NO DEBÍ HABER respondido. Mi agenda personal estaba ya demasiado llena como para aceptar invitaciones anónimas para cenar con líderes religiosos. Sobre todo líderes muertos.
La invitación llegó a mi trabajo entre una pila de solicitudes para tarjetas de crédito y correspondencia inútil de asociaciones profesionales:
Estaba impresa en papel Crane beige y venía en un sobre del mismo color. Sin remitente. Ni tampoco un teléfono donde confirmar la cita.
Al principio pensé que la iglesia que estaba en la esquina de mi casa estaba llevando a cabo otra de sus campañas de “acercamiento”. Se nos habían acercado más de una vez. El volante que enviaban por correo estaba esperándonos en cuanto Mattie, mi esposa, y yo nos mudamos aquí desde Chicago hace tres años. Empezó a llegarnos un torrente interminable de lo que algún empleado de la iglesia consideraba material de promoción. De hecho, comencé a esperar los volantes con cierto interés, sólo por lo divertidos que me parecían los títulos de los sermones:
“Los Diez Mandamientos, no las Diez Sugerencias”
“Si Dios parece lejano, ¿adivina quién se mudó?”
“Aeróbicos espirituales para el maratón hacia el cielo”
¿Pensaban atraer a alguien con esos títulos, o sólo conseguir que el vecindario los despreciara?
Luego vinieron los eventos: la invitación de la liga de bolos de la iglesia, la competencia para cocinar espaguetis, el retiro de fin de semana para matrimonios, la invitación para el torneo de golf estilo “scramble”. En un momento de locura cedí y fui al golf estilo “scramble”. Agonía absoluta es la única forma de describir aquello. Estacionarme en el campo de golf detrás de un tipo cuyo auto tenía una calcomanía que decía “Mi jefe es un carpintero judío” fue un ejemplo de lo que vendría después. Resultó que caí en su mismo equipo de cuatro personas. El tipo tenía una sonrisa perpetua, como si alguien lo hubiese golpeado con un ladrillo y el cirujano plástico lo hubiese remendado en un día. En cuanto a los otros dos, uno de ellos golpeó bien en los primeros nueve hoyos, pero falló por completo en los últimos y empezó a maldecir cada vez que daba un golpe. Me enteré de que era el jefe de la junta de diáconos. El otro jamás pronunció palabra, excepto para llevar la cuenta de nuestros tantos. Debe haber sido el jefe del comité de bienvenida. Esa fue la última invitación de la iglesia que acepté.
Así que, si fue la iglesia la que había tramado eso, de ninguna manera yo iba a ir a esta falsa cena. Pero mientras más lo pensaba, más seguro estaba de que era otra persona quien había enviado la invitación. Por un lado, ¿cómo iba la iglesia a tener mi dirección laboral? Eran persistentes, pero no precisamente ingeniosos. Por otro, este no era el estilo de la iglesia. La competencia de espaguetis era algo más característico de ellos que Milano’s, un restaurante italiano de primera clase. Además, jamás enviarían una invitación anónima. Si había algo que querían que supieras, era que su iglesia estaba patrocinando el evento.
Aquello me llenó de incertidumbre. ¿Quién me habría enviado una invitación tan extraña? Llamé al restaurante, pero dijeron que no sabían nada de ese asunto. Por supuesto, el personal podría haberse puesto de acuerdo para hacerse los tontos, así que eso no significaba nada. Cincinnati tiene muchas otras iglesias, pero yo había logrado evitar todo contacto con ellas. Aunque nuestros amigos Dave y Paula iban a la Iglesia de la Trinidad, ellos no me invitarían a algo así sin Mattie.
Quedaba un grupo lógico de culpables: los muchachos del trabajo.
Les y Bill, sobre todo, siempre estaban organizando alguna locura, como mi despedida de soltero en una funeraria local y mi fiesta de futuro papá (afortunadamente no invitaron a Mattie; nunca he visto a nadie ponerse tan vulgar para celebrar el nacimiento de un bebé). Es cierto que ni a ellos se les hubiera ocurrido una invitación tan extraña como ésta. No eran tan tontos como para enviarme la invitación al trabajo. Era demasiado obvio. Pero si ése era el caso, habían hecho un buen trabajo: un sobre y una impresión elegante, una celebración estrafalaria, un restaurante de calidad.
