La cábala duró cuatro mundiales y comenzó antes de México 86. El partido contra Israel, como visitante, en la gira previa, se hizo casi obligatorio para cualquier seleccionado argentino clasificado a una Copa del Mundo, luego de aquel 4 de mayo. El 7 a 2 en el estadio Ramat Gan, en las afueras de Tel Aviv, fue el último encuentro oficial del equipo de Carlos Bilardo antes del debut mundialista con Corea del Sur. Era la primera vez que Argentina convertía 7 goles en cancha ajena (luego, el 14 de octubre de 2014, le ganaría 7 a 0 a Hong Kong, en el Hong Kong Stadium), pero vale aclarar que, a pesar de lo limitado del rival, el partido recién se destrabó en el segundo tiempo. A 27 minutos del final, el equipo de Bilardo no podía romper el 2 a 2. La ráfaga de 5 goles en menos de media hora trajo algo de calma. Sergio Almirón convirtió ese día, todos juntos, sus únicos tres goles con la Selección, aunque luego no participaría ni un segundo en el Mundial 86. Completaron el Bichi Borghi (75 minutos contra Italia y solo el primer tiempo ante Bulgaria), el Chino Tapia (solo el cuarto de hora final ante Inglaterra) y un doblete del que sería luego el mejor jugador de todos los tiempos.
El solitario antecedente del 7 a 2 entre ambas selecciones había sido un 1-1 (gol de Milonguita Heredia) jugado el 20 de febrero, también en Israel, al que Argentina acudió con un equipo integrado, entre otros, por Quique Wolff, Daniel Carnevali en el arco, Enrique Chazarreta, el Oveja Telch y Roque Avallay, quienes jugarían después la Copa del Mundo Alemania 74.
Luego de ese amistoso con nueve goles, religiosamente cada cuatro años, la Selección hizo su escala en la Tierra Prometida para renovar el acto de fe. Pero ya no sería igual. El 22 de mayo del 90, también con Bilardo como entrenador, Argentina se impuso 2 a 1, lo que alcanzó para llegar a la final contra Alemania, en el Mundial de Italia, pero no para ganarla. En el 94, el 31 de mayo, la Selección del Coco Basile goleó 3 a 0, otra vez en Ramat Gan, en la previa del Mundial de Estados Unidos, el del doping positivo de Diego Maradona, en el que el seleccionado se volvió en octavos de final. El último que mantuvo la tradición y el que menos suerte disfrutó fue Daniel Passarella. Su equipo no solo se volvió en cuartos del Mundial de Francia, sino que sufrió la única derrota del historial con Israel: 1-2 y con un jugador más desde los 20 del segundo tiempo.En el 2002, con Marcelo Bielsa sentado en el banco, no hubo cábalas. El Loco se salteó el tradicional partido con los israelíes allá, y el resultado fue desastroso: por primera vez desde Chile 62, el equipo argentino se despidió de un Mundial en primera ronda.
La Selección, con 20 jugadores, cuatro integrantes del cuerpo técnico, dos dirigentes y 306 kilos de equipaje, comenzó su periplo vía El Cairo y Madrid, y llegó al aeropuerto Benito Juárez del DF mexicano el 5 de mayo. Faltaban 28 días para el debut contra los coreanos y la Argentina, primera que nadie, se instalaba en el que sería su hogar hasta el 29 de junio: la concentración del club América de México. En tierra azteca esperaban el ayudante de campo Carlos Pachamé, que había llegado el 27 de abril para preparar todo lo referente al hospedaje del plantel albiceleste, y el santafesino Héctor Miguel Zelada, la mayor sorpresa en la lista de convocados para jugar el Mundial. Eran pocos los que recordaban el paso por el fútbol argentino del arquero nacido en Maciel, provincia de Santa Fe. Pero Zelada había atajado en 92 partidos durante tres años en Rosario Central, entre 1975 y 1978, alternando en el puesto con el Oso Ricardo Ferrero, que se destacaba por sus bigotes y porque en los partidos lucía un buzo del Gremio de Porto Alegre. En 1979, un cazatalentos del América de México llegó hasta la cuna de la bandera a buscar un arquero, y se encontró con Zelada y Ferrero en un gran nivel en Central, aunque la personalidad terminó por inclinar la balanza en favor del de Maciel. Con Las Águilas, Zelada ganó tres campeonatos y fue elegido mejor arquero de Primera División durante tres temporadas consecutivas. En el América sacó chapa de ídolo durante una final contra las Chivas Rayadas de Guadalajara, cuando detuvo un histórico penal, que le permitió a su equipo conservar la ventaja de 3 a 1, a pesar de que jugaba con uno menos desde los 26 minutos del primer tiempo. Zelada, el único de los 43 campeones del mundo argentinos que no llegó a debutar oficialmente con la Selección, fue el anfitrión en esa concentración, que con el tiempo cobraría la dimensión de mítica.
En simultáneo con la llegada del plantel a México, Valdano estaba otra vez con el Real Madrid jugando la final de la Copa de la UEFA. Enfrente tenía al Colonia de Alemania, pero la verdad es que el de Las Parejas no discriminó, y dio el presente en el marcador, como el año anterior ante los húngaros. En la ida, el 30 de abril, se anotó con dos goles en el 5 a 1 en el Bernabeu, y volvió a levantar la copa después de perder en el partido de vuelta. Fue un 0-2 en el Olímpico de Berlín ante apenas 15 mil espectadores. La segunda Copa de la UEFA consecutiva para el delantero de 1 metro 88. Valdano llegó al que sería su hogar durante más de dos meses, cuatro días después que sus compañeros.
