En enero de 1986, el preparador físico Fernando Signorini recibió una carpeta que pudo cambiar el destino de Diego Maradona y del Mundial. Hoy resulta incomprobable, un «qué hubiera sido si…» Pero es posible pensar que sin esos papeles que llegaron a las manos de Signorini, la historia argentina quizás hubiese sido distinta. Hubiese sido peor. Era un informe de cómo había hecho el ciclista italiano Francesco Moser para batir el récord de la hora, que llevaba más de 11 años sin romperse, desde que el legendario belga Eddy Merckx lo había impuesto el 25 de octubre de 1972. Moser pulverizó la marca de Merckx el 19 de enero de 1984, y a los cuatro días volvió a romper el récord mundial. Las dos proezas las había edificado en Ciudad de México. Signorini se contactó con el jefe del grupo que preparó a Moser, el director del Departamento de Fisiología y Biomecánica del Comité Olímpico Italiano, el médico y ex motonauta italiano Antonio Dalmonte: «Se lo comenté a Diego, le dije “mirá, a mí me parece fenomenal poder aprender de ellos”. Así que comenzamos a ir lo de Dalmonte todos los lunes después de los partidos. Todos los lunes».

Durante esos trabajos Dalmonte y Signorini comprendieron que el sistema de reportación de energía del capitán argentino era distinto del de la mayoría. Diego era capaz de tener momentos de gran intensidad en lapsos cortos, pero después necesitaba mucho tiempo para recuperarse. «Empezamos a trabajar con movimientos que tenían que ver con el juego y siempre tratando de llegar a estadios de altísima exigencia —empieza a contar el preparador físico—. ¿Para qué? Para que él también se acostumbrara, no solamente a llegar al umbral del dolor sino a permanecer en él, porque si no pasa eso, el límite de rendimiento no aumenta, queda estable o disminuye. Entonces, cada vez que hacíamos algo era realmente para que Diego pudiera tener esa sensación de fatiga, de ahogo que iba a tener en México. Maradona no solamente estaba acostumbrando su cuerpo, sino que estaba acostumbrando su mente, que es tan o más importante que lo primero».

Signorini, que estuvo casi 11 años al lado de Maradona como su entrenador personal, destaca el esfuerzo del 10 en esa etapa previa a jugar un Mundial a 2.240 metros de altura: «Yo creo que fue la única vez, al menos en el tiempo que trabajamos juntos, que Diego se propuso dar el máximo de él mismo y no se conformó solo con ser el mejor de todos».

Pero antes del Mundial, Maradona no era considerado el mejor de todos. Era solo uno de los candidatos a suceder a Pelé, que se había retirado en 1977 con un tricampeonato mundial y todavía estaba, cetro en mano, esperando a quien ocupara su lugar. La inolvidable Héroes pone sobre la mesa la situación. La película no es otra cosa que el film oficial del Mundial de México 1986, bancado por la FIFA y de producción inglesa. Su director, Tony Maylam, era un especialista en cine deportivo (comenzó su carrera con Cup glory, un documental sobre los 100 años de la FA Cup, y también dirigió Graham, sobre la vida del ex bicampeón mundial de F1 Graham Hill) y la voz en off de la versión original, en inglés, es la del actor británico Michael Cain (el único no jugador, junto a Sylvester Stallone, de los 22 protagonistas del partido de Escape a la victoria, la de Ardiles, Pelé y Bobby Moore en el campo de concentración). La emblemática cinta del 86 termina siendo casi una obra dedicada a Maradona, pero cuando arranca, se presenta como un film coral, de varios protagonistas. Diez para ser exactos: el francés Michel Platini, el inglés Gary Lineker, el uruguayo Enzo Francescoli, el alemán Karl-Heinz Rummenigge, el español Emilio Butragueño, el brasileño Sócrates, los daneses Preben Elkjaer Larsen y Michael Laudrup (¡¡sí, dos daneses!!), un local, el mexicano Hugo Sánchez, y Diego. Todos fueron quedando en el camino. Rick Wakeman, ex tecladista del grupo Yes y responsable de la música de Héroes, británico pero futbolero, definió la transformación del film en 2011, cuando llegó a Córdoba para dar un recital: «No hubo tanta bronca —en Inglaterra— con el famoso gol con la mano, porque al final de cuentas la gente decía: “No habrá sido un gol válido, pero el equipo argentino era mejor que el nuestro y encima el otro gol fue tan fantástico”. Durante semanas me la pasé viendo en la filmación solo los pies de Maradona y fue increíble. Ese iba a ser un documental oficial de la Copa del Mundo del 86 y terminó siendo una película sobre Maradona».

Carlos Bilardo se convenció de que la figura del seleccionado argentino había llegado en condiciones casi óptimas a México, y sabía que en la altura los rivales no iban a poder poner en práctica una marca persecutoria como la que le habían hecho en algunos partidos del Mundial anterior. «En el Argentina-Italia del 82, Gentile le hizo veintipico de foules a Diego —recuerda Signorini—. En México eso no iba a pasar. Lo iban a tomar en zona y más bien cerca del arco, y los equipos sabían que no podían realizar grandes esfuerzos. Y en eso Diego tuvo una enorme ventaja. Por el tipo de juego que tenía, estuvo más beneficiado que Platini, Zico o Rummenigge, que eran los otros que llegaban también con posibilidades de ser figura».

