EL MESERO SE había detenido a mi derecha con nuestras ensaladas, no sé por cuánto tiempo. Nuestra pausa le dio pie para acercarse. Tal vez evitaba interrumpir conversaciones “serias”. Me imagino que esta lo era. Yo no estaba seguro de cómo me había dejado embaucar en una conversación sobre Dios, pero esta era más fascinante que los sermones sobre religiones comparadas de mi profesor de la universidad. Lo llamábamos Señor Zumbido debido a su estilo preferido de dar clases.
La ensalada de tortellini al otro lado de la mesa me recordó algo. Ese era el plato tan sabroso que Mattie había pedido. ¡Qué caramba! Acerqué a mí lo que había ordenado y tomé otro tenedor.
—¿Quieres un poco de tortellini? —me preguntó mi anfitrión, señalando su propia ensalada. Sin darme la oportunidad de responder, tomó mi platillo de pan vacío, echó en él con una cuchara la mitad de su porción y me lo entregó.
—Es demasiado —dije en cortés protesta.
—Este sitio sirve comida para dos comensales. Tengo suficiente.
Tenía razón acerca de las porciones, y yo no tenía intenciones de contradecirlo. Tomé el platillo y empujé a un lado mi propia ensalada.
—Gracias. —Probé un bocado—. Esto es divino.
Él también lo probó, pero no respondió. Comí unos cuantos bocados más antes de reanudar la conversación.
—¿Qué quieres decir con que no hay una forma de llegar a Dios? Toda religión asegura que enseña la forma de llegar a Dios.
—Oh, sí hay una forma de llegar a Dios —dijo—, pero no un sendero.
Yo no entendía nada. Y por la expresión de mi rostro, él probablemente lo sabía.
—Lo que quiero decir es esto: un sendero es algo por donde viajas con tu propio esfuerzo para alcanzar un destino. Pero no se llega a Dios por un sendero. No hay nada que tú puedas hacer para labrarte un camino hacia Dios. Ese sendero no existe. Es…
—Espera. De eso es de lo que se tratan todas las religiones, de intentar llegar a Dios. ¿Cómo puedes decir lo contrario?
Tomó un par de bocados antes de responder.
—¿Alguna vez te metiste en un lío cuando eras niño?
—¿Vamos a cambiar de tema?
—Regresaremos al otro.
Yo no estaba muy seguro de que quisiera seguir hablando de mí, aunque la verdad es que ese era uno de mis temas favoritos.
—No creo que este sitio se quede abierto hasta tan tarde como para poder contar todos los líos en que me he metido.
—¿Eras tan travieso? —dijo sonriendo—. Dame un ejemplo de lo peor.
Probé un poco de mi propia ensalada. Mi memoria recorrió aprisa desde cuando recibí mi primera tunda, y cuando le hacía bromas de Halloween a mi prima Ellen, hasta cuando fracasó un plan para poner una bomba de humo en el salón de descanso de los maestros de secundaria y cuando… No tenía sentido recordar el presente. Volví al pasado.
—Cuando yo tenía cuatro años mi madre hizo unas decoraciones de Navidad de tamborileros en miniatura. No sé para qué los usó. Bueno, cubrió los lados con papel crepé verde y rojo, y también les pegó caramelos salvavidas de menta en los lados.
Mi acompañante empezó a sonreírse, quizás adivinando cómo terminaría la cosa.
—Los guardaba en el cuarto de lavar la ropa, sobre la lavadora y la secadora. Me colé ahí y arranqué un caramelo de uno de los tamborcitos. Luego, para salir, atravesé la cocina, donde Mamá estaba. Pero a los pocos minutos regresé y dije “me olvidé de algo”, mientras entraba al cuarto de lavar. Cuando traté por tercera vez, mi “me olvidé de algo otra vez”, no sonó muy convincente.
—Ella abrió la puerta y ahí estaba yo, llenándome los bolsillos con tantos caramelos como podía. Esa es la primera tunda que recuerdo. En realidad, fue mi papá quien me la dio cuando llegó a casa. Era él quien siempre me las daba. De hecho, no se enojó tanto. Pero Mamá sí, así que él tuvo que hacerlo.
Hice una pausa, absorto momentáneamente en mi infancia.
—Pero una vez Papá sí se enojó de verdad.
