Capítulo 12

 

 

 

 

 

SE DESPERTÓ tarde, lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta el tiempo que había pasado mirando la pared del dormitorio la noche anterior, dando vueltas a las palabras de Cesare, hundida bajo el peso de una incredulidad de la que no podía deshacerse.

«Todos tenemos un precio… y al menos el tuyo ha tenido que ver con una causa noble».

Eso no era cierto.

La ansiedad que sentía por su primo le había llevado hasta él, pero nada de lo que había pasado entre ellos era por Laurence o su situación económica. Ni ella era una mercenaria, ni su cuerpo estaba en venta. Aquello había respondido a la tentación, la lujuria y el deseo.

Miró el reloj del teléfono. Eran más de las diez. Se levantó, se duchó y se vistió sin prisas con un pantalón corto de lino blanco y un top con escote halter que había pasado en una pasarela de París, y descalza bajó la escalera. No quería hacer ruido, casi como si no quisiera ver a Cesare, como si no supiera qué decirle cuando se lo encontrara.

Hacía otro día perfecto: cielo azul, agua turquesa, arena suave y esponjosa. Pulsó un botón de la cafetera y dejó viajar la mirada por aquel escenario.

Aquel iba a ser su último día con Cesare. Se había preparado para ello. Desde el principio sabía que aquel momento iba a llegar y lo había aceptado. Pero después de lo de la noche anterior, después de que la acusara de ser una mercenaria, sentía un dolor insoportable al pensar en abandonarlo.

Intentó imaginar su vida en Londres. Volver a su trabajo, a participar en aquel mundo que ahora le parecía más superficial que nunca, ir a Almer Hall y sentir el dolor y la soledad de sus padres siendo consciente de que ella llevaba algo dentro que podría eclipsar todo eso: la vida sin Cesare.

Y precisamente él entró en la cocina en aquel momento, pero no podía mirarlo y dio un sorbo a su taza de café.

–Buenos días –lo saludó.

Su silencio la obligó a mirarlo, y se encontró con una expresión en su rostro que no reconoció. Estaba serio, con una máscara de indiferencia en la cara, pero sus ojos, unos ojos en los que ella podía leer como en un libro abierto, hablaban de otra cosa. De algo importante.

–Estás despierta.

Ella asintió.

–Bien. Tenemos que hablar.

Apretó con las dos manos la taza de café para que no le temblasen y se apoyó en la encimera. Él se puso frente a ella, engañosamente relajado.

–No quiero que este sea nuestro último día juntos.

No estaba segura de haberle oído bien.

¿Qué?

–No sé cuánto durará esto –continuó, cruzándose de brazos–. No tengo las respuestas que creí que iba a tener. Me has sorprendido, y no quiero que esto termine.

Un alivio inmenso se abrió paso en su interior.

–Yo tampoco.

–Lo sé.

Su arrogancia sería insoportable si no fuera marca de la casa. Jemima sonrió.

–Ya no puedo tomarme más vacaciones, y para que esto funcione, tenemos que estar los dos en Roma. Si quieres seguir modelando, puedes usar mi avión privado para desplazarte mientras sigamos con el acuerdo.

La alarma se disparó en su interior.

–¿Qué acuerdo?

–El de que seas mi amante.

Y así, sin más, como quien pone un alfiler en contacto con un globo, su felicidad se pinchó.

–¿Tu amante? –preguntó sin comprender.

Él asintió y tiró de ella suavemente. Tan sorprendida estaba que le dejó hacer.

–Sería más de esto –dijo, cuando sus cuerpos estuvieron juntos, perfectos el uno junto al otro–. Más de lo que hemos compartido estas dos semanas, hasta que estemos preparados para avanzar.

Era como si alguien la estuviese empujando hacia un precipicio en un buggy que no podía controlar. Sus palabras sonaban tan serenas, tan ordenadas, y hablaba con la autoridad de un hombre que ha expuesto su plan y espera que se siga. Pero la última parte del discurso le había calado hondo.

«Hasta que estemos preparados para avanzar».

Sintió que se llenaba de calor, como si le estuvieran echando lava por encima, y negó con la cabeza vehementemente, separándose, dejando la taza de café sobre la encimera.

–Podemos acordar un límite de tiempo si quieres –añadió él, sin moverse, observándola–. ¿Un mes?

Ella se guardó las manos en los bolsillos y lo miró con incredulidad.

–Un mes –repitió, asintiendo levemente aunque no tenía intención de aceptar.

