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El siglo de las revoluciones

ROMANTICISMO: EL CORAZÓN TIENE RAZONES…

La literatura, como cualquier otro arte, tiene algo de tira y afloja entre distintas escuelas o corrientes. El Neoclasicismo, que había nacido en el siglo XVIII para contrarrestar los arrebatos del Barroco, fue languideciendo a medida que avanzaba el siglo XIX en favor del Romanticismo. Algunos escritores se sentían cómodos en ambos círculos. Ya hemos visto que las Noches lúgubres de Cadalso preludiaron en 1790 el gusto venidero, pero el autor gaditano no fue el único. Escritores nacidos en el siglo XVIII como Álvarez Cienfuegos, Manuel José Quintana (1772-1857), Blanco White (1775-1841) o el citado Juan Meléndez Valdés reflejaron en sus obras una exaltación que anunciaba nuestra particular «tormenta e ímpetu».

¿Cuáles son los rasgos de este movimiento? La libertad es el primero; en realidad, es la raíz de todos ellos. El escritor romántico proclama su amor por los espacios abiertos, la espontaneidad de la imaginación –que gusta de viajar a países remotos o exóticos– y la pasión sin reservas.

La rebelión contra el absolutismo es la expresión política de un sentimiento moral. El romántico reniega de las reglas, se sacude el yugo gastado del Neoclasicismo, vive en un mundo perpetuo de ideales frente a la realidad, muchas veces sombría, que lo rodea. No hay medias tintas para él: es el césar o nada, y de ese radical planteamiento surge, en ocasiones, una tentación suicida, o la indiferencia heroica ante la muerte.

Como el presente le resulta demasiado gris, el romántico se refugia en el pasado. Escritores como Larra o Bécquer recrearon en sus libros dramas o leyendas medievales, en una suerte de evasión de la cotidianidad que sólo podía alcanzar la plenitud mirando atrás… con o sin ira. La literatura romántica es, más que desesperada, furiosa, siempre subjetiva, individualista, a veces tétrica. Los románticos viven en un más allá inescrutable, un mundo de sueños del que sólo ellos conocen las claves y se erigen en profetas. Y, sin embargo, a pesar de su individualismo, el romántico cree en el pueblo, se identifica con él, lucha por su emancipación, lo que hará que el movimiento converja con el nacionalismo.

En Francia, Rousseau, uno de los precursores del movimiento romántico, procedió en sus obras a desmontar ciertos tópicos sobre el progreso social amparados por el Siglo de las Luces. Su alegato del buen salvaje frente al hombre civilizado dejó una huella que seguirían los primeros prerrománticos. La imaginación empezaba a ganar la partida a la razón; las viejas reglas se disolvían frente a la libertad creativa.

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Leonardo Alenza y Nieto satirizó el suicidio romántico en esta obra de 1839, presente en el Museo del Romanticismo de Madrid. Si la caída por el despeñadero no bastaba, el tipo aún podía contar con el recurso del puñal. «Un chiste incalculable», opinó la crítica de su tiempo.

El fenómeno de moda en Europa se llama Werther. La novela del escritor J. W. Goethe, publicada en 1774, enardece el corazón de todos sus lectores. Su efecto es tan devastador como duradero: en 1808, Napoleón Bonaparte recibe a su autor en Erfurt para expresarle su admiración por esa novela epistolar, que trata del amor desventurado –casi la idolatría– de un joven por una muchacha prometida a otro hombre. Curiosamente, las cuitas de este personaje no llegaron a las imprentas españolas hasta 1819, cuando el Romanticismo estaba despuntando en nuestro país.

Por supuesto, la Revolución Francesa marca, en 1789, una cesura que atañe también a las artes, pero el interés por la fiebre revolucionaria de los primeros románticos pronto sucumbe a la decepción. Tras la caída de Bonaparte, se resucita el Antiguo Régimen, un sistema que, de hecho, nunca había sido liquidado del todo.

En España, el hispanista Juan Nicolás Böhl de Faber (1770-1836) condensa el sedimento teórico del primer Romanticismo en una serie de artículos. Para él, el movimiento nada tiene que ver con la revolución o sus secuelas: consiste, en cambio, en una vuelta al espíritu tradicional español. De igual parecer era Alberto Lista (1775-1848), quien, tras abominar del romanticismo antimonárquico, antirreligioso y antimoral que cuajaba en Francia, secundaba otro «cristiano, inteligente y civilizado». Es decir, la base teórica del Romanticismo español y, como veremos, también su praxis, fueron de raíces conservadoras y tradicionalistas, lo que no deja de ser curioso si consideramos que el movimiento no se consolidó en nuestro país hasta la muerte de Fernando VII, en 1833, cuando, tras la llamada Década Ominosa (1823-1833), los liberales pudieron volver a sus casas desde el exilio.

Los Cien Mil Hijos de San Luis, un ejército francés comandado por el duque de Angulema en socorro de Fernando VII, habían instaurado de nuevo el absolutismo en España, tras el Trienio Constitucional (1820-1823), con la consiguiente persecución de los elementos liberales. La libertad fue enjaulada o, como en el caso del general Riego, ahorcada en la plaza de la Cebada de Madrid, de tal modo que los escritores no lo tuvieron nada fácil para proclamar su credo.

Ahora bien, para escribir sólo hace falta querer hacerlo. A lo largo de la historia, el poder ha ejercido siempre de lo que es, poniendo trabas a la libre creación, pero quienes tenían algo que contar se sacudían las ligaduras, mojaban la pluma en el tintero y emborronaban sus cuartillas, insensibles a las consecuencias de sus actos, porque, no lo olvidemos, una palabra es también un acto, a veces incluso letal.

Suicida por amor a España

Durante los años veinte del siglo XIX, Mariano José de Larra (1809-1837) se hizo un nombre como periodista asaz dotado para la sátira de costumbres de su tiempo. Ciertamente, el objeto de sus críticas no era la monarquía absoluta de Fernando VII, e incluso se había alistado en el cuerpo de Voluntarios Realistas, una milicia que hostigaba a los elementos liberales, en 1827. ¿Cómo es posible entonces que Larra venga a representar a nuestros ojos el inconformismo de toda una generación? Quizá porque, más allá de lo evidente, disponemos del conjunto de sus escritos no a modo de disculpa sino, sencillamente, de contexto. El Larra «absolutista» de 1827 es el mismo que, a propósito de la guerra de Independencia de Grecia, escribe: «Huid bárbaros ya, los que en cadenas / a la indefensa humanidad doliente / a esclavitud perpetua condenasteis». ¿Una contradicción? No. Sencillamente, una vida.