Era difícil decir «como en casa». Pero esa era la casa de un equipo que transportaba esperanzas e incertidumbres más o menos en la misma proporción. Si alguien apostaba a favor de que en ese sitio se iba a concentrar el campeón del mundo, parecía condenado a perder su dinero. A esta altura, eran solo unos muchachos con ganas de fútbol agrupados en habitaciones dignas de los adolescentes de los ochenta. Y en ese lugar, increíblemente, se consolidó el sueño.
Oscar Ruggeri, el central que más partidos jugó en toda la etapa de Bilardo en la Selección, recuerda perfectamente cómo era la concentración del América. Porque lo marcaron esos 67 días en el lugar o porque jugó en club mexicano en 1992. Por lo que sea, el Cabezón la describe como ninguno: «Era como un hotel, pero para 16 jugadores, porque estaba preparada para el equipo que jugaba el torneo local. Y en esa época en un plantel había 16 integrantes, 11 titulares y 5 suplentes. Y nosotros éramos 22 más el cuerpo técnico. Así que tuvieron que construir un anexo, para sumar cuatro habitaciones. Pero el anexo quedaba como a 300 metros. Lo llamábamos “La Isla”».
«Seis jugadores se hospedaron en una casilla —contó Ruggeri—: Trobbiani, Almirón, Valdano, Passarella, Brown y yo. Valdano se había traído 150 libros. Insólito. Nosotros no habíamos leído ni uno. Cuando se descuidaba le arrancábamos las hojas de los libros…»
Carlos Bilardo, el responsable de la elección del sitio, le había dicho a Julio Grondona que era el mejor lugar para concentrar, el más moderno, pero que la AFA iba a tener que poner plata. Y poner plata significaba hacer una ampliación. La mejor opción que encontraron fue tomar el quincho y construir allí las nuevas piezas. Cuando llegó Argentina, «La Isla» era una obra en construcción. Y casi nada se modificó hasta el 29 de junio. Parecía una casa a medio terminar. Paredes con ladrillos a la vista, veladores de distinta familia, lamparitas colgando… Nadie podría pensar que en un lugar así puede descansar un deportista de alto rendimiento. «A las camas, como éramos altos y no entrábamos, les habían puesto un suplemento con cajas. A la habitación del Tata y de Passarella le había quedado la parrilla adentro. Claro, porque era un quincho que se cerró con chapas. Yo por ahí estaba acostado, y en la otra cama estaban Trobbiani y Valdano, y si uno iba al baño, quedaba una hendija enorme, y charlábamos, porque nos veíamos igual. En ese lugar dormimos».
El Vasco Olarticoechea recuerda una distancia más corta entre «La Isla» y el resto del complejo, pero la misma precariedad: «La concentración, bue… le pusimos Alcatraz, porque parecía una cárcel. Estábamos cómodos, había dos canchas de fútbol, teníamos todo lo básico que tiene que tener un equipo para entrenar. No había lujos, al contrario. Ese lugar, al que bautizaron La Isla, quedaba a 100 metros de la concentración. Y ahí fueron 8 muchachos».
«Había dos sectores —comenta Brown, uno de los exiliados en La Isla, pero lo comenta sin tanto encono con el lugar—. La concentración del América estaba terminada y en muy buenas condiciones. Las camas eran de primer nivel, estaba la zona donde desayunábamos, donde almorzábamos, donde cenábamos. Y después estaba el lugar, a 150 metros, donde estábamos nosotros, Passarella y yo, Ruggeri con Almirón, Marcelo Trobbiani con Valdano y Bilardo con Pachamé… Y ya no era tan lindo, era… más o menos».
Valdano, además de retomar la distancia original entre ambas construcciones, la que sugiere Ruggeri, le adosa al recuerdo un análisis preciso, bien de Valdano: «En la concentración no cabíamos todos, entonces tuvieron que prefabricar cuatro habitaciones a 300 metros de la parte central, y ahí fuimos algunos jugadores, no sé atendiendo a qué criterio de Bilardo. Lo que pasa es que era un criterio indiscutible porque una de esas habitaciones la ocupaba Bilardo, junto con Pachamé, por lo tanto no había derecho a quejarse».
«Era época de lluvia —completa el cuadro el ex delantero del Real Madrid—, y a la tarde nos llovía adentro de la pieza. Recuerdo que el Negro Enrique venía a visitarnos porque decía “cómo llueve adentro, me hace acordar a mi casa”».
Las habitaciones del exilio, las de La Isla, eran las de numeración más alta: la 11 para Brown y Passarella, en la 14 estaban Pachamé y Bilardo, en la 15 habitaban Trobbiani y Valdano y en la 16 dormían Ruggeri y Almirón. El resto se distribuyó así: 1) Pumpido-Olarticoechea, 2) Bochini-Giusti, 3) Borghi-Cuciuffo, 4) Garré-Zelada, 5) Maradona-Pasculli, 6) Tapia-Enrique, 7) Islas-Batista, 8) Madero (médico)-Echeverría (preparador físico), 9) Tito Benrós (utilero)-Miguel Di Lorenzo (alias «Galíndez», utilero y masajista) y 10) Roberto Molina (masajista)-Rubén Moschela (gerente administrativo de la Selección). No había habitación 12, y mucho menos, con el Narigón en cada detalle, una con el fatal número 13.
