunca dejé de hacerlo.
Se arriesgó a mirarlo y deseó no haberlo hecho, porque el corazón comenzó a latirle dolorosamente contra las costillas.
–Sin embargo, tu imagen… si no supiera más allá de toda duda que eras inocente, jamás me habría imaginado que todo lo que se cuenta es falso.
Apartó un mechón de su pelo.
–Tenía dieciséis años cuando esas historias comenzaron a circular por ahí –explicó. Dio un paso a un lado y se quedó contemplando el mar. Era increíble. Parecía que hubiesen soltado una montaña de turquesas para que flotase en su superficie.
–Se decía que llevabas tiempo teniendo una relación con Clive Angmore.
Ella asintió.
–Estaba casado –admitió, con un dolor espeso en el pecho.
–Pero no era fiel.
–No, no lo era –asintió–. Y su reputación contagió a la mía. Yo tenía dieciséis cuando nos conocimos –movió la cabeza–. Llevaba trabajando de modelo un año, pero aún era muy inexperta. No me di cuenta de lo que significaba cuando empezó a pasar tiempo conmigo.
Los recuerdos le hicieron cerrar los ojos.
–Cuando me besó, me pilló completamente desprevenida. Nunca me habían besado antes, y de pronto él… –se rozó los labios como si pudiera borrar el recuerdo.
–¿Él, qué? –preguntó Cesare, tenso.
–Se me echó encima. Pesaba mucho y era fuerte. Ya tenía una edad, pero estaba en forma –la garganta se le quedó seca–. De todos modos, pude apartarlo de un empujón, y él se puso furioso. Al parecer se había hecho la idea de que yo estaba de acuerdo con que me manoseara por haber cenado con él un par de veces.
La indignación hacía que le temblara la voz, y como no quería mirarlo no se había podido dar cuenta de cómo sus manos se habían vuelto puños apretados.
–Yo pensaba que era solo interés por mi carrera. Estaba sola, y él era amable. Incluso creí que era un amigo.
Oyó que Cesare respiraba hondo, pero siguió sin mirarlo. No podía.
–Aprendí bien la lección. La gente no es amable porque sí. Siempre quieren algo a cambio.
El silencio respondió a su pronunciamiento, y cuando por fin lo miró, se dio cuenta de que estaba muy tenso. Un músculo le tembló en el mentón, y su mirada se había endurecido de tal modo que sintió un escalofrío en la espalda.
–Para entonces, la fábrica de rumores había hecho su trabajo y nadie parecía particularmente interesado por la verdad.
–Y tú te quedaste en ese mundo, la misma pero diferente, siempre un poco apartada de tus amigos.
Ella asintió.
–No es mi verdadero mundo. Solo es trabajo.
–Pero tenías que sentir curiosidad.
–¿Por el sexo?
–Sí.
–No. Hasta que te conocí a ti, no me había encontrado con nadie que incendiara mi mundo.
Y apartó de nuevo la mirada.
Cesare no dijo nada más, y ella sintió que debía llenar ese silencio.
–Te toca.
–¿El qué?
–Contestar una pregunta.
–De acuerdo. Pregunta
–No sé por dónde empezar.
Había tanto que no sabía de él, y aunque cuando empezó aquello se dijo que lo mejor sería no conocer sus secretos, ahora le parecía imprescindible comprenderle.
Él sonrió.
–Ven. Déjame enseñarte la casa. Luego contestaré tus preguntas, tranquila. Tenemos cuatro días. No hay prisa.
En la tarde del tercer día, dos antes del final, caminaban por la playa mientras el sol se hundía en el mar. Había sido un día perfecto. Habían explorado la isla, caminando y caminando hasta llegar a una cascada y habían tomado un escarpado sendero para llegar a la poza donde caía el agua para bañarse allí.
Jemima seguía sin conocer los secretos de Cesare, pero lo conocía a él; lo conocía todo de él: su pasión, su determinación, su apetito.
–Qué lugar tan maravilloso.
Contempló el mar. Nunca se cansaría de aquella vista.
–Lo es.
–¿No sientes la tentación de vivir aquí permanentemente?
–A veces.
Pero su tono de voz dejaba claro que era una broma.
–En realidad, ¿dónde vives?
Él la miró sonriendo.
–Soy ciudadano del mundo.
Ella sonrió también.
–¿Se puede saber qué significa eso?
–Pues que cada año lleno un pasaporte. Viajo mucho.
–Ya, pero tendrás un hogar.
–Todas mis casas lo son.
Jemima frunció el ceño.
–Creo que no funciona así.
Él se detuvo y la besó, simplemente como si no pudiera evitarlo.
–¿Por qué no?
–Bueno, un hogar es un hogar. Por definición es un sitio en el que pasas más tiempo que en los demás. Es donde te sientes más cómodo, el lugar al que quieres volver cuando simplemente necesitas existir.
Algo brilló en el fondo de sus ojos, pero volvió a besarla y continuaron caminando.
–¿Y el tuyo?
–Almer Hall –contestó sin dudar.
–¿Pasas mucho tiempo allí?
–No. Tengo que vivir en Londres, pero vuelvo a Almer Hall siempre que puedo…
No continuó. Había estado a punto de revelar demasiado.
–¿Pero? –la animó él.
Ella lo miró y sintió una punzada cerca del corazón. El sol estaba ya bajo, el cielo era de un sorprendente color rosa con pinceladas de púrpura, pero nada era tan asombroso como Cesare Durante, y toda su atención estaba puesta en ella.
