Cualquiera que alguna vez eligió un capitán a conciencia sabe que esa no es una decisión más. También lo sabía Carlos Bilardo, cuya determinación fundacional como entrenador de la Selección, en 1983, apenas asumió, fue la de envolver el bíceps izquierdo de Diego Maradona con el más importante de los brazaletes argentinos.

Quitarle la cinta a Daniel Passarella no fue sencillo. Despojar de ese símbolo al jugador al que todos respetaban, al capitán campeón del mundo del 78, en un país en el que la devoción por los líderes siempre personalísimos marca el ritmo, fue una decisión de las más complejas y arriesgadas que le tocaron a Carlos Bilardo en su carrera como entrenador. Porque no se trataba de un cambio por rendimiento o por pérdida de liderazgo. O por ausencia, como había sido el traspaso anterior. Y Passarella recuerda bien esa diferencia. El 6 de River, de una zurda potentísima y un cabezazo letal, había sido elegido para ocupar el sitial dejado por un capitán que se alejaba por resolución propia: «Jorge Carrascosa nunca dijo por qué se fue de la Selección. Todos suponen, pero nunca dijo por qué se fue de la Selección».

Es verdad, el Lobo Carrascosa, campeón con Central en 1971 y con Huracán en el 73, jugó siete años en la Selección argentina, y en ese momento, sin diarios deportivos, sin canales con 24 horas de fútbol, la decisión de abandonar el equipo del que era además su capitán, sorprendió, pero no generó polémicas. Hubo ruido, preguntas sin respuesta, y rápidamente se pasó la página. Más tarde, sí, llegaron las especulaciones.

El 24 de marzo de 1976, mientras Isabel Martínez de Perón dejaba la Casa Rosada para que la Junta Militar tomara el poder en Argentina, otra Argentina, la de camiseta a bastones celestes y blancos, la de pantalón corto a pesar del frío, la de botines negros, asomaba por el túnel del estadio Slaski, en Chorzow, Polonia, para jugar un amistoso contra el equipo local, tercero en el mundial de Alemania 74. Las imágenes de la transmisión del partido, victoria 2 a 1 para el equipo de Menotti (goles de Héctor Scotta y René Houseman), fueron las únicas que interrumpieron el monólogo de comunicados oficiales de tono castrense. Muchos creen que ese fue el último partido en el seleccionado de un Carrascosa enojado con la situación política del país, que no quería jugar un mundial en esas condiciones. Pero no. Estuvo lejos de ser el último. Fue apenas su segundo como capitán del equipo que integraba desde 1970. El primero como líder del grupo, con insignia en el brazo, había sido el del inicio de esa misma gira por Europa, el del mítico 1-0 contra la Unión Soviética, en Kiev, bajo la nieve, y con un protagonista destacado: Hugo Gatti invulnerable, emponchado y con pantalón largo y gorro de lana con pompón que parecía tejido por una abuela.

Solo pasaron 20 partidos y 17 meses en los que Jorge Carrascosa fue el capitán de la Selección argentina. Y a pesar de haberse convertido en un referente natural en el plantel, el Lobo se marchó. Se sentía asqueado por los manejos mafiosos en el fútbol, los partidos arreglados, los árbitros sospechados, el doping y la violencia creciente. «No fui un héroe —le dijo Carrascosa a Laura Vilche, en una nota publicada por el suplemento «Ovación», del diario La Capital de Rosario, en marzo de 2016—. Solo he tratado de ser coherente con lo que pensaba y sentía. A muchos familiares y amigos les costó entender por qué dije no. Y no fue una sola cosa. El fútbol no es la vida ni la patria ni la bandera ni los amigos ni la madre. El fútbol es un deporte en el que se debe ganar o perder con dignidad». Carrascosa dijo basta. Lo dijo y enseguida se llamó a silencio. Solo con el paso del tiempo empezó a dar pistas para armar un rompecabezas de razones. Pero Passarella está en lo cierto, nunca les dijo a sus compañeros, ni a nadie, por qué se iba del equipo en el que todos querían estar.

A principios de 1978, César Luis Menotti citó a los jugadores de la Selección en la AFA y lo anunció sin vueltas: «Hemos estado hablando y decidimos que el nuevo capitán sea Daniel Passarella».

«No lo esperaba, porque había algunos jugadores que eran más grandes que yo». Passarella se sorprendió porque el grupo intuía que el Flaco iba a decidir al sucesor de Carrascosa por antigüedad y personalidad, y Américo Rubén Gallego parecía el depositario principal de esas dos condiciones. De hecho, el Tolo se los hacía saber a los nuevos: «Acá, nene, hay que respetar la antigüedad», y hacía tres toquecitos con dos dedos sobre unos galones imaginarios en su hombro derecho.

Daniel Alberto Passarella, el único argentino que ganó dos mundiales de fútbol, nació en Chacabuco en 1953, el día más patrio de todos los días patrios, el 25 de mayo. Y fue investido caballero de la Selección el 19 marzo de 1978, en el partido de ida contra Perú por la Copa Mariscal Castilla, que tuvo solo tres ediciones y consistía en encuentros de ida vuelta, en Lima y Buenos Aires, entre peruanos y argentinos. La noche del estreno de la capitanía, en cancha de Boca, a Passarella no le fue del todo bien. El rosarino nacionalizado peruano Ramón Quiroga, partícipe luego también en el sospechoso 6-0 en el Mundial 78, le detuvo un penal al flamante Gran Capitán a los 15 minutos de comenzado el juego. Fillol salvó las papas cuando le atajó el suyo a Teófilo Cubillas a los 33, y finalmente Argentina ganó 2 a 1, con goles de René Houseman y Rubén Pagnanini (dos que serían campeones mundiales tres meses y medio más tarde). Los jugadores del Borussia Moenchengladbach, que jugarían la final de la Intercontinental contra el Boca del Toto Lorenzo en ese mismo estadio, 48 horas después, vieron el partido, y su capitán y estrella Berti Vogts quedó maravillado con Ortiz, con Valencia y con Ardiles, pero no con Passarella.

De todos modos, el Kaiser sostenía una imagen de caudillo en River a pesar de sus 24 años, y con el correr de los amistosos sepultó aquel penal errado esa noche en La Bombonera, y se convirtió en una pieza irreemplazable del equipo nacional. Uno de esos jugadores que no se movían del 11 inicial y cuya ausencia eventual generaba intranquilidad. Su figura creció exponencialmente cuando ganó la Copa del Mundo en 1978, y siguió acrecentándose al participar de su segundo mundial, cuatro años más tarde, en España, en el que Argentina fue eliminada en cuartos de final. Passarella hizo dos goles en el 82 (contra El Salvador, de penal, y ante Italia), y jugó 12 partidos entre ambas copas del mundo. Todos como titular. Todos como capitán.

«Yo no le sacaba la capitanía a él sino que yo lo veía a Maradona como el gran jugador. No era sacar y poner al otro, a mí no me gustaba eso», concede Bilardo, seguro de aquella decisión que ya cumplió 33 años. Seguro, sí. Pero no dice que haya sido sencilla. El Narigón explica, cuándo no, con el replay a flor de labios: «Yo a Pasarella siempre lo respeté, lo respeté como un jugadorazo y como hombre también. Como hombre y como jugador siempre lo respeté. Y me parecía en ese momento que Maradona iba a ser crack. Que iba a ser crack a pesar de toda la contra que tenía. Vos, cualquier revista que leías, cualquier diario, era contra, contra, contra. Yo decía “¿cómo puede ser que no entiendan?” No entendían, no entendían. Y bueno, qué se le va a hacer. Y así fue».