«Un mes».

No era suficiente y nunca lo sería. Los pulmones se le empezaron a cerrar. No podía inspirar aire suficiente. Intentó centrarse. Intentó que no le ganaran la partida las lágrimas.

–Puedo ayudarte con Almer Hall.

Abrió de pronto los ojos y los clavó en él, que seguía mirándola completamente inmóvil.

–¿Qué?

–Quiero ayudarte –dijo, pero sonó como si le arrancasen las palabras en contra de su voluntad.

–¿Ayudarme, cómo?

–Hay cuatro hipotecas sobre el título –se acercó a ella–. Has estado tapando pequeños agujeros de la deuda, pero no ha sido suficiente.

–¿Cómo sabes eso? –espetó, empujada por una sensación de derrota–. Es información confidencial.

–Tengo contactos en tu banco, y esto no es confidencial. Solo información difícil de obtener. Quiero ayudarte, Jemima. Quiero ayudarte con Almer Hall.

Entonces lo comprendió todo. Una sensación de náusea le creció por dentro y lo miró en silencio. ¿Habría entendido mal?

«Todos tenemos un precio… y al menos el tuyo ha tenido que ver con una causa noble».

Eso era lo que pensaba de ella. Una oleada de odio la obligó a parpadear. Y lo peor de todo era que su corazón sabía que ese odio no era real. Su corazón sabía por qué le estaba doliendo tanto aquello, por qué aquel insulto le estaba llegando a lo más hondo.

–Dices que me ayudarás, pero solo si acepto esta… ¿proposición?

En los ojos le brilló algo que no supo descifrar.

–Me estoy ofreciendo a darte todo cuanto puedas querer –resumió, evitando tener que contestar a su acusación.

–No –susurró–. Eso es lo que tú te crees.

¿Me estás diciendo que quieres que esto termine? –le preguntó, empujando con un dedo su barbilla–. ¿Que quieres ceñirte a los términos de nuestro acuerdo inicial?

Ya no pudo contener más las lágrimas y negó con la cabeza.

Él sintió alivio. Alivio y triunfo.

–Yo tampoco, y esta es la solución –tomó su silencio por aprobación–. Ven a Roma conmigo durante un mes. Tendrás todo lo que necesites, pero sobre todo dejaré Almer Hall sin deudas. Un mes como mi amante, y podrás pasar el resto de tu vida sabiendo que el hogar de tu familia está a salvo, que tus padres podrán vivir sin preocupaciones.

Un sollozo amenazó con salir.

–Lo que has dicho antes, ¿no?

–¿El qué?

–Que todo el mundo tiene un precio.

Hubo un segundo en el que vio remordimiento en sus ojos, pero desapareció y fue reemplazado por la arrogancia.

–No pretendía ser un insulto.

Pues tú me dirás…

–No me refería a ti en concreto. Podría aplicarse a cualquiera.

–No te creo.

–Lo creas o no, el mundo funciona así. No estoy diciendo que Almer Hall sea la única razón por la que debes acceder a esto, pero sé que para ti es más fácil decir que sí si te ofrezco lo que te estoy ofreciendo.

–¡Te equivocas! Me lo pone más difícil. Si me pidieras que me quedase contigo únicamente porque no quieres que me vaya, porque no puedes soportar la idea de despertarte mañana en la cama sin mí, habría dicho que sí un millón de veces. Pero decir que sí a ser tu amante en las mismas condiciones mercenarias de antes, después de todo lo que hemos compartido… ¿cómo puedes creerme capaz de aceptar?

Él se quedó en silencio.

–¿Por qué quieres que me quede? –insistió, incapaz de creer lo peor de él–. Dímelo –insistió.

Él guardó silencio.

–Dímelo. Necesito comprender qué te ha hecho llegar a este punto. Necesito saber qué sientes.

¿Qué siento? No lo sé –dijo con impaciencia–. Nunca he hecho esto antes. Pensé que dos semanas contigo sería suficiente, y no lo ha sido. Sé que me recuperaré de esto, me recuperará de ti, pero necesito más tiempo. Necesito más de ti.

–¡Vaya! Nunca se habían referido a mí como si fuera un narcótico.

Él compuso una mueca.

–Yo solo quería decir que…

–Que no has superado lo mío. Que quieres seguir teniéndome en tu vida hasta que te parezca bien que me vaya, y ni un solo minuto más. ¿Y yo qué, Cesare?

–Ya te he dicho que tendrás todo cuanto puedas desear.