En sus primeros escritos, Larra rechaza también el Romanticismo, que subordina a las conquistas de la Ilustración. Sus artículos en los periódicos, firmados con seudónimos hoy casi tan célebres como su mismo nombre –Duende, Juan Pérez de Munguía en El Pobrecito Hablador, revista fundada por él mismo, Fígaro o Bachiller– son, en efecto, herederos de esa tradición ilustrada que pretende corregir los vicios de su tiempo.

Larra, que empezó a escribir siendo un muchacho, alcanzó la madurez creativa a los veintipocos años y murió antes de los treinta. A finales de 1832, en los estertores del régimen fernandino, ingresó en la redacción de la Revista Española, donde publicó numerosos artículos de crítica teatral en un momento en el que las obras románticas empezaban a desplazar de la escena a las neoclásicas, si bien el legado de Leandro Fernández de Moratín, que había muerto sólo cuatro años antes, seguía vigente (y a Larra, particularmente, le encantaba). Tras la experiencia de la Revista Española, que se amilanó ante el acero de sus críticas al Gobierno, desembarcaría un tiempo en El Observador y más tarde en El Español.

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El Museo del Romanticismo de Madrid alberga la pistola con la que se suicidó Mariano José de Larra. Era el 13 de febrero de 1837. Quedaba más de un siglo para que Galerías Preciados instaurara la celebración de San Valentín…

Que la vida de Mariano José de Larra fue «romántica» nadie lo pone en duda. Basta con pasear por las abigarradas salas del Museo del Romanticismo de Madrid para comprobarlo in situ: la pistola con que se descerrajó un tiro el Lunes de Carnaval de 1837 apunta a la nada tras una vitrina. Su amor imposible por Dolores Armijo, una mujer casada como la Charlotte de Werther, lo llevó a un callejón sin salida a la edad de veintiocho años. Además, era un hombre sin ilusiones, desengañado, otra víctima de esa España despiadada que torturaría unas décadas más tarde a los hijos de la Generación del 98. «Aquí yace media España; murió de la otra media», escribió en El día de Difuntos de 1836. Una de sus hijas, Adela, fruto de su matrimonio con Josefa Wetoret Velasco, encontró el cadáver. Tras la muerte del escritor –enterrado en sagrado pese a ser un suicida, por intercesión directa del ministro de Gracia y Justicia–, nació el mito, alimentado por la nueva hornada de cachorros románticos, que lo despidieron en el cementerio de Fuencarral de Madrid, hoy desaparecido, con un veinteañero José Zorrilla declamando los versos del adiós.

Su final, el mismo de Thomas Chatterton, Karoline von Günderrode o Heinrich von Kleist, encaja plenamente con esa visión aparatosa del suicidio romántico que ejecutó el pintor Leonardo Alenza y Nieto hacia 1837, pero, desde luego, su obra no se resigna a una sola casilla literaria. El doncel de don Enrique el Doliente, su única novela, puede asumir, sí, el rótulo de romántica, en la medida en que lo fueron otros títulos históricos –sobre todo de época medieval– que se publicaron entonces; pero su drama en cuatro actos Macías no se desprende todavía de las maneras neoclásicas, por lo que bien podemos leerla como una síntesis de ambas corrientes. Su vida, romántica. Su obra, no tanto.

Entre tumbas con Zorrilla

Dejamos a un joven José Zorrilla (1817-1893) con la palabra en la boca en el cementerio de Fuencarral: «Ese vago clamor que rasga el viento / es la voz funeral de una campana». Se está despidiendo del «joven literato don Mariano José de Larra», que se ha suicidado por amor a los veintiocho años de edad en su piso de la calle Santa Clara de la capital. Con los ojos arrasados en lágrimas, el poeta se detiene para tomar aire. La voz le vibra. Es un momento histórico, el hito fundacional del Romanticismo en España, como lo será el homenaje a Góngora para los miembros de la Generación del 27.

Pero para Zorrilla, digámoslo claro, la composición de esos versos no es sino un trabajo de encargo, que resuelve con pericia y un dominio envidiable de la teatralidad. Tiempo después, el autor de Don Juan Tenorio tendrá la (mala) ocurrencia de escribir: «Broté como una yerba corrompida / al borde la tumba de un malvado».

¿Quién era José Zorrilla? El autor más popular del Romanticismo fue, por encima de todo, un poeta: nunca pretendió un cargo público, ni hizo malabares de bufón para congraciarse con el poderoso de turno. Su padre, un absolutista intransigente, lo despreció por su entrega a la literatura y su vida bohemia. Tras alcanzar la notoriedad en el homenaje a Larra, no le importó calzarse las botas del difunto: El Español le ofreció la vacante del articulista, mientras él empezaba a relacionarse con la elite intelectual del país. De la noche a la mañana, Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880) y José de Espronceda empezaron a contarse entre sus amigos y se le abrieron las puertas de las editoriales y los teatros.

Guapo, católico y sentimental, conectó bien con el gusto de su tiempo, que pedía dramas históricos y cómodas exaltaciones a la patria, pero, quizá porque era poeta hasta la médula, nunca se le dio bien la administración de los dineros, o los empresarios le engañaron más que a otros.

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Don Juan Tenorio, el Quijote y la Celestina son los grandes mitos literarios españoles. El director Gustavo Pérez Puig firmó la adaptación del primero de ellos en un prodigioso Estudio 1 de 1966.

