Capítulo 3

 

 

 

 

 

DURANTE la cena había admirado la fuerza de sus brazos pero, en aquel momento, sin camisa, vio que eran brazos de un hombre que los trabajaba a menudo. Había una sensación de poder y control en cada uno de sus movimientos. Todo su torso era musculoso y el bronceado de su piel sugería que pasaba mucho tiempo al aire libre.

Él bajó las manos y tiró despacio del tanga, deslizándolo por sus piernas de un modo tan sensual que se inclinó para ayudarlo a quitárselo, no porque quisiera llegar cuanto antes al final, sino porque necesitaba que comenzase. Lo necesitaba como el aire.

Sentir su boca en sus pechos fue algo completamente inesperado. Quizás fuera como venganza por lo que había hecho ella, pero su exploración era mucho más habilidosa, mucho más concienzuda, y siguió hasta que la hizo gemir y humedecerse entre las piernas. Con una mano atormentaba el otro pezón, alternando un mínimo roce con un pellizco que enviaba flechas de deseo a su carne.

–Por favor –gimió, aunque en realidad no sabía lo que le pedía. Solo que necesitaba algo que únicamente él podía darle. Seguía llevando los calzoncillos, pero apretaba su pene erecto contra ella y Jemima movió las caderas ante la inesperada intimidad de aquel gesto. Era como si ya estuvieran haciendo el amor. ¡Qué ganas tenía de sentirlo dentro!

Siempre se había preguntado si perder la virginidad le dolería, pero en aquel momento estaba tan atrapada por el hedonismo de la sensación que no esperó ninguna otra cosa que no fuera una bendición salvaje y total.

–Te necesito –gimió, acariciándole la espalda, arañándole, tirando de la cinturilla de los calzoncillos para poder acceder a sus nalgas y empujarlo contra ella. Levantó las caderas, invitándolo sin palabras a deshacerse de aquella barrera.

–He querido hacer esto desde que te vi –musitó él, quitándose los calzoncillos con un gesto de impaciencia y, sin dejar de mirarla, sacó de la mesilla un preservativo y lo abrió.

Ante la mirada fija de Jemima, lo hizo deslizarse en su pene, tan grande, tan duro, tan fascinante. Sentía la garganta seca, el corazón acelerado, y por primera vez desde que había accedido a aquello, sintió dudas. No dudas sobre su deseo, sino sobre el hecho de que él desconociera su inexperiencia.

No hacía falta saber leer el pensamiento para comprender que Cesare Durante era un hombre acostumbrado a amantes sofisticadas, y también estaba convencida de que cargarle con su virginidad no iba a hacerle mucha gracia.

–Voy a hacer que grites mi nombre –murmuró, obviamente sin conocer la dirección de sus pensamientos–. Una y otra vez.

Jemima asintió, pero cuando se colocó sobre ella, le puso una mano en el pecho. Sus cabezas estaban al mismo nivel, él mirándola con aquellos ojos grises del color del acero, y ella se dijo que tenía que ser valiente y hacer lo correcto. Tampoco era gran cosa. No le importaría, ¿no?

–Tengo que decirte algo…

–Pues dímelo pronto –contestó, y la besó en la mejilla como punto de partida para recorrer todo su cuerpo con la lengua, pasando por el valle entre sus pechos, el estómago y más allá… cuando alcanzó su punto más femenino, Jemima se sobresaltó y se incorporó sobre los codos, pero perdió la batalla ante el placer.

Le acarició con la lengua el clítoris, y ella se retorció en la cama como respuesta instintiva, ya que él le había agarrado las piernas y se las abría, sujetándola en el punto que quería.

Su nombre se le cayó de los labios, tal y como él había dicho que ocurriría, tan tentador, tan sonoro. El placer era una ola que estaba creciendo dentro de ella y sobre la que no podía flotar, sino que la succionaba hacia un océano turbulento en el que no le importaba ahogarse.

Tenía las manos hundidas en su pelo y tiraba de él frenéticamente mientras el placer erosionaba su consciencia del tiempo y el espacio y, por fin explotó, liberándose del océano y encontrando su sitio entre las estrellas. El orgasmo la reclamó, reclamó cada célula de su ser, cada fibra. Pasó a ser del mismo material que los ángeles, era tiempo y era espacio, era vieja y nueva, era indefinible.

Se quedó tumbada en la cama, la respiración acelerada, la cordura hecha pedazos. Él la empezaba a cubrir con su cuerpo, así que aunque había naufragado en su pasión, sabía que tenía que encontrar el modo de hablar y ser escuchada.

–Cesare, espera.

La urgencia de sus palabras lo frenó en seco. Deseaba tanto sentirlo dentro que contempló la posibilidad de callar.

Tienes que saber…

–¿Sí?

El extremo de su pene presionaba en la entrada y gimió, deseándolo con una ferocidad que iba más allá de su capacidad de comprensión.