Como rescatadas por un historiador, unas imágenes vuelven a cobrar vida. Y lo hacen con la fuerza demoledora del regreso de lo perdido durante 30 años. Se trata de un archivo en VHS de una hora y 50 minutos que atesora Julio Jorge Olarticoechea, pero que pertenece a una cámara personal que compró Néstor Clausen en el centro comercial Perisur, un shopping ubicado sobre el Anillo Periférico del DF, en uno de los pocos días libres que tuvo el plantel en su estadía en la capital mexicana. En ese video se puede comprobar la veracidad de la descripción que armaron los jugadores sobre La Isla, y además se ven el gimnasio, las canchas de entrenamiento y una serie de notas que tuvieron al Vasco como periodista y a Clausen y Pumpido como asistentes. Uno, cameraman; el otro, iluminador.
También se puede ver el comedor. Como lo ve Bilardo ahora, para volver por un rato a ese pasado: «Acá estuvimos dos meses comiendo churrasco y pastas —se ríe el Doctor—. Pero había que tener cuidado con el cocinero». El Narigón se pone serio de repente, porque lo que va a decir es serio: «Nosotros mandábamos a comprar 5 kilos de fideos en un lugar lejos de la concentración. Y tratábamos de que no supieran que eran para nosotros porque te pueden poner cualquier cosa. Todo lo que era comestible, lo comprábamos lejos. Yo siempre desconfié de todo. Si íbamos a comprar una bebida sin alcohol a una cuadra de la concentración, y sabían que era para nosotros, ¿qué sabés si no le ponían algo? Las bebidas las comprábamos a 20 cuadras un día, y otro día, cambiábamos. A mí me decían: “Carlos, si está tapada, está bien”. Pero no, vos dejame así como soy yo, que pienso así. Después vemos».
En esas imágenes del VHS aparece Héctor Enrique, 24 años, serio, en pose de jugador entrevistado luego de un partido, que espera la pregunta del periodista Olarticoechea:
—¿Qué le gusta hacer, aparte de jugar al fútbol?
—Lo que más me gusta es estar concentrado…
La ironía de Enrique puede sellar cada uno de los 55 días en Alcatraz. La convivencia fue un tema recurrente. De hecho, es lo más presente en la serie de preguntas que tenía anotadas en un rollo de papel higiénico el Vasco, y que les formuló a cada uno de los integrantes del plantel. Las mismas a todos. «¿Cómo hizo para aguantar dos meses sin sexo?» «¿Qué me puede decir de estos dos meses de convivencia?» Las respuestas de la intimidad arrancan algo en broma, pero al final casi siempre se puede leer que fueron momentos complicados para los jugadores. Algunos descansaban o tomaban mate, se jugaba a las cartas, y se escuchaba música. Cada uno tenía sus funciones en el plantel. El Vasco, por ejemplo, era el encargado de poner música. Y erigido en una especie de Alejandro Pont Lezica de Saladillo, lo que el Vasco ponía, lo escuchaban todos. «Pero la verdad es que nosotros no teníamos actividades recreativas —advierte el Checho Batista—. Cuando podíamos hacer otras cosas, jugábamos al futbol. Si Carlos nos daba libre, armábamos un picón entre nosotros, ahí en una canchita chiquita que tenía el América, y seguíamos jugando al fútbol».
A Tito Benrós, el utilero —uno de los hombres más queridos en el grupo, que falleció en noviembre de 2015—, varias veces le tocó hacer el papel del malo de la película. Bilardo lo llamaba y le decía que guardara las pelotas, que ese día no se hacía fútbol. Pero de malo Tito no tenía nada, o más bien, el malo le duraba hasta que llegaba otro más malo: «Carlos me dice un día “hoy no hay fulbo para nadie”, y al rato aparece Diego y me dice “Tito, dame un fulbo”. Le digo que no, que Bilardo no quiere, pero me insiste “¡Tito, dame un fulbo!”, y bueno, yo se lo di, pero le dije “te arreglás vos con Bilardo”. Diego empezó a hacer jueguito, solo. Al rato cayó uno más, y otro, y otro… de repente estaban todos, jugando». Benrós encuentra en esa anécdota la explicación para una necesidad, que fue objetivo claro de un equipo que quería ser campeón: «Uno estaba esperando que ellos dijeran “bueno, fenómeno, no hay fulbo, hoy dormimos”, pero no, qué dormir ni nada, estaban todos entusiasmados”».
La imagen idílica de la pasión del hombre y el balón, que con frases mucho más simples pinta Benrós, y a las que también suscribe el Checho Batista («la mentalidad nuestra era jugar al fútbol, queríamos jugar y nada más»), no es la misma que guarda Jorge Valdano, aunque el fin sí era idéntico: «Lo otro que recuerdo es la sobredosis futbolística. Vivir en un campo de fútbol, saliendo muy poco fuera de la concentración, hablando de fútbol, jugando al fútbol, mirando fútbol, entrenando fútbol, viendo videos de fútbol… durante un mes resulta muy cargante. Terminé sobrepasado de fútbol, me costaba dormir, era una obsesión que no me hacía bien».