Maradona estaba en un grado casi óptimo para jugar y a siete días de comenzar el Mundial, ya se lo veía en un estado inmejorable. Empezaba a hacer en los entrenamientos, en la altura, lo que luego desplegaría en la cancha, por los puntos. «Pero algo había que a mí no me convencía —dice Signorini—. Así que un día llegué hasta la habitación de Diego, que compartía con Pasculli». «No es que teníamos mucho, teníamos dos camitas de una plaza, el baño, una mesita —dice PPP—. No había mucho para hacer: o te tirabas en la cama a leer revistas, o a mirar una tele chiquita que había. Y Diego leía una revista cuando entró Fernando Signorini». El profe le guiñó el ojo a Pasculli y empezó a comentarle al delantero de Argentinos que Zico y Platini tenían huevos, que eran líderes y que lamentablemente en la Selección no había un capitán o un líder, uno que tuviera esos huevos. Diego, que se hacía el que leía pero escuchaba atento, bajó la revista y comenzó a descerrajar un listado de insultos sobre Fernando Signorini: «“Vos qué carajo te creés, que esto es tan fácil”, me decía Diego. Yo le dije: “Dame las piernas tuyas que con mi cabeza…”, entonces lo reputeé y le dije de todo, porque en esos momentos las buenas costumbres tienen que quedar de lado. “¿Qué carajo te creés? Que hace cinco meses que estamos atrás de esto, diciendo que es el lugar ideal, que son las condiciones apropiadas, que el Mundial te lo hicieron para vos porque es el momento justo… Si vos no te convencés, todo lo que hicimos no sirve para nada, ¿entendés?” Al otro día había una mesa redonda llena de periódicos y en uno de ellos, en un rectángulo que ocupaba toda la página en rojo con letras blancas decía: “Maradona abre el fuego: Seré yo la figura del Mundial”. Entonces dije “ya está, listo”. Este era el punto de inflexión al que yo quería llegar».

Los seis días que pasaron entre la trabajosa victoria sobre Uruguay en octavos de final y el partido contra Inglaterra por los cuartos, fueron cargados. Pasaron cosas. Puertas adentro y puertas afuera de la concentración del América. El clima comenzaba a cambiar. Los ojos de la prensa se posaban sobre ocho equipos solamente y se aproximaba un encuentro lleno de pasado, con la pelota en el medio y sin ella. Argentina-Inglaterra no es cualquier partido. Un Argentina-Inglaterra se respira, se palpa, se sufre, se juega con la historia a cuestas.

Jorge Valdano reconoce cómo se potenció, en la víspera de ese encuentro, la figura creciente de Maradona con la cercanía del choque fuera de lo común. «Era un día de atención a la prensa, y estábamos hablando con Giusti, con Bochini, como si fuéramos totalmente anónimos. Y Diego desde adentro de la cancha de entrenamiento, separado de los periodistas por un tejido, era preguntado sobre lo divino y sobre lo humano. Parecía una fiera en una jaula que estaba exponiéndose ante el mundo. O sea, al lado de Diego todos éramos ciudadanos. Y al fin y al cabo, al día siguiente, todos íbamos a correr detrás de la misma pelota».

Rubén Moschella, el gerente administrativo del equipo argentino, también tuvo que correr, pero no detrás de la pelota. Moschella era un experto en la Selección. Era el hombre que manejaba cada detalle no futbolístico del plantel. Un todoterreno al que no se le escapaba nada. O casi nada.

Obsesivo hasta el hartazgo de los propios jugadores, Bilardo también fue un obsesivo en la organización: Tilcara para aclimatar altura y horarios, llegada a México antes que ninguno, comida acorde. El Doctor les había pedido a sus futbolistas que llegaran al DF con un par de kilos extra, porque sabía que a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar y con el desgaste durante el torneo, los perderían. El entrenador solía pasearse en las madrugadas con bandejas de sandwichitos para los jugadores y los días de partido, en lugar de jugos de fruta o agua mineral, se desayunaba con Coca-Cola. Bilardo tampoco dejó librada al azar la confección de las camisetas. Para soportar el sol agobiante del mediodía mexicano, quería que la indumentaria fuera más liviana y que no absorbiera tanto la transpiración. Por eso, antes de viajar al Mundial, se reunió con los representantes de Le Coq Sportif, la firma que vestía a la Selección desde 1979 por influencia del contraalmirante Carlos Lacoste, que fue quien introdujo en el país a la firma del gallo, por entonces subsidiaria de Adidas. En esa reunión, Bilardo hizo su pedido y días antes de subirse al avión para la gira previa a la Copa del Mundo, el equipo tenía sus camisetas Le Coq Sportif confeccionadas con tecnología Air Tech, que como novedad traía numerosos y pequeñísimos agujeritos. Todas blancas y celestes. Ninguna azul. «Los de Le Coq no hicieron a tiempo y solo pudieron confeccionar las camisetas caladas, que eran las que había pedido Bilardo, para los juegos de la titular. Para la suplente, no. No había azules caladas», se empieza a lamentar Moschella. Contra Uruguay, la Selección lució la camiseta azul, de algodón, y fue un problema. Si bien el partido se jugó en Puebla a 2.160 metros sobre el nivel del mar, algo menos que en el DF, y a las 4 de la tarde, en los minutos finales se había desatado una lluvia torrencial sobre el estadio Cuauthémoc. «Cuando terminó el partido con Uruguay, Bilardo se me acercó y me dijo “pesame esta camiseta”, y pesaba como tres kilos», comenta el utilero Tito Benrós. Moschella recuerda el instante en el que comenzó la odisea: «Nos tocaba con Inglaterra. Estamos en la concentración del América, sobre los pasillos que daban afuera de las habitaciones, después de terminar una práctica, y se acerca Bilardo a Tito y a mí, y me dice “a ver, mostrame las camisetas azules”».

Apenás Benrós acercó las camisetas Bilardo enloqueció: «Decía que había pedido las caladas, y esas no eran caladas —arranca Moschella—, y nosotros le decíamos “bueno pero no hicieron caladas, la celeste y blanca sí, las azules no”. Fue un diálogo que cada vez iba subiendo más de tono. Llamé al representante de la firma en ese momento y me dijo que lamentablemente en 72 horas no podía hacer las camisetas». Bilardo no podía quedarse con el no como respuesta. No quería. Se resistía. Y entró en acción de la manera más insospechada: «Teníamos cuatro juegos de camisetas azules, más no te daban en esa época. Y Carlos empezó a querer mostrarnos cómo se hace una camiseta calada. Agarró una tijera y comenzó a hacerle unos agujeros pero grandes, unos agujeros terribles. Yo estaba desesperado porque sabía que me estaba arruinando el juego».