¿Diego fue cuestionado? Sí, claro. Algunos medios le caían con todo al astro argentino recién vendido por Boca al Barsa. La revista Tal Cual, de Editorial Perfil, publicó una tapa lapidaria en su edición del 9 de julio de 1982, con la cara en primer plano de Maradona, unas lágrimas agregadas y el título «¡Tantos dólares al cuete! Maradona: La historia de un pibe que fue de oro y hoy es un fracaso». Y por si hiciera falta una piedra más para hundirlo, agregaba en otro sector de la misma portada: «No llores por mí, Barcelona. No fue la figura. No la “reventó”. Está triste. ¿Vendimos un paquete?», como si parte del pase del jugador le perteneciera a la revista, y se estuviese haciendo cargo de una posible devolución.

El periodista Mariano Hamilton recuerda las dudas que sobrevolaban sobre el 10. «Maradona estaba cuestionado, te diría casi como hoy ocurre con Messi. O sea, esto del mejor jugador del mundo en todos lados menos en la Selección, el mejor jugador del mundo pero no nos da un título, ocurría también con Maradona. Lo que pasa es que uno pierde perspectiva, los hinchas pierden perspectiva, y creen que Maradona siempre fue el Maradona brillante. Y no. Para analizar a un jugador tenés que tener una carrera completa».

Para Jorge Valdano, el traspaso de capitanía del 6 al 10 tuvo que ver con la personalidad de Bilardo: «Me dio la sensación de que se trataba de una especie de apuesta personal de Carlos. O sea, tenía tanta fe en el talento de Maradona que lo que quiso es hacerlo sentir dueño de la Selección, entregándole el brazalete. Lo que pasó fue que, bueno, eso desató otro tipo de conflicto».

Son muchos los que dicen haber visto a Los Cebollitas, el equipo de Maradona que en inferiores apabullaba rivales con la facilidad con la que Flash Gordon rompería el récord mundial en los 100 metros. Muchos. Pero la Argentina casi entera dice que el 20 de octubre de 1976 vio el caño que Diego le hizo al Coya Cabrera, el tucumano que jugaba en Talleres, y que tuvo la (in)feliz idea de intentar detener al pibito que debutaba en Argentinos Juniors. Hasta su fallecimiento en Salta por una neumonía, Juan Domingo Patricio Cabrera cargó el extraño gozo del humillado por Diego: «¡Cómo me voy a olvidar de ese caño! Es más: cada día estoy más orgulloso de haberlo recibido!», decía Cabrera, con la alegría de ser historia, más allá de su papel en ella. Cabrera fue encandilado por su victimario, en una especie de síndrome de Estocolmo maradoniano, que se repetiría más de una vez en la carrera del más famoso de los hijos de Doña Tota. Y el salteño no era un negado con los pies, un amateur, un gordo que jugaba porque llevaba la pelota. Para nada. Fue un volante de nivel, al que Menotti convocó a la Selección el 21 de marzo del 1979 para una gira, y que ese mismo año fue vendido al Bordeaux de Francia por 400 mil dólares. A ese le tiró el caño en la primera pelota que tocó en primera división Diego Armando Maradona, a diez días de cumplir 16 años.

Las crónicas dicen que el día del debut del chiquilín que soñaba a los 10 años con jugar un mundial, en la cancha que hoy lleva su nombre, había cerca de 8.000 almas. Pero año tras año se suman fieles y ya los números no cierran. Incluso gente que nació después dice haber estado. Otro milagro de credo al santo de Fiorito.

«Yo le di franco a todo el mundo en El Gráfico para el que quisiera ser testigo de algo que habría de tener enorme valor testimonial con el tiempo y por lo tanto no es recuperable. Eso era: ir a ver el debut de un fenómeno que se aproxima en el fútbol argentino, a la cancha de Argentinos Juniors». Es difícil saber si Ernesto Cherquis Bialo exagera el recuerdo. Al menos, sí se sabe, es el peaje que hay que pagar para conocer la historia de boca de alguien que estuvo el día que Diego Armando Maradona debutó en el estadio Diego Armando Maradona.

«“¿Quiénes quieren ir?” Todos. Y ahí fuimos, a la tribuna de Argentinos Juniors. Lo vimos debutar y lo reflejamos en El Gráfico». Y hay una foto que muestra a los periodistas de la redacción de la entonces revista deportiva más importante de habla hispana de América, de franco, en la cancha, para ver el debut de Diego. O sea, Cherquis no exagera. No tanto, al menos.

Horacio del Prado, redactor de la rival Goles en 1976, cuenta otra historia, para el libro de Lalo Zanoni, Vivir en los medios, que refleja la relación de Maradona con la prensa: «La nota del debut fue una pelea que yo le gané a Aldo Proietto, que en ese momento dirigía la revista. Más de un mes antes, Cyterszpiler me venía avisando que faltaba poco para el debut, que le diera bola al pibe, que prometía y que no me iba a arrepentir. Jorge le daba una manija impresionante a Diego con los periodistas. Proietto no quería darme páginas para ese partido, pero yo le insistí y al final me dejó escribir dos. Titulé la nota “El más junior de los Argentinos” y El Gráfico no hizo ninguna, solo pusieron el comentario del partido firmado por Onesime. Ellos no la supieron ver y eso, con los años, me dio un poco de orgullo».

No solo todos dicen haber estado ahí. Todos dicen haber sido casi los únicos. Como en una confrontación de hinchas para ver quién tiene más aguante. El efecto Maradona provocaba eso. Y aunque deslumbró enseguida y se adueñó de la camiseta número 10 del Bicho al segundo partido, Diego se quedó afuera de la lista de la Copa del Mundo de 1978. Luego, fue campeón y rey absoluto del mundial juvenil de Japón, en 1979, y en 1981 viajó de La Paternal a la Boca para ser de nuevo campeón, esta vez del Metropolitano. El 4 de junio de 1982, siete días antes apenas de que empezara un Mundial frustrante para Argentina, firmó con el Barcelona en un monto récord de casi 8 millones de dólares.

Con su título de nuevo técnico del seleccionado argentino cero kilómetro, casi sin rodar, Bilardo se lanzó a recorrer parte de Europa para sentar las bases de su colectivo de trabajo con un claro objetivo: México 86. Y para el Bilardo rígido, el de los sí-no-sí-no, el del pim, pum, pum, lo primero es lo primero. Y lo primero fue ungir a Maradona.

«Carlos fue muy claro en eso. A muchos… a todos nos dijo individual y grupalmente, que era “Maradona y diez más”, y a partir de ahí tomó la decisión de darle la cinta de capitán. Una muy buena decisión». Jorge Burruchaga reconoce el acierto del Narigón. Pero en 1983, cierta parte del periodismo en disputa con el entrenador le reprochó a Bilardo que saliera a decir que Maradona era el único titular. El Doctor los provocaba. Daba las primeras conferencias de prensa después de los partidos y cuando se iba decía: «Los dejo con el mejor jugador del mundo». «Los periodistas se calentaban —comenta Bilardo, serio—, porque ellos creían que no era así. Hasta que tuvieron que reconocerlo».