–Te deseo y esto es lo que quiero –dijo sin aliento. Lo miró y no dijo nada más. No podría decir por qué, ya que estaba convencida de que hablarle de su inocencia era lo correcto, pero cuando abrió los labios, no pudo pronunciar palabra y lo que oyó fue la cacofonía de lo que decía de ella la prensa: los calificativos que le habían puesto, los matrimonios que supuestamente había destrozado, y se quedó muda.

Él la miraba como si pudiera ver dentro de su alma y luego sonrió con una confianza y una dominancia tal que el corazón le explotó.

–Te deseo.

Fue lo último que oyó antes de que la penetrase, reclamándola y liberándola de su inocencia con un único movimiento.

 

 

Cesare se paralizó. Contenerse requirió de un gran esfuerzo. Era un adolescente la última vez que se acostó con una virgen y había sido un desastre. Un simple acto sexual para él que había significado muchísimo para ella y, después de ver cómo le había roto el corazón, se juró que nunca volvería a acostarse con una mujer inocente.

Y no lo había hecho. No quería la carga de ser el primer hombre de una mujer.

La tirantez de sus músculos era inconfundible, lo mismo que la resistencia que no había sentido hasta que estaba ya dentro de ella, demasiado tarde para cambiar lo que había ocurrido.

Se quedó apoyado en los codos, la respiración entrecortada, y aunque tenía montones de preguntas, la musculatura de ella lo aferraba, cegándolo a lo que no fuera su propia e insaciable necesidad de liberación.

–Maldita sea…

–No –lo interpeló ella con voz temblorosa–. No te pares, por favor.

Los signos estaban ahí: el rubor que le llegaba hasta la raíz del pelo, labios inflamadas de mordérselos, pupilas que casi cubrían sus iris por completo.

–Por favor…

Cesare maldijo entre dientes porque ni un par de caballos salvajes habrían podido obligarlo a parar. Se movió despacio, dándole tiempo para adaptarse a su posesión, para aclimatarse a la sensación de tenerlo dentro, atento a las respuestas que podía detectar en su cara.

Unas emociones que no se esperaba lo asaltaron y precisamente eso, las emociones, era algo que mantenía lejos, muy lejos de su vida sexual, pero por primera vez en mucho tiempo, se sintió culpable. Se sintió responsable de haber hecho algo mal.

Dios, Cesare…

Oír su nombre en aquella boca de labios perfectos lo devolvió al presente, a la pasión, a la perfección de aquello. Podría haberla atormentado retrasando su orgasmo, reteniendo el placer último hasta tenerla casi incandescente de deseo, y lo habría hecho de ser aquella una noche ordinaria con una amante ordinaria.

Pero en aquel momento, no sentía deseos de jugar.

Sus gritos eran febriles, se retorcía con un placer que amenazaba con destrozarla, y cuando se acercó al borde del abismo, él la siguió, liberándose sin hacer ruido, separándose mentalmente de aquello, de ella.

Había sido un error… y a Cesare Durante no le gustaban los errores.

Miró a la mujer que tenía debajo, los ojos cerrados, la respiración rápida, y salió de ella sin decir una palabra y se puso de pie. No podía hablar.

Había aprendido mucho tiempo atrás que no debía reaccionar cuando estaba enfadado, cuando sus emociones estaban alteradas, pero en aquel momento sintió una extraña furia, la sensación de haber sido engañado para hacer algo que, de otro modo, nunca habría consentido. Era virgen, y él no le había ofrecido nada más allá de aquella noche.

Cuando tenía nueve años, un profesor le había enseñado por primera vez un cubo de Rubik. Había sido solo un ejercicio de calentamiento para la clase, pero él no había podido comprender cómo aquel plástico inanimado no se plegaba a su voluntad. Se pasó horas mirándolo, moviéndolo, hasta que hacia medianoche de aquel mismo día, logró poner orden en la locura del cubo.

Sintió aquella misma incomprensión en aquel momento. Jemima Woodcroft, ¿virgen? Imposible. Pero no. Él había tenido la prueba. Entró en el baño del dormitorio y se desprendió de la prueba de su intercambio en la papelera, se ciñó una toalla a la cintura y se miró en el espejo.

Había acudido a su cama sabiendo lo que iba a pasar, lo cual solo dejaba una pregunta: ¿por qué demonios había decidido perder la virginidad con él?

Más sereno, volvió a la alcoba. Ella estaba incorporada, cubierta por la sábana, la mirada baja de un modo que le resultó enervante y tierno al mismo tiempo.

–¿Eras virgen?

No necesitaba confirmación, pero le pareció importante establecer el hecho sin ninguna sombra de duda. O quizás fuera que quería oírselo decir.

Pero ella, que se había quedado muy pálida, no lo miraba.

–Sí –dijo al fin.

–¿Y has venido aquí para acostarte conmigo?

Entonces por fin lo miró.

–Sí.

Por lo menos no intentaba mentir.

–¿Y no se te ocurrió que era un detalle que yo debía conocer? ¿Algo que me habría gustado saber antes?

Ella entonces adoptó una postura desafiante.

–Intenté decírtelo.

–¿Cuándo?

