NO HAY PROBLEMA —contestó. Se volvió y llamó con un gesto al mesero, quien vino a la mesa—. Mi amigo quisiera otro vaso de agua en lugar de este vino.
Con un “Por supuesto, caballero”, el mesero se llevó mi copa y se fue a buscar el agua.
—Qué gracioso —murmuré antes de llamar al mesero—. Creo que voy a quedarme con el vino.
—Muy bien, caballero —dijo y volvió a colocar el vino sobre la mesa.
—Gracias, Eduardo —dijo mi anfitrión—. Perdona haberte molestado.
Eduardo se marchó. Abrí mi menú y me absorbí brevemente en él. La conversación en la mesa no era estimulante, pero sí lo era la calidad de la comida. Los comensales seleccionaban una cena de cuatro platos: aperitivo, ensalada, plato fuerte y, al final, postre. Puse la mitad de mi atención en lo que pedí y la otra mitad en cuestionarme qué estaba yo haciendo aquí todavía. Mi rugiente estómago contestó esa pregunta; me había pasado la hora del almuerzo trabajando.
—¿Qué piensas?
Bajé el menú lo suficiente como para mirar a hurtadillas por encima.
—Pienso que estoy loco por no haberme marchado cuando tuve la oportunidad.
—Respecto a tu orden.
La última vez que vinimos Mattie pidió algo realmente sabroso. ¿Qué era?
—Ternera —respondí finalmente. Dejé caer el menú de golpe sobre la mesa, enfatizando uno de mis logros de la noche hasta ese momento: decidir qué iba a comer.
—Yo voy a pedir salmón.
—¿Es viernes hoy? —Sus labios se curvaron con una ligera sonrisa.
—Te quedó bien eso —dijo. Colocó su menú sobre la mesa y el mesero apareció inmediatamente.
—¿Listo para ordenar, caballero? —me preguntó.
—Sí. Déme los champiñones rellenos, la ensalada mediterránea y la fantarella de ternera.
—Muy bien —se volvió hacia mi compañero de cena—. ¿Y usted, caballero?
—Quisiera la sopa de tomate y alcachofa, la ensalada de tortellini y el filete de salmón por favor.
Bastante mejor que su habitual pan y vino, a decir verdad.
Mientras el mesero se alejaba con nuestros menús, “Jesús” se recostó en su silla, bebió un sorbo de vino e intentó por primera vez iniciar una verdadera conversación.
—Cuéntame acerca de tu familia.
—Pensé que ya lo sabrías todo —dije, evadiendo la pregunta—. Sabías cómo era Judas, pero, si me permites decirlo, no te sirvió de mucho.
Tal vez dio por hecho que yo no sabía mucho de religión o de la Biblia, pero yo sí había estudiado el catecismo en la parroquia de la iglesia cuando era niño. Por supuesto que había odiado cada minuto. Mamá, después que logró que Papá se fuera, nos llevaba a Ellen, a Chelle y a mí a la iglesia. Nos decía: “Para cambiar, necesitamos una buena influencia.”
Stacy, que ya tenía 16 años, se negaba a ir. Yo también debía haberme negado, pero los chicos de diez años tienen poco poder.
Así que fui. Las lecciones servían de música de fondo a las verdaderas actividades de pasarse papelitos, tirarle escupitajos a las niñas y robar de la bandeja de recaudación “juvenil”. Los maestros eran, en su mayoría, intrascendentes: unos cuantos hombres de sonrisa falsa, tratando de parecer como si realmente quisieran estar ahí, y mujeres que creían que los chicos varones realmente disfrutaban las historias bíblicas en la pizarra de franela adhesiva.
La señora Willard era un clásico. Su cantaleta era “ama al prójimo como a ti mismo”. Pero en cuanto alguien tan sólo movía una ceja, lo agarraba por la oreja, lo arrastraba hasta el frente de la clase y lo hacía escribir cien veces “haré a los demás lo mismo que yo quisiera que los demás me hicieran a mí”. Quizás era eso lo que quería que los demás le hicieran a ella.
Los ejemplos de la iglesia no me enseñaron mucho, pero sí se me quedaron unas cuantas historias de la Biblia: el Buen Samaritano, el Mal Samaritano, el Mediocre Samaritano. Había aprendido lo suficiente como para lidiar con este tipo durante un rato.
—¿Por qué no me complaces? —respondió, haciendo caso omiso de mi referencia a Judas—. ¿De dónde es tu familia?
Yo no iba a dejarlo salirse del apuro tan fácilmente. Después de todo, era él quien afirmaba ser Jesús. Ahora tenía que hacer del personaje.
—Estoy mucho más interesado en tu familia, Yesh —sentí que una sonrisa burlona se apoderaba de mi rostro—. Cuéntame un poco de José y de María.
Se apresuró a contarme.
—Crecer en Nazaret no fue como crecer en Chicago. No íbamos a comprar perros calientes de un pie de largo ni caramelos de palomitas de maíz y nueces en Wrigley.
—¿De verdad? —respondí sarcásticamente. Lo que no dije fue Qué curioso que haya escogido Chicago, y el estadio Wrigley Field, donde Papá y yo íbamos todos los sábados. Continuó.