La gira por el Viejo Continente arrancó en Barcelona, y fue al único lugar al que el Narigón llegó solo, ya que en el resto del periplo lo acompañó José Luis Barrio, periodista de El Gráfico: «Bilardo se pagó esa gira, de su bolsillo, y eso hay que decirlo. El Gráfico lo llamó por teléfono, no sé si lo habrá llamado Vega Onesime, que era el director, y le preguntó si podía poner un periodista a acompañarlo. Y Bilardo dijo que sí. Pero él salió un día y yo salí al día siguiente. Nos encontramos en Madrid».

El sí rápido de Bilardo a la requisitoria de ser escoltado por «un chismoso, que estaba ahí para contar lo que pasaba», como se autodefinió Barrio, sigue causando sorpresa. «Compartimos todo menos la primera reunión con Maradona. Ese día le dijo a Diego que iba a ser el capitán de la Selección. Fue para eso. A decirle eso. En una decisión de él, que a lo largo del tiempo y con los resultados a la vista, fue muy adecuada».

Cuando Diego recibió a Bilardo en su casa de Barcelona, no estaba solo. Lo acompañaba su mamá, doña Tota, receptora de la devoción del argentino más venerado. Bilardo, Doña Tota y Diego. Y el Narigón arrancó: «Le empecé a decir y a dibujar en un papel cómo iba a jugar. “Vas a jugar acá, te van a marcar, vas a jugar acá, te van a marcar, vas a jugar acá”; todo como iba a hacer. Y cuando me fui le digo: “Bueno, no entendiste nada pero con el tiempo vas a ver que es fácil. Es fácil. Y te digo una cosa, vas a ser el capitán del equipo”». A Diego se le iluminó la cara. Como Passarella en su momento, no lo esperaba pero lo quería. Si hay una prenda que el Pelusa siente que le queda siempre bien, esa es la cinta de capitán. Tiene la convicción de que esa tela corta le combina con cualquier remera, traje italiano o tapado blanco de piel.

Bilardo dice que ese fue el día que conoció a Maradona. En 1983. Y que a eso de la una de la mañana le dio la noticia de que sería el líder de una Selección que iba a hacer historia. Aunque ellos todavía no lo sabían.

Maradona había sido notificado de que sería el capitán del seleccionado. Había que cerrar el círculo. Solo faltaba informarle a Passarella que él ya no lo sería, tras 8 años de liderazgo indiscutido.

«Fuimos a Florencia después de unos amagos muy cómicos —comienza a contar Barrio, y ya se le dibuja la media sonrisa—. Nos levantamos esa mañana y dice Bilardo “bueno, vamos a verlo a Passarella hoy”. Yo estaba ahí solo para dormir, almorzar, desayunar e ir adonde fuera él. Ansioso como era me dice: “Voy a sacar los pasajes”. Se va a la estación Termini de Roma, vuelve con los dos pasajes, el mío también. Dice “lo llamo para avisarle que vamos”. Llama y no contesta nadie en la casa de Passarella. “¿Y si no está?” Yo le decía: “Va a estar, vive ahí, está la mujer, la familia”. “No, si no está, no vamos a ir para allá. Voy a ir a devolver los pasajes”. Se agarra otro taxi, va a la estación terminal, devuelve los pasajes. Vuelve al hotel: “Pero lo tengo que ver hoy. Lo tengo que ver hoy si no se me atrasa todo. Voy a comprar los pasajes”». Barrio se detiene y tiene la necesidad de aclarar que todo lo que está contando es la pura verdad, que no exagera. «Se va y compra los pasajes otra vez. Vuelve y aunque nadie lo pueda creer, me dice “¿y si no está?” “Y si no está, Carlos, le digo lo mismo que hace una hora, tiene que volver”. Para colmo volvemos a llamar y otra vez Passarella no contesta. Es de no creer, pero dice “no, devuelvo los pasajes”. Devolvió los pasajes otra vez, y ya iban cuatro viajes de taxi. Regresa al hotel, ya era mediodía. “Y si no voy hoy se me enquilomba todo. Tirémonos el lance. Vamos, vamos”. Fuimos los dos a la estación terminal, sacamos los pasajes y nos fuimos a Florencia en tren, de ahí en taxi a la casa de Passarella y, obviamente, Passarella estaba y nos dice “ah, no atendí porque no estaba, recién llegamos, pero pasen”.

Al ratito de haber comenzado la reunión entre Passarella, Bilardo y el escriba de ocasión José Luis Barrio, llegó Daniel Bertoni, autor del último gol argentino en la final del 78, y compañero en la Fiorentina italiana del dueño de casa. Del que estaba a punto de dejar de ser El Gran Capitán en ejercicio.

Hubo una charla activa entre los cuatro. Hablaron de fútbol en general, de la Selección y del Mundial 82. Pero en un momento, Bilardo se detuvo y le pidió a Barrio que los dejara solos a los tres, un par de minutos. «Por supuesto le dije que sí y salí de la habitación. Y en esos dos minutos es cuando Bilardo le dice a Passarella, porque después me lo confirma, que quiere que sea el subcapitán de su Selección porque Maradona va a ser el capitán. Y Passarella acepta».

No se puede decir que Passarella no imaginaba esta decisión. Por ser hombre de Menotti, por sus ideas futbolísticas opuestas, incluso por afinidad personal. Cuestión de piel. Passarella intuía que algo así podía suceder. Y Barrio, que estuvo ahí, en Florencia, pero estuvo ahí mucho antes y mucho después, tomó el pulso de la situación y la interpretó: «Con respecto al clima que quedó después de esos minutos de intimidad entre Bilardo, Passarella y Bertoni, la verdad es que, o son unos actores extraordinarios o no noté en serio que se hubiera quebrado algo. Si hay algo que se puede afirmar de Passarella es que siempre ha tenido mucho amor por la camiseta argentina, y se sentía todavía muy bien físicamente. Claramente prefirió ser el subcapitán y no dejar la Selección».

Tampoco se puede decir que Passarella haya aceptado la decisión sin recelos. Aún hoy se siente el Gran Capitán. O al menos eso es lo que se lee en sus expresiones. Composición tema: El capitán. «Yo pienso que la cinta de capitán por ahí no quiere decir que no haya otra persona que pueda ser el capitán sin cinta. Por ejemplo, hay países que le dan la cinta de capitán a quien creen que tiene el carácter para manejar al grupo. Y en otros lugares le dan la cinta porque es el mejor jugador y no tiene el carácter para manejar el grupo. Los capitanes los eligen los jugadores, adentro de la cancha». Firma: alumno Daniel Alberto Passarella. O el Moncho de Chacabuco. O el campeón del mundo. Todos y cada uno en su tiempo pueden firmar esta declaración.

Mientras el mundo futbolero no salía de la sorpresa por la decisión de Bilardo, Argentina en la cancha comenzaba a dar sus primeros pasos con rendimientos que desconcertaban. Podía perder con China (como sucedió en enero de 1984, en la Copa Nehru, en India) o ganarle a Alemania (como en Dusseldorf, ocho meses más tarde). Más de un año después del inicio del nuevo ciclo, con el empate de visitante ante Chile, no había indicios de cuál era el verdadero equipo que modelaba el técnico.

