ME SIGUE costando trabajo ver en qué me beneficia a mí.
Cesare Durante tenía una voz profunda y sensual, y Jemima lo observaba disimuladamente, casi deseando que no hubiera respondido a sus expectativas. Todo lo que había leído sobre aquel millonario que se había hecho a sí mismo había resultado cierto: inteligente pero encantador, y con un físico que a cualquiera le reduciría las rodillas a gelatina.
Pero también había arrogancia en él, una arrogancia que se manifestaba en la línea de sus labios, en el brillo de sus ojos de mirada penetrante y perceptiva.
–La versatilidad de los fondos es su punto fuerte –respondió Laurence con una confianza que ella sabía que no sentía.
«Si mis inversores se enteran de que he perdido un tercio del valor del fondo, estoy hundido, Jem. Es más o menos cien millones de pavos. Tengo que conseguir reclutar a Durante… es el único modo que tengo de mantenerlo todo a flote. Por favor, ayúdame. ¡Por favor!».
De niña había hecho cualquier cosa que Laurence le pidiera, pero tras la muerte de su hermano, los dos se habían unido de un modo que solo el dolor puede lograr unir a dos personas. Laurence era la única persona que comprendía el vacío de su vida y, al mismo tiempo, era la única persona que podía llenarlo un poco. Eran familia, eran amigos, eran dos almas que habían conocido el dolor intenso de la pérdida y la culpa, y haría lo que le pidiera. Y él, por ella.
Sabía que esa era la razón de que se hubiera embarcado en inversiones tan irresponsables e irreflexivas: salvar Almer Hall. Conocía hasta qué punto estaban endeudados sus padres, y que ni siquiera con sus propios ingresos como modelo podían solucionarlo. Pero Laurence sabía lo que la casa significaba para ellos, y lo quería con locura por eso.
–La mayoría de fondos tienen activos –dijo Cesare Durante–. No he venido desde Roma para que me hagas una propuesta mediocre. Dime qué más tienes.
Sintió la tensión de Laurence y el estómago se le encogió. Sabía lo que ocurriría si Cesare Durante no invertía: la ruina, y seguramente demandas por el modo imprudente en que había invertido el dinero de otras personas. Quedaría arruinado, y por extensión también sus padres, porque ella ya no podía ofrecerles ayuda económica. Ya habían perdido mucho, y no podrían soportar un golpe más.
Tomó la copa de champán y la sostuvo a un par de centímetros de los labios, mirando a Cesare pensativa. Sus enormes ojos verdes eran uno de sus rasgos distintivos. Su primera campaña publicitaria internacional había sido para un gigante de la cosmética y promocionar la máscara de pestañas había lanzado su carrera globalmente. Aplicó la fuerza de sus ojos en aquel italiano.
–¿Has llegado hoy mismo? –le preguntó.
«Contigo allí, será simplemente una reunión social, algo divertido. Distráelo cuando intente precisar cuánto dinero le estoy pidiendo que inyecte».
Cuando se volvió a mirarla, el pulso se le aceleró y la sangre comenzó a hervirle en las venas.
–Esta noche –contestó, estudiándola.
Era imposible ser una de las modelos más cotizadas internacionalmente y no saber que eres guapa, pero también sabía que no podía atribuirse el mérito, ya que la belleza era solo cuestión de suerte. Era mucho más lógico sentirse orgullosa de los logros por los que trabajabas duro que por las características que el azar te hace poseer. De hecho no solía pensar mucho en su aspecto físico, a excepción de lo relacionado con el trabajo.
Pero cuando Cesare la miró atentamente y a continuación sonrió, sintió una satisfacción femenina en el pecho y un deseo inconfundible se apoderó de ella, calentándola por dentro, haciendo que la respiración le ardiera en los pulmones.
–¿Y tú?
Imitó su lenguaje corporal, inclinándose un poco hacia delante. No había un gramo de más en él y, sin embargo, parecía enorme, como si ocupase más del espacio físico que le estaba destinado en aquel restaurante. Tenía que medir un metro noventa y cinco, pero no era solo su estatura lo que resultaba formidable. Era como si estuviera esculpido en piedra, o labrado en bronce. Su pecho era ancho, sus hombros cuadrados y fuertes, su cintura estrecha, sus piernas largas y firmes. Se había quitado la americana en algún momento después de los platos principales, y la camisa de algodón que llevaba debajo, aunque sin duda era de la mejor calidad y hecha a medida, le tiraba un poco de las mangas, dejando entrever lo pronunciado de sus bíceps.