La primera mitad de su vida fue la más fecunda. Estrenó Don Juan Tenorio, deudora del clásico de Tirso de Molina El burlador de Sevilla y convidado de piedra, en 1844; vivió en México una temporada como protegido del emperador Maximiliano; y, en los últimos años de su vida, espigó los honores institucionales que en justicia le correspondían. Pero, para entonces, el público le había empezado a dar la espalda. La «fascinación» que, en palabras de Emilia Pardo Bazán, habían sentido todos los españoles por Zorrilla, había declinado en los últimos años de su vida, si bien reverdeció tras su segundo entierro en Valladolid, su ciudad natal, adonde fueron trasladados sus restos desde Madrid tres años después de su muerte; en 1889, el ayuntamiento de la antigua capital del Reino le había suspendido la pensión de 4.500 pesetas que le pagaba como cronista oficial.

Asistir a una representación de Don Juan Tenorio, lo que antes era viable el Día de Todos los Santos, es la mejor lección para entender el movimiento romántico: la bruma de los escenarios, el cementerio, los espectros, la pasión desatada, los celos, la muerte, la salvación o incluso el historicismo, puesto que la obra se desarrolla en la Sevilla de mediados del siglo XVI.

Pero, ¿por qué la revisión de Zorrilla al clásico de Tirso? En realidad, el mito del Tenorio no quedó zanjado con la obra del sacerdote en 1630. Su influencia fue tal, que, según un estudio, hasta mediados del siglo XX se habían publicado más de dos mil dramas inspirados en ese personaje, con el que Tirso, por cierto, no quiso retratar a ningún caballero particular, sino a todos aquellos que en su época mancillaban a las mujeres.

Molière le daría otra vuelta en 1682, y Zorrilla lo fijaría para siempre en el imaginario colectivo gracias a la popularidad de su obra. Ambos personajes, el de Tirso y el de Zorrilla, son comparados con el Diablo por su maldad intrínseca, pero, mientras que el primero no se arrepiente de sus pecados, el segundo se salva por el amor de doña Inés, algo de lo que el vallisoletano se sintió muy orgulloso: «Yo corregí a Molière, a Tirso y a Byron, hallando el amor puro en el corazón de don Juan […]: yo más cristiano que mis predecesores saqué a la escena por primera vez el amor tal como lo instituyó Jesucristo».

Lo que mal empieza…

Durante el siglo XIX, muchos escritores se distinguieron también en la arena política. Ángel María de Saavedra, el duque de Rivas (1791-1865), fue uno de ellos, aunque, en su caso, sus méritos literarios han solapado la rutilante carrera que lo llevó incluso a la presidencia del Gobierno –entonces del Consejo de Ministros– en 1854 (si bien sólo la ostentó un par de días). Al duque de Rivas lo conocemos sobre todo por su obra Don Álvaro o la fuerza del sino (1835), uno de los primeros éxitos del teatro romántico en España, que, aunque no reprodujo en nuestra escena la apoteosis francesa de Victor Hugo con Hernani, sí mereció el interés del respetable. La obra, como el Tenorio, se desarrolla en Sevilla, esta vez a principios del siglo XVIII. Lo que mal empieza (el protagonista mata al padre de su amada sin querer), mal acaba (lean o relean la obra para recordar su final).

Don Álvaro o la fuerza del sino, un drama sobre la fatalidad, mostró el camino del nuevo teatro romántico, que Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) y Mariano José de Larra habían explorado un año antes con La conjuración de Venecia –escrita en 1830– y Macías, respectivamente. Tras la consagración del duque de Rivas, que escribiera también el poema El moro expósito (1834), autores como Antonio García Gutiérrez (1813-1884) saldrían poco menos que a hombros del Teatro del Príncipe con El trovador (1836) y Juan Eugenio de Hartzenbusch llamaría a las puertas de la gloria con Los amantes de Teruel (1837), de la que Larra publicó una extensa reseña en El Español elogiando su «pasión», su «fuego» y su «verdad».

Algo más que el Byron español

Larra, Zorrilla o el duque de Rivas nos brindan, cada uno a su manera, distintos encuadres para enfocar mejor el Romanticismo en España, pero tal vez sea José de Espronceda (1808-1842) la figura más «auténtica» de este movimiento. De él dijo el poeta Pedro Salinas que representaba a «ese hombre nuevo, esa nueva actitud frente al mundo».

Ni su vida ni su obra desafinan con los ideales de esa religión, en la que él profesó como un dogma suelto. Si muchos de sus coetáneos eran de temperamento conservador, Espronceda es desterrado a un convento a los diecisiete años por sus actividades en el seno de una sociedad secreta, probablemente de naturaleza masónica, los Numantinos. Escribe sus primeros poemas siguiendo a su maestro Alberto Lista, pero, en esos años juveniles, la política copa sus intereses. Asfixiado por el «ominoso» clima de Madrid, vive un tiempo en Lisboa y recala luego en Londres, como un proscrito más de la monarquía absoluta de Fernando VII. En 1830, lo vemos en las barricadas de París que coronan a Luis Felipe I como último rey de Francia. Tras la amnistía de 1833, regresa a España con su amor, Teresa Mancha, cuyo abandono y temprana muerte le inspirarán algunos de sus mejores poemas.

El garrotillo –es decir, la difteria– lo vence en 1842 y el pueblo llora su muerte. A sus treinta y cuatro años, José de Espronceda ha dejado una obra breve pero imperecedera, tan íntima como universal, sin abandonar nunca el entusiasmo político de su primera juventud. Amigo de Larra, de quien no podrá despedirse por su mala salud, y fiel a Espartero, en 1842 fue elegido diputado a Cortes por la provincia de Almería, pero, para entonces, sus días estaban ya contados.

Toda la obra de Espronceda, desde sus artículos de prensa a sus poemas filosóficos, desprende verdad. Su dios, como dejó escrito en la Canción del pirata, podía ser «la libertad», pero, a la vez, rechazó por inútil la desamortización de Mendizábal de 1836, que expropió los bienes a la Iglesia. Su vida fue la de un rebelde con causa; su obra, una extensión de su vida.

En sus composiciones de juventud, como El Pelayo, se reconoce aún la deuda del neoclasicismo, así como la ambición formal que le llevaría a sumirse en El Diablo Mundo, que dejó inconclusa. En esa obra aparece el Canto a Teresa, una preciosa elegía que acredita «lo bien» que se les dan los muertos a los escritores españoles: «¿Por qué volvéis a la memoria mía / tristes recuerdos del placer perdido / a aumentar la ansiedad y la agonía / de este desierto corazón herido?». El final es demoledor: «Truéquese en risa mi dolor profundo… / Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?».