–¿Y si todo lo que deseo eres tú?

Se quedó confuso, como si esa idea no se le hubiera ocurrido nunca.

–Ya me tienes. Todas las noches

–No. No es eso lo que quiero decir.

Entonces, ¿qué quieres decir? ¿Qué quieres? Te daré lo que sea si accedes.

Su ofrecimiento debería ser tentador. Incluso aunque fuera solo un mes más, aun sabiendo que el final llegaría, seguía siendo algo. Pero también sabía que cada día sería una agonía, que aceptar sus términos sabiendo que pretendía ponerle punto final sería una forma de tortura.

Se incorporó y se acercó a las ventanas que enmarcaban aquella espectacular vista del océano.

–¿A qué te refieres exactamente? –preguntó con la voz áspera.

–Almer Hall quedará libre de cargas. Solo tienes que decir la palabra.

–¿Y llamarás a mi banco para pagar millones de libras solo para que haga el amor contigo hasta que decidas que ya has tenido suficiente? –se volvió a él empujada por la furia, contenta de tenerla, agradecida de estarla sintiendo porque necesitaba su fuerza para no perder el sentido–. ¿Y si quiero más? Tarjetas de crédito, vestidos, joyas…

Al principio abrió los ojos de par en par, pero al instante se encogió de hombros y Jemima sintió pena por él. ¿Tan poco se valoraba para pensar que tales lujos iban a ser necesarios?

–Si es lo que quieres.

–¡No es lo que quiero, maldita sea! –explotó–. Maldita sea… –gimió–. ¿De verdad piensas que quiero cualquiera de esas cosas?

–Me has dicho lo mucho que significa Almer Hall para ti.

–¡Lo sé!

La furia eclipsaba todo lo demás y de nuevo se volvió hacia el océano. Aquellas olas interminables lamiendo la orilla le habrían dado paz, pero no en aquel momento.

–Y que ahora uses eso precisamente para chantajearme… después de todo lo que…

–No es chantaje. Solo te estoy dando lo que quieres, y los dos obtenemos así lo que queremos: más tiempo juntos.

–Si permito que lo hagas, estaría demostrando que tenías razón en lo que dijiste anoche, y nunca permitiré que me creas capaz de algo así.

No le estaba mirando, de modo que no pudo ver la sorpresa que reflejaban sus facciones.

–Esto en ningún momento ha tenido nada que ver con el fondo de inversión, Cesare. Yo solamente quería estar contigo, y sigo queriendo.

Le oyó respirar hondo, como si se sintiera aliviado.

–Pero nunca me darás lo que quiero de verdad, y pasar una sola noche más contigo sabiendo cuáles son tus límites, sabiendo lo que piensas de mí… –la voz se le quebró y respiró hondo–. No es posible. Sería un infierno.

Pero él aún no estaba dispuesto a darse por vencido.

–Acabo de decirte que te daré lo que quieras.

–Esto no.

–¿El qué? ¿Qué es lo que quieres? –insistió, acercándose a ella.

–Quiero más –respondió, manteniéndose firme, porque si pasaba más tiempo con él en aquellas condiciones acabaría destruyéndose a sí misma.

Sì, uccellina.

Él la seguía mirando atentamente, y el corazón se le encogió porque sabía con certeza que, en aquel momento, habría accedido a lo que hubiera querido pedirle. Económicamente hablando, al menos.

Quiero que esto sea real –dijo, teñida su voz de las lágrimas que estaba conteniendo–. Quiero despertarme a tu lado sin el fantasma de una bomba de relojería. Quiero despertarme a tu lado durante el resto de nuestras vidas –tragó saliva, sorprendida de lo importante que era decir aquello, aunque él reaccionara mostrándose incrédulo–. Quiero que me quieras como yo te quiero a ti –susurró.

Y tuvo esperanza cuando no había razón para tenerla, porque ese era el poder transformador del amor. Mirándolo a los ojos y conteniendo la respiración, esperó.

Y por fin, le oyó decir lo que sabía que iba a decir.

–Eso no es posible.

–¿Por qué no?

Cesare permanecía inmóvil.

–Te estoy ofreciendo algo muy claro. Lo mismo que te vengo ofreciendo desde el principio. Sexo. Diversión. Y punto.

–¿De verdad piensas que es eso lo que hemos estado haciendo?

Hay límites. Límites al tiempo que pasaremos juntos, límites a lo que puedo ofrecerte. Hay límites y reglas, y eso es bueno para los dos.