Pero era su rostro lo que la fascinaba. También parecía haber sido esculpido, pero por una mano del mayor talento. Era perfectamente simétrico, con una nariz aquilina, un mentón firme y recto, unas densas pestañas oscuras que enmarcaban unos ojos de mirada intensa y una boca de labios carnosos que, cuando sonreía, le marcaba dos hoyuelos en las mejillas. Tenía el pelo espeso y oscuro, y lo llevaba bastante corto.
Ella estaba acostumbrada a la belleza física, y no solía impresionarse. Se pasaba mucho tiempo rodeada por modelos, y lo único que había empezado a llamarle la atención eran los rasgos poco usuales: una piel marcada por líneas o tatuajes, rostros que contaban historias e invitaban a hacer preguntas.
Cesare era muy guapo y, sin embargo, se sentía fascinada por él. Presentía que había algo en su interior que la animaba a hacer preguntas.
–Jemima vive aquí al lado –dijo Laurence al mismo tiempo que levantaba una mano para llamar la atención de un camarero. Ni Cesare ni Jemima apartaron la mirada. Era como si estuvieran solos en aquella sala.
–Tengo un piso –dijo ella un momento después.
Él enarcó solo una ceja.
–¿Te criaste en Londres?
–No. Mi familia tiene una propiedad a las afueras de Yorkshire. Almer Hall.
Laurence y ella intercambiaron una mirada ante su mención de la propiedad familiar que tanto significaba para ellos y que se perdería si los fondos se iban por el desagüe.
–Entonces, eres una aristócrata –dijo él con cinismo primero y burlón después.
Ella se encogió de hombros.
–Hay un título, pero no lo usamos.
–¿Por qué no?
–Porque resulta un poco anticuado –tomó un sorbo de champán sintiendo su mirada, por lo que se alegró del frescor del champán.
–¿Un escocés, Cesare? –ofreció Laurence.
Cesare por fin apartó su atención de Jemima y ella respiró hondo y parpadeó repetidamente, como si despertase de un sueño.
¿Cómo sería tener aquellos ojos grises como el acero puestos en ella con toda la fuerza de su atención? No, su atención ya la había tenido… con toda la fuerza de su deseo. ¿Cómo sería inclinarse hacia delante y rozarle un brazo, flirtear un poco, sonreír y musitarle una invitación al oído?
No era la primera vez que la carga de su virginidad la impacientaba. Al fin y al cabo, los medios la tachaban de mundana, así que… sí, si tuviera un poco de experiencia, actuaría dejándose guiar por aquellos impulsos, a pesar de lo que pudiera significar para Laurence.
La voz de Cesare sonó profunda al pronunciar el nombre de un whisky que ella conocía solo porque las fotos de su publicidad las hacía un amigo. Era carísimo. Laurence pidió lo mismo, pero antes de que el camarero se marchara, Cesare se volvió a ella y le preguntó:
–¿Quieres seguir con el champán?
El corazón le dio un salto. A pesar de las razones que tenía para mantener las distancias, el deseo la empujó en piloto automático.
Qué locura. Como modelo adolescente, se había cruzado con multitud de diseñadores, fotógrafos, editores de revistas y relaciones públicas, todos ellos convencidos de que haría lo que fuera para beneficiar su carrera, así que a los quince años ya sabía decir que no sin ofender a nadie. Rechazar sexo, drogas, alcohol, orgías…
Pero en Cesare había peligro, una oscuridad que la llamaba, que le hacía sentir que podía ser su debilidad, y en aquel momento deseó ser sofisticada, experimentada, saber exactamente qué debía decirle para que un hombre como él quisiera tener sexo con ella.
Solo la idea bastó para que se levantara de golpe.
–¿Estás bien? –le preguntó Laurence.
–Perfectamente –contestó, colocándose una sonrisa en la cara al darse cuenta de que más gente los miraba–. Enseguida vuelvo.
Se obligó a caminar despacio hasta los aseos y, una vez dentro, apoyó la espalda en el frío mármol y cerró los ojos.