Oscar Garré fue el jugador más resistido de la Selección de Bilardo. Lo llamaban Ciruja porque después de trabajar, y antes de ir a entrenar a las órdenes de Carlos Timoteo Griguol, se tiraba a dormir debajo de las tribunas de madera de la cancha de Ferro. Nadie creía que podía tener un lugar en el plantel nacional. Encima era lateral izquierdo, el puesto menos glamoroso en un equipo de fútbol. Nadie creía que llegaría al seleccionado. Ni siquiera él mismo: «Es cierto que con Ferro estábamos pasando un buen momento y salimos dos veces campeones entre el 82 y el 84. Pero, la verdad, nunca pensé que podía ser convocado». Era resistido Garré, tanto como el equipo del Narigón. Quizás por eso pueda hablar con la autoridad que le da saber de qué se trata, por partida doble: «Fueron etapas muy duras… Duras porque uno tampoco puede dejar de reconocer que no entrábamos en el paladar del hincha argentino. Sumale que la mayoría de los jugadores éramos de equipos chicos: de Estudiantes, de Gimnasia, de Rosario Central, de Ferro… La gente no se sentía identificada, todo eso llevaba a un clima más de crítica que de viento a favor. Yo fui uno de los que lo sufrí porque venía de un equipo chico. No estaba en River o en Boca, lo que te daba cierto respaldo. A mí me mataban».

«La Selección no daba pie con bola, sobre todo en las primeras épocas, porque convengamos en que había un poco de confusión —resume Ernesto Cherquis Bialo—. Todo cambio trae confusión. Y no había una plena aceptación más que la aceptación patriarcal del liderazgo». Cherquis reconoce, hoy con el diario de varios lunes posteriores, que esa confusión existía, pero que había un camino. «Entonces se va produciendo con Bilardo una gran problemática que es la de que estamos revolucionando el fútbol, estamos cambiando cosas del fútbol y a lo mejor didácticamente no lo estamos haciendo con la claridad absoluta. Convocar 11, 15, 18 tipos en un departamento para tenerlos cuatro horas viendo videos era una cosa que los jugadores aguantaban solo porque querían jugar en la Selección nacional y no porque estaban encolumnados ideológicamente detrás del líder».

Algunos aguantaban, sí. Pero no todos. Julio Jorge Olarticoechea no tuvo tanta paciencia. Para el Vasco de Saladillo las cosas son simples. Y las cosas complejas le hacen saltar la vasquitud. «Yo renuncié en el 84. Me enojé con él. Es como que era tan exigente que llegó un momento que no aguanté más. Comerme doble turno muchas veces y toda la exigencia que tenía, encima no me tenía en cuenta para jugar. Renuncié a mitad del 84. Y te aseguro que fue un alivio porque una cosa es decirlo y otra es vivir el día a día, cada entrenamiento, horas y horas; y horas y horas de videos. Te saturaba».

«Hoy uno es entrenador —admite Burruchaga—, y yo digo que la repetición es automatizar, ya sea un movimiento táctico, una pegada, un rechazo, un trabajo en defensa. Yo creo que la repetición es lo que te automatiza el ejercicio que vos estás buscando». Burru inicia una defensa del asunto que Olarticoechea y tantos otros atacan. Pero es solo un inicio. Claudica casi al ratito: «Pero indudablemente que en eso, Carlos era muy cargoso, muy cargoso».

El Vasco, además, era uno de los que estaban en la otra vereda futbolística, y eso seguramente lo condicionó. «En la primera convocatoria con Bilardo en el 83, había mucha ansiedad en todos, sobre todo en los que veníamos en el proceso de Menotti. Tomaba las riendas un técnico que era totalmente distinto y teníamos dudas si los que habíamos estado en el Mundial 82 íbamos a estar convocados. Creo que fuimos 5 nada más que repetimos la última convocatoria de Menotti con la primera de Bilardo en ese momento».

La gira que realizó la Selección entre el 24 de agosto y el 18 de septiembre de 1984 fue el ejemplo más claro de lo que había sido y sería luego, al menos hasta el mundial, el equipo de Bilardo. En solo 25 días Argentina tuvo altibajos muy marcados: empezó pésimo en Colombia, pasó por momentos sublimes en sus tres partidos en Europa, y volvió a bajar un poco el nivel en el cierre, en México.

«Fue una serie de partidos que arrancó muy mal en Colombia, muy mal. Terminamos con ocho jugadores, con una tapa nefasta de El Gráfico, que decía “desastre” o algo así. Y fuimos a esa gira con muchos problemas», reconoce Burruchaga, que fue titular en los cinco partidos del periplo y solo no jugó el último minuto del último partido contra los mexicanos (1-1), en el cierre, en el que hizo el único gol argentino. En realidad, en la tapa de El Gráfico del 28 de agosto se lee «Selección Nacional: Fue un bochorno», y se ilustra con una foto de Ricardo Gareca, de espaldas, intentando entrar al túnel, entre policías colombianos con escudos y cascos. Esa edición, la 3.386 de la revista, traía el relato de otro bochorno: el 9 a 1 del Barcelona de Bernd Schuster, en el Camp Nou, contra el Boca de Gatti, Mouzo, Krasouski y Abdeneve, dirigido por el brasileño Dino Sani. Argentina perdió 1 a 0 (gol de Miguel Ángel Prince a los 12 minutos del primer tiempo), pero perdió algo más que el partido. Perdió el juego y la compostura: Ricardo Giusti a los 14 del segundo tiempo, y Trossero y Gareca a los 44, se fueron expulsados por el ecuatoriano Elías Giácome Guerrero, el primer árbitro ecuatoriano en dirigir en un Mundial. Un match atípico, incluso por la vestimenta inusual del local: Colombia, habituado a utilizar camiseta amarilla o azul (ahora también roja), utilizó una anaranjada con la bandera de tres colores cruzándole el pecho desde el hombro derecho a la cintura.

Pero la historia cambió al cruzar el océano. La Selección mostró otra cara en los tres partidos en Europa: 2 a 0 a Suiza, en Berna; 2 a 0 a Bélgica, en Bruselas, y un extraordinario 3 a 1 a Alemania, en Dusseldorf. Ricardo Bochini tiene el recuerdo a mano: «Cuando empecé con Bilardo en la Selección, en el año 84, no cambié mucho mi juego, porque yo siempre estaba en contacto con la pelota, tenía jugadores al lado como Trobbiani, Ponce, Burruchaga, que los cuatro teníamos buena técnica y nos juntábamos. Siempre llegábamos con mucha gente al arco rival».

El Bocha también marca la diferencia del tramo europeo con el comienzo en tierra cafetera: «No empezamos muy bien en Colombia, pero después fuimos a Suiza, Bélgica, Alemania y México y ahí jugamos grandes partidos, y creo que fue donde empezó la época que se pensaba que Argentina podía ser campeón del Mundo. Porque me acuerdo que cuando le ganamos a Alemania 3 a 1, Franz Beckenbauer, que había asumido como DT hacía poco, dijo: “Este va a ser el próximo campeón mundial, porque si juega de esta manera y todavía le falta Maradona, va a ser un equipo muy difícil”».

¿Puede un equipo ser un bochorno y tres partidos después convertirse en candidato a campeón del mundo? Puede. Bochini no suele exagerar. Tampoco exagera al hacer memoria sobre ese partido contra los alemanes. Fue la primera prueba real del famoso 3-5-2 de Bilardo en la Selección. Hasta entonces, siempre habían sido cuatro defensores, con dos laterales definidos (Garré, Clausen, Camino, incluso Eduardo Omar Saporiti fue a la gira y jugó contra Colombia) y dos centrales (Ruggeri, Trossero, Brown o Agüero). Pero contra los germanos, el Doctor paró a Pumpido; Brown, Trossero y Garré; Giusti, Trobbiani, Russo, Ponce y Bochini; Burruchaga y Gareca. Y le dio increíbles resultados. Fue un paseo de Argentina, al que hoy calificarían como «con mucho volumen de juego» y precisión en la salida rápida. ¿Bilardo puso tres 10 juntos? Sí, Bochini, Ponce y Trobbiani. Fue el día de un recordado «no gol» de Bocha. El máximo ídolo de la historia de Independiente tomó la pelota en la mitad de cancha, eludió a un rival y sacó un derechazo alto que se metía, pero que Harald Schumacher, luego de correr hacia atrás y de volar, alcanzó a despejar por encima del travesaño, luego de una estirada tan memorable como el sablazo del maestro desde 50 metros.