–Pues que también me entristece.
–¿Por qué?
–Es una larga historia.
Intentó parecer despreocupada, pero no lo consiguió.
–¿Y no quieres contármela?
Nunca hablaba de Cameron con otra persona que no fuera Laurence. Era difícil hacerlo. Era duro pensar en lo que habían perdido, en la vida que debería haber vivido. Sin embargo, en aquel momento, en aquella remota isla, quiso hacerlo. Quiso recordarlo y lamentar abiertamente su pérdida.
–Tenía un hermano… –comenzó, despacio–. Cameron. Tenía siete años más que yo, así que crecí idolatrándolo, y yo era su preferida.
Su sonrisa estaba cargada con aquella felicidad que reflejaba pérdida y remordimiento también.
–Era muy bueno conmigo y le gustaba hacerme reír. Yo lo adoraba, y mis padres… bueno, para ellos era como el segundo advenimiento. El heredero del título, de Almer Hall, el primogénito de otro primogénito de otro primogénito. Ya te imaginarás.
–Sí.
–Murió –los ojos se le llenaron de lágrimas–. Yo tenía seis años, y no lo comprendí. Un día estaba allí y de pronto, ya no estaba, y nadie hablaba de ello. Mis padres no sabían cómo asimilarlo. Lo enterraron sin funeral, solos los dos con el sacerdote en la cripta de la familia. Fue como si nunca hubiera existido. Yo no podía entenderlo. Me costó mucho llegar a asimilar lo ocurrido.
Cuando se volvió a mirar a Cesare, él la miraba a ella fijamente.
–Se suicidó. Tenía trece años y decidió acabar con su vida –sus palabras sonaron crudas, hechas jirones por las cuchillas que tenía en la garganta–. No dejó una nota ni nada, pero me puse en contacto con algunos de sus amigos más tarde. Era gay –explicó–. Y no tenía ni idea de cómo iban a reaccionar mis padres. Al parecer luchó con ello mucho tiempo, pero no fue capaz de encontrar una salida.
Cerró los ojos y vio el rostro feliz de su hermano.
–Era un crío aún. Los problemas parecen mucho más grandes cuando eres joven, y estaba soportando mucha presión. Creció oyendo hablar de su legado, de su responsabilidad, del futuro de nuestra familia –explicó, sin ocultar la desaprobación que le inspiraba–. Unas nociones absurdas hoy en día.
Cesare dejó de caminar y ella hizo lo mismo, pero siguió con la mirada puesta en las rocas del horizonte.
–Ojalá yo hubiera sido mayor. Ojalá él hubiera confiado lo suficiente en mí como para hablar conmigo. Me gustaría que hubiera sabido el agujero tan enorme que iba a dejar tras de sí. Ojalá supiera lo mucho que lo necesitaba y lo mucho que lo querían nuestros padres.
Las lágrimas le rodaron por las mejillas.
–Lo siento –murmuró Cesare, y la abrazó con fuerza. Ella se acurrucó en él y respiró hondo, llevando su olor a cada una de las células de su cuerpo. A pesar del hecho de que llevaba casi dos décadas cargando con aquel dolor, le pareció que algo había cambiado.
–Supongo que por eso estoy tan unida a Laurence –Cesare le había estado acariciando la espalda y se detuvo un instante antes de continuar–. Cuando Cam murió, me quedé muy sola. Mis padres se perdieron por completo. Estaban destrozados. Ahora me doy cuenta de que se culpaban por ello. Sé que desearían haber hecho más, haberle hecho ver que lo querrían y lo aceptarían siempre –cerró los ojos–. Fue muy duro para ellos y a mí, me apartaron. Supongo que les recordaba a él o algo así. Estaban destrozados. Pasé mucho tiempo con mi tía después de eso, con Laurence. Estuvo a mi lado cuando no había nadie más.
Se separó un poco para poder mirarlo a la cara.
–Aquella noche fui a la cena porque él me lo pidió. Haría cualquier cosa por él, pero no me pidió que me acostara contigo –añadió–. Eso fue solo cosa mía.
Algo oscuro tiñó su mirada.
–Siento muchísimo lo que has tenido que pasar.
Ella asintió.
–Me sorprende que tus padres fuesen tan liberales contigo después de haber perdido un hijo –comentó, pensativo, y comenzaron a caminar en dirección a la casa–. Dejar que te hicieras modelo, sin que nadie te acompañase…
–Se aseguraban de que estuviera bien –dijo, y casi sin pensar le contó toda la historia–. Y necesitábamos el dinero. Después de lo de Cam, mi padre… no se recuperó. Dejó de trabajar, y las amortizaciones de Almer Hall se desbordaron. De hecho, los impuestos por aceptar la herencia ya eran tremendos, y el riesgo de perderlo se hizo real. Mis padres vendieron algunas parcelas, pero apenas consiguieron hacer mella en las deudas.
Cesare miraba hacia el frente.
–Y utilizaste lo que ganabas como modelo para mantenerlos a flote.
–Lo intenté, pero dejaron que la deuda se disparara, y ahora se deben millones de libras en intereses. Sinceramente, a veces desearía que la vendiéramos sin más, pero aun así seguiríamos debiendo dinero.
Él la miró en silencio y después asintió.
–Y es tu hogar.
–Sí. Es mi hogar –contestó, y se le encogió el corazón.