Lo más probable era que no volviera a ver a Cesare Durante después de aquella noche. Estaba allí solo por una razón: para ayudar a Laurence a convencerlo de que invirtiera en sus fondos.
Tenía que ayudarlo. Había demasiado en juego para echar a perder la velada porque fuera incapaz de mirar a Cesare sin imaginar lo que sus manos podían hacer recorriendo su cuerpo. Pero aquello no iba a ocurrir y tenía que controlarse.
Respiró hondo, se retocó en el espejo y se pasó los dedos por el flequillo que le cubría un ojo antes de salir al corredor. Al fondo, sobre una mesita pegada a la pared, había un ramo de lilas y una sonrisa nostálgica se asomó a sus labios.
Siendo niña, en Almer Hall siempre había flores. Unos ramos enormes iguales que aquel, hermosos y fragantes. Respiró hondo delante del ramo y recordó las veces que iba a ver allí a sus abuelos. En verano, el perfume de las lilas era casi mareante.
Ahora no había flores. Más de las dos terceras partes de la casa estaban cerradas, con los muebles, o lo que quedaba de ellos, cubiertos con sábanas blancas. La zona que utilizaba la familia, aunque alegre, era modesta y comenzaba a verse el desgaste de los años. Qué no haría por ver la casa como era antes, con mesas en cada habitación cargando con el peso de ramos como aquel.
Abrió los ojos y, cuando su mirada se posó en el espejo que había detrás de las lilas, se encontró con unos ojos que la habían fascinado durante toda la velada y que la observaban pensativos. El corazón se le subió a la garganta.
–¿Te has perdido? –fue la pregunta que le hizo, acompañada por una sonrisa que desencadenó unos fuegos artificiales en su vientre.
–Eres más bajita de lo que imaginaba –dijo él cuando se dio la vuelta, y entonces fue ella quien enarcó las cejas–. La mayoría de modelos que conozco son casi de mi estatura.
–Y supongo que conoces muchas.
Sus palabras sonaron suaves y algo ahogadas, y por alguna razón no se apartó de él, que habría sido lo más razonable.
–Unas cuantas. Pero tú eres pequeñita. Un pajarito.
Ella sonrió con espontaneidad.
–Creo que nadie me había llamado antes pajarito.
Él siguió mirándola y su sonrisa se desvaneció. Era demasiado consciente de todo: su aliento en la piel, el sonido de su voz, el calor de su pecho…
–Laurence se debe estar preguntando si me ha pasado algo –dijo, mirando la puerta.
La expresión de Cesare cambió de inmediato.
–Al contrario. Creo que toda su atención está puesta en si voy a salvarle el pellejo de la ruina.
Jemima volvió a mirarlo. Nadie conocía la situación de Laurence. Había tenido mucho cuidado de ocultarlo.
–¿Te sorprende? –preguntó. Había leído correctamente su expresión–. ¿Te parezco la clase de hombre que acudiría a una reunión como esta, o a cualquier otra, sin haberla preparado?
–No.
Él asintió solo una vez, sin apartar la mirada de su cara.
–Entonces tú eres… ¿qué eres? ¿El cebo?
Ella frunció el ceño sin comprender.
–¿Ha pensado tu primo que, estando tú en la mesa, me distraerías lo suficiente como para que me lanzara a invertir? ¿Que dejaría a un lado el sentido común y me ofrecería a invertir en sus fondos quinientos millones de libras solo porque la mujer más hermosa que he visto nunca se había pasado la noche poniéndome ojitos?
En realidad no era un cumplido, pero las mariposas le rozaron el vientre. Incluso había un insulto, o al menos una condena.
–Al contrario –dijo, defendiendo a su primo–. Laurence simplemente ha querido que fuera una cena agradable en lugar de una reunión de negocios.
La sonrisa lobuna de Cesare le reveló la poca credibilidad que le inspiraban sus palabras.
–Es que esto son negocios. Y no dejaría que nada afectase a mi juicio en los negocios.
Se acercó más y su brazo la rozó. Ella tomó aire bruscamente y fue un error, porque le supo a él.
–Aunque tengo que reconocer que has hecho que, a veces, fuera difícil tenerlo presente.
Otro cumplido enterrado en un tono despectivo. La luz del pasillo se reflejó en su pelo, haciendo que parecieran hebras de oro.
–¿Ah, sí?