Los goles de ese partido son una muestra de la movilidad del equipo, en el que es recordado como el mejor partido de la era Bilardo antes del Mundial. Gareca participó en todos. En el primero, un magistral tiro libre del Bocha Ponce al ángulo de Schumacher (la televisión alemana se lo dio primero a Trobbiani, y luego corrigió el error con otro más grosero: dijo que había sido Garré), por una falta al Tigre en la puerta del área grande. En el segundo, tirado varios metros atrás, el Tigre habilitó hacia la derecha para un centro que el mismo Ponce conectó sutilmente de zurda al palo más lejano del arquero. Y en el tercero, Gareca apareció por izquierda, desbordó y mandó el centro al segundo palo para un gol que habría sido de Burruchaga, pero que en las estadísticas figura de Falkenmayer, quien, al intentar despegar, la metió en contra. El descuento sería un clásico alemán, que a Bilardo lo tuvo a mal traer en todo su ciclo en el seleccionado, y que era algo que no podía admitir en sus equipos: Ditmar Jakobs, de cabeza, en pelota parada.

Ya daba vueltas una esperanza. Todos sabían que la historia había que escribirla con Maradona. Y con Valdano. Y con Passarella. De los pocos argentinos que jugaban en el exterior. Sin embargo, entre 1983 y 1984, la Selección jugó 20 partidos. ¿Maradona?, ¿Valdano?, ¿Passarella? Ninguno estuvo.

Diego recién debutó en el seleccionado de Bilardo el 9 de mayo de 1985, en un amistoso que terminó 1 a 1 en el Monumental, contra Paraguay. Ese día, más de dos años después de que el Doctor le dijera que iba a ser el capitán del equipo más amado del país, Maradona se puso la cinta por primera vez y se anotó con el único gol argentino. También fue la presentación oficial de Passarella con el Narigón. El último partido de Maradona y Passarella con Argentina había sido el ominoso 1-3 ante Brasil, en el estadio de Sarriá, en Barcelona, el del adiós en el Mundial 82.

Valdano, en cambio, arrancó el nuevo ciclo dos semanas más tarde. El filósofo del fútbol, que compartía la delantera del Real Madrid con el español Emilio Butragueño, tenía que jugar la final de la Copa de la UEFA ante el Videoton de Hungría. El santafesino hizo un gol en el 3 a 0 de la ida, el 8 de mayo en la impronunciable ciudad húngara de Székesfehérvár. En la vuelta, el 22, en el Bernabeu, ganaron los magiares 1 a 0, pero no les alcanzó para sacarle el título a los Merengues. Por eso Valdano se retrasó, porque venía de ser campeón de una copa internacional con el Real.

Bilardo le dio descanso, y el delantero entró al grupo ya para jugar el primer partido de las eliminatorias hacia México 86, contra Venezuela, de visitante. Unas eliminatorias muy distintas a las de ahora. Había tres grupos: el 1, único con cuatro equipos, lo tenía a Argentina como protagonista, junto a Perú, Colombia y Venezuela. En el 2 estaban Uruguay, Chile y Ecuador; y en el 3, Brasil, Paraguay y Bolivia (que fue local en sus dos partidos en Santa Cruz de la Sierra y no en la altura de La Paz, adonde siempre sacó ventaja). Se jugó durante más de un mes, en el caso del Grupo 1, entre el 26 de mayo y el 30 de junio, y solo los ganadores de cada zona obtenían su pasaje directo al Mundial. Luego, un cuadrangular por eliminación directa, a partido de ida y vuelta, entre los equipos con mejor promedio de victorias de todos los participantes (no por puntos porque en el grupo de Argentina cada equipo tenía dos partidos más) definía la cuarta plaza.

Para el debut contra los venezolanos estaban todos. No había excusas. Pero era evidente una cosa: Passarella, el que se sumaba a la Selección, y Bilardo, el que la conducía, no sintonizaban. Y el ruido en la sintonía tenía algo de lógica. El equipo que encaraba las eliminatorias era la suma de dos grupos nítidos. De un lado se ubicaban los alineados con las ideas de Menotti, del otro, los que expresaban la construcción más genuina de Bilardo. Había un objetivo compartido y el capital de contar con Diego Maradona. Pero también se trataba de marcar la cancha de entrada.

«El primer partido de la eliminatoria se juega en San Cristóbal, cerca de la frontera de Venezuela con Colombia, del lado venezolano». Carlos Polimeni, que en 1985 era el jefe de Deportes de la agencia Noticias Argentinas, no duda ni un instante para relatar lo que fue un hito en el camino de la Selección hacia México, pero por lo que pasó antes del juego. «En el último entrenamiento, a la hora de repartir las camisetas, a Passarella, el símbolo del equipo campeón del mundo, el capitán hasta entonces de la Selección argentina durante toda la era Menotti, lo pone de suplente. Y Passarella juega el último entrenamiento de suplente y se convence a sí mismo de que Bilardo no lo va a poner en el primer partido. Entonces ocurre que, en San Cristóbal, sin testigos, Passarella lo aborda a Bilardo y le dice:

—Mirá, Carlos, se terminó si no me vas a poner…

—No, pero no lo tomes así, era un entrenamiento.

—No, ya sé que vos no me querés. Yo voy a citar una conferencia de prensa y voy a decir que tengo problemas familiares y me vuelvo a Italia. No vengo para ser suplente en tu Selección.

—No, no podés hacer eso.

—Sí, puedo. ¿Cómo que no? Y lo voy a hacer.

—Esperá, vamos a hacer un entrenamiento más, quedate tranquilo.

En la siguiente práctica lo pone de titular y Passarella no solo que juega bien sino que es titular en todo ese proceso de eliminatorias. A mí la historia me la confirmó el propio Passarella poco tiempo después. Y Passarella me dijo en aquel momento, han pasado 30 años, puedo revelar el secreto: “sí, hacela pública, nunca digas que yo te la confirmé”».

Una eliminatoria no es una circunstancia así nomás. Todo el tiempo hay mezclas de nervios con nacionalismos, búsquedas de fútbol y de alivio. Y en el medio, los golpes. Golpes y encima la formación de una identidad futbolera que tardó en llegar.

El clima para los visitantes, en cualquier sede en esas eliminatorias, era espeso, violento. «Nosotros, cuando jugamos en Venezuela, no me olvido más, uno le pegó una patada a Diego. Uno que estaba ahí, de la gente», comenta Garré sobre un hecho que el diario La Nación corrobora en una nota por el cumpleaños 50 de Maradona, y al que le agrega un detalle: «Al llegar a Venezuela, un aficionado lo agrede con un puntapié y le lesiona la rodilla izquierda, molestia que Diego arrastraría durante el resto de su carrera». La molestia habrá llegado a ser intensa mucho después, porque en ese encuentro, que Argentina ganó 3 a 2, Maradona se despachó con dos goles, uno de tiro libre y otro de cabeza. El restante lo hizo Passarella, también de tiro libre. La victoria fue importante para arrancar ganando, pero la Selección no jugó bien, ante el peor rival del grupo. Y de nuevo le convirtieron un gol de cabeza, de pelota parada. Y esta vez no habían sido los enormes alemanes.