–No para mí. No quiero límites contigo. Quiero apartarlos y disfrutar de ti entero –se puso de puntillas y sus labios quedaron a escasos centímetros de los de Cesare–. Dime que no sientes lo mismo.

Él no se movió, pero el corazón de Jemima le golpeaba contra las costillas.

–Cuando mi madre murió, juré que conseguiría tener una fortuna. Juré que consagraría mi vida a eso, a ser alguien. Las relaciones no forman parte de mí como persona. Tomé esta decisión hace mucho tiempo y nada ni nadie me hará cambiar de opinión –puso sus dos manos enmarcando su cara–. No te pareces a ninguna mujer que haya conocido antes, y si en algún momento llegara a plantearme saltarme esa regla, sería por ti –pasó su pulgar por el labio inferior–. Pero no es lo que quiero.

–Yo no soy lo que tú quieres –le corrigió.

–Sí que lo eres. Te quiero a ti, pero no como tú propones –respiró muy hondo–. Quiero lo que tenemos ahora. Lo quiero durante un tiempo más, y que luego podamos mirarnos el uno al otro a los ojos, sonriamos y nos despidamos dándonos las gracias, sabiendo que nunca volveremos a vernos, pero que esos recuerdos nos acompañarán siempre. ¿Es que no te das cuenta de lo bueno que es eso?

–Nunca podré dejarte y sentirme bien haciéndolo. Ni ahora, ni dentro de un mes, ni nunca. Estoy enamorada de ti, Cesare, y no hay razón, ni sentido común, ni punto final racional y tranquilo. Te quiero. Quiero pasar mi vida contigo. Quiero tener una familia contigo, aunque eso es algo que no sabía –no había preparado las palabras, pero en cuanto las pronunció, supo que eran totalmente ciertas–. Quiero hacerme vieja contigo.

Él la miró atónito.

–Nunca me había imaginado algo así.

–Yo tampoco, hasta hace un momento. Pero lo sé, Cesare. Lo siento en todos los huesos de mi cuerpo. Sé lo que siento y sé que te quiero, y que no podré quedarme ni un minuto más contigo si no hay esperanza de que tú puedas llegar a quererme.

–No la hay –replicó, y el aire vibró a su alrededor–. Escúchame. Tú no me quieres. Es comprensible que pienses así, pero es solo tu inexperiencia. Lo que quieres es sexo.

–¿Cómo te atreves? –explotó, deseando abofetearle–. No intentes quitarle importancia a lo que siento, que conozco perfectamente la diferencia entre lujuria y amor.

–¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?

–Lujuria es lo que sentí por ti aquella noche en Londres, en el restaurante, cuando me besaste y cuando te llevaste mi virginidad. Lujuria es lo que sentía cuando hacías mi cuerpo tuyo, cuando me llenabas de deseo por primera vez. Amor es lo que sentí cuando me mostraste lo que había aquí dentro –dijo, empujándolo por el pecho–. Cuando hablaste de tu madre, de tu niñez, de tu negocio, de tu vida. Amor es lo que sentí cuando fuiste tú quien me preguntó por mi vida, cuando fuiste capaz de ver más allá del hecho de que soy Jemima Woodcroft y quisiste saber qué es lo que de verdad me importa. El amor es lo que he sentido, noche tras noche, estando en tus brazos y recibiendo tus besos con una ternura que provenía de tu alma.

Sus facciones se habían vuelto de hielo.

–Jemima…

Esperó a que siguiera hablando, pero no dijo nada. Siguió mirándola durante tanto tiempo que los pulmones le ardieron de contener el aliento esperando, con la necesidad de que dijese algo que pudiera mejorar aquel momento.

Creo que tú también me quieres –susurró–. Dices que soy distinta a las mujeres que has conocido. Te has gastado quinientas mil libras para tenerme en tu cama y ahora quieres que me quede un mes más. ¿Cómo puedes saber que eso es suficiente? ¿Cómo puedes saber que no vamos a tener esta misma conversación dentro de treinta días?

–Porque he decidido lo que quiero, y esta vez, me atendré a ello.

El dolor de oírle decir aquello le laceró el alma.

–No puedes desconectar tus sentimientos así, sin más, Cesare. Quieres que esté en tu vida, y sabes que es así –no podía rendirse. Tenía que conseguir que viera que los dos estaban enamorados–. Te gastaste todo aquel dinero porque no podías arriesgarte a que te dijera que no.

Cesare dio un paso atrás.