—José era un buen padre. Tenía que trabajar mucho, pero entonces no era como es hoy. En su taller al lado de la casa el ritmo era muy tranquilo. José sólo se apuraba cuando me oía venir. Siempre trataba de finalizar un proyecto antes de que yo pudiera echarle mano.
Se puso la mano en la barbilla, miró a lo lejos y se rió.
—En esa época yo no me daba cuenta de cuántas piezas yo le destruía. Él estaba haciendo una mesa o algo así, y yo quería ayudar. De más está decir que a los ocho años yo no era lo que se dice un maestro carpintero. Él tenía que volver atrás y rehacer desde el principio algunas de las piezas en las que yo había “ayudado”. Algunas otras las usaba así mismo. Algunos vecinos aceptaban amablemente objetos que tenían mi marca original.
La mitad de mí escuchaba su perorata; la otra, lo analizaba. Mis amigos debían de haber contratado a un actor profesional para este papel. Hasta hablaba como si se hubiera criado en Nazaret. El tipo era bueno.
Iba a preguntarle acerca de María, cuando se apareció el mesero con una hogaza de pan caliente y una pastita de espinacas. “Jesús” tomó el cuchillo del pan, cortó una rebanada y me ofreció la tabla donde estaba.
—¿Un pedazo de pan?
Tomé la rebanada y le unté un poco de pasta antes de seguir con la historia familiar.
—Así que José era un tipo normal. Y María… debe haber sido difícil criarse con una madre tan venerada.
Se sonrió a medias, no sé si ligeramente divertido o ligeramente molesto.
—No era nada venerada. Cuando yo era joven, ella era más bien una mujer condenada por la sociedad. Tener un hijo antes de la boda no estaba…
—De acuerdo con la ley hebrea —interrumpí, tratando de meterme en el espíritu judío.
Él hizo una pausa.
—No era algo aceptado.
—En todas las pinturas parece que María siempre estaba viendo ángeles o dándote el pecho o bajándote de la cruz. ¿Hizo otra cosa entretanto?
Me imagino que la pregunta era bastante atrevida. Pero yo tenía que hacer algo para sacar a este tipo de su actuación. Se comportaba demasiado natural. Pero ni siquiera eso lo perturbó. Sencillamente, tomó otro trozo de pan y siguió hablando.
—Tuve una madre maravillosa. La mantenía su fe… y su sentido del humor. Jamás me permitió olvidar el comentario que yo hice de niño acerca de que tenía que ocuparme de los asuntos de mi Padre. Alguien venía a buscarme a la casa y ella le decía, “No sé dónde está. Ocupándose de los asuntos de su Padre”. Mientras más yo crecía, más me repetía ella, “¿Crees que los asuntos de tu Padre incluyen encontrar una chica y formar una familia?”
Una sonrisa cruzó su rostro mientras hablaba. Se detuvo, y entonces se tornó más serio.
—Cuando por fin empecé a predicar, fue difícil para ella ver que un día adoraban a su hijo y al otro lo convertían en un demonio. Para ella fue más duro de lo que se imaginó.
Tal vez debía haber ido al programa de Dr. Phil, el sicólogo de la televisión. Probablemente la habría ayudado. Ya me estaba cansando un poco esta charla.
—Mira, no me has dicho nada que cualquiera con una Biblia y un poco de imaginación no hubiese podido inventar. Vas a tener que decirme algo mejor que estas tontas historias de José y María.
—¿Para hacer qué? —preguntó.
Era una buena pregunta. ¿Qué era exactamente lo que yo esperaba de un tipo que pretendía ser Jesús? Posiblemente algo un poco más interesante. Larry King dijo una vez que de todas las personalidades de la historia, quien más le gustaría haber entrevistado sería a Jesús. Conversar con Jesús (o inclusive con este embaucador) debería haber sido más fascinante que esto. Seguramente que este individuo tenía planeado algo que no fuera volver a repetir historias viejas de la Biblia.
Su voz me trajo de nuevo a la conversación.
—No creo que haya muchas cosas que yo pueda decir que te convenzan de que soy Jesús.
—Bueno, eso sí que es verdad.
—Tengo una sugerencia. ¿Por qué no dejas a un lado tu incredulidad durante un rato y actúas como si yo fuera Jesús? Seguramente que si Jesús estuviera aquí, tendrías algunas preguntas que hacerle.
No era mala idea. Mis intentos de descubrir su verdadera identidad no estaban teniendo resultado. Pero la sugerencia podría resultar interesante. Suponiendo que este tipo estuviera bien preparado, esta podría ser la mejor discusión filosófica que yo hubiese tenido desde… ¿los días en que estaba en la Universidad del Norte de Illinois? De hecho, en esa época solíamos hablar acerca de Kant y Kierkegaard, y hasta de Feynman. Ahora lo más parecido a eso que yo hacía era leer, a instancias de Mattie, esos ridículos libros de instrucciones para padres.
—Está bien —repliqué—. Te tengo una. El otro día pasé por la iglesia cerca de mi casa y tenían un cartel que decía: “Nadie llega al Padre si no es a través de mí; firmado, Jesús”. Si de verdad dijiste eso, creo que estás hablando basura.