En Colombia, un país mucho más futbolero que Venezuela, el clima se enrareció aún más. «Carlos nos puso en un hotel en el último piso porque te tocaban bocina hasta las dos, tres de la mañana y no te dejaban dormir —dice Garré—. Cuando llegamos al estadio El Campin, en Bogotá, nos tiraban piedras, pilas, de todo. Después, dentro de la cancha somos 11 contra 11 pero todo lo que era afuera se vivía con mucha presión».

Pedro Pablo Pasculli también habla de la presión, pero pronuncia «pretzion». Porque a pesar de haber nacido en Santa Fe y de haber marcado 87 goles en 203 partidos en el mejor Argentinos de la historia, se afincó en Italia en el 85, cuando fue vendido al Lecce, poco después de aquellas eliminatorias, y ahora parece un Settimio Aloisio, el representante italiano top de los años 80 —tenía a Claudio Caniggia y Gabriel Batistuta, entro otros—, pero calvo. Y la «pretzion» a Pedro Pablo Pasculli (se lo llama así, con los dos nombres o PPP) no lo amedrenta. Ni ahora ni antes: «Yo era muy joven, pero tenía la experiencia de los partidos que había hecho en Argentinos, había marcado muchísimos goles. Y tenía delante a un jugadorazo que era Gareca, el presunto titular, digamos. Y bueno, Pachamé, que era el colaborador de Carlos, me dice “Ojo, Pascu, a lo mejor vas a jugar de titular, ¿no tenés miedo?”, “no, no, Pacha, ¿qué voy a tener miedo? Tengo unas ganas de jugar locas. Para mí sería una cosa lindísima”». Resulta divertido escuchar tanta argentinidad a través de la construcción gramática y el acento italiano de Pasculli: «Era dificilísimo porque teníamos 60 mil colombianos en contra de nosotros, un ambiente caliente, impresionante. Ya veíamos a la gente cuando llegaba al estadio, era una cosa que te venía… cómo te puedo decir… la piel de gallina. Pero lindo para jugar, lindo. Y le dije a Pachamé: “Si me hace jugar de titular, decile a Carlos que me dé la número 9”. Le dije que si me daba la 9 a lo mejor me traía suerte, porque yo jugaba en Argentinos Juniors con la número 9 y me cansé de hacer goles ahí. Y fui titular con 9, hice dos goles fantásticos, lindísimos, lindos goles y ganamos 3 a 1».

Valdano lo tiene en la memoria como un encuentro duro, que dejó un par de anécdotas para el recuerdo: «es aquel partido donde le tiraron a Diego una naranja en un córner y él la paró con el empeine y empezó a hacer jueguito, hasta con el taco, y luego le pegó una patada de asno de manera que la naranja volvió a la tribuna, pero ya hecha pedazos. La gente no sabía si matarlo o aplaudirlo, porque el gesto técnico había sido totalmente fuera de lo común».

Para enfrentar a Colombia, Bilardo hizo dos modificaciones respecto del equipo que había ganado en Venezuela: entraron el Gringo Giusti y Trobbiani, por el Bocha Ponce y Gareca. Y algo cambió: «De esa eliminatoria yo siempre dije que fue el mejor partido que jugamos». Burruchaga argumenta con conocimiento de causa, porque había estado en 21 de los 24 partidos del ciclo del Narigón hasta ese momento, y jugó los 90 minutos en los seis partidos de esa clasificación. «Yo hice el tercero, de costado, pegándole al primer palo fuerte arriba. Pero técnicamente fue el mejor partido que hicimos, y desde lo técnico a nosotros nos costaba jugar bien. Y ese partido nos dio prácticamente media posibilidad de ya llegar al Mundial, porque ganar dos partidos de visitante no era fácil. Después, obvio, se complicó».

En esa eliminatoria los partidos eran cada 7 días. Argentina recibió en el Monumental a Venezuela el 9 de junio, y a Colombia el 16. Fueron dos victorias más sumadas a las iniciales, contra los mismos rivales, pero ahora en casa. En el 3 a 0 a Venezuela, la Selección bailó al ritmo de Maradona, al que Marcelo Araujo, relator de Canal 9, ya llamaba El Emperador, a pesar de que Diego aún no había confirmado su lugar en el Olimpo. El primer gol fue de Miguel Ángel Russo, a quien Araujo, como el periodista alemán un año antes en Düsseldorf, confunde con Garré. Si fuera por los relatores, el Ciruja tendría dos goles en la Selección (y no ninguno). El segundo fue de Clausen y el tercero de Maradona, curiosamente, otra vez de cabeza. El Maradooo, Maradooo, bajó de la popular del Monumental como un agradecimiento por lo que empezaba a entregar el capitán. Fue también el primer partido de Valdano titular en la Selección de Bilardo: «Yo tenía una tendinitis tremenda en el tendón de Aquiles y prácticamente, de partido a partido, tenía que estar en la cama. Recuerdo que venía Bilardo a las tres de la mañana y me ponía una pomada, que luego me enteré que era una que le ponían a los caballos cuando tienen lesiones de ese tipo. Y bueno, ciertamente me aliviaba». Con el ungüento equino a cuestas, Valdano, de cabeza, hizo el único gol en la victoria 1 a 0 sobre Colombia en cancha de River.

Cuatro jugados, cuatro ganados. Solo un punto en alguno de los siguientes dos partidos ante Perú, en Lima primero y en Buenos Aires después, y Argentina estaría en el Mundial.

Los momentos más calientes, más extremos y más angustiantes los vivió la Selección en esos dos partidos contra los peruanos, que buscaban al menos la clasificación para el repechaje sudamericano. Habían ganado sus dos partidos contra Venezuela y le habían robado apenas un punto como locales a Colombia en sus dos enfrentamientos. Estaban segundos, con 5 unidades, a tres de Argentina (cuando la victoria sumaba solo dos) y uno por encima de los cafeteros. Perú, uno de los países en los que más se quiere a los argentinos, estaba dispuesto a ganar, a como diera lugar.

Todos los relatos convergen en señalar la tensión que vivió el plantel apenas pisó Lima. Carlos Polimeni describe el clima enrarecido: «Era tremendo. Acababa de asumir Alan García, que era un presidente que había prometido no pagarle al Fondo Monetario Internacional, y con una agrupación armada como Sendero Luminoso muy activa. Y Sendero Luminoso decía que iba a secuestrar a Maradona. Entonces había un operativo de seguridad enorme, un quilombo en torno a Argentina…»

«La previa de ese partido fue traumática —recuerda Burruchaga—. Nosotros estábamos en un hotel en el centro de Lima. Llegamos creo tres, cuatro días antes y fue terrible el ambiente. Nos habían puesto gente adentro del hotel para que hicieran ruido, para que nos molestasen. Gente afuera todo el tiempo, no podíamos andar por ningún lado y el partido en sí fue bravísimo». Valdano hace su aporte aún asombrado por su propio relato: «Sí, sí. Lo recuerdo, un clima espeso y también recuerdo el juego periodístico. Lo de Sendero Luminoso era claramente una fantasía que pretendía agregarle tensión, nerviosismo al equipo. Y luego el marcaje a Maradona, una de las cosas más extravagantes que yo he visto en mi vida. Nunca he visto algo igual».