–Antes de eso ya les había pedido a mis abogados que formalizaran la inversión. Que tú vinieras a mi cama era solo la guinda del pastel.

Sus palabras no tenían sentido para ella.

–No. Eso no fue así. Tú me lo dijiste, ¿recuerdas? Me dijiste que tenía que irme contigo.

–Te mentí –respondió, mirándola a los ojos–. Mentí para conseguir lo que quería. A ti.

Jemima lo miró boquiabierta. No entendía nada.

–Este es el hombre al que crees amar. Esto es de lo que soy capaz.

–¿Por qué?

–Porque no podía arriesgarme a que no accedieras, y no porque te quiera, sino porque te deseaba y yo siempre logro lo que me propongo. A cualquier precio.

Jemima ignoró sus palabras y las heridas recibidas.

–¿Por qué adquiriste una parte tan grande del fondo? Sé que no ha sido por altruismo. Y si no fue por mí, ¿por qué entonces?

Miró al frente un instante antes de volver a centrarse en ella.

–Tu primo está sentado en una mina de oro y todavía no se ha dado cuenta. Las quinientas mil libras que he invertido en el fondo tendrán un valor de un millón a finales de año.

Las rodillas empezaron a fallarle.

–¿Qué? –preguntó casi sin voz.

–En lo tocante a los negocios, y a veces también a las personas, siempre investigo. Supe lo que tenía aquella noche en el restaurante. Tú siempre fuiste un premio aparte del acuerdo comercial. Yo nunca permito que el placer y los negocios se mezclen.

Jemima cerró los ojos con intención de bloquear el mundo exterior, pero él continuó, implacable.

¿Lo ves? No me amas, ¿a que no? ¿Cómo ibas a poder amarme?

El corazón se le resquebrajó por él, porque en aquel momento vio la verdad con toda claridad… el niño que se había convertido en hombre convencido de que cuanto tenía que ofrecer era dinero. Que creía que quizás su madre lo habría querido más si hubiera podido ver la riqueza que había amasado.

–A pesar de todo, te quiero. A pesar de que me has herido, de que me siento traicionada y utilizada, te amo.

A pesar de todo, la verdad de sus palabras, el poder pronunciarlas, le resultó liberador.

–Y sin embargo sabías que yo nunca podría quererte.

–No…

–Sí. Te dije exactamente qué clase de hombre soy y de lo que soy capaz, pero tú decidiste ignorarlo.

–Te equivocas. Sé lo que dijiste sobre ti, pero yo te veo como eres de verdad. Veo a alguien que tú ni siquiera conoces –concluyó, irguiéndose orgullosa, a pesar de que tenía el corazón hecho jirones.

Pero él negó con la cabeza.

–Eso es lo que tú crees.

–Cesare… –suspiró–. Te has pasado la vida intentando superar tus raíces. Estás convencido de que, si trabajas más duro, si ganas más dinero, si llenas más tu cuenta bancaria, o si engrosas tu lista de propiedades, acabarás sintiéndote bien, sintiéndote completo.

Hubo un cambio palpable en la expresión de Cesare, y supo que no la iba a escuchar, que dijera lo que dijese, no alteraría su rumbo.

–¿Por qué te hiciste el tatuaje? –insistió–. Como sono. Como soy. Tú eres como eres, y yo te quiero así –hizo un gesto con el brazo que abarcaba aquella magnífica casa–. Nada de esto me importa. Hay un valor inherente a ti, a tu persona, y lo he visto a pesar de que tú no.

–Te equivocas conmigo.

–No. Eres un buen hombre…

–Te equivocas al pensar que estoy roto en algún sentido, o que no me siento completo. Vivo mi vida como yo decido vivirla, y hago lo que quiero. Podría mentirte ahora y fingir solo para tener más tiempo contigo, pero no voy a hacerlo. Esto es lo que estoy dispuesto a ofrecerte. La decisión es tuya.

Ella asintió, pálida.

No es una decisión. Tengo que irme porque no puedo quedarme.

Ninguno de los dos se movió ni dijo nada durante unos segundos, hasta que ella volvió a hacerlo porque sentía que se ahogaba.

–Tengo que irme, Cesare. Por favor…

–No.

–Acabas de decir que la decisión es mía.

–Quédate una semana –imploró–. En los mismos términos. Todas tus deudas desaparecerán.

Un gemido se le escapó de la garganta.

–No. Tú no eres ese hombre –le dijo, y él la miró a los ojos–. Eres mucho mejor que todo esto.