¿CENA PARA UNO, caballero? —La llegada del jefe del comedor desde detrás del bar de vinos destruyó mi alternativa de escaparme antes de que alguien notara mi presencia.
—¿Señor? ¿Cena para uno?
—No, yo… se supone que debo encontrarme con alguien. Soy Nick Cominsky…
—Ah, señor Cominsky. Venga por aquí.
Tomó un menú y me condujo más allá de la celosía de madera que bordeaba el único comedor. El sitio no había cambiado desde que yo había traído a Mattie el Día de los Enamorados, dos años atrás. Cada una de las mesas estaba cubierta por dos manteles, uno blanco y uno rojo cuyo reborde se veía por debajo del otro. Grandes espejos daban la impresión de que había un comedor a un lado. Las ventanas, en dos lados del salón, tenían vista hacia el río Ohio. Podía ver cómo las luces del lado de Kentucky se reflejaban en el agua. La corriente ofrecía una agradable música de fondo, como esos discos compactos con sonidos del mar que puedes comprar para ayudarte a conciliar el sueño. Desafortunadamente, una tonta canción de Andrea Bocelli que a Mattie le encantaba hacía casi inaudible el sonido del río.
Parecía que los martes iban pocos comensales a Milano’s. Sólo había cuatro mesas ocupadas. Aspiré el olor del pan tostado al pasar junto a un grupo de seis personas mayores que reían en una mesa del frente. Una pareja de veinteañeros en la esquina de la extrema derecha estaba tomada de la mano, y ambos se miraban arrobados, sin que él se diera cuenta de que tenía la manga de la camisa metida en su plato de ravioles. En medio del salón, dos mujeres con unas cuantas libras de más se reían como chiquillas, mientras la emprendían contra una monstruosa torta de chocolate. Y en la esquina extrema de la izquierda, un hombre de unos treinta años, con traje profesional azul, estaba sentado solo, leyendo detenidamente el menú.
El jefe del comedor me llevó hasta él. El hombre se levantó de su silla, me dio la mano y apretó firmemente la mía.
—Nick Cominsky —dijo—. Jesús.
Al recordar ese momento, pienso que había mil repuestas posibles… “¡Jesús H. Cristo! ¡Qué bueno conocerte al fin!”… “¿Dónde están los otros 12 de tu grupo?”… “No sabía que te habían enterrado con el traje puesto”.
Lo absurdo de la escena, sin embargo, me dejó sin habla. ¿Qué puedes decir ante eso? El hombre y yo seguimos dándonos las manos un poco más de lo necesario, hasta que yo pronuncié un débil “Ajá”. Me soltó la mano y volvió a sentarse. Mi mirada tropezó con la del jefe del comedor. Desvió rápidamente la vista y quitó la servilleta de mi plato, indicándome que me sentara. Me puso la servilleta sobre las piernas, me entregó el menú y, con un “que disfruten su cena”, me dejó solo con…
—Gracias por reunirte conmigo —comenzó el hombre—. Este no era probablemente el momento más conveniente para ti, en medio de la semana.
Nos miramos fijamente. Bueno, yo lo miré fijamente. Él volvió a examinar su menú. Tenía talla promedio y era un poco más bajo que yo, tal vez de cinco pies diez pulgadas de estatura. Su piel era olivácea, su pelo oscuro y crespo, pelado corto y peinado hacia adelante. Sus espesas cejas (Mattie me las habría hecho recortar, pensé) cubrían las profundas cuencas de unos ojos pardos tan oscuros que no podías distinguir dónde terminaba el iris y dónde comenzaba la pupila. Su fina nariz y sus labios delgados iban de acuerdo con una barbilla ligeramente huidiza, como si esta supiera que no podía competir con las cejas de arriba. No era un tipo como para la cubierta de una revista de moda masculina, pero sin duda que pasaba más tiempo que yo en el gimnasio. Su traje no era un Armani, pero tampoco venía de un almacén de descuentos.
Levantó la vista y me sorprendió examinándolo, pero no pareció molestarse en lo más mínimo. Como mis ojos me dieron pocas pistas acerca de qué se trataba todo este asunto, decidí probar con los oídos.
—Perdón, pero, ¿se supone que yo te conozca?
—Esa es una buena pregunta —dijo sonriendo, como consigo mismo—. Yo diría que la respuesta es “sí”.
—Lo siento, pero no recuerdo que nos hayamos conocido.
—Eso es cierto.
Miré alrededor del salón, esperando que los muchachos salieran de repente de atrás de la celosía, o quizás del baño de los hombres. Pero no había nadie escondido tras la celosía. Y en cuanto al baño de los hombres… Volví mi atención hacia el hombre que estaba frente a mí.
—Dime de nuevo. Eres…
—Jesús. Mi familia me llama Yeshua.
—Tu familia, de…
—Nazaret.
—Por supuesto.
—Bueno, me crié ahí. No nací ahí.
—No, claro que no. Eso habría sido en…
—Belén. Pero no nos quedamos mucho tiempo antes de partir hacia Egipto.
Eso era todo lo que yo tenía que oír. Este tipo estaba loco. Sin decir palabra, me levanté, caminé de vuelta hacia la celosía, giré a la derecha y entré al baño. Aparte del Señor Ravioles, que estaba enjuagándose la manga, no había nadie más. Salí y por un momento consideré entreabrir la puerta del baño de las mujeres, pero deseché la idea al pensar que me estaba adelantando a los hechos. Giré a la izquierda y atisbé hacia la cocina a través de la ventana circular. Nada. Hice una pausa, recorrí todo el restaurante con la mirada y, decidiendo que esto necesitaba una acción más directa, regresé a la mesa.