Roberto Challe confiaba en sonreír como otras veces frente a los argentinos. Le había pasado en las eliminatorias para el Mundial de México de 1970, y en cancha de Boca. Aquella vez, en 1969, jugó, ganó y dejó afuera al gran candidato. Esta vez le tocaba dirigir a la Selección de su país frente a Argentina, por coincidencias del destino, en unas eliminatorias que, de nuevo, conducían a México. Y tenía un plan. Y ese plan tenía un nombre y un apellido: Luis Alberto Reyna.

Hay gente que necesita una vida para entrar en la historia. Y hay otra gente a la que le alcanza un partido. A él le alcanzó con menos que eso: le alcanzó con una marca en un partido. No cualquier marca, desde luego. Pero Reyna cambió su vida y la de las eliminatorias porque marcó a Maradona. Acaso como nadie. «Roberto Challe me conversa y me dice que me iba a dar el trabajo de hacerle la marca personal a Maradona». Reyna habla al principio como de un partido más. Como quien cuenta un encargo de la esposa. Un «Luis, tenés que arreglar la canilla, que pierde hace una semana». Pero enseguida aclara que el encargo tenía su razón de ser: «Ojo que en esa época Argentina era Maradona. Lo que yo veía dentro del campo era que, vamos a suponer, Passarella agarraba la pelota y lo primero que hacía era mirarlo a Maradona. Calderón agarraba la pelota, lo primero que hacía era mirarlo a Maradona. Entonces, si no llegaba la pelota hasta Maradona, no había juego en Argentina. Por eso Roberto Challe estudió eso y dijo “vamos a hacerle marca personal”».

Pero lo de Reyna a Maradona no fue solo una marca personal. Fue un acecho, una jornada de caza, un acoso casi pornográfico. El peruano protagonizó una persecución tal sobre Diego, que si Liam Neeson la hubiera visto, ya habría comprado los derechos para filmar otro episodio de la saga Búsqueda implacable. El número 17 se pegó al 10 argentino, y no lo soltó ni cuando su propio equipo atacaba.

«Yo lo marqué a base del tacto —aclara el ex volante de Universitario y Sporting Cristal, como si fuera necesario—, porque yo estaba bien trabajado físicamente pero no tenía la velocidad de Maradona. Trataba de estar pegado en todo momento, y agarrarlo de parte de la cintura para que no tuviera un movimiento de desmarque y que sus compañeros no pudieran pasarle la pelota, cosa que se logró».

Pero más allá de la viscosa marca del peruano, muchos coinciden en que a Diego, ese día, le faltó el don que lo distinguía de los demás: la rebeldía. El mismo carcelero de esos 90 minutos en el Estadio Nacional de Lima se sorprendió: «Se dejó ganar muy rápido, no reaccionó, o sea, no fue el jugador que siempre veías, el que se molesta, el que saca la garra y va para adelante. Lo vi callado, en ningún momento reaccionó y eso me facilitó el trabajo». El periodista José Luis Barrio coincide, aunque en su reflexión aflora un meneo de cabeza. Un gesto como de pena: «Si bien la marca de Reyna fue pegajosa, insistente, molesta, en algún pasaje violenta, con bastante complicidad del árbitro, Diego estuvo lejos del Maradona rebelde, creativo, que se sacude el polvo de los pantaloncitos y sigue».

Burruchaga también apunta contra Reyna, que «se cansó de pegarle a Diego, se cansó de agarrarlo» pero reconoce que Argentina no jugó bien: «El resultado que nos convenía y que ya nos daba el paso, que era el empate, nos jugó un poco en contra. Nos jugó en contra eso y el clima dentro de la cancha. Fue el peor de toda la eliminatoria. Porque era cosa de mirar para todos lados y hasta la misma policía te quería pegar».

«Si a mí me hubiera pasado ahí, no sé, me trompeo», dice Reyna, ahora arrepentido, pero con la satisfacción del deber cumplido: «No me llena de orgullo. Solo hice un trabajo que se me encomendó en esa época, hice un trabajo porque quería defender a mi Selección pero, acá en Perú, no me gusta hablar mucho del tema de Maradona porque no estoy muy orgulloso de haber hecho ese trabajo».

Después de una doble tapada de Fillol, convirtió el Ciego Oblitas, un extraordinario y miope delantero de Universitario que una vez había perdido los lentes de contacto en un festejo. Y esta vez festejó, con lentes de contacto y todo, a los 8 minutos del primer tiempo el 1 a 0 que sería definitivo, y que le puso suspenso a la eliminatoria.

Al partido entre Perú y Argentina en Lima, los jugadores argentinos habían llegado sabiendo que un punto valía el pasaje al Mundial. Un punto, sí: solo un punto en dos partidos. Ahora quedaba uno solo. En la revancha, Argentina pasaba con el empate, pero cargaba con un peso más grande que el Monumental. Y a Bilardo, la cancha de River no le gustaba para la Selección. La veía fría, con la gente muy lejos: «Las canchas tienen que ser canchas de fútbol. A mí me decían “tiene pista atlética”, y “para qué la quiero la pista atlética”. “No, porque vamos a hacer cada seis meses una carrera, un maratón, y carreras de velocidad”, “y hacete un gimnasio, entonces, andá a otro lado, comprá 6 hectáreas y te hacés una pista de atletismo”».

Aunque quedara la posibilidad de un repechaje, todo lo que estaba en juego presagiaba gloria o drama. Y la función empezó con drama: el drama inicial de Franco Navarro.

A veces la memoria social es selectiva. De esa serie de partidos ida y vuelta se recuerdan la marca de Reyna a Maradona y la angustia por la clasificación. Pero de la patada de Julián Camino al delantero peruano, que duró en la cancha seis minutos, se dijo menos. Mucho menos. Se dice algo ahora, a la distancia. Como lo hace Garré: «Sí, fue una jugada realmente muy dura, que cada vez que nos juntamos con Julián le digo: “¿Te acordás de la patada que le pegaste al peruano?”, él me dice “sí, había que sacarlo de la cancha”. Pero se le fue un poquito…» Garré no se anima a finalizar la frase, porque no quiere terminar de señalar a su compañero, aunque por otro camino, de todos modos, lo deja al descubierto: «Aparte, le pegó arriba, y en esa época se jugaba con tampones de aluminio que te lastimaban. Entonces, en ese sentido fue bastante cuestionable esa jugada».

Cuestionable no es el calificativo que encuentra Fernando Signorini, preparador físico personal de Diego Maradona entre 1983 y 1991, para describir el planchazo de Camino a Franco Navarro: «Criminal. Sí, sí, sí. Fue como que salió del vestuario con la misión de sacarlo, porque este tipo era realmente una de las cartas más bravas que tenía Perú». Como si no estuviera jugando al fútbol sino tratando de romper maderas para sumar al fuego de un asado, así bajó Julián Camino su pierna derecha directamente contra la rodilla de Navarro. Y lo sacó de la cancha. Fractura de tibia y peroné. Ocho meses sin jugar. Un año más tarde, el peruano llegó a Independiente y los mismos protagonistas se reencontraron en un partido entre el Rojo y Estudiantes. Camino se acercó para disculparse, pero Navarro se ve que no aceptó y como venganza, le clavó cuatro goles al Pincha. Pero la verdad sea dicha, esa proeza, que lo llevó a la tapa de El Gráfico en la semana, no lo ayudó a volver al Monumental, a aquel domingo 30 de junio. La sanción del momento para el argentino fue leve: solo una tarjeta amarilla. Pero una pena mayor lo alcanzó luego: la inusitada violencia lo dejó a Camino sin mundial. Nadie lo quería en el equipo después de lo que había hecho. Fue su último partido en la Selección.