No es casualidad que el nombre de Espronceda se haya asociado a menudo al de lord Byron, gigante del Romanticismo inglés. El español había leído su obra, que admiraba profundamente y, a buen seguro, le influyó. Pero Espronceda tenía una voz propia, y sus similitudes fueron tantas como sus diferencias. Por lo demás, el almendralejense nunca renegó de su «maestro» inglés, a quien, en un fragmento de El Diablo Mundo, puso a la altura de los más grandes: «¿Qué habré yo de decir que ya con creces / no hayan dicho tal vez los que murieron, / Byron y Calderón, Shakespeare, Cervantes, / y otros tantos que vivieron antes?». El autor de Manfred o Don Juan se asoma en El Diablo Mundo, pero también Goethe con su Fausto y El ingenuo de Voltaire.

El otro gran libro de Espronceda es El estudiante de Salamanca, publicado en 1840 tras su difusión por entregas a partir de 1836. Félix de Montemar, un «segundo don Juan Tenorio», protagoniza este cuento fantástico con trazas de pesadilla, en la que el espíritu romántico se adueña de la ficción desde los primeros versos:

Era más de media noche,

antiguas historias cuentan

cuando en sueño y en silencio

lóbrego envuelta la tierra,

los vivos muertos parecen,

los muertos la tumba dejan.

El esqueleto de doña Elvira o la visión del propio entierro estremecieron a los lectores de su tiempo, y todavía hoy nos ponen la carne de gallina. No fue la primera muesca de literatura gótica en España, pero sí la más perdurable.

Sin embargo, la mayoría conocemos a Espronceda por un poema que aprendimos en la infancia: la Canción del pirata, que en su época se recitaba en las tertulias con justo encandilamiento. Es una Biblia del movimiento romántico en España, un canto a la «libertad, igualdad y fraternidad», esas «tres palabras evangélicas» que «son el susto de los opresores de la tierra, el lema y esperanza de la humanidad», como escribió en un artículo publicado en 1836.

El último romántico

Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla en 1836, cuando el Romanticismo estaba en pleno apogeo. Por esas fechas, vieron la luz autores que con los años cabalgarían las olas de la novela realista o naturalista. Bécquer fue, pues, el último romántico –quizá, por tanto, un post-romántico– y, sobre todo, uno de los fundadores de la corriente intimista en la lírica. De su fugaz magisterio nacieron Antonio Machado o Luis Cernuda, quizá los mejores poetas españoles del siglo XX.

Si lo comparamos con Espronceda o Zorrilla, percibimos al momento que el sevillano es diferente, mucho más recóndito, ajeno a la épica de esos modelos. Para Bécquer, la poesía es un pronombre singular, «tú», no el «nosotros» de la patria común, ni la tercera persona de un conquistador llamado Juan Tenorio o de un pirata sin nombre.

A los dieciocho años, Gustavo Adolfo buscó la fortuna literaria en Madrid, donde ejerció como periodista y escribió comedias y zarzuelas. Ni que decir tiene que en sus primeros años ganaba poco –«escribir en Madrid es llorar», que dijo Larra–, y, encima, contrajo la sífilis. Tuvo tres hijos con su esposa Casta Esteban Navarro, pero el matrimonio no fue feliz. Bécquer «adoptó» como musa a Julia Espín, una cantante de ópera, y su mujer, según los rumores –para algunos calumnias– le fue infiel con otros hombres («La mujer pretende engañar al hombre y el hombre cree engañar a la mujer, y los dos a la vez son engañados», escribiría su viuda en el único libro que publicó, en 1884).

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La glorieta de Bécquer, en el sevillano parque de María Luisa, se engalanó en 1911 con este grupo escultórico, que evoca la gracia de sus rimas amorosas.

En los últimos años, la biografía de Bécquer se ha sometido a examen, y el mito no ha salido indemne. Para algunos estudiosos, Gustavo Adolfo Bécquer era un reaccionario y un burgués, que trabajó a las órdenes del ministro conservador González Bravo como censor, y, ahora viene lo gordo, que no murió de tuberculosis, sino por una enfermedad relacionada con la sífilis. Bueno, qué importa.

Porque lo único que de verdad importa es lo que escribió: sus rimas y sus leyendas. Fue sembrando las primeras sin cuidado por el porvenir hasta que la muerte de uno de sus mejores amigos le impulsó a reunirlas todas en un solo volumen, el Libro de los gorriones, que hoy conserva la Biblioteca Nacional. Acariciando esas páginas, en las que trabajaron sus amigos para presentar una primera edición de sus Obras en 1871, comprendemos que la grandeza viene a veces de lo más pequeño, de la naturalidad de las emociones, de la sencillez de las palabras, que, de tan finas, de tan menudas, franquean la página y tocan al lector.

Cada uno de nosotros tiene su rima de Bécquer grabada a fuego en la memoria. «Del salón en el ángulo oscuro» (VII), «¿Qué es poesía?» (XXI), «Cuando me lo contaron, sentí el frío» (XLII) o «Cerraron sus ojos» (LXXIII) merecen revisarse no de tanto en tanto, sino cada día si es preciso.

Su primera leyenda, El caudillo de las manos rojas, data de 1857, y en ella se aprecian algunos rasgos comunes a estas ficciones: el exotismo, lo sobrenatural, la fantasía. Pero quizá lo más interesante de la prosa becqueriana sea su sensualismo, esa suerte de frescura impresionista que parece revelar la palabra del modernismo. Eso, sin dejar de lado el romanticismo, con sus ambientes tétricos o su mirada al pasado, así en El monte de las ánimas, una de las más logradas, El miserere y El rayo de luna, las tres de atmósfera medieval, o El beso, que se sitúa en la guerra de la Independencia.

Si la voz del poeta alemán Heinrich Heine se escucha en algunas de las rimas de Bécquer, se diría que un compatriota suyo, E. T. A. Hoffmann, junto con Edgar Allan Poe, se aposentan en sus relatos, aunque, una vez más, no basta con conocer a un autor, con haberlo leído, para que este nos arrastre a su universo. Heine, Hoffman o Poe se acercan a Bécquer tanto como se distancian.