Pero Valdano sabía que era el precio que había que pagar para cumplir su sueño. Valdano lo dice, pero da la sensación de que todos lo piensan. Él solo lo pone en palabras, claras, precisas: «Había que adaptarse a las reglas. Cuando uno acepta ir a una Selección tiene que irse con las preguntas contestadas. “¿Estás dispuesto a todo?” Y todo es todo. Todo es a vivir en malas condiciones, todo es hacer en la cancha cosas que no te gustan. Todo es todo. Ese es el recuerdo de aquella concentración. Y sin embargo esa necesidad de compartirlo todo creo, también, favoreció al grupo, que se fue haciendo cada vez más homogéneo». Y Valdano, así como al pasar, deja una frase que quizás sea el mejor resumen para esta Argentina campeona del mundo 1986: «El de este equipo es el milagro de transformación más grande que yo he vivido en mi carrera deportiva». Un milagro de transformación.
En Medio Oriente se habían acabado los partidos oficiales de la Selección hasta el día del debut en la Copa del Mundo, pero Carlos Bilardo quería jugar uno más. Entonces, cayó como anillo al dedo una invitación para que Argentina participara en los festejos por la inauguración del nuevo Estadio Metropolitano de Barranquilla, para el 15 de mayo. El escenario, que tardó seis años en construirse, originariamente había sido pensado para albergar el Mundial 86, que se iba a jugar en Colombia. La FIFA había designado en 1974 a los cafeteros como anfitriones de la cita máxima del fútbol internacional. Pero el 5 de noviembre de 1982, el presidente colombiano Belisario Betancourt anunciaba que el país no podría hacer frente a la organización, y en el camino, dejaba caer una crítica profunda al entonces poco señalado João Havelange: «Como preservamos el bien público, como sabemos que el desperdicio es imperdonable, anuncio a mis compatriotas que el Mundial de Fútbol 1986 no se hará en Colombia. Previa consulta democrática sobre cuáles son nuestras necesidades reales no se cumplió la regla de oro consistente en que el Mundial debía servir a Colombia y no Colombia a la multinacional del Mundial. Aquí tenemos muchas otras cosas que hacer y no hay ni siquiera tiempo para atender las extravagancias de FIFA y sus socios». Entre las extravagancias figuraban la necesidad de tener 12 estadios con capacidad mínima de 40.000 personas para la primera fase, 4 de 60.000 para la segunda y dos estadios con capacidad mínima de 80.000 personas para el partido inaugural y la final; el congelamiento de tarifas hoteleras para los miembros de la FIFA a partir del 1 de enero de 1986; emisión de un decreto que legalizara la libre circulación de divisas internacionales en el país y una flota de limusinas a disposición de los directivos de la entidad, además de nuevas redes de trenes, aeropuertos y rutas.
Betancourt pateó el tablero del Mundial, pero la construcción del Estadio Municipal ya había comenzado y siguió adelante. La inauguración oficial se hizo el 11 de mayo, con el partido en el que Uruguay, que también estaba clasificado para México, le ganó 2 a 1 al Junior, con goles de Francescoli y Jorge Polilla Da Silva. La Selección cayó en la agobiante Barranquilla cuatro días después del paso de los celestes para enfrentar al equipo local. La idea era ir y volver al DF de inmediato, con 90 minutos más de fútbol encima. Pero el plantel regresó con algo más que un partido jugado.
«Argentina venía siendo muy criticada, por su estilo de fútbol —cuenta el uruguayo Carlos Mario Goyén, en ese momento arquero del Junior—. Bilardo, según la prensa, no daba pie con bola con el equipo. Que tenía que jugar uno, que Passarella sí, que Passarella no… Creo que el Narigón lo tomaba como un ensayo previo al mundial y para definir un posible equipo. Nosotros jugábamos al domingo siguiente una final con Independiente de Medellín y nuestro técnico, que era Eduardo Solari, no sabía qué equipo poner, si a los titulares o a los suplentes. Al final, hizo un mix. Cambió toda la defensa y, de los experimentados, solo jugamos el peruano Julio César Uribe y yo. Le dimos batalla, Argentina intentó por todos los medios y yo tuve una noche inspirada… Y bueno, empatamos cero a cero».
Fue más que una noche inspirada la de Goyén. El uruguayo, que venía de salir campeón de la Libertadores y la Intercontinental con Independiente, ese uruguayo bancó casi solito el asedio albiceleste y sacó pelotas de todos lados. La noche del arquero fue tan sublime que al día siguiente, el diario El Heraldo de Barranquilla tituló a seis columnas «Goyén 0 - Argentina 0». Y Goyén confirma el temblor que se avecinaba en el seno del plantel argentino: «Tiempo después me encontré con Bilardo y me dijo que ese empate le había ocasionado muchísimos problemas».
«En Colombia se habló en mi habitación y no tengo por qué negarlo». La habitación es la de Oscar Garré. Allí se daría la primera de una serie de al menos tres reuniones que tuvo el plantel, sin la presencia de Bilardo. Reuniones muy duras, hasta violentas, y que marcaron el destino del equipo. «No te voy a decir lo que se habló, pero fue muy bueno para el grupo. Todos hablamos. Nos reunimos para aclarar ciertos comentarios que había afuera, de que el grupo estaba dividido y todo el mundo dijo lo que pensaba. Cara a cara, que eso fue lo bueno. Creo que eso fue uno de los pilares que hizo que este grupo estuviera más unido cuando llegáramos al inicio del Mundial».