«Empezamos nosotros a buscar nuevas camisetas por todo el DF. Desde la mañana que estábamos caminando con Moschella, y dale para un lado, para el otro. En las tiendas grandes no había suficiente cantidad o eran sin el escudito de Le Coq», agrega Benrós. Y en medio de la oscuridad, el gerente administrativo encontró la luz. Un poco. Tampoco era un reflector de 1.000 wats: «Conseguí dos modelos de camisetas Le Coq. Uno azul más brilloso, como los que tenía la mayoría de los equipos en la Copa, y otro muy parecido al que teníamos nosotros. Me fui corriendo para la concentración y llevé las dos camisetas. Le digo “conseguimos esta, Bilardo”, “no, no, esa no, tienen que ser caladas”. La cosa se iba poniendo cada vez peor. Hasta que en un momento pasó Diego, agarró la que era más brillosa, y dijo “qué linda camiseta, Carlos”. Bilardo lo miró y dijo “esta”». Fue un alivio para Moschella y Benrós, aunque parcial. Maradona, cada vez más milagroso dentro del campo de juego, también había bendecido las nuevas camisetas, pero se trataba de camisetas vacías: «El problema era que no tenían escudo ni números —retoma el trajín Moschella—. Y no había internet, no teníamos computadora, era todo muy distinto a lo que pasa ahora. Una persona del América, simpatizante del fútbol argentino, tenía el escudo de AFA en su casa, pero el antiguo, el que no tiene los laureles. Si ustedes se fijan en esa camiseta, la que Argentina usó contra Inglaterra, no tiene los laureles. Pudimos hacer unas copias y plotearlos, ya llegando la noche».

La cámara de Clausen pasea por la concentración el día anterior al partido por cuartos de final de la Selección en el Mundial. A diferencia del programa de entrevistas con las preguntas anotadas en el rollo de papel higiénico del Vasco Olarticoechea, ahora es Burruchaga, con una camiseta de la Selección de Noruega, que encarna a una especie de movilero que visita a un grupo de costureras: «Vení más cerca que te muestro las camisetas. Mirá, un día antes del partido, a las seis de la tarde, las mujeres que limpian la concentración están cosiendo las camisetas. Si salimos campeones del mundo nos tiene que hacer un monumento a todos». Burru toma una, la acerca a la cámara y ya tiene el escudo sin laureles. Pero al darla vuelta, solo se ve el color azul: «Un día antes no tenemos número en la camiseta». «Al otro día conseguimos los números, que son del fútbol americano, brillosos medio grises, enormes. Los estampamos y bueno, la presentamos para la aprobación de la FIFA. Te imaginás que esas 48 horas para mí fueron como si hubiera vivido 10 años más». Moschella suspira, como si el esfuerzo fuera reciente.

«Este será un partido ideal para que se confundan los imbéciles. El encuentro entre Argentina e Inglaterra tiene suficientes elementos para que valga por sí solo. Es por los cuartos de final, el que pierde queda eliminado y, además, representa un choque de estilos absolutamente distintos. No se necesitan elementos conflictivos, no hace falta agregarle ningún condimento extra a esto que, de por sí, tiene un sabor futbolístico muy grande. La mezcla de política y el deporte es permanente, pero la política no está metida dentro de una cancha. Allí somos hombres que tenemos la misión de jugar y no otra cosa. Es una oportunidad muy grande para darle una verdadera lección al mundo para establecer distancias con toda clase de histerismos». La declaración fue publicada el 20 de junio, dos días antes del partido contra Inglaterra, en la tapa del suplemento deportivo del diario La Razón, como una réplica a los discursos sociales y políticos que planteaban que, en algún sentido, el partido entre Argentina e Inglaterra era una continuación por otros medios del conflicto de Malvinas. Los jugadores del plantel leen esa nota hoy, a 30 años, sin saber quién es el autor. Se enteran que es uno de ellos. Y ahí lo intuyen. No les lleva mucho tiempo saber que esas son palabras de Jorge Valdano: «Creo que lo dije yo. Por lo menos me reconozco en el primer párrafo. No sabía que era tan larga la declaración pero, bueno, se parece a mí, yo matizo todo». Tres décadas después, Valdano lo analiza distinto: «Está bien, desde un punto de vista ético es irreprochable, pero el paso del tiempo de alguna manera desmiente esa sensación que yo tenía antes del partido. Yo no le vi la relevancia estomacal que tenía el partido. No diría política sino estomacal. Pero desde que se jugó hasta hoy esa relevancia no ha hecho más que crecer. Señal de que en aquel momento existía esa demanda por parte de la sociedad argentina y, de hecho, Maradona pasó a tener la consideración que tiene por la fuerza de aquel partido».

El peso de la guerra de Malvinas en ese Argentina-Inglaterra existió y existe. Aunque en los días previos al 22 de junio de 1986, Maradona se empecinara en quitárselo: «Es un partido, no una guerra. La Selección no trajo ni ametralladoras ni armas ni municiones».

Jorge Luis Burruchaga estaba haciendo el servicio militar en el Regimiento Patricios cuando fue el desembarco argentino en las islas: «Soy categoría 62, y yo ya estaba jugando en Independiente en el 82. El fútbol me salvó porque iba, firmaba y estaba a disposición si llegado el caso faltase gente para ir al sur. Me presentaba todas las mañanas cuando arrancó el problema, después me iba a entrenar».

Como Burruchaga, otros cinco jugadores del plantel nacieron en 1962, es decir, pertenecían a la clase que debía ir a las Malvinas. Sergio Batista y Héctor Enrique se salvaron de hacer la colimba por número bajo (226 el Checho, 221 el Negro). Tapia, que ya había debutado en River en 1980, cumplía el servicio militar en Ramos Mejía en 1982, pero, gracias al club, logró quedarse cumpliendo tareas de oficina y evitó embarcarse hacia el Atlántico Sur. A Néstor Clausen, Independiente, el club en el que jugaba desde 1980 en primera división, lo hizo zafar. Oscar Ruggeri recibió el mismo trato que Clausen, pero en Boca.