Ella quería ver el mar

En el contexto del Romanticismo, hubo varias corrientes que revitalizaron la lengua de distintas regiones españolas. En Galicia, el Rexurdimento nos dio a Eduardo Pondal (1835-1917) y Curros Enríquez (1851-1908), como veremos más adelante, y, sobre todo, a Rosalía de Castro.

El siglo XIX encuentra en esta poetisa y novelista santiaguesa, que cantó como nadie las bellezas de su tierra natal, a una de sus mayores figuras literarias. En un tiempo en el que no era habitual ni estaba bien visto escribir en gallego –se consideraba un dialecto desprestigiado–, Rosalía de Castro (1837-1885) contribuyó a dignificar esta lengua, merced a obras como Cantares gallegos o Follas novas; si bien, hacia el final de su vida, compuso En las orillas del Sar en castellano.

La vida privada de Rosalía fue muy desgraciada: hija (ilegítima) de un sacerdote, pasó la infancia al cuidado de familiares lejanos, su salud fue siempre quebradiza, conoció la muerte de uno de sus hijos y los apuros económicos fueron una constante a lo largo de su trayectoria. Todas estas angustias influyeron en su obra y le dieron un carácter intimista, subjetivo, reconcentrado, en el que ahondó en el infortunio del amor y se solidarizó con la pobreza del pueblo gallego, a la vez que cultivaba la novela con títulos como La hija del mar o Flavio, hoy no muy conocidas.

Rosalía de Castro falleció en Padrón a la edad de 48 años, aquejada de cáncer. Quiso que sus hijos quemaran sus obras inéditas, y sus últimas palabras fueron: «Abre esa ventana, que quiero ver el mar».

…QUE LA RAZÓN SÍ ENTIENDE: EL REALISMO

Durante la segunda mitad del siglo XIX maduraron en Europa el realismo y el naturalismo, movimientos literarios ad hoc para acompañar las miserias de los más desfavorecidos. Eran los tiempos de la industrialización y el ascenso de la burguesía, y España, desde luego, no escapó a esas corrientes, que tuvieron su cuna en Francia. Los proyectos narrativos de Balzac, Flaubert o Stendhal encajarían con los presupuestos del realismo, mientras que Émile Zola se considera el corifeo del naturalismo.

Y, no obstante, nadie podría afirmar así, tan alegremente, que Francia descubriera la pólvora en el siglo XIX. ¿Qué eran el Quijote o el Lazarillo de Tormes sino novelas realistas? La lección de la picaresca o el vagabundeo de nuestro ingenioso hidalgo y de su escudero por tierras de España entrenaron a nuestros autores para acaudillar el motín contra las formas del Romanticismo. De hecho, Madame Bovary, la criatura más famosa de Flaubert, ha sido interpretada por Mario Vargas Llosa como un «Quijote con faldas», y el autor francés siempre reconoció su admiración hacia la obra cervantina. Si don Quijote quiere abolir de una vez por todas la moda de los libros de caballerías, Flaubert pretende hacer lo propio con la novela sentimental de su época.

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El escritor francés Émile Zola marcó la pauta del movimiento naturalista, que trajo a España la coruñesa Emilia Pardo Bazán.

Si tuviéramos que fijar unas coordenadas temporales para el realismo, podríamos decir que nació en los años treinta del siglo XIX y que murió a finales del mismo. Más allá de los Pirineos, Stendhal publicó Rojo y negro en 1830 y La cartuja de Parma en 1839, y Balzac inició el fresco de La comedia humana en 1834. Entre tanto, Charles Dickens se dio a conocer en esa década con Los papeles póstumos del Club Pickwick (1837) y Oliver Twist (1838). En España, las primeras expresiones del Realismo se confunden con la pintura de costumbres de tono romántico, que va apartando al «yo» de la narración para abrir los ojos a la realidad circundante. La estética se supedita a la ética y el pasado pierde fuelle frente al presente.

Ahora bien, ¿qué otras características se cumplen en este movimiento? Para empezar, cambia la mirada. A diferencia del romántico, el realista trata de ser neutral (aunque no siempre lo consigue). El individuo como personaje interesa al autor en la medida en que le permite diseccionar a toda una sociedad. Los retratos realistas aspiran a la objetividad, y los sentimientos se dejan a un lado. El realista es un testigo, un cronista, un tipo que, por medio del relato fidedigno de los hechos, va desvelando las características de su entorno.

En este sentido, La Regenta es una novela realista «de libro». Clarín no sólo nos entrega a un personaje vivo, creíble hasta en sus más nimios detalles –en una palabra: «real»–, sino que nos proporciona una panorámica de una ciudad en su conjunto, con todos sus estratos sociales bien diferenciados. Al hacerlo así, los escritores realistas van sembrando, no siempre de manera consciente, un credo social, vinculado casi siempre al progresismo. ¿Cómo no iba a ser así en el siglo XIX, con la lucha de las clases trabajadoras en su apogeo, o las injusticias inherentes a la industrialización, proceso en el que la alta burguesía acabó reemplazando a la nobleza en la cúspide de la pirámide?

Hay, como veremos, una novela realista rural, pero en general las acciones se desarrollan en escenarios urbanos, que los narradores recrean con una visión «omnisciente», es decir, desde el absoluto conocimiento de todo lo que pasa, a la manera de unos entomólogos de su tiempo. El lenguaje no se pierde en vaguedades. Va a la raíz de las cosas. Es una herramienta más de una caja de precisión en la que, a diferencia del Romanticismo, la verdad no tenía por qué ser sinónimo de la belleza ni supeditarse a ella. Era autónoma. Era la diana a la que disparaban los dardos de sus palabras.

¿La Gaviota o La Fontana de Oro?