En Barranquilla, Passarella comenzó a dar los últimos pasos que lo alejaban de la Copa del Mundo. Ya visiblemente enfrentado con el técnico, luego del partido con Junior, el defensor lo encaró a Bilardo para exigirle respeto. Un respeto que comenzaba con la confirmación como titular. El Kaiser ya no soportaba estar siempre en duda para el ex entrenador de Estudiantes. Los gritos llamaron la atención del resto de los jugadores y Maradona, enojado, intentó entrar a la habitación para encarar a Passarella. Pero lo detuvieron. Un rato después, el plantel se juntaría en la habitación de Garré, sin el técnico.
La segunda reunión tuvo lugar de regreso, en México, con un Passarella dispuesto a ir al choque y a recuperar su liderazgo. El ex capitán acusaba al otro capitán de no ser un ejemplo para los demás, ya que solía llegar tarde a la concentración cuando tenían permiso para salir. También hubo reclamos para Bilardo, porque se lo permitía. En ese Mundial comenzaron los permisos del Narigón para Diego. Permisos que Bilardo tenía muy claro de qué manera se los había ganado. Lo cuenta el Pepe Basualdo, que compartió la Selección con el Doctor y Maradona en 1990: «Cuando alguno preguntaba por qué Diego tenía privilegios, Bilardo hacía un cuadro y lo explicaba: “Hospedaje: con Maradona, hotel cinco estrellas. Sin Maradona, dos estrellas… Cachet: con Maradona, 2 millones de dólares. Sin Maradona, 200 mil”, y así una lista larga. Cuando terminaba, te decía “por todo esto tiene privilegios”».
Pero Passarella no estaba dispuesto a aceptar ni los privilegios, ni el ninguneo de Bilardo, ni el liderazgo de Maradona: «¿Vos sos el capitán? Qué vas a ser el capitán, pendejo. A vos te gusta la joda». Fue el final de la relación. Una relación que había comenzado muy bien. Daniel Passarella y el Tolo Gallego habían recibido a Maradona en la Selección con mucho cariño. Casi que lo habían apadrinado. Lo cuidaban, lo aconsejaban. Con el tiempo, Passarella y Maradona incluso se hicieron compinches. Hasta se unieron solo para molestar a Gallego: «Le hacíamos 20 mil jodas al Tolo —recordó Passarella en un móvil para el programa Líbero, de TyC Sports, en 2011—. Estábamos en el Mundialito de Uruguay, en 1981, en la habitación, Diego, el Tolo y yo, la noche previa a un partido. Y Diego me pregunta “si vos hacés un gol mañana, ¿cómo lo gritás?”, “Si hago un gol, corro, me arrodillo, levanto los brazos y ustedes van a venir todos a abrazarme. ¿Y vos, Diego, cómo lo vas a gritar?”, y me dice “yo voy a correr y saltar así” como festejaba los goles él. Y estaba Gallego al lado, esperando que le preguntáramos a él si hacía un gol, cómo lo iba a festejar. Y con Diego nos mirábamos como diciendo “no le preguntés nada”. Como pasó un minuto y no le preguntamos nada, el Tolo, con una media en la mano, se da vuelta y dice, con esa voz finita, “a mí no me preguntan nada ustedes, pero si yo hago un gol mañana… ¡me desmayo!»
El Kaiser nunca quiso hablar del tema, pero el tema se filtró. Aunque pasaron muchos años: «Fue una reunión que hubo en México ’86, que nunca supo nadie, ni los periodistas, ni nadie», reconoce el Checho Batista. «Daniel nos recriminó con razón, pero no por un tema de fútbol, ni porque había dos bandos; era por algo que había pasado dentro de la concentración, y él tenía razón. Fue una reunión de la que nadie supo nada durante 25 años, ni periodistas, ni familiares, nadie».
Para Valdano, que iba a ser un actor secundario pero importante de la disputa, la división era muy clara: «Ahí había menottistas y bilardistas, gente que venía de Europa y gente que se había tragado en la Argentina el proceso de preparación con críticas muy fuertes. Estaban, y no podemos obviarlo, Maradona y Passarella con un desencuentro difícil de resolver en esos momentos».
Lejos de aquel Mundialito que los encontraba unidos, Diego Maradona da su versión de lo que sucedió esa noche, en el DF, en su autobiografía «Yo soy el Diego… de la gente»: «Yo llegué quince minutos tarde a una reunión junto con los rebeldes. Esos éramos, según Passarella: Pasculli, Batista, Islas… Entonces nos comimos un discurso de Passarella, con el estilo de él, bien dictador; que cómo el capitán iba a llegar tarde. Lo dejé hablar… “¿Terminaste?”, le pregunté. “Bueno, entonces vamos a hablar de vos ahora”.Y conté delante del plantel completito todo lo que era él. Y se armó el lío grande. Porque en aquella Selección había dos grupos. Por un lado los que apoyaban a Passarella. Estaban Valdano, Bochini, varios. Passarella les había llenado la cabeza y por eso decían que nosotros habíamos llegado tarde porque estábamos tomando falopa. Entonces le digo: “Está bien, yo asumo que tomo. Pero acá hay otra cosa. No estuve tomando en este caso ¡mirá vos! Además vos estás mandando al frente a los pibes que están conmigo que no tienen nada que ver, ¿entendiste, buchón?»