–Estoy seguro de que lo sabes –contestó y rozó su mejilla con un solo dedo. Ella tembló–. Ha sido una táctica excelente. Entiendo por qué pensó que podía conseguirlo –añadió, rozando su labio inferior con el pulgar.
–Esa no era su intención –respondió en tono cortante.
La risa de Cesare fue para ella como caramelo derretido.
–Sí que lo era. Puede que no te lo haya dicho, pero no tengo duda de que pensaba que, sirviéndote a ti en bandeja de plata, lograría engrasar su trato.
–Nadie va a servirme, ni a ti ni a ningún otro. No es la primera vez que acompaño a Laurence a reuniones de trabajo.
No había resultado particularmente convincente.
–¿Ah, sí?
Bajó la mano a su hombro, siguiendo el movimiento con la mirada.
–¿Te resulta difícil de creer?
–Sí.
–¿Por qué?
–Porque no es tu escena.
–¿Mi escena?
–¿Modelo internacional asiste a cena de negocios acerca de fondos de inversión?
Su burla le aceleró el pulso.
–¿Acaso piensa que ambas cosas son excluyentes, señor Durante?
–Llámame Cesare.
–No importa cómo te llame. No cambia el hecho de que tu opinión es muy ofensiva.
–Dame tres nombres de empresas en las que tu primo tenga intereses.
Ella parpadeó.
–Cualquiera. Hay veintisiete en el fondo de inversión.
–No me interesan los detalles –replicó, sonrojándose.
–No, claro. Y no estás aquí para hablar de negocios.
–¿De verdad piensas que estoy aquí para servirte de incentivo?
–Es que no se me ocurre otra explicación para tu presencia.
–Pues te equivocas de lado a lado.
–Lo dudo –respondió, clavándole la mirada–. ¿Sabes? He visto tu fotografía montones de veces. Estás por todas partes: autobuses, carteles, televisión. Siempre hermosa, pero mucho más en persona –dijo, frunciendo el ceño, casi como si no pretendiera que fuese un cumplido–. Si Laurence pensó que yo iba a perder la cabeza y a firmar sin más al pie del documento, está claro que ha elegido la mejor moneda de cambio –bajó la cabeza y sus labios casi se rozaron–. Sospecho que una noche contigo bien podría valer un millón de libras.
–No sabes nada de mí –contestó, pero sin apartarse.
Él sonrió con cinismo.
–Sé lo que dicen los rumores. Sé que Clive Angmore y tú tuvisteis una aventura que estuvo a punto de acabar con su matrimonio, a pesar de que él tenía casi sesenta años y tú apenas eras mayor de edad.
El corazón se le encogió. No era la primera vez que oía esa acusación.
–¿Y me culpas a mí de ello?
–No. Como he dicho, eras casi una adolescente.
–Creo que eres lo bastante inteligente para no creerte todo lo que lees en los periódicos.
–No todo –repitió él–. Pero también he observado que el viejo dicho de que «cuando el río suena, agua lleva», suele ser cierto.
Ella apretó los labios. Le molestaba mucho que diera por buena la imagen que habían creado de su supuesta vida disipada.
–Se equivoca, señor Durante –replicó, usando deliberadamente su apellido–. Estoy aquí para apoyar a mi primo y nada más.
La voz le había temblado un poco, pero le satisfizo la frialdad que consiguió imprimirle. Y por fin se escabulló de él. Por fin, no. Una pena. Le habría gustado quedarse exactamente donde estaba porque, en cuestión de segundos, tenía la impresión de que la hubiera besado.
–Espera.
Obedeció sin saber por qué.
–He venido aquí esta noche con intención de pasar un buen rato, y no soy hombre al que le guste que le pongan de cebo a una mujer hermosa. Sin embargo…
–¿Sin embargo, qué?
–Mentiría si dijera que no he sentido la tentación –dijo, rozando su mejilla.
–Yo no soy el cebo de nadie –insistió.
Si supiera que su experiencia con el sexo contrario era inexistente…
–Quiero que te vengas esta noche conmigo, a mi casa –antes de que ella pudiera objetar algo, le puso un dedo en los labios–. No tendrá ningún peso en la decisión que tome sobre los fondos. Los negocios son los negocios.
Hizo una pausa mientras la devoraba con la mirada.