No hay un título fundacional del Realismo en España. La gaviota (1849), de Fernán Caballero (1796-1877), comparte intereses con esta escuela, pero sin superar el sentimentalismo de la anterior. Cuando uno de los personajes, la condesa, dice que «no hemos de pintar a los españoles como extranjeros: nos retrataremos como somos», su propuesta parece obvia y, de hecho, la autora, cuyo verdadero nombre era Cecilia Böhl de Faber, se marcó como meta la composición de unos cuadros de costumbres verosímiles mediante la atenta observación de tipos. Las penas del doctor Stein, casado con una mujer, La Gaviota del título, enamorada de un torero, pueden considerarse un enganche entre el carro del realismo y el remolque del romanticismo, pero al final el pintoresquismo prevalece sobre la realidad.

Un pormenor interesante: Fernán Caballero, nacida en Suiza, hija de un hispanista alemán al que ya conocimos un poco más atrás, y de la escritora gaditana Frasquita Larrea, escribió La Gaviota en francés, por lo que tuvo que ser traducida al español por su amigo José Joaquín de Mora, quien veló por su publicación como folletín en las páginas de El Heraldo.

Si unos ponen el dedo en la llaga de La Gaviota, otros sostienen que fue Benito Pérez Galdós (1843-1920) quien apuntaló los cimientos del Realismo con su primera novela, La fontana de oro (1871). Esto es más razonable, pero nos hace plantearnos qué literatura se escribió en esa tierra de nadie que precedió a la llegada del meteorito Galdós. Pues bien: algo parecido a La Gaviota, novelas por entregas como las del incombustible Manuel Fernández y González (1821-1888), que alternó el costumbrismo con el historicismo de sabor romántico, Torcuato Tárrago y Mateos (1822-1889), o Wenceslao Ayguals de Izco (1801-1875), amigo del maestro en estas lides Eugène Sue. Unos eran católicos, otros anticlericales, unos adoraban el misterio, otros operaban en el territorio de la sátira… Salvo del primero, más que nada por su constancia, el rastro de los demás se ha perdido en el torbellino literario.

Y es en ese contexto en el que arranca la obra de Benito Pérez Galdós, en una década en la que se van a publicar, por cierto, algunas de las mejores novelas de la literatura española del siglo XIX. ¿Qué sucedió para que se diera esa feliz ruptura con la estética predominante? Pues nada menos que una revolución, la Gloriosa o Septembrina, que desalojó del trono a la reina Isabel II. Al fin y al cabo, ¿no nació el realismo en Francia tras la Revolución de 1830, que inmortalizara Delacroix en La Libertad guiando al pueblo?

ASÍ HABLABA CLARÍN

En su artículo «El libre examen y la literatura presente», perteneciente a su libro Solos de Clarín, Leopoldo Alas, Clarín, manifestaba que el movimiento nacional de 1868 había arraigado en el espíritu del pueblo, decantando en él los ecos de la libertad. «El glorioso renacimiento de la novela española data de fecha posterior a la revolución de 1868», afirmaba en esas páginas, que instauraron, de hecho, un criterio generacional que todavía hoy, en pleno siglo XXI, resulta, si no del todo válido, al menos reseñable.

«El más atrevido, el más avanzado, por usar una palabra muy expresiva, de estos novelistas, y también el mejor, con mucho, de todos ellos, es Benito Pérez Galdós», continuaba. Clarín no se quedaba en el elogio de su amigo, sino que dibujaba a la perfección el panorama de la novela que la Gloriosa había excitado. De Juan Valera (1824-1905) dice que ningún autor como él ha señalado «el gran adelanto de nuestros días en materia de pensar sin miedo». Para Clarín, Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891) y José María de Pereda (1833-1906) «representan la reacción», y aunque su propósito de defender el pasado por medio de la novela le merezca respeto, «sus fuerzas son escasas, sus alegatos pobres, adocenados». Por lo demás, Campoamor (1817-1901) le parece «el literato más revolucionario de España, a pesar de que milita en las filas de un partido conservador», y José de Echegaray (1832-1916) encarna «el libre vuelo de la fantasía y el libre examen en la escena».

Un realista de corazón

Benito Pérez Galdós, el mayor exponente del Realismo en nuestro país, nos presentó la España del siglo XIX en el fresco de los Episodios nacionales, un ciclo narrativo comparado a menudo con la obra de Balzac. Desde la batalla de Trafalgar hasta el reinado de Alfonso XII, sus cuarenta y seis novelas, organizadas en cinco series, recorren la guerra de la Independencia, la España de Fernando VII, la primera guerra carlista y la regencia de María Cristina, el reinado de Isabel II, la Revolución Gloriosa o el turno de partidos.

Pero el autor canario fue también un penetrante testigo de su tiempo, que comprendió como pocos las posibilidades literarias que ofrecía la clase media, «el gran modelo, la fuente inagotable». Sus inquietudes políticas lo llevaron a afiliarse al Partido Progresista de Sagasta y, en 1907, al Partido Republicano. Diputado en varias legislaturas, esa pasión por la cosa pública trasluce en sus novelas de tesis, marcadas por un juvenil anticlericalismo (Doña Perfecta), que va evolucionando con el paso de los años hacia una espiritualidad en la que reverberan las lecturas de Tolstoi, a quien lee en francés a finales de los ochenta.

Entre la materia y el espíritu, sus novelas de tema contemporáneo dan cuenta de su capacidad para el retrato de personajes y la pintura de emociones. Galdós trabajó el oído como nadie, hasta el punto de que los diálogos de sus personajes, madrileños de vocación, nos parecen grabaciones radiofónicas transcritas luego sobre el papel. Fortunata y Jacinta (1887), tal vez su obra maestra, cuenta, como reza su subtítulo, «dos historias de casadas», pero es ante todo un melodrama castizo que se desperdiga por las calles de los barrios de Madrid.

Diez años más tarde, en Misericordia, desciende «a las capas ínfimas de la sociedad matritense, describiendo y presentando los tipos más humildes, la suma pobreza, la mendicidad profesional […]». La cita, extraída del prólogo, avanza revelando su técnica para tal logro, que consistió en «largos meses en observaciones y estudios directos del natural, visitando las guaridas de gente mísera o maleante que se alberga en los populosos barrios del sur de Madrid».

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Valle-Inclán se burlaba de Pérez Galdós por su estilo pedestre y castizo. Pero nadie podía negar que el canario electrizaba la lengua española como nadie.