–¡Antes! Antes de que tú… de que nosotros… lo intenté, pero es que me daba vergüenza, supongo.

¿Y pensaste que era mejor que lo descubriera por mí mismo?

–No sé –contestó, dolida.

Por alguna razón, lo que iba diciendo lo empeoraba todo. Estaba enfadado. Se sentía desarbolado. Como si ella hubiese transformado lo que se suponía iba a ser simplemente un intercambio entre dos adultos que consentían en algo mucho más complicado.

–¿No te pareció que es algo que debía saber? ¿Que debía poder decidir si quería ser tu primer amante?

–¿Habría supuesto alguna diferencia?

El lanzó un juramento en su lengua materna que reverberó en las paredes y la electrocutó. Se levantó de la cama de inmediato, cubriéndose con la sábana.

Pero él no lo dejó ahí. No podía.

–¡Por supuesto que habría sido distinto saberlo! ¡A mí no me van las vírgenes, Jemima! ¿Qué te pensabas? ¿Que así iba a invertir en los fondos de tu primo? ¿Que me sentiría tan culpable por haber sido tu primer amante que pagaría lo que fuera por quedar absuelto de esa responsabilidad?

Ella respiró de golpe.

–¿Cómo te atreves? ¡Esto no tiene nada que ver con Laurence.

–Me resulta difícil de creer.

–Pues te lo creas o no, es la verdad. He venido esta noche aquí porque quería acostarme contigo, y por ninguna otra razón.

–Y si yo lo hubiera sabido, ¿crees que habría seguido queriendo acostarme contigo?

Perdió el color de las mejillas y él se dijo que la sensación que lo recorría por dentro era satisfacción.

Sinceramente no pensé que importara.

–Eres una virgen de veintitrés años, pero yo te he traído aquí pensando que eras como yo, que disfrutabas con el sexo sin complicaciones. Si hubiera sabido que no habías estado aún con nadie, no te habría tocado.

Ella lo miró indignada.

–Pues quédate tranquilo, Cesare, que no tengo intención de volver a pasar por tu puerta.

Y cruzó la habitación, elegante incluso tapada con una sábana.

Pero él no había tenido suficiente aún y la siguió al salón.

–¿Y cómo es posible? Hay motones de artículos sobre tus conquistas en la red.

–Ya. Internet se equivoca a veces, ¿sabes?

–¿Pero tanto?

Jemima lo abrasó con la mirada.

–Tú dirás…

El vestido se había quedado tirado en el suelo y se lo puso antes de dejar caer la sábana, con lo que no volvió a ver su cuerpo. Daba igual. Su imagen ya estaba grabada a fuego en su memoria.

–Hay fotografías. ¿Y qué pasa con Clive Angmore?

–Un conocido –contestó, buscando su bolso–. Nada más.

–Entonces, ¿qué? ¿Te reservabas para cuando te casaras?

Su expresión de incredulidad le retorció el corazón.

–Pues que sepas que esto no supone nada para mí. Sea cual sea la razón por la que has venido aquí esta noche, esperando lo que sea que esperases, nada ha cambiado. Esto ha sido solo sexo. Nada más.

Ella lo miró con desprecio, pero sus ojos la traicionaban.

–No quiero nada de ti.

–Así que querías que yo, un hombre al que no conoces, fuera tu primer amante. ¿Por qué?

–No tenía un plan elaborado. Me invitaste a venir contigo y en ese momento, no se me ocurrió una sola razón para no hacerlo.

Cesare frunció el ceño. La explicación era demasiado simple.

–Yo no tenía interés ninguno en ser el primero. No quería el regalo de tu virginidad. Lo que hemos hecho ha sido un error.

Ella parpadeó y una lágrima amenazó con brotar. Cesare se apartó y se acercó al mueble bar para servirse un whisky. Cuando alzó la mirada, ella seguía exactamente donde la había dejado, como congelada en el tiempo.

Todo el pánico que había sentido hacía ya casi dos décadas volvió, pero fue más aún. Detestaba haberla malinterpretado del todo. Detestaba que no se lo hubiera dicho, y detestaba mirarla en aquel momento, sabiendo que la lágrima que le rodaba por la mejilla era culpa suya. Y por encima de todo, detestaba sentirse asaltado por sentimientos por su culpa, cuando Cesare Durante era un hombre que se enorgullecía de mantenerse al margen de cualquier sentimiento.

Aquella noche todo había sido un error.

–Le pediré a mi chófer que te lleve a tu casa.

Ella lo miró perdida.

–¿Qué?

–Mi chófer te llevará a tu casa.

Asintió por fin.

No te molestes. Pido un taxi.

Mil cosas se le pasaron por la cabeza. Debería decirle que no le parecía bien no acompañarla a su casa, o no saber si llegaba bien. Decir algo que borrase las líneas de incredulidad que se habían formado en su frente.

–O te lleva mi chófer o te llevo yo. Elige.

–Está bien –respondió. Sus labios, de puro blancos, parecían una cicatriz–. Llama a tu chófer. Francamente, a ti no quiero volver a verte.