La guerra de Malvinas casi termina con la carrera de Osvaldo Ardiles en su mejor momento. El cordobés fue vendido al Tottenham inglés, junto a Julio Ricardo Villa por 750 mil libras esterlinas, luego de que ambos se consagraran campeones del mundo en 1978. Lo cuenta el mismo Pitón en Blanco, celeste y blanco, un documental que pertenece a la extraordinaria serie de 30 x 30 de la cadena ESPN: «Antes del conflicto, estaba jugando el mejor fútbol de mi carrera. Si no hubiera sido por la guerra, habría sido elegido posiblemente el mejor jugador de Inglaterra. Fue un shock tremendo». Ardiles, ídolo indiscutido del club inglés y muy respetado en Inglaterra, comenzó a vivir un conflicto interno, por tener que jugar un mundial mientras su país de nacimiento y el país que lo adoptó estaban en guerra. Un día después del desembarco argentino en Malvinas, Tottenham jugó la semifinal de la FA Cup contra Leicester: «Cada vez que Villa o yo tocábamos la pelota, nos silbaban, nos abucheaban. Los hinchas del Tottenham, no, nos aplaudían más. Habían puesto una bandera que decía “Argentina can keep the Falklands. We keep Ossie” (Argentina puede quedarse con las Malvinas. Nosotros nos quedamos con Ossie). Pero fue muy difícil». Después del partido, Ardiles dejó Inglaterra ya que debía sumarse a la Selección que jugaría el Mundial. Durante el torneo en España, se enteraría de que el avión que piloteaba su primo, el primer teniente José Leónidas Ardiles, había sido derribado por un Sea Harrier inglés. «No puedo volver a Inglaterra», se dijo el Pitón. Pidió ser transferido, y se sumó por seis meses al Paris Saint Germain, donde jugó los peores partidos de su carrera.

«Era la final anticipada, la final que todos querían —dice Julio Jorge Olarticoechea—. Estábamos pendientes y sabíamos que no solamente nosotros, el país estaba pendiente de ese partido. Y por lógica la vivimos así la noche previa, la ansiedad. Esos partidos son distintos, te cuesta más dormirte, te quedás hablando más tarde en otras habitaciones y te levantás antes. Ese día me acuerdo que todos estábamos preparados para salir media hora antes, en el hall que daba a las habitaciones. Y estábamos ansiosos por ir a la cancha y jugar».

Brown trata de explicar la dualidad de la situación. Eso de intentar no poner el conflicto en el medio, pero saberlo la excusa íntima, el objetivo: «La verdad, nosotros nunca metimos la guerra dentro del partido, pero sí individualmente todos queríamos jugarlo porque sabíamos lo que había pasado años atrás. Como que nos teníamos que vengar, ¿me entendés? Porque era así».

Burru, Batista, Enrique, Clausen, Ruggeri y Tapia esquivaron el viaje a la guerra. Pero hubo 12 futbolistas que sí estuvieron en Malvinas, y tres de ellos luego jugaron profesionalmente: Luis Escobedo (Los Andes y Vélez), Raúl Correa (Mandiyú de Corrientes) y el más conocido, Omar De Felippe (Huracán, Olimpo, Villa Mitre, Arsenal y Once Caldas de Colombia, también dirigió a Independiente, Quilmes, Olimpo y Emelec de Ecuador). Héctor Rebasti, que atajó en las inferiores de San Lorenzo y se entrenaba en Huracán cuando se desató la guerra, abandonó su carrera deportiva al volver del Sur. Pero los que no lo abandonaron jamás fueron sus recuerdos: «Sí, yo esperaba ese cruce con Inglaterra como el pan de todos los días. Era una revancha que me quería tomar, aunque sea con el fútbol. Y recuerdo muchos nervios, mucha impotencia porque los días previos era revivir permanentemente la derrota en Malvinas. Yo sabía que esos jugadores iban a pelear con el corazón. Iban a dejar todo en la cancha». Cada vez que recuerda, a Rebasti se le inundan los ojos: «Dos de mis compañeros murieron porque no nos queríamos rendir. La de Malvinas fue una derrota que me afectó mucho, me sentí culpable. Y, bueno, no sé, me pasaba en esos días previos al partido del 86, de estar nervioso por saber quién iba a jugar, cómo iban a formar. Al final, para mí, fue algo mágico ese partido».

Esa guerra inútil marcó para siempre un choque que ya traía su propia historia. Arrancando con el famoso gol de Ernesto Grillo desde un ángulo muy cerrado en 1953, hasta el escandaloso 0-1 en el mundial 66, cuando los ingleses eran anfitriones en Wembley y el árbitro alemán Rudolf Kreitlein expulsó a Antonio Rattin. El volante argentino tardó una eternidad en salir de la cancha, y en su derrotero, tuvo la feliz idea de estrujar una banderita de Inglaterra. El entrenador inglés Alf Ramsay llamó a los argentinos «animals» luego del encuentro, y la pica se instaló para siempre. Incluso durante el conflicto bélico, en 1982, aunque no se cruzaron en el Mundial, el fútbol estuvo presente en las Islas. «En la última mañana de combate, el 13 de junio, un día antes del fin de la guerra, yo estaba junto a mi sección, juntando las municiones que iban a ser destinadas a Monte Longdon, donde se desarrolló una de las batallas que terminaron con la rendición de las tropas argentinas». El que cuenta es el periodista y ex combatiente Marcelo Rosasco. «Al mediodía, mientras transportábamos las municiones hacia un camión Unimog, comenzó un bombardeo cruzado y nos dieron la orden de ir a las trincheras que habíamos cavado. Nos tiramos de cabeza, por el riesgo de que alguna esquirla nos lastimara o nos matara. Mientras escuchábamos el bombardeo, encontramos escondida en la trinchera una vieja radio, que seguramente se había llevado otro soldado de alguna casa deshabitada. Empecé a jugar con la ficha y de repente comenzó a escucharse un sonido, un ruido de fritura del aparato. Al ratito apareció la voz de José María Muñoz relatando Argentina-Bélgica, el partido inaugural del Mundial de España. Entre la transmisión entrecortada y el pánico que teníamos por lo que nos podía pasar, escuchamos un grito de gol, pero no sabíamos de quién era. Cuando nos enteramos que había sido de Bélgica nos bajoneamos más de lo que ya estábamos por estar ahí. Pero te puedo asegurar que durante 5 o 10 segundos que parecieron eternos, nos olvidamos que estábamos en una guerra, en una situación límite. Y hasta nos dimos el tiempo para amargarnos. Tuvimos que volver a nuestras posiciones originales, sin la radio, y con la tremenda ansiedad por saber cómo había salido Argentina. Nos enteramos que había perdido 1 a 0, un día y medio después, cuando ya había terminado la guerra».