¿Es eso naturalismo? Desde luego que sí. Así que ahora viene la pregunta, ¿qué es eso del naturalismo? Pues una especie de realismo crudo que, guardando las leyes de la ciencia experimental, abraza el determinismo, vamos, que los hombres estamos «predestinados» por nuestra herencia o nuestro ambiente.

En parte, cabe entender este movimiento como un esqueje de la planta realista, pero con los rasgos más marcados. Su determinismo fundamenta el ateísmo consustancial a esta escuela, ya que, si estamos condenados por el origen de nuestra cuna o por las circunstancias de nuestra vida, ¿de qué sirve ponernos en manos de Dios?

La mirada naturalista es, por tanto, mecanicista, carente de toda espiritualidad. Siempre un paso por delante de su matriz realista, en su exploración de las miserias sociales llega a abismarse en los escenarios más sórdidos. El naturalismo es, como decimos, un realismo crudo, amargo y pesimista, que, cuando tira la piedra, no esconde la mano con la crítica social. Las reacciones de sus personajes obedecen siempre a la lógica de su entorno, una selva sin principios ni moral.

La dama del Naturalismo

Su introductora en nuestro país fue la escritora gallega Emilia Pardo Bazán (1851-1921), discípula aventajada del francés Zola. Doña Emilia –nacida en el seno de una familia noble: tras la muerte de su padre heredaría el condado– fue una de las mujeres más instruidas de su tiempo: hablaba fluidamente inglés, francés y alemán y poseía una nutrida biblioteca. Feminista militante, dirigió la revista Biblioteca de la Mujer y la sección de Literatura del Ateneo de Madrid; y, en su vida privada, mantuvo una intensa relación amorosa con Benito Pérez Galdós.

En sus novelas –Los pazos de Ulloa, La madre naturaleza o Memorias de un solterón– encontramos profusas descripciones de tipos y paisajes; en sus ensayos, va a la raíz. Una compilación de artículos sobre crítica literaria, La cuestión palpitante (1884), representaría la síntesis del ideario naturalista, que Émile Zola había explorado con éxito a partir de su novela Thérèse Raquin (1867) y, desde el punto de vista teórico, a partir de su ensayo Le roman expérimental (1880), obra que Pardo Bazán conocía muy bien.

Si La fontana de oro puede considerarse la primera novela realista española, el privilegio de inaugurar el naturalismo le corresponde de nuevo a Galdós, en este caso con La desheredada (1881), publicada un año después de la novela de Zola Nana (que, al igual que La desheredada, cuenta las vicisitudes de una prostituta).

Doña Emilia, que a la sazón había empezado a cartearse con su amigo Galdós, lo vio claro en La cuestión palpitante: «[…] el egregio novelista se halló siempre dispuesto a pasarse al naturalismo con armas y bagajes; pero sus inclinaciones estéticas eran idealistas, y sólo en sus últimas obras ha adoptado el método de la novela moderna». La desheredada sería, pues, una novela moderna, lo mismo que Lo prohibido (1885), en la que leemos una divertida observación en boca de uno de los personajes: «¡Naturalismo! Por Dios, ¡qué naturalista, qué pornográfico se ha vuelto!».

La obra más leída de Emilia Pardo Bazán, Los pazos de Ulloa (1886), se adscribe también a esa corriente. Convincente retrato de la vida rural gallega, su galería de personajes ofrece un panorama extraordinario de la estratificación social en la época.

La novela regional de Pereda

Como vimos unas páginas más atrás, la Revolución Gloriosa reunió a un grupo de intelectuales que compartían ciertos rasgos estéticos. El término Generación del 68 no se frecuenta tanto como los de la Generación del 98 o del 27, pero la nómina de sus autores es colosal. Antes de centrarnos en Clarín, el ideólogo que acuñó el término, repasemos brevemente la plantilla.

Si la amistad es uno de los conceptos que concretan la existencia de una generación, no faltaron en el 68 los lazos humanos. Las cartas de amor de Emilia Pardo Bazán a Benito Pérez Galdós –recopiladas en 2013 con el título Miquiño mío (Turner)– dan cuenta de una pasión alimentada a lo largo de más de treinta años. Galdós fue, además, un amigo «fraterno» de José María Pereda, el autor de Peñas arriba. Sus ideas políticas no podían ser más opuestas, pero la admiración –humana y literaria– era mutua.

José María Pereda, el menor de veintiún hijos, ingresó en la Real Academia Española avalado por novelas como la antedicha o Sotileza. En su discurso, titulado La novela regional –respondido, cómo no, por su amigo Galdós–, replica a los críticos que no ven en este género más que una especie de localismo sentimental. Para Pereda, la novela regional, de la que él fue su máximo exponente, es «castizamente española», y está hecha con los mismos mimbres que la del Siglo de Oro. La Montaña, esto es, Cantabria, escenario de casi todas sus novelas, es un microcosmos que le permite declarar como testigo de la vida nacional. Hoy estas razones resultan superfluas, pero en su día algunos críticos consideraban que la literatura regional empequeñecía nuestro acervo, que pecaba de falta de ambición, como si sólo la vida de las ciudades fuera digna del interés de los literatos. En su respuesta, Galdós elogiaba sus méritos y apostillaba, a propósito de sus dos títulos más conocidos, que «no es de menos fuerza que Sotileza, Peñas Arriba; y si en la primera erigió un monumento al mar y sus trabajadores, en la segunda ha reproducido la majestad de las alturas, donde acaba la humanidad y empiezan las nubes».

Una tragedia sumió a Pereda en el silencio. El suicidio de su hijo en 1893 arpó su vida. Ya sólo pudo terminar Peñas arriba y escribir una novela corta sobre la explosión del vapor Cabo Machichaco, Pachín González.