–Y el placer, es el placer –deslizó el dedo por su labio superior–. Ven a mi casa porque sientes lo que yo siento. Ven a mi casa porque estás tan fascinada por esto como yo lo estoy –se acercó y su respiración le rozó la sien–. Ven conmigo porque quieres que te haga el amor toda la noche, hasta que tu cuerpo esté agotado y te quedes afónica de gritar mi nombre.
Ella contuvo el aliento.
–Ven conmigo, Jemima.
Las rodillas se le habían quedado sin fuerza. Intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca. Todo se estaba descontrolando.
No podía estar considerando aquello en serio. Cesare Durante era un soltero muy codiciado, un millonario hecho a sí mismo que no tenía tiempo para relaciones que durasen más de unos pocos días. Es decir, que no le estaba ofreciendo nada más allá de una noche, más allá del sexo.
Él había leído lo que se decía en la prensa sobre ella: que se pasaba la vida en fiestas multitudinarias y que se acostaba con cualquier tío. Había perdido la cuenta de en cuántas relaciones ficticias había estado envuelta, cuántas veces había estado a punto de casarse en secreto, cuántas se había quedado embarazada, o la habían dejado plantada y con el corazón roto. En cuántas ocasiones había pasado por rehabilitación, o se había peleado con otras modelos… todo risible y ridículo, pero no para ella.
Se había hecho una idea falsa sobre ella, y se desilusionaría si supiera que tenía cero experiencia en la cama.
–No puedo –contestó.
–¿No quieres? –le preguntó, esta vez rozando sus labios, y sintió que las rodillas no la sujetaban. Un dulce gemido se le escapó sin querer.
Y es que sí quería. Quería irse a su casa con una intensidad tal que debería haberle servido de advertencia. Por voluntad propia levantó un brazo y le pasó la mano por detrás del cuello mirándolo a los ojos.
–No te conozco –dijo, pero apenas sin voz.
–Sabes que estaría bien –contestó él, y ella asintió. Pero no tenía ni idea… no podía saber dónde se estaba metiendo.
Qué locura. Era descabellado, pero algo dentro de ella bloqueaba todo pensamiento que no fuera el de cuánto lo deseaba.
No es que tuviera planeado seguir siendo virgen. Decir que no se había convertido en una costumbre de la que se alegraba. Había visto demasiado dolor y corazones destrozados entre las modelos con las que trabajaba, que se acostaban con fotógrafos que luego descubrían que estaban casados, o que se acostaban con otra media docena de modelos.
Pero Cesare era diferente. No pertenecía a la industria de la moda. Nunca tendrían que volver a verse. Podía acostarse con él, perder la virginidad, descubrir algo sobre el sexo y seguir adelante con su vida. Lo cierto es que estaba llegando a un punto en el que tenía la sensación de que lo de su virginidad necesitaba una explicación, y sería agradable dejar de pensar en ello. Sí, era una carga de la que le gustaría desprenderse. Al menos con Cesare tendría aseguradas dos cosas: carecería de significado trascendente y sería bueno…
Había mil razones por las que no hacerlo, pero ninguna de ellas tan poderosa como las que la empujaban a decir que sí. Incluso antes de tenerlo delante, la leyenda de Cesare Durante le había fascinado: el hombre que había salido del barro, hijo de una niñera italiana, y que había llegado a ser uno de los hombres más ricos del mundo. Era un rey Midas, y su confianza era fuente de poder y atractivo. Pero ahora que ya lo conocía, había más, mucho más, que la había atrapado en su hechizo, así que se encontró asintiendo despacio, casi sin darse cuenta de lo que hacía.
–Esto no tiene nada que ver con Laurence.
–Eso espero porque te aseguro que, cuando te haga mía, no vas a poder pensar en él.
«Cuando te haga mía»… esas palabras eran una promesa de posesión y determinación que estaban espoleando su deseo por él. Aquella noche iba a perder la virginidad, y de pronto, no podía esperar.
–Te haré cantar, pajarillo –le dijo al oído–. Vente a casa conmigo.
–Sí –contestó, ahogada en deseo, rodeándole el cuello con los brazos y pegándose a él. No era necesaria la palabra, pero volvió a decirla–. Sí, Cesare. Sí.
Él la miró a los ojos.
–Dentro de poco te voy a hacer gritar esas mismas palabras.