—Cuando…
—Cuando yo tenía nueve años. Mi hermana Chelle debe haber tenido cinco. Habíamos parado en una hamburguesería para comprar helado, y Chelle quería un gran batido de vainilla. Papá trató de convencerla de que pidiera uno pequeño, pero ella insistía en el grande. Nos entregaron nuestros pedidos, regresamos al auto, y nos fuimos. Entonces Chelle comenzó a tomar su batido. Pero estaba tan espeso que no podía usar la pajita. Así que le quitó la tapa de plástico e inclinó el batido hacia la boca. Pero el batido apenas se movía, y aunque ella seguía inclinándolo más y más, la parte de arriba no avanzaba. Entonces por fin yo dije, “¡Vamos, Chelle!”, me incliné hacia ella y le di un empujón al fondo del vaso. Al hacerlo, todo el batido le bañó la cara. Cuando abrió los ojos sólo se le veían dos grandes círculos pardos que sobresalían entre el helado blanco de vainilla.
Los dos empezamos a reírnos. Yo continué.
—Parecía un fantasma. Rompí a reírme a carcajadas, ella se echó a llorar y mi papá empezó a gritar… a gritarme a mí. Nunca lo hacía, pero esta vez sí lo hizo. Dio un frenazo, salió del auto, limpió a Chelle lo mejor que pudo, luego me dobló sobre su rodilla y me dio la peor tunda de mi vida. No estaba nada contento. —Me sequé los ojos con la servilleta. Hacía años que no había pensado en eso, ni tampoco me había reído tanto en mucho tiempo—. Creo que ese fue el último batido de vainilla que vi a Chelle tomarse. Después de eso, siempre pedía de chocolate.
Ambos tomamos agua, nos miramos y nos reímos un poco más mientras regresábamos a nuestras ensaladas. Por fin, él volvió a entablar una conversación medio seria.
—Así que era tu papá el que siempre se ocupaba de las tundas.
—Sí. Mamá sólo nos gritaba. Pero Papá no nos pegaba mucho. Probablemente yo no recibí ni media docena de tundas cuando era niño.
—¿Por qué no?
—No lo sé. —Pensé en eso por un segundo—. No lo sé. Es que esa no era su manera de hacer las cosas. Por lo general, se aseguraba de que entendiéramos que lo que habíamos hecho estaba mal. Después, siempre nos hacía pedirle perdón a la otra persona. Sobre todo a Mamá.
Tomé otro bocado de tortellini. Él bebió un sorbo de vino y luego dijo:
—Parece como si tu papá tuviera mucho en común con Dios.
Aquello me hizo detener el bocado que me estaba llevando a la boca.
—¿Por qué?
—Ambos se concentraban en restaurar relaciones.
Yo no entendía totalmente la conexión.
—Quieres decir que…
—Tu papá te hizo admitir que habías lastimado a alguien y te hizo pedirle perdón. Estaba interesado en restaurar relaciones.
Me imagino que eso es cierto. Nunca lo había pensado de esa forma.
—Dios es así —continuó—. No le interesa que la gente trate de actuar debidamente para ganarse su aprobación. Él creó a las personas para que tuvieran una buena relación con él, para que disfrutaran de su amor. Pero la humanidad rechazó a Dios y rompió esa relación. Su objetivo consiste en tratar de reparar esa relación.
Hizo una pausa, tomó un bocado y entonces hizo un gesto hacia mí con su tenedor.
—Déjame preguntarte esto. Cuando Sara tenga siete años y haga algo malo, ¿cuántos platos tendrá que fregar para poder volver a sentarse en tus piernas y que tú le des un abrazo?
—Ninguno.
—¿Cuántas calificaciones de A tendrá que obtener en la escuela?
—Eso es ridículo.
—¿Por qué?
—Ella no tendrá que hacer nada de eso. Es mi hija.
—Exactamente.
Bajé la vista y, mientras pensaba en aquello, probé un poco más de mi ensalada. Por fin volví a mirarlo.
—Dices que no podemos hacer nada para ganarnos la aceptación de Dios.
Se sonrió y alcanzó la botella de vino.
—¿Un poco más?
—Sí.
Me sirvió media copa. Mi mente estaba a toda máquina debido a su última frase… o a mi interpretación de ella. Continuó.
—Los musulmanes que tratan de entrar al paraíso, ¿cuántas plegarias diarias tienen que decir para ser lo suficientemente buenos?
—No lo sé.