Passarella, como la mayoría, nunca quiso dar su versión de lo que sucedió en esa habitación. Pero Diego continúa desde el libro, que escribieron los periodistas Daniel Arcucciy y Ernesto Cherquis Bialo: «Como estábamos sacando los trapitos al sol, se me ocurrió hacerla completa: “A ver, ya que estamos… Estos dos mil pesos de teléfono que tenemos que pagar entre todos, porque nadie se hace cargo, ¿por llamadas de quién son?” Nadie saltó, nadie contestó, alguno miró el piso… No volaba una mosca. Lo que no sabía Passarella es que por aquellos tiempos, en 1986, parece que hace un siglo ya, las cuentas telefónicas en México tenían detalle: en la factura venían los números, uno por uno… Y el número era el de él, ¡hijo de puta! Ganaba dos millones de dólares y se hacía el boludo por dos mil. Eso sí que es tomarle la leche al gato».
Diego aseguraba que, por ejemplo, Passarella le llenaba la cabeza a Valdano y lo ponía en su contra. Pero en esa habitación, esa noche, la del quiebre definitivo entre los dos capitanes, el delantero del Real Madrid tomó una posición, según cuenta Maradona: «En esa reunión saltó Valdano y le gritó al Kaiser: “¡Vos sos una mierda!” Ahí se rompió todo».
Para que empezara el Mundial faltaban dos semanas. Para que esa Selección argentina se rompiera en pedazos ya no faltaba nada. Estuvo a milímetros de hacerse añicos. Pero fue justamente ese baile en la cornisa, ese coqueteo con el papelón, lo que la terminó salvando.
«Yo siempre comento en los grupos lo bueno que es cuando vos te juntás y te decís las cosas de frente», reconoce el Vasco desde su neutralidad, mientras que Valdano termina de describir esas batallas entre cuatro paredes que finalmente encolumnaron al grupo con el mismo norte: «Fueron reuniones que empezaron siendo agresivas y en algunos casos hasta violentas, pero que terminaron purificando la relación. O sea, cuando uno saca todo lo que tiene adentro, las cosas parecen fluir de otra manera. El problema es quedarse con el resentimiento, con palabras, con reproches. Ahí hay que meter el dedo en la boca e intentar que el otro se exprese con toda claridad. Eso provocó enfrentamientos pero de esos enfrentamientos salíamos sanos y a partir de ahí los resultados fueron haciendo su trabajo y cada día nos sentíamos más ganadores. Hubo mucho silencio. Y todos esos silencios se resolvieron hablando».
El diagnóstico sale ahora, con la copa en la vitrina. Y se ve tan claro que parece una obviedad. Sin embargo, en el momento, tardó en empezar a notarse que los enfrentamientos, los pases de factura y las puteadas cruzadas eran la solución. Al principio aparecían más síntomas que indicaban que el paciente seguía en estado reservado. En los 15 días siguientes, hasta el debut el 2 de junio contra Corea en el Estadio Olímpico Universitario del Distrito Federal de México, Argentina realizó prácticas de fútbol, con partidos informales, que eran dirigidos por Bilardo, contra el Neza, Renato Cesarini (los juveniles de ese equipo fueron los sparring oficiales del seleccionado), Atlante y América de México. Pero no con los mayores del América. Y el equipo no mostraba nada muy diferente a lo visto ante el Junior, en Barranquilla: «Durante la semana —dice Valdano— jugamos un amistoso contra los juveniles del América y no logramos ganarles… no logramos ganarles».
La tapa de El Gráfico del 27 de mayo de 1986, la clásica de «La hora cero del Mundial», los encuentra a Diego Maradona y a Daniel Passarella juntos y luciendo unos enormes sombreros mexicanos. El capitán de ahora y el capitán de antes están juntos y sonrientes.
¿La reunión sirvió? Sí, pero no para este fin. Durante todo el transcurso de la producción fotográfica para la portada de la revista deportiva, Maradona y Passarella ni se dirigieron la palabra. Ni se miraron. «Les decía el fotógrafo “sonrían”, sonreían. “Ahora una serios”, serios. “Ahora pónganse espalda con espalda”, se ponían. Fue todo así. Y se fueron sin hablarse», dice el periodista José Luis Barrio.
En lo de Eduardo Cremasco, todos comieron pero se embromó uno solo. Passarella fue uno de tantos en sentarse a disfrutar de la cena en «Mi viejo», el tradicional restorán que tenía el ex jugador de Estudiantes en la capital mexicana. Y fue uno más Passarella, con el peso de su historia y de su significación, en un agasajo para el plantel argentino. Algo le cayó mal, algo le generó una enfermedad. Algo lo dejó afuera de la cancha. Acaso nada hubiera resonado como resonó si el que la pasaba mal era otro jugador. Pero Passarella… justo Passarella, el que había salido campeón del mundo con César Luis Menotti, el que no tenía la relación más cómoda con Bilardo, el que estaba en el otro extremo de Maradona. A Passarella lo medicaron, pero no fue suficiente. A Passarella se le fueron los síntomas y le duró la enfermedad. A Passarella nadie lo vio en la cancha. A la polémica, en cambio, se la escuchó desde siempre.