El fútbol, que se mete en todos lados, estaba también metido en la guerra. Se tienta. Javier Dolard, que jugó en las inferiores de Boca entre 1978 y 1983 (donde fue compañero del Cabezón Ruggeri), es uno de los 12 futbolistas que fueron al Sur: «En la posición que estábamos con mis compañeros dábamos apoyo de fuego al Regimiento 3 de Tablada. Éramos 18 y una tarde, a los 20 días de estar ahí, a alguien se le ocurrió hacer una pelota de trapo y papel. Nos juntamos, cinco contra cinco, en un lugar donde se podía armar algo parecido a una cancha, y empezamos a jugar al fútbol. Habrán pasado 10 minutos y los 10 estábamos tirados en el suelo, cansados como si hubiéramos corrido una maratón. Uno ahí se empezó a dar cuenta de que la fuerza física empezaba a mermar. Todavía no habían empezado los combates y nos dijimos: “Va a ser mejor que nos guardemos las pocas fuerzas que tenemos por si las necesitamos más adelante”. Estábamos mal comidos y con frío. Así, no podíamos jugar al fútbol, mucho menos hacer una guerra».

Valdano era el jugador más buscado por la prensa extranjera en la previa del partido contra los inventores del fútbol, porque aparecía como el más lúcido para analizar el vínculo entre la pelota y la política. Entre un centro atrás y una guerra. Y a pesar de que en ese momento le parecía ridículo incorporar más ingredientes extrafutbolísticos a un partido que ya lo tenía todo, no pudo evitar una declaración política, provocativa, que sorprendió: «En un momento de una entrevista con un periodista inglés —cuenta un testigo, Ezequiel Fernández Moores—, la charla iba sobre rieles, ambos estaban de acuerdo con que cómo vamos a creer que un partido de fútbol es la guerra, cómo vamos a poder creer que Bilardo es Galtieri, que Robson es Margaret Thatcher, esto no tiene nada que ver. Y Valdano asentía: “Sí, sí, claro es ridículo creer que Bilardo es Galtieri, y que Robson es Margaret Thatcher” y de repente le dice al inglés: “pero las Malvinas son argentinas”».

Fue un conflicto demasiado profundo como para no haber marcado también al fútbol. Entre el día del desembarco en las Islas Malvinas, el 2 de abril de 1982, hasta la rendición firmada por el general Mario Benjamín Menéndez, el 14 de junio, murieron 649 argentinos. La cantidad de suicidios posteriores, por el estrés postraumático, casi alcanza a la de los muertos en combate. Por eso, a pesar de que Bilardo les había pedido que no hablaran de Malvinas, el tema se había instalado. Comenzaron a llegar telegramas de ex combatientes y algunos diarios argentinos fogoneaban desde la rivalidad bélica, a la que se sumaban los periódicos mexicanos.

Para el que nunca vivió ese partido del 22 de junio de 1986 desde adentro —la inmensa mayoría de los argentinos—, el Tata Brown se lo explica y se lo hace vivir: «Yo siempre digo lo mismo: hay que estar en ese momento en el túnel, con la gente de Inglaterra a la derecha, en el medio los árbitros y a la izquierda el grupo argentino, y Diego que iba caminando y te decía: “Vamos eh, vamos que estos hijos de puta capaz nos mataron a un vecino, nos mataron a un familiar, estos hijos de puta, vamos, eh”. Todo así. Después vos llegás a mitad de cancha y te ponen el himno… Y te digo la verdad, a mí por ejemplo, en esos momentos, me ponés el himno y yo me pongo el cuchillo entre los dientes y salgo a correr. Y así lo pensábamos todos. Por eso fue un partido como el que fue. Por eso se festejó tanto. Eso sí, nosotros, jamás una declaración, jamás nada de nada. Pero interiormente, sí. Porque, por ejemplo, gente de mi pueblo, de Ranchos, no volvió más de las Malvinas. Gente de Chascomús no volvió más de las Malvinas. De General Belgrano, de Villanueva, todas pequeñas localidades de mi zona de Ranchos, muchachos con los que jugábamos al fútbol, no volvieron más. Y yo no sé cómo fue todo, pero yo lo que quería era ver de qué manera me podía vengar ganándoles un partido. Dejé la vida. Y todos pensábamos lo mismo. Queríamos vengarnos de esa manera. Jamás hablamos de que al problema de Malvinas lo íbamos a llevar a la cancha porque te estaría mintiendo. Eso jamás lo hicimos. Pero de un mediodía a otro mediodía nos transformamos todos».

Carlos Daniel Tapia recuerda que en los partidos anteriores, hasta Uruguay, la ida al estadio se vivía, además de hacerlo con las cábalas de siempre, con mucha alegría. Los jugadores cantaban, había clima festivo: «En cambio, el día del partido contra Inglaterra, antes, en el vestuario, había un silencio terrible. Todos se cambiaban y se escuchaba algo de música, nada más».

Hasta el match contra la Selección inglesa, Bilardo solo había repetido a los 11 titulares en los encuentros ante Italia y Bulgaria de la primera ronda (incluso hizo los mismos cambios: Enrique por Borghi y Olarticoechea por Batista). De Corea a Italia, el Negro Clausen perdió su lugar, que quedó en manos de Cuciuffo hasta el final del torneo, y Borghi reemplazó a Pasculli. Entre Bulgaria y Uruguay, se cerraría el cambio como en el vóley, con Pasculli entrando entre los 11 en lugar del Bichi.

El técnico sorprendió al sacar de la formación titular a Pasculli, autor del gol de la victoria ante los uruguayos, para poner en su lugar a Héctor Enrique. Un volante por un delantero. El otro cambio que dispuso Bilardo fue por obligación. El Vasco Olarticoechea, que había jugado los cuatro partidos anteriores pero siempre viniendo desde el banco para reemplazar a Batista, entró por Garré, que había llegado a la segunda amarilla. Pumpido; Cuciuffo, Brown, Ruggeri; Enrique, Giusti, Batista, Olarticoechea, Burruchaga; Maradona y Valdano. El famoso 3-5-2 se hacía presente por primera vez en el campeonato. Y se quedaría para siempre. Bilardo repitió esa formación hasta la final.