—Mira —le dije, sentándome al borde de la silla—, tengo mejores cosas que hacer esta noche que tener una cena misteriosa con… ¿Quién eres, realmente, y qué está pasando aquí?
Sin quererlo, mi pregunta tenía un tono cortante. Después de todo, el tipo no me había hecho nada, excepto encontrarse conmigo para cenar.
—Sé que esto no es lo que esperabas. Pero creo que si le das una oportunidad a esta noche, descubrirás su importancia.
—¡Por supuesto! —repliqué—. ¿A quién no va a parecerle importante una cena con Jesús? La semana pasada cené con Napoleón. Y la anterior con Sócrates. ¡Pero Jesús! ¡Muchas gracias por el largo viaje desde la Tierra Santa! —Me di cuenta de que estaba hablando más alto de la cuenta. Las dos mujeres se habían vuelto hacia nosotros.
Él seguía sentado en silencio.
—Mira —me levanté de nuevo de mi silla—, tengo que irme a casa para ver a mi esposa y a mi hija. Gracias por la invitación. —Le extendí la mano en un gesto conciliador.
—Mattie fue al cine con Jill —me dijo sin pestañar—. Y llamó a Rebecca para que cuidara a Sara.
Perfecto. Al fin unas cuantas piezas comenzaban a caer en su sitio. Él conocía a mi mujer. Conocía a Jill Conklin, la esposa de Chris, mi mejor amigo. Conocía a Rebecca, quien cuidaba regularmente a nuestra hija. Sabía que Mattie y Jill habían ido al cine. Volví a sentarme.
—¿Chris te metió en esto? —No podía imaginarme cómo Chris iba a estar involucrado; era algo demasiado extraño para él.
—No, no lo hizo.
Regresé a mis sospechosos del principio.
—¿Eres amigo de Bill Grier y Les Kassler?
Puso a un lado su menú y se inclinó hacia mí.
—Escucha. Si te quedas para la cena, al final te prometo decirte quién arregló esto.
La última vez que Bill y Les habían hecho algo así, yo acabé con unas botas de cemento falso en los pies y lanzado a una piscina durante Halloween. Por suerte, una piscina con calefacción. Ahora estaba cenando con un individuo que decía ser Jesús.
El mesero interrumpió mi pensamiento para dirigirse al hombre frente a mí.
—¿Ha seleccionado su vino, caballero?
—Creo que voy a dejar que mi amigo decida —respondió, volviéndose hacia mí—. ¿Quisieras tomar vino?
—¿Quién paga?
—Yo pago.
—Está bien —contesté—, por supuesto.
Abrí la lista de vinos y miré alrededor de treinta ofertas, ninguna de las cuales reconocí. Me sentí tentado a pedir el vino más caro de la lista, pero en vez de eso señalé uno blanco de precio moderado.
—Tomaremos el Kalike.
Le di la lista de vinos al mesero. Él volvió a mirar a mi anfitrión, quien asintió ligeramente.
—El Vermentino di Gallura-Kalike ’98 —me confirmó el mesero. Al irse pasó junto a uno de sus ayudantes que venía con una jarra de agua. El ayudante llenó mi vaso primero, y luego el del otro hombre, quien le dijo:
—Gracias, Carlo.
Tomamos nuestros vasos de agua y bebimos un trago. Tuve que admitir que este tipo lo hacía bien. ¿Dónde encontraron a alguien dispuesto a hacer el papel de Jesús por una noche? Y de una manera tan natural, como si fuera una persona cualquiera. Esta vez mis colegas lo habían hecho mejor que nunca. Pero, ¿por qué? ¿Qué objetivo tenía todo esto? Les y Bill no eran muy religiosos. Bill iba a misa en Navidad y en Semana Santa, cuando su esposa lo arrastraba a la iglesia. En cuanto a Les, su único culto era el del club campestre Western Hills.
Al echar una ojeada a los enamorados de la mesa de atrás, el espejo me llamó la atención. ¿Sería posible que el restaurante tuviera un espejo desde cuya parte trasera se pudiera mirar hacia el salón? Eso parecía un poco traído por los pelos, pero no lo era más que lo que ya había sucedido esa noche.
Nuestro mesero llegó por detrás de mí con una botella de vino, la abrió y puso el corcho sobre la mesa para que yo lo tomara; lo hice y lo olí ligeramente.
—Huele bien. —Levanté la vista hacia él y noté una leve expresión de fastidio en su mirada.
Vertió un poco en mi copa y me la dio a probar. Con frecuencia Mattie y yo bebíamos vino en casa, pero no de esta calidad.
—Muy bueno.
Llenó mi copa, hizo lo mismo con la otra y dejó la botella sobre la mesa, lo que dio lugar esta vez a un “Gracias, Eduardo”. ¿Lo llama por su nombre a todos los meseros? Debe venir aquí todas las semanas.
Me sentí tentado a preguntárselo, pero ya me había decidido por una estrategia diferente. Me recosté en la silla y me dirigí a “Jesús”, sin mi acostumbrada sonrisa sarcástica.
—Así que tu familia te llama Yeshua…
—La mayoría. Santiago me llamaba otras cosas.
—Bueno, Yesh… ¿Te importa si te llamo Yesh?
—Como quieras.
—Pues entonces, Yesh. Dime —levanté mi copa—, ¿puedes convertir este vino nuevamente en agua?