Ricardo La Volpe, como Miguel Zelada, también fue arquero y campeón del mundo sin haber jugado un solo partido en el Mundial, aunque lo hizo 8 años antes, en el 78. La Volpe, como Zelada, también se afincó en el país de los tacos y el tequila. La Volpe, como Zelada, iba a comer al restorán «Mi Viejo», de Cremasco, como todos los argentinos en México. Y, según le contó en una nota al periodista Marcelo Palacio en TyC Sports, sospecha que Passarella contrajo la enfermedad que lo dejó afuera del Mundial en el restorán del amigo de Bilardo: «Qué casualidad, eran como 40 y se enfermó uno solo. Al único que le agarró bichos. Y todos sabemos que Passarella no era del agrado de Bilardo, que tampoco iba a jugar». En la misma nota, La Volpe se lamenta por no haber estado la primera vez que comieron en lo de Cremasco, porque dice que seguramente así podría saber algo más, para que su sospecha pase a ser algo más serio. Ruggeri, en cambio, no ve la malicia. Para el Cabezón, fue casualidad: «Hasta cuatro días antes del debut, siempre jugábamos de la misma manera: Passarella, Cuciuffo y yo. ¿A vos te parece que se va a perder todo ese tiempo, practicando y a último momento va a poner a Brown?»
Nadie puede probar nada. Ni culpabilidad ni inocencia. Pero otro arquero del Mundial 78, el titular, no necesita pruebas. Tiene las certezas de haber estado ahí alguna vez, en ese plantel, y el rencor de haber sido dejado afuera. En una nota al diario La Gaceta de Tucumán, el Pato Fillol vuelve a ser figura: «Bilardo siempre estaba muy agresivo con Passarella y conmigo, porque éramos del riñón de Menotti. Futbolísticamente no podía objetarnos, sin embargo, no aceptaba la relación con el Flaco. A mí me hizo jugar todos los partidos y después me limpió. A Daniel, en cambio, lo llevó al Mundial 86 y le dio una purguita que lo sacó del equipo. Y casi lo mata». Así, sin vueltas. Y el Pato sigue: «Todos lo sabemos, pero nadie se anima a decirlo. Yo no tengo problema. ¿Dónde estuvo Passarella durante el Mundial de México? Internado con una diarrea infernal. ¡Preguntale a Daniel o a los que fueron a verlo! Le dieron algo para tomar. Elijo ser uno de esos pocos que lo cuentan».
Ya antes de llegar a México y durante la estadía, la recomendación era clara para todo el mundo. El doctor Raúl Madero, médico del plantel, les advirtió a los jugadores que no tomaran agua de la canilla, porque, luego del terremoto que había sufrido la capital mexicana en 1985, las napas se habían contaminado. «Ni para lavarse los dientes usen el agua de la canilla, muchachos. ¿Quedó claro?»
El Doctor Bilardo, más doctor que nunca, explica cómo fue que se quedó sin Passarella: «Él tuvo un dolor de estómago, un dolor del aparato gastrointestinal, y yo dije “como esto va a tardar mucho tiempo y después va a ser un tema, pregunté quién era el mejor médico especialista en gastroenterología en México. Me dicen “fulano de tal”. “Pagale lo que tenés que pagarle y que venga”». Pero incluso en el relato de su defensa, Bilardo parece más preocupado por quedar a resguardo de las críticas que por la salud del que se suponía era uno de los centrales titulares para el debut. Más que una explicación, Bilardo parece estar esgrimiendo una coartada: «Pedí que el especialista me haga el diagnóstico y un certificado donde diga “tiene esto, esto y esto”. Y lo hicimos así. Entonces, a veces, cuando la gente decía “ehhh, qué pasó con Passarella”, acá está el certificado y acá está el médico. El médico era una eminencia en esa materia». Bilardo termina de exponer y se sacude la responsabilidad. «Sabía que con el tiempo, como ahora, iban a preguntar por esto. Entonces yo decía “buscá al mejor médico y que diga si puede jugar o no puede jugar”. Porque yo a Pasarrella lo ponía el primer partido. Y una hora y media antes no podía, no podía».
Madero habló de las acusaciones —que alcanzaban al cuerpo médico del plantel que él encabezaba— en una nota con Diego Borinsky, en El Gráfico, del 3 de noviembre de 2015. El periodista le pregunta directamente si a Passarella le pusieron algo en la comida para sacárselo de encima en el Mundial 86. Y Madero reacciona a lo Alejandro Fantino: «Pará, pará, pará. Passarella fumaba y tomaba whisky por las noches y pensó que los cubitos de hielo no le iban a hacer nada».
—¿Usted dice que su problema en el 86 empezó por los hielos del whisky?
—Claro, por el hielito del whisky. Cuando agarró el virus lo llevé al Humana, un hospital recién abierto, con los mejores especialistas en gastroenterología. Le dieron unas pastillas muy fuertes para que se recuperara. Mejoró bastante rápido, pero como había perdido 3 kilos, al otro día me fui con él y le pasé el suero con proteínas licuadas. Le faltaba recuperar un kilo y medio, pero Bilardo le dijo que la camiseta titular era de él.
¿Pero qué tuvo Passarella? El propio jugador lo explica: «La amebiasis se divide en tres partes. La yarda que es la más leve. Amebas, que es un poco más fuerte. Y la salmonella que es tremenda. Yo tenía una yarda. Había habido terremotos y eso remueve todo un poco y cuando comés algo que te cae mal… Y bueno, yo comí algo que me cayó mal y me agarró una yarda. Y me la curaron mal. O sea, no me la curaron realmente. Me medicaron, y se fue la yarda. Si en un momento hasta se decía que iba a entrar en el partido con Inglaterra.Me empecé a sentir mejor y empecé a entrenar, a moverme, a hacer fútbol. Y cuando íbamos a hacer un entrenamiento, a la tarde me agarró diarrea otra vez. Cuando pasó eso, lo llamé al doctor Oliva, que había estado en la Selección con nosotros en el Mundial 78, con el Flaco. Lo llamé a Italia:
—Doctor, me pasó esto, esto y esto.