A pesar de todo el condimento, el de Argentina contra Inglaterra jugado el 22 de junio de 1986 en el Estadio Azteca de Ciudad de México a las 12 del mediodía, fue un partido civilizado. «Malo, pero civilizado —dice Valdano—. El peor partido mío, sin ningún tipo de duda. El único que jugué de espalda al arco contrario como delantero-delantero. Me sentí muy incómodo todo el rato. Muy aislado, tuvimos poco juego. Lo que pasa es que las dos obras de arte de Diego han convertido el partido en una leyenda. Es como que los dos trocitos valieron mucho más que los siguientes y que los anteriores».

La desconfianza y el estudio inicial entre argentinos e ingleses se mantuvieron casi hasta los 10 minutos, cuando Maradona sacudió al Azteca con su primera pincelada. Paró la pelota con el pecho sobre la derecha y pasó en velocidad a Samson y a Reid, pero no pudo con Fenwick, que lo bajó a unos 5 metros del área grande y vio cómo el árbitro tunecino Ali Bennaceur amonestaba a su verdugo. El tiro libre quedó en posición ideal para la zurda de Diego, que remató a la barrera. La pelota se elevó y al bajar exigió a Peter Shilton, que la tuvo que manotear por arriba del travesaño al córner.

Dos minutos más tarde, Pumpido salió tranquilo a recoger un inofensivo pase largo, pero resbaló por el pésimo estado del campo de juego, la pelota le rebotó en la pierna derecha y le quedó en los pies a Peter Beardsley. El delantero inglés se abrió, lo sacó a pasear al arquero argentino, y sacudió una media vuelta desde la derecha que pegó en la parte externa de la red. Después, Argentina, bien agrupada atrás, no sufrió mucho ante la apatía del ataque inglés, obsesionado con pelotazos largos. La Selección, a pesar de algunos toques inspiradores de Maradona (dos tacos a Valdano, un par de arranques explosivos) tampoco fue clara a la hora de ir a buscar a Shilton, y se diluyó en intentos de media distancia (dos remates de Olarticoechea y uno de Enrique) que siempre rebotaron en un defensor.

A los 28 minutos, Shilton embolsó una pelota en el área grande y recibió la embestida de Giusti, que llegó un instante después. No hubo refriega ni insultos ni recriminaciones. Todo terminó con sendos apretones de manos de Shilton con el Gringo y con Burruchaga, que pasaba por ahí. Habían tenido la oportunidad de generar un incidente, pero la dejaron pasar. Valdano recuerda ese clima: «En la cancha no hubo episodios de histerismo futbolístico, que eran muy comunes en la época. O sea, no hubo expulsiones, no hubo conflicto excepto en el primer gol de Diego, en donde hubo protesta por parte de los jugadores de Inglaterra muy menores, que si hubiera sido al revés, seamos sinceros…»

¿Cómo un hombre se vuelve un mito en Argentina? En muchos casos, sucede con la muerte, como pasó con Carlos Gardel, con Eva Duarte de Perón o con Ernesto Guevara. Pero, ¿cómo es un mito en vida y con 25 años? Tal vez la respuesta está entre el minuto 51 y el minuto 55 del partido de ese 22 de junio de 1986, en el Estadio Azteca de la ciudad de México.

«Argentina y la pelota, Argentina y el partido. ¿Para cuándo Argentina y el gol? Vamos, muchachos. La pelota viene para Batista, Batista para Enrique, Enrique cambia para el Vasco. Allá viene para Olarticoechea que lo tiene a Diego como número 10, a Giusti como número 9, a Burruchaga de 8 y a Valdano de 7. La pelota va para Maradona, Maradona puede tocar con Enrique, siempre Maradona, hace un dribling, se va, se va entre tres, siempre Diego, ¡genial, genial, genial! Tocó para Valdano, entró Maradona, saltó frente a Shilton, cabeceó… mano… ¡Gol! ¡Gooooooooool! ¡¡Gooooooolarrrrrrgentino, Diegol!! Diego Armando Maradona, entró a buscar después de una jugada maravillosa. Un rechazo para atrás. Saltó con la mano, para mí. Para convertir el gol, mandando la pelota por arriba de Peter Shilton. El línea no lo advirtió, el árbitro lo miró desesperadamente, mientras los ingleses entregaban todo tipo de justificadas protestas, para mí. El gol fue con la mano, lo grito con el alma, pero tengo que decirles lo que pienso. Solo espero que me digan desde Buenos Aires, si están mirando el partido en televisión ahora mismo, por favor, si fue válido el gol de Maradona, aunque el árbitro lo dio. Argentina está ganando por uno a cero. Y que Dios me perdone lo que voy a decir: contra Inglaterra, hoy, aun así, con un gol con la mano, qué quiere que le diga». Nada. Nadie quería que le dijeran nada más. Ni Víctor Hugo Morales, al que luego desde estudios centrales le confirmarían que el gol había sido con la cabeza, lo que dejó muy mal al relator uruguayo porque pensaba que había cometido un gravísimo error. Es que por televisión, e incluso en la repetición en cámara lenta, no se llegaba a advertir con claridad el puño cerrado de Maradona y el toque para ganarle a Peter Shilton, que medía 20 centímetros más que el 1,65 metro del pibe de Fiorito. Pero en la cancha, la visión fue otra. Como Víctor Hugo, José Luis Barrio no podía creer que el árbitro tunecino hubiese cobrado el gol: «Verdaderamente insólito. Porque fue de una nitidez la imagen. En mi caso, estaba haciendo los apuntes de ayudamemoria para después comentar el partido. Fue ver y bajé la vista, iba a poner así, breve como hacía siempre: “Diego, mano, anulado”. Y (el periodista Aldo) Proietto que estaba al lado mío me pega un codazo feroz y me dice “lo dio, lo dio”. La sorpresa de Proietto fue tan grande que el codazo que me pegó me dejó un moretón durante tres o cuatro días».