Decidí seguirles la corriente y nunca mencioné la invitación. Y durante tres semanas enteras ellos tampoco se dieron por aludidos, y no dejaron entrever ni siquiera una ligera sonrisita. A medida que se acercaba el 24, mis expectativas iban en aumento y me preguntaba qué habrían urdido sus fértiles imaginaciones en esta ocasión.
Sólo una cosa se interponía entre la cena y yo: Mattie. Tres semanas de 70 horas de trabajo ya me habían puesto en una situación difícil con ella, quien se irritaba incluso con mi horario habitual de 60 horas. No se me ocurría cómo justificar una salida de noche con los amigos en la que ella se quedaría otra vez sola en casa con Sara, nuestra hija.
Admito que no es fácil cuidar a un bebé de 20 meses todo el día sola, y luego toda la noche también. Y ni decir que Mattie tenía un negocio de gráficas que dirigía desde casa. Si hubiésemos permanecido en Chicago, una de nuestras madres la habría ayudado con Sara. Bueno, al menos la de ella. Mi madre habría chillado de felicidad ante la oportunidad de tener a la bebé, pero quedarse en su casa con demasiada frecuencia quizás habría convertido a Sara en alguien… como yo. Confiaba en que las 300 millas entre Cincinnati y Chicago librarían a mi hija lo suficiente de ese destino.
Cuando se mudó a Chicago y se casó conmigo, Mattie sabía que yo iba a trabajar muchas horas. No se puede tener un empleo como el mío e irse del trabajo a las cinco de la tarde. No puedo imaginarme saludando con la mano a Jim, mi jefe, al pasar por su oficina mientras me marcho. “Lo siento, viejo, tengo que irme otra vez. Mattie me necesita en casa a las cinco y media para cortar los vegetales de Sara”. Luego de unas cuantas salidas a las cinco, Jim iba a insistir en que me quedara en casa como niñera a tiempo completo.
Ahora puedo ver mi currículo:
Educación
Licenciatura en Ciencias, Universidad del Norte de Illinois, 1996
Maestría en Administración de Negocios, Universidad del Noroeste, 2001
Químico Investigativo, Laboratorios Abbott, 1996-2000
Analista de Planeamiento Empresarial, Laboratorios Abbott, 2000-2002
Director de Planeamiento Estratégico, Compañía Pruitt de Pruebas Ambientales, 2002-2004
Niñero, 2004 al presente
Parecía preferible mantener mi empleo actual, a pesar de los peligros que presentaba. La verdad era que, entre el montón de papeles encima de mi escritorio del trabajo y el constante disgusto de Mattie en casa, me atraía la idea de escaparme de ambos por una noche. Sólo me preguntaba si Milano’s sabía en lo que se estaba metiendo con las bromas pesadas de Les y Bill.
Sin embargo, no me preocupaban los problemas del restaurante cuando me acercaba a su estacionamiento. Los gritos de Mattie en el celular, “¡Nick, si fuera por lo que me ayudas, más me valdría ser una madre soltera…!”, fueron las últimas palabras que escuché cuando me dirigía hacia el restaurante antes de que la estática me salvara. Eso fue suficiente. Nunca había considerado cómo justificar mis planes para esa noche. Pensando ahora en eso, debí de haber informado a Mattie con más de 20 minutos de anticipación.
Poner a todo volumen la música rock mientras iba a toda velocidad por Anderson Ferry no eliminó por completo mi sentimiento de culpa, pero sí lo acalló bastante. Entré con el Explorer en el estacionamiento, apagué el motor y tomé una vez más la invitación, esperando que me sugiriera qué esperar esa noche. No lo hizo. De pronto, no encontré en aquella cena nada que valiera la indiferencia con que Mattie iba a tratarme más tarde.
Pero ya estaba aquí. Y si todo el evento iba a resultar un fracaso, podría quedar bien con Mattie si me iba temprano. Llegar a la casa antes de lo esperado por lo menos una vez al mes parecía comprarme un poco de perdón. Luego de las últimas tres semanas, necesitaba un poco… y lo necesitaba urgentemente.
Preparado con mi plan de emergencia, atravesé el estacionamiento, crucé el umbral y eché una mirada a la veintena de mesas. No había nadie con melena larga y túnica flotante. Ni tampoco compañeros del trabajo.