La elegancia crítica

Los retratos de Juan Valera nos muestran a un hombre de «otra época». Nada que ver con el «torpe aliño indumentario» de Galdós o la miopía del tímido Clarín. Aficionado a la poesía, a los veinte años su padre le costeó una edición de trescientos ejemplares de sus «obras completas», de la que vendió sólo tres. Residió como diplomático en varios países europeos, Rusia entre ellos, Brasil y Estados Unidos, mientras fundaba revistas, soñaba con convertirse en un gran poeta romántico, heredero de Espronceda, mantenía disputas con la «inteligencia» de su época, progresaba como funcionario público y publicaba reseñas que hicieron de él uno de los críticos más avanzados de su tiempo. Cuando en 1888 un joven Rubén Darío (1867-1916) le envió Azul, piedra de toque del modernismo hispánico, Valera le dio un extenso acuse de recibo: «Todo libro que desde América llega a mis manos excita mi interés y despierta mi curiosidad; pero ninguno hasta hoy la ha despertado tan viva como el de usted, no bien comencé a leerlo».

De la literatura de creación de Juan Valera, la obra que mejor ha sobrevivido es Pepita Jiménez, un texto de madurez que empezó a publicar por entregas en 1874. Su autor, que la definió como «una novela psicológica de costumbres contemporáneas», consideró que tanto él como Pedro Antonio de Alarcón, de quien luego hablaremos, habían sido pioneros a la hora de cultivar ese género, que poco después granaría en manos de Pérez Galdós, Jacinto Octavio Picón (1852-1923), Armando Palacio Valdés (1853-1938), Emilia Pardo Bazán y otros.

Pepita Jiménez es una novela de sabor cervantino –el autor encuentra un legajo, dividido en tres partes, propiedad del deán de una catedral– sobre un triángulo amoroso: un joven seminarista, sobrino del deán, se enamora de la viuda Pepita Jiménez, que está prometida a su padre. Lo más interesante del relato es la evolución del joven Luis de Vargas, el conflicto que vive entre su vocación religiosa y los mandados del corazón.

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Pepita Jiménez ve pasar la vida en el madrileño paseo de Recoletos, bajo el busto de su creador, el egabrense Juan Valera.

Valera, como buen lector, sabía que las fronteras entre los géneros literarios son precarias. Lo que de verdad le interesaba era «el arte por el arte», aunque tampoco le hacía ascos al dinero, tal como confesó a su padre en una carta: «Si algo me impacienta es la pobreza. Por eso me quiero meter a autor dramático». Rechazaba la novela de tesis al igual que, rendida la adolescencia, aceptó que el Romanticismo era «cosa pasada», que había servido sobre todo para «libertar a los poetas del yugo ridículo de los preceptistas franceses». Juan Valera fue un artista del alambre, un hombre para todas las estaciones.

El padre de la novela policiaca

Su amistad con Pedro Antonio de Alarcón dio a luz interesantes iniciativas. En 1859 ambos fundaron, junto con Miguel de los Santos Álvarez, el periódico satírico-literario La Malva, «suave aunque impolítico», que sacó seis números al mes hasta su cierre en 1860. Fue una más de las publicaciones periódicas, satíricas o no, que animaron la vida cultural del siglo XIX, en la que Pedro Antonio de Alarcón, uno de los periodistas más aplaudidos de entonces, dejó una huella imborrable.

También en 1859 nuestro autor empezó a publicar en la revista ilustrada El Museo Universal las crónicas de su participación como voluntario en la guerra de África, que luego salieron como libro con el título Diario de un testigo de la guerra de África. Su propósito, que trasciende la mera inclinación informativa para penetrar en el reino de la literatura de viajes, al que volvería en otras oportunidades, era «hacer viajar conmigo al que me lea; identificarle con mi alma». Los lectores pagaban un suplemento extra por sus artículos, que atrajeron, por cierto, a un bisoño Galdós, quien convertiría a su creador en uno de los personajes de Aita Tettauen (1905), novela de la cuarta serie de los Episodios nacionales.

Pero la obra de Pedro Antonio de Alarcón fue mucho más vasta y, en algunos casos, se adelantó a su tiempo. Para algunos especialistas, fue él quien publicó la primera novela policiaca española, El clavo (1853), unos años después de que Edgar Allan Poe revolucionara el género con Los asesinatos de la calle Morgue (ambos, por cierto, aparecieron primero en revistas, El Eco de Occidente en el caso de la primera y Graham’s Magazine en el de la segunda). No obstante, la influencia de Poe en la obra de Alarcón fue posterior, por lo que el autor granadino pudo inspirarse para El clavo en un relato del francés Hippolyte Lucas, así como en los de su compatriota Alejandro Dumas, autor de Crímenes célebres.

Una anécdota: Pedro Antonio de Alarcón pudo ser nuestro Pushkin particular, pero la sangre no llegó al río. Al igual que el autor ruso, se enfrentó en un duelo, pero su rival, el poeta venezolano José Heriberto García de Quevedo, le perdonó la vida y disparó al aire tras el fallo de Alarcón. Ambos se habían desafiado en las páginas de los periódicos a propósito de la reina Isabel II: el español la censuraba; el venezolano, que había servido como guardia real, la defendía. De aquel trance nació un nuevo Pedro Antonio, menos irascible y más conservador.

Su obra más conocida, El sombrero de tres picos (1874), novela el tradicional romance de una molinera casada a la que trata de seducir un corregidor. Es una historia divertida, un cuento perfecto de principio a fin, que no tardó en triunfar más allá de los Pirineos. Años después, en 1919, Manuel de Falla la transformó en un soberbio ballet.

Un duelo al sol

Y llegamos, por fin, a la figura de Leopoldo Alas, Clarín (1852-1901). ¿Qué tal si empezamos estas líneas un día cualquiera de 1892? Junto a nuestro escritor, nacido por azar en Zamora pero de alma ovetense, se encuentra su mejor amigo, el periodista asturiano de El Liberal Tomás Tuero, y su también paisano Armando Palacio Valdés, autor, entre otras obras, de La hermana San Sulpicio (1889). Tomás y Armando lo arropan, lo apadrinan en uno de esos duelos absurdos que el segundo ha denunciado en su obra. En aquellos tiempos, los escritores no perdían el tiempo en tribunales ni dejaban que la mala baba los consumiera; como tampoco podían trollear en blogs ajenos, de vez en cuando se citaban al amanecer para dirimir sus diferencias.

Pues bien, aquella mañana, frente a ellos, aguardaba impaciente, entre sus padrinos Icaza y el coronel Reina, un crítico literario llamado Emilio