Por su ubicación, casi toda la prensa vio la mano de Maradona en el gol. Fenwick, al ras del piso, también la vio. Y salió catapultado a protestar, enfáticamente al principio. Lo acompañaron Glenn Hoddle y Peter Shilton. Hicieron la mímica con el brazo moviéndose ampuloso y golpeando un imaginario balón, a ver si el tunecino entendía y cambiaba su decisión. Pero fue en vano. Ali Bennaceur miró a su juez de línea, el búlgaro Bodgan Dotchev, que se quedó parado sin levantar la bandera y solo corrió al centro del campo de juego cuando vio que el árbitro principal convalidaba el tanto. Salvo Diego, que lo inmortalizó, sus compañeros y Bilardo, juran no haber visto el puño cerrado impactar contra la pelota en el primer gol contra Inglaterra. Ni Valdano, ni Giusti, ni Enrique… «Completar el testimonio con el resto de los testigos sería ocioso: ninguno de los jugadores, técnico y auxiliares de la Selección que contemplan la jugada a la altura de Maradona —y del árbitro— dice haber visto la mano», relata el periodista Andrés Burgo en su libro El partido, una minuciosa investigación y excelente relato sobre el Argentina-Inglaterra del Mundial 86.

Maradona, otra vez, habla a través de su autobiografía: «Nadie se dio cuenta en el momento: me tiré con todo. Ni yo sé cómo hice para saltar tanto. Metí el puño izquierdo y la cabeza detrás; el arquero Shilton, Peter Shilton, ni se enteró, y Fenwick, que venía atrás, fue el primero que empezó a pedir mano. No porque la haya visto, sino porque no entendía cómo podía haberla ganado en el salto a su arquero. Cuando yo vi que el juez de línea corría hacia el centro de la cancha, encaré para el lugar de la tribuna donde estaba mi papá, donde estaba mi suegro, para gritárselo a ellos… ¡Mi viejo había sacado medio cuerpo afuera, convencido de que yo había hecho el gol de cabeza! Estuve medio nervioso porque salí festejando con el puño izquierdo cerrado y mirando de reojo a ver qué hacían los jueces. ¡Mirá si el árbitro se agarraba de eso y sospechaba! Por suerte ni se enteró. A esa altura, todos los ingleses protestaban y Valdano me hacía así, ¡ssshhh!, con el dedo en la boca, como si fuera una enfermera en un hospital. Él me había dado el pase: habíamos tirado una pared, lo apuraron, me devolvió un ladrillo, porque otra no le quedaba, y yo salté, salté con el arquero y el puño arriba, pero detrás de la cabeza… Golazo, golazo, a llorar a la iglesia. Como le contesté a un periodista inglés, de la BBC, un año después: Fue un gol totalmente legítimo, porque lo validó el árbitro. Y yo no soy quién para dudar de la honestidad de un árbitro». Diego le da el mérito del pase a Valdano, pero conforme a su autocrítica, Valdano no acertó ni un pase en ese partido. La pelota le cayó a Maradona por un rechazo hacia atrás del volante inglés Steve Hodge.

Las protestas de los jugadores británicos duraron poco. Después del partido se quejaron ante la prensa, pero con el tiempo, en una actitud muy british, la mayoría aceptó el gol que más tarde Diego diría que fue con la mano de Dios. Pero no todos. Shilton, el principal damnificado, sigue diciendo hasta hoy que no le daría la mano a Maradona: «Un arquero que saca el balón de dentro del arco cuando cruzó la línea también está haciendo trampa —le dijo Shilton al diario As de España en 2012—. Lo único que me molestó es que Maradona nunca se disculpara. Al final de los partidos, si algo se hizo mal, entre los futbolistas nos lo decimos y pedimos perdón. Él nunca lo hizo, en cambio lo celebró. Su acción fue un acto reflejo, pero su reacción desde ese momento no fue la correcta. Es el mejor jugador contra el que jugué, pero no le daría la mano si nos encontramos».

La mano de Dios como sinónimo de trampa pierde terreno para Ezequiel Fernández Moores: «De ninguna manera puedo comparar la mano de Dios con episodios de Italia 90, como el bidón de Branco. Lo que le hicieron a Branco en el Mundial 90, fue algo planificado. La mano de Dios no es algo palanificado porque el instinto no se planifica. Y esa jugada es puro instinto. Mirá si Maradona va a planificar que va a tener justo ese salto con Shilton, y todo lo demás». El periodista, que cubrió el Mundial de México como free lance para varios medios argentinos, se tomó el trabajo de buscar ejemplos similares, en los que los protagonistas eran ingleses: «Una vez me tocó ir a una conferencia a Inglaterra, sobre deporte y ética. Y dije “ya que esto es en Inglaterra les voy a hablar sobre la mano de Dios”. Y hallé actitudes en las que los ingleses, esos gentlemen que practican el fairplay, terminan siendo deportistas como cualquier otro que quiere ganar. El más claro ejemplo fue el Mundial del 66, esa final que ganan con un gol en el que la pelota no cruzó la línea (se refiere al gol de Geoff Hurst que el árbitro suizo Gottfired Dienst convalidó, en la final en la que Inglaterra se impuso 4 a 2 a Alemania). Pero después encontré otras situaciones. Por ejemplo: Lineker también intentó una mano de Dios, contra Holanda en Italia 90, pero se la vieron y anularon el gol. Claro, el inglés no tenía la misma picardía que usaban en Fiorito. Una vez hablando con un británico, recordábamos esa corrida tremenda de Michael Owen en diagonal, en Francia 98, en la que lo cruzó creo que Ayala. Owen se tiró a la pileta y cobraron penal. ¿Y acá dijimos que Owen era el representante de los piratas, de la villanía inglesa, de la codicia de Francis Drake y compañía? No, no dijimos todo eso. Lo consideramos como una acción natural del fútbol. De una picardía. Y no quiero ser peyorativo hacia la palabra picardía. El fútbol es un juego de pícaros. Si alguien no entiende eso no entiende el fútbol».

El primer gol de Maradona a Inglaterra en México 86, divino, polémico, mezcla de picardía y de engaño, sirvió además para que el escritor uruguayo Mario Benedetti saliera de su agnosticismo: «Aquel gol que le hizo Maradona a los ingleses con la ayuda de la mano divina es, por ahora, la única prueba fiable de la existencia de Dios».

«Los dos goles se parecen tanto a la Argentina que no nos podemos sentir culpables. Nosotros somos así, el potrero es así. El potrero no aplaude al honesto, aplaude al atrevido y aplaude al pícaro y aplaude a aquel que se sabe aprovechar de todo, incluido del reglamento. Y luego aplaude el virtuosismo. Por lo tanto, Diego fue capaz de abarcarlo todo en dos jugadas. Difícilmente encontremos más argentinidad en otro partido que en ese». Jorge Valdano le ha dado a la literatura futbolera muchísimo contenido, pero este testimonio tiene una contundencia impactante. Define seguramente por qué el ser argentino futbolístico se puede resumir en ese partido. En ese Maradona. En esos dos goles. Tan opuestos y tan maravillosos.