—Ni ellos tampoco. Ese es el problema. Nunca pueden estar seguros si han hecho lo suficiente: suficientes plegarias, ayunos, dádivas a los pobres, peregrinaciones. Nunca pueden saberlo. Pregúntales y lo admitirán. Los hindúes nunca pueden saber por cuántos cientos de vidas tienen que pasar para limpiar su karma. Los budistas nunca pueden saber cuánto esfuerzo tendrán que hacer para alcanzar el nirvana.
—Pero el cristianismo es igual —respondí—. Nadie puede saber jamás si ha sido lo suficientemente bueno como para llegar al cielo.
—Oh, la gente puede saber eso con toda seguridad. La respuesta es que no lo han sido. Nadie es lo suficientemente bueno como para llegar al cielo. Nadie puede ser jamás lo suficientemente bueno, no importa lo mucho que lo intenten.
—Pero, ¿y toda la gente que cree que si van a la iglesia, o dan dinero o son buenas personas podrán entrar al cielo? La señora Willard, mi maestra de catecismo, estaba convencida de que esas cosas permitirían entrar al cielo.
—Estaba equivocada. No lo harán.
Esto estaba llevando mi concepto del cristianismo al extremo.
—¿Entonces, quieres decir que hacer todo lo correcto, como cumplir con los Diez Mandamientos, no te hará entrar al cielo?
—Así es.
—Si es así, ¿para qué hacerlo?
—Se gana mucho con obedecer a Dios. Pero eso no te hará entrar al cielo.
Por un momento no supe qué decir. ¿Cómo puede este tipo decir algo tan diferente de todo lo que yo había escuchado en la iglesia cuando era niño? Tal vez se daba cuenta de la difícil situación en que me encontraba, ya que reanudó la conversación.
—Eres un aficionado de la serie Star Trek.
Yo no sabía de dónde había sacado la información, pero decidí dejar de preguntar.
—Me agradaba La próxima generación. Nunca me gustaron mucho los otros episodios que le siguieron.
—Hay un episodio en el que hablan acerca de una escisión, una desgarradura en la estructura del espacio-tiempo. Es un problema enorme. La galaxia se destruirá si no lo reparan.
—Algo me dice que no vamos a empezar a hablar de Star Trek.
—Tal vez no —replicó—. Pero es una excelente ilustración. Hay una estructura moral en el universo. La rebelión de la humanidad contra Dios es una tremenda desgarradura en esa estructura. Es una derrota de la manera en que Dios diseñó el funcionamiento del universo. El pecado de cada persona contribuye a destruir esa estructura moral.
Resultaba difícil negar que la humanidad está hecha un desastre. El noticiero de la noche era una prueba de ello.
—Pero, ¿quién puede decir que la humanidad no está evolucionando espiritualmente? Como dicen Dave y Paula, quizás estamos avanzando hacia una mayor armonía universal. —Tuve que admitir que yo mismo no estaba muy convencido, pero valía la pena considerarlo. Al menos por el momento.
—La forma en que la humanidad se ha alejado de Dios es mucho más profunda de lo que la gente piensa. Tan sólo mira a tu alrededor. El egoísmo, la amargura, el odio, el prejuicio, el abuso, las guerras… Todos son resultados de la rebelión de la humanidad contra Dios. ¿Crees que Dios creó a las personas para que actuaran de esta manera?
—Pero algunas de esas cosas están mejorando —interpuse con optimismo.
—¿De verdad? —dijo alzando las cejas—. ¿Cuántas personas fueron asesinadas por sus propios gobiernos en el siglo pasado?
—Oh, qué sé yo… —respondí—. Cien millones o algo así.
—¿Y cuántos fueron muertos en guerras?
—Probablemente más o menos lo mismo.
—¿En qué siglo han sido asesinadas más personas debido a sus creencias religiosas?
—Déjame adivinar. ¿En el siglo pasado?
—Correcto. ¿Y en qué siglo crees que ha habido más daño ecológico, más explotación de los pobres del mundo, más inmoralidad desenfrenada…?
—Está bien, probaste tu caso —le dije, interrumpiendo la letanía de males de la humanidad.
—Hay una desgarradura en la estructura del universo —repitió—. Dios está a un lado de la desgarradura; ustedes están en el otro. Y no hay manera alguna en que puedan repararlo. No hay manera alguna de pasar al otro lado. Tratar de ser bastante bueno es intrascendente. La humanidad rechazó a Dios, se separó a sí misma de él, y no hay nada que pueda hacer para restablecer esa relación.
—¿Por qué no?
—Porque sólo Dios es lo suficientemente grande para reparar esa desgarradura.
Tuve la sensación de que eso era lo que él iba a decir.