Bilardo no dice que mandó a la cancha a Julián Camino con la orden de sacar del partido a Navarro. Pero tampoco lo condena. Trata de buscar antecedentes, como los chicos, que hurgan en el pasado para ver si pueden justificar una falta con otra falta anterior de su oponente. Un “él empezó” pero entre adultos: «Sí, pero no. Ellos también tenían jugadores fuertes. Manera vino en camilla de Perú, con Estudiantes, también. Eso, son jugadas que son desgraciadas, que pasan». Bilardo habla de la década del 60.

Pero en la década del 80, en el partido que comenzó con la fractura de Navarro, Pasculli aprovechó que Diego se le fugó a Reyna e hizo un gol que pudo calmar a Argentina. Pudo, pero no. No era un día de calma. Velázquez y Barbadillo dieron vuelta la historia y Perú se puso 2 a 1. El Monumental era un temblor. Los recuerdos son distintos, y caen a borbotones: atajadas, cancha pesada, goles, presagios. Pero todos convergen en una misma sensación: Argentina parecía perdida.

«El Pato hizo un par de atajadas… Una que fue impresionante, creo que a Teófilo o a Uribe», dice Passarella. Mariano Hamilton, que cubrió ese partido para el diario Clarín desde la popular, confirma que fue contra Uribe la increíble tapada de Fillol, y agrega una más a Barbadillo. Signorini suma el factor campo de juego y una revelación: «En el 1 a 0 hubo tres jugadas en las que a la clasificación argentina la salvó el barro. Porque si ese día no hubiera estado la cancha pesada…Creo que fue Baylón que lo enfrentó a Fillol, hizo un amague y por ahí la pelota, que entraba, se quedó frenada y le permitió al Pato llegar. Pero en un momento recuerdo haberle dicho al periodista Guillermo Blanco: “si no nos salva Passarella no nos salva nadie”».

Hugo Santilli, ex presidente de River y vice de la AFA, vivió el partido en el palco del Monumental junto a Grondona, que se ve que aún no había registrado su frase del anillo. Ese día en el Monumental, parecía que no todo iba a pasar: «En el minuto 25, Julio empezó a sangrar de la nariz. Yo le dije a su secretario que lo acompañara hacia la parte médica, que yo me quedaba siguiendo el partido. Había tenido un golpe de presión».

Todos los jugadores recuerdan ese partido contra Perú como un calvario. Un vía crucis deportivo. Morir para resucitar. No a los tres días, sino a 9 minutos para el final del juego. «Era como esos sueños donde te persiguen y vos vas corriendo en cámara lenta y no sos capaz de encontrar tu ritmo de carrera, que las piernas son pesadas y te alcanzan. Bueno, así me sentí yo en aquel partido —dice Valdano—. Y así recuerdo la impotencia de alcanzar un resultado que nos resultara útil en medio de la tensión del Monumental».

Daniel Passarella comienza a hablar con la seguridad de que ese es el momento en el que puede exigir una reivindicación. Un resarcimiento por los malos tragos. Por haberle sacado la cinta, por haber intentado dejarlo fuera de las eliminatorias en el primer partido. Por haberlo hecho sentir que ya no era necesario. Y nunca fue tanto lo que Argentina necesitó de él: «No estaba el equipo nuestro adentro de la cancha. No había equipo. Empezamos a tirar centros y centros. Quedábamos afuera del Mundial. Y me acuerdo los últimos ocho, nueve minutos fueron tremendos. A mí me agarraban unos calambres impresionantes. Me levantó mucho la gente porque empezó a corear mi nombre y me levanté y seguí porque no podía más. Cuando la pelota se iba para adelante me elongaba la pierna con las manos porque los gemelos los tenía que no podía más».

El Tata Brown se calza los bifocales y mira en la tablet el video del gol de Passarella. Sigue la jugada y el audio del relato de Marcelo Araujo, desde que el peruano Olaechea despeja y le queda a Burruchaga, para mandar el ollazo del milagro. Entre el centro y el gol, Araujo solo dice siete palabras, tres de ellas son «Passarella». «Llegan Passarella y Valdano… Passarella, ¡Pasarellaaaaa! ¡¡¡Goooool!!!»

«No entraba más esa pelota…Dios mío», dice el Tata, que acaba de ver cómo el tipo al que reemplazaría en el Mundial, al que admiraba, pero que ahora lo tenía relegado al banco de suplentes, ese tipo, baja la pelota con el pecho, la adelanta y desde un ángulo bastante poco probable, saca un inusual derechazo que roza en la mano derecha del arquero Acasuzo, pega en el palo más lejano y comienza un derrotero interminable sobre la línea. «Qué bárbaro. Yo estaba en el banco de suplentes ahí, casi me morí. Nunca entraba la pelota. Y digo “la puta que lo parió, cómo puede ser que nunca entre”. Qué bárbaro». Y no se sabe si el “qué bárbaro” es para definir esa sensación de eterna incertidumbre o para definir a Passarella. No importa aclararlo, porque la definición cabe para ambos.

También Garré necesita los lentes para ver en la pantallita portátil cómo Pasculli lo toma de la camiseta y lo empuja a Javier Chirinos, que había reemplazado al pegajoso Reyna 19 minutos antes. Lo empuja para que no pueda despejar. Lo empuja para que le quede el camino despejado a Ricardo Gareca. Y para que el Tigre pueda impulsar la pelota y por fin pase la totalidad de su circunferencia, como dice el reglamento, y el brasileño Romualdo Arppi Filho haga sonar su silbato de una vez por todas y señale el centro de la cancha. Garré necesita los lentes para ver, pero no para relatar lo que para él fue un esfuerzo colectivo, social y casi espiritual en pos de un gol: «Yo creo que la fuerza que hacíamos, los que estuvieron ahí abajo del arco o los que estábamos afuera, más la gente que estaba en la cancha, hizo que la pelota pudiera entrar».

Valdano, que siempre tiene la palabra justa, hace la comparación que todos están buscando hace rato: «Es el clásico gol que uno no grita de alegría, grita como si se hubiera salvado de un accidente. De decir: “qué suerte que tuve que me he salvado de esta catástrofe. Esto está lleno de muertos y yo sigo vivo”».

Barrio suma a la épica final: «Recuerdo bien al estadio entero de River, el estadio completo, así que habría hinchas de Boca, de Racing, de Independiente, de San Lorenzo y de todos, coreando: “Passarella, Passarella, Passarella”. Era una cosa conmovedora porque a la gente le quedó claro que Argentina accedió en esa última instancia al Mundial 86, básicamente por Daniel Passarella».

En el vestuario posterior al partido con Perú, todo es festejo, todo es barro y alegría. Todo y todos, menos Diego. El Pato Fillol se le acerca y le dice «che, pibe, vos también te clasificaste. ¿Qué te pasa? ¿O no podés gritar el nombre de otro jugador acá?» Maradona se levantó entonces y lo abrazó. Pero estaba como ausente, aislado.

En ese día de desahogos, más de uno se acordó de la gran noche del Pato y nadie supuso que el arquero no jugaría el Mundial. Tampoco nadie supuso que Ricardo Gareca, socio de Passarella en el gol de la resurrección, no tendría lugar en México. Y ni el más bilardista de todos lo que estuvieron ese día en el Monumental pensó que Passarella, primus inter pares en ese plantel, tampoco jugaría un solo minuto en la Copa del Mundo de México 1986.