Si había quedado algún resabio de inquietud por el embustero tanto con la mano, cuatro minutos más tarde Diego Armando Maradona pondría punto final a la discusión. Sobre ese partido, sobre el mundial y sobre quién era el nuevo rey del fútbol. Y llegaría a los oyentes argentinos un relato que se convertiría en plegaria, en mantra, casi en un nuevo preámbulo constitucional, para ser recitado de memoria y con el corazón en la garganta: «Ahí la tiene Maradona; lo marcan dos, pisa la pelota Maradona. Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial, y deja el tercero ¡y va a tocar para Burruchaga! Siempre Maradona… ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… ¡Goooooolll!! ¡Goooooolll! ¡Quiero llorar! ¡Dios santo! ¡Viva el fútbol! ¡Golaazo! ¡Diegoooool! ¡Maradooona! ¡Es para llorar, perdónenme! Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos, barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste? para dejar en el camino tanto inglés, para que el país sea un puño apretado, gritando por Argentina… Argentina dos, Inglaterra cero. ¡Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona! Gracias Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este… Argentina dos; Inglaterra cero».

«Hasta antes del 21 de junio de 1986, Maradona era un crack, un excelente jugador. Pero no era todavía el padre de la patria», dice Ezequiel Fernández Moores, como intentando resumir lo que significaron esos 240 segundos entre el primero y el segundo gol de Maradona. Esa producción cerró cualquier polémica, independientemente de lo que pasó luego, entre el minuto 55 y el 90.

Porque pasaron cosas. Pasó el descuento de Gary Lineker, a 9 del final, que solo sirvió para que el delantero inglés sumara su sexto gol y se volviera inalcanzable en la tabla de goleadores.

Pasó una doble pared entre Maradona y Tapia, que el Chino definió con un derechazo que se estrelló en el palo derecho de Shilton, un minuto después del gol de Lineker.

Pasó el momento maradoniano de Olarticoechea: la nuca de Dios: «Había entrado para ellos el negrito, Barnes, que nos volvió locos. Ya había desbordado al Gringo Giusti y mandado el centro en el gol de Lineker. Y faltando menos de 4 minutos, volvió a escaparse por la izquierda, lo marcaba el Negro Enrique e igual sacó el centro. Un centro raro porque subió, pasó a Pumpido y bajó en el segundo palo, por donde entraba solo, sobre la línea casi, otra vez Lineker para empujarla. Pero llegué antes, me tiré y sentí que la pelota me pegó en la nuca, hice el gesto para sacarla, con la cabeza, pero no la vi más a la pelota hasta que caí dentro del arco, con Lineker tirándose encima de mí. Ahí vi que estaba afuera. Por eso yo la bauticé la nuca de Dios, estuvo Dios ahí».

Pasó también que el árbitro tunecino Ali Bennaceur pitó el final y Argentina se metió entre los cuatro mejores del mundo, con el mejor del mundo.

Los goles de ese partido fueron repetidos, remasterizados, hechos cuento, hechos libro, e incluso parodiados en el cine. La comedia inglesa Mike Bassett: England Manager (2001) relata la historia de un técnico mediocre (Ricky Tomlison) que sin saber muy bien por qué, es puesto al frente del seleccionado británico antes de un supuesto mundial que se juega en Brasil en 2002. No le va del todo bien, pero en un cruce le toca enfrentar a Argentina y termina ganando con un gol de Kevin Tonkinson (Dean Lennox Kelly), que es una mezcla de los dos goles que le hizo el padre de Dalma y Giannina a Inglaterra en el Mundial 86. Arranca en mitad de cancha pisándola entre dos rivales y dejando oponentes en el camino, hasta que ya en el área, saca un derechazo (no encontraron un actor zurdo, una pena) que revienta el travesaño, y en el rebote alto, Tonkinson, ante la salida del arquero, mete el puño y convierte el 1 a 0 final. Los jugadores argentinos protestan igual que los ingleses con la mano de Dios, y el goleador se excede un poco en el festejo: se saca camiseta, pantalones y calzoncillos y queda desnudo, solo con las medias y los botines puestos.

«A medida que han ido avanzando los años, aquellos que jugamos hemos entendido hasta qué punto aquel partido resultaba relevante para el aficionado medio —retoma el mando del relato quién sino Jorge Valdano—. Era una especie de venganza. Era decirle “con bombarderos cualquiera, vamos a ver ahora sin bombarderos. Sin bombarderos, ganamos nosotros”. O mejor dicho “sin bombarderos, ganó Maradona” porque la verdad que esa obra fue muy personal y eso lo convirtió en un prócer inmediatamente. Podría haber regresado a Argentina en un caballo blanco como San Martín y la gente lo hubiera aplaudido, lo hubiera aclamado. No como un futbolista sino como un referente político, militar, social, como queramos llamarlo pero desde luego que trascendía a lo estrictamente futbolístico. Creo que ese Mundial colocó a Diego en la condición de héroe. Fue el primer héroe futbolero. Digamos que desde ese momento el futbolista empieza a representar otra cosa en el mundo del fútbol. Yo creo que acertó FIFA cuando tituló su película sobre el Mundial como «Héroes». En realidad, no tendría que haber puesto la «s» final porque Diego, desde ese punto de vista, fue un pionero». En realidad, la FIFA acertó, porque el título original, y puesto por los ingleses, es “Hero”.

El 22 de junio de 1986 fue el día en el que Maradona usó todas sus manos, las manos que son manos y las manos de sus pies, para meter dos goles que, por distintas razones y por un solo objetivo, golpearon las puertas del corazón de la gente. Seguramente por eso, miles decidieron que nunca más lo iban a dejar de querer.

Y Valdano acierta otra vez: «Es muy difícil ser más feliz de lo que fue Maradona en el Mundial del 86. Es muy difícil entrar a una cancha, saber que el mundo te está mirando y tener esa sensación de superioridad».