—¿Qué fue lo primero que tuviste, una yarda?
—Sí, me medicaron, se me fue y ahora me volvió otra vez.
—¿Te dejaron de medicar?
—Sí, como se me fue la diarrea, pensaron que si seguían medicándome me iban a debilitar los fármacos.
—Hacé el bolso y volvete. No jugás más el Mundial. Porque ahora cuando vuelve, no vuelve una yarda, vuelve una ameba o una salmonella. Y durante un mes no la parás más. Por más que le des lo que le des no la parás más. Olvidate, pensá en tu vida porque esto es algo complicadito».
Madero sigue con su versión de los hechos: «Bilardo le dijo a Passarella, antes del partido con Italia: “Mirá, acá está tu camiseta, vos sos profesional, si te sentís bien, me decís y jugás”. “No, con los italianos hacés una macana y te pintan la cara, espero otro partido”, le contestó. Después del 1-1 con Italia, trabajaron los que no habían jugado. Fue un entrenamiento intenso, con calor y sofocación y él se quería meter. “No jodás, porque vas a tener problemas”, le dije. “Usted está cagado”, me dijo él. “Yo te voy a romper una botella en la cabeza, me tenés podrido, si te digo que no lo hagas, no lo hagas”, le dije. No me dio bola, fue a hablar con Bilardo, se metió y terminó desgarrándose el gemelo. Después volvió a recuperarse para la semifinal y Bilardo le dijo otra vez: “Si te sentís bien, te pongo con Bélgica, eh», y no quiso saber nada. Salimos campeones y no pasó ni a saludar. Un tipo muy jodido».
Es evidente que Passarella y Madero no se llaman los 20 de julio para saludarse. Madero dice que lo tuvo que amenazar con llevarlo a la Justicia para que dejara de acusarlo de que lo había sacado del Mundial con toda intención: «Empezó a declarar que yo le había dado algo a propósito. “Seguí jodiendo, que yo tengo todos los papeles, un cierto prestigio, y si seguís hablando, te voy a hacer un juicio que no te va a alcanzar toda la guita que ganaste en la Fiorentina para pagarme”. No jodió más».
Pocos fueron los que visitaron a Passarella mientras estuvo internado en el DF. El Chino Tapia lo recordó en una mesa del programa El Show del Fútbol, que se emitía por América: «No éramos muchos, solo 3 o 4… Bochini, Islas, Ruggeri, Valdano, yo…» «Llegué a preocuparme —agrega Valdano— porque después de los partidos lo íbamos a visitar y cantábamos alrededor de la cama de Passarella, todo en un murmullo: “Argentina va a salir campeón…”, pero todos juntos. Una especia de ceremonia. Y en una de esas visitas que le hice estaba realmente mal. Había perdido más de diez kilos, tenía un aspecto que a mí llegó a preocuparme. Primero me preocupé futbolísticamente, pero después llegué a preocuparme por su salud».
Passarella dice que fueron 8 los kilos que perdió y que fueron 10 los días que estuvo internado, con suero. Y el preparador físico Fernando Signorini, que era el de Maradona, y con el cual, a pesar de todo, Passarella mantenía una buena relación (de hecho, Signorini fue de los pocos que lo visitó en el hospital) también tiene su versión sobre el problema intestinal del ex capitán: «Estaba tirado en la cama y me dice “¿y vos qué pensás de todo esto?” Y yo le dije la verdad “mirá, yo creo que si el del problema hubiera sido Maradona ya estarías arriba de un avión recorriendo el mundo buscando un especialista, y vos estás tirado acá”. A mí se me ocurría que Passarella no era tan necesario, porque si no se tendría que haber hecho algo más y no se hizo. Y a mí me dolió, como me duelen todas las injusticias».
Los diarios no pudieron certificar con antelación que el hombre que alzó la Copa del 78 faltaría a la cita y hasta lo dieron en las formaciones para el partido con Corea del Sur. Sin embargo, Passarella supo, acaso antes que nadie, que no estaría ni en el debut ni después del debut. El sueño de jugar su tercer Mundial consecutivo se le esfumaba sin remedio. Lo lamentó en el lugar que siempre sintió que era su lugar: «Cuando el doctor Oliva me dio la noticia yo no me podía dormir a la noche. Compartía la habitación con el Tata Brown, pero no lo despertaba ni nada a él porque iba a jugar por mí. Entonces me levantaba con un banquito y me iba a la mitad de la cancha de la concentración del América y me ponía a llorar, solo. Porque yo me había cuidado de una manera impresionante. Fue mi mejor año en Italia ese. Fue la decepción más grande que tuve en el fútbol».
La pelota no había rodado, pero parte de lo que iba a ocurrir quedaba claro. Para la gloria o para el desencanto, lo que sucediera con la Selección iba a pasar alrededor de Diego Maradona. La conducción en la cancha era suya, el talento era suyo, la influencia era suya, su gran antagonista ya no estaba. Quedaba apenas una cuestión: jugar el Mundial.