EL RESTAURANTE ESTABA vacío. Eché una ojeada hacia la mesa donde seis personas se habían reído toda la noche. Ya estaba puesta para el almuerzo de mañana. La pareja joven se había marchado hacía mucho tiempo. Hasta una pareja de mediana edad que estaba en la esquina y que había entrado durante nuestro plato fuerte, se había ido. ¿Habíamos estado conversando tanto tiempo?
El sitio tenía la misteriosa quietud que viene cuando tu grupo es el último que se va de un restaurante por la noche. Podía escuchar el tintineo que hacía alguien ordenando los cubiertos. Nuestro mesero se acercó a la mesa.
—¿Otro capuchino, caballero? —me preguntó.
—No, no más.
Miró hacia Jesús.
—¿Y usted, caballero? ¿Más café?
—No, gracias. Puedes traernos la cuenta.
—Sí, señor.
Mis ojos lo siguieron mientras caminaba hacia el frente del restaurante. Al volver la vista hacia la mesa, vi a Jesús aflojando su corbata por primera vez.
—Estas cosas no me gustan —dijo.
A Dios no le gustan las corbatas. Anota esto para una futura referencia.
El mesero regresó con una carpetita de piel negra donde venía la cuenta y la colocó sobre la mesa, entre nosotros dos. Se dirigió entonces a Jesús, le extendió un pedazo de papel en blanco y un bolígrafo, y con voz susurrante dijo:
—¿Puede darme su autógrafo, señor? Por si acaso.
Jesús se sonrió y tomó el papel y el bolígrafo.
—Por supuesto. —Escribió más que su nombre (no pude ver qué) y se lo devolvió al mesero. Me pregunto cuánto dan por eso en el sitio de subastas eBay del Internet.
—Muchas gracias, señor.
—Gracias a ti, Eduardo —contestó.
Permanecieron mirándose fijamente con el papel entre los dos, hasta que Eduardo lo tomó, hizo una pausa y se marchó.
Por primera vez desde que la cena comenzó, observé detenidamente a mi anfitrión. Sus rasgos seguían siendo los mismos —el cabello negro, la piel olivácea, los ojos casi negros, los músculos definidos—, pero, en cierta forma, su aspecto había cambiado. Parecía más suave y, al mismo tiempo, más autoritario. Yo no estaba totalmente cómodo a su lado, pero me sentía extrañamente atraído a él.
—Me gusta Eduardo. Es un hombre humilde.
Mientras más habíamos hablado, más preguntas me habían venido a la mente. ¿Cómo era el universo antes de la Gran Explosión? ¿Hay vida inteligente en otros planetas? ¿Qué les sucedió en realidad a los dinosaurios? Pero con la cuenta sobre la mesa, una pregunta eclipsó a todas las demás.
—Me has dicho una y otra vez que Dios me ofrece el regalo gratuito de la vida eterna. Entonces, ¿cómo es el cielo?
Sonrió como si yo le hubiera preguntado acerca del pueblo donde creció.
—El cielo es un lugar maravilloso. Los sentidos de la humanidad se han embotado tanto de vivir en este mundo quebrantado, que no creerías todas las vistas, los sonidos, los olores. Colores que nunca has visto. Música que nunca has escuchado. Muchísima actividad y, sin embargo, una inmensa paz. ¿Recuerdas cómo te sentiste cuando te paraste junto al Gran Cañón… demasiado impactado para poder asimilarlo todo?
—Sí.
—El cielo es así, pero infinitamente más.
—Me siento como un estúpido al preguntar esto, pero, ¿es verdad que las calles están hechas de oro?
Se rió.
—No es precisamente fácil describir el cielo. Es como explicarle la nieve a un nativo de una tribu del Amazonas. No hay un punto de referencia para él. Lo que está escrito en la Biblia es verdad, pero de una forma mayor de la que te imaginas.
—¿Me estás diciendo que no tengo que hacer nada para llegar ahí?
—Tienes que recibir el regalo de la vida eterna —respondió—. No puedes confiar en tu propia bondad. Tienes que poner tu fe en mí. —Se volvió a un lado, tomó un trago prolongado de agua y luego depositó nuevamente el vaso sobre la mesa—. Pero estás confundiendo el cielo con la vida eterna.
Yo estaba pensando todavía en cómo luciría el cielo, por lo que no entendí por completo su última afirmación.
—¿Qué? Lo siento.
—Estás confundiendo el cielo con la vida eterna.
—Yo pensaba que eran lo mismo.
—No.
—No te comprendo.
—La vida eterna no es un lugar —respondió—. Y no consiste básicamente en una existencia prolongada. Yo soy la vida eterna. El Padre es la vida eterna.
—No sé si estoy entendiendo bien lo que dices.
—De la misma forma en que Dios es la fuente de toda la vida física, él también es la fuente de toda la vida espiritual. Piénsalo de esta forma. Dios hizo que tu cuerpo necesitara alimento, aire y agua. ¿Qué sucede cuando eliminas esas cosas?
—Lo mismo se aplica a tu espíritu. Dios creó tu espíritu para que se uniera a él. Sin él, está muerto. No tiene vida. Dios es espíritu, y es vida. La única forma en que puedes tener vida eterna es teniéndolo a él.
Yo no sabía si estaba conectando todos los puntos.
—Así que dices que Dios ofrece vida eterna…
—Se te está ofreciendo él mismo. Dios viene a vivir dentro de ti para siempre. Cuando me tienes, tienes la Vida misma. Con una V mayúscula.
Me eché hacia atrás y pensé en eso por un momento.
—Entonces, ¿qué es el cielo?
—El cielo es, sencillamente, un sitio donde yo estoy.
—Pero la gente no va al cielo hasta que se muere.
—Es cierto. Pero puedes tener vida eterna desde ahora.
Debo haber tenido nuevamente una expresión confusa en el rostro.
—La vida eterna no es algo que comienza cuando mueres —prosiguió—. Es algo que comienza desde el momento en que me recibes. Cuando pones en mí tu confianza, no sólo estás ya totalmente perdonado, sino que también yo me uno a tu espíritu. Voy a vivir dentro de ti.
—¿Tú? ¿El mismo que está sentado aquí?
—El Espíritu Santo, si quieres decirlo así. Él y el Padre y yo somos uno.
—¿Sabes una cosa? Yo nunca entendí realmente eso de la Trinidad. Padre, Hijo y Espíritu Santo…
Sonrió.
—Bienvenido al grupo. No se supone que lo entiendas.
—¿Quieres decir que soy incapaz de entenderlo?
—Sí.
Yo no sabía cómo responder.
—Dios no sería un gran Dios —dijo— si tú pudieras entender por completo su naturaleza. La humanidad aún no ha comprendido la mayor parte de la creación. El Creador es mucho mayor que eso.
La importancia de lo que él había estado diciendo me fue penetrando poco a poco. No la comprendía en su totalidad, pero sí entendía su esencia. Sin embargo, no estaba seguro de cuáles eran sus implicaciones.
—Sigo sin sentirme muy cómodo con eso de que Dios venga a vivir en mí. Me gusta la parte del perdón. Pero esa otra…
—Esa es la mejor parte. Necesitas que alguien te ame y te acepte y quiera estar junto a ti, incluso cuando te sientes mal contigo mismo. Alguien que siempre estará contigo. Todo el mundo necesita eso. Dios te hizo así.
—A Sara le gusta estar junto a mí —dije, medio en broma.
—Espera a que cumpla los quince años.
Eso parecía estar tan lejos.
—Y —dijo—, para decirte la verdad, necesitas alguien que vuelva a poner de nuevo un sentido de aventura en tu vida. ¿Recuerdas al chico que se iba a montar bicicleta en el lodo de Highback Ridge?
Sentí un chispazo de energía ante la mención de ese sitio.
—Varias veces casi no hago el cuento.
—Lo sé. —Una ligera sonrisa se asomó a su rostro—. Eras muy osado.
Se inclinó hacia adelante, descansando los antebrazos sobre la mesa.
—Estás aburrido, Nick. Fuiste creado para más que esto. Te preocupa que Dios te robe la diversión, pero lo has entendido mal. Eres como un niño que no quiere ir a Disney World porque la está pasando bien haciendo pasteles de lodo en la esquina. No se da cuenta de que lo que le ofrecen es muchísimo mejor. No hay aventura semejante a unirse al Creador del universo. —Se echó hacia atrás—. Y tu primera misión sería dejar que él te guíe para que salgas del lío que tienes en el trabajo.
La expresión de mi rostro se congeló y mis ojos se quedaron clavados en los suyos. Dos meses atrás yo había descubierto que la compañía estaba falsificando información sobre los resultados de sus pruebas medioambientales. Yo no estaba involucrado en eso, pero sabía lo suficiente como para poner en peligro mi carrera si nos descubrían. Y él lo sabe.
—Tú quieres salirte de eso —dijo—. ¿Por qué no te vas?
—Pero no puedo renunciar. No hay ningún empleo como el mío en esta área, y Mattie me mataría si tenemos que mudarnos de nuevo. Ella acaba de volver a situar su negocio de gráficas en el mismo nivel en que estaba en Chicago.
—Tú sabes que estás engañando a Mattie y a Sara al trabajar en Pruitt. No sólo estás arriesgando tu carrera, sino que eso también te está desgastando. No estás junto a ellas cuando te necesitan.
Lo miré fijamente al otro extremo de la mesa. Sólo hablar sobre esto me desgastaba. Tiene razón. Pero…
—Es que no puedo hacer eso, ahora no.
—Necesitas que alguien te dé fuerza para tomar esa decisión. Porque sí te va a salir bien. Y sé que no lo parece.
—Eso es cierto. Mattie se enfurecería. Y yo estaría enojado con ella por reaccionar de esa forma. Y luego…
Y luego las cosas irían de mal en peor a partir de ahí. Durante meses. Esta situación se iba tornando cada vez más sombría por minuto.
—¿Qué pasaría si alguien que viviera en ti pudiera amar a Mattie incluso cuando ella está molesta contigo?
Eso parece absolutamente imposible.
—No lo es con Dios —dijo.
—¿Qué?
—Imposible. Yo puedo amarla a través de ti incluso cuando te resulte más difícil. Y también en la rutina de la vida cotidiana. Ella lo necesita.
Bajé la vista para evitar su mirada. Hablar de mi lío en el trabajo era ya bastante malo; yo no estaba acostumbrado, en absoluto, a hablar de este tipo de cosas, sobre todo con otro hombre. Incluso si era Jesús.
—No creo que Dios esté precisamente muy contento conmigo. —Levanté la vista.
Él se rió, se echó hacia atrás y cruzó los dedos detrás de la cabeza.
—¿Sabes quién era una de las personas con las que más me gustaba andar cuando estuve aquí anteriormente?
Sacudí la cabeza.
—Me gustaba Nicodemo. Venía y me hacía preguntas. Mis respuestas siempre lo dejaban pasmado. Pero me gustaba ver sus ojos abiertos ante lo que hablábamos. Era un buen hombre, pero ocupaba un puesto en el consejo de regidores, y estos eran deshonestos con el pueblo.
—Parece un tipo que me caería bien —murmuré.
—Tú y él tienen en común más que el nombre. Las cosas buenas, sobre todo.
Hizo una pausa, le echó un vistazo al portacuentas y después tomó un sorbo de agua. Mientras, yo extendí la mano hacia la cuenta.
—Déjame ocuparme de esto —dije—. Te debo una.
Mi mano asió el portacuentas, pero antes de que pudiera moverla él me agarró por la muñeca. Alcé la vista hacia él.
—Nick, es un regalo.
Solté un poco el portacuentas y le miré la mano. Tanto la camisa como la manga del saco se le habían corrido ligeramente hacia arriba del brazo. Mis ojos se concentraron en la cicatriz de un pinchazo grande que tenía en la muñeca. Quedé un momento en silencio.
—Pensé que te habían atravesado las manos.
Él siguió mi mirada hacia la cicatriz.
—Eso es lo que piensa la mayoría de la gente. Metieron los clavos a través de la muñeca para aguantar el peso de mi cuerpo. El tejido de las manos se habría desgarrado si hubieran tenido que sostener todo el cuerpo.
Dejé que se ocupara de la cuenta. Sacó dos billetes del bolsillo delantero, los deslizó dentro del portacuentas y volvió a levantar la vista hacia mí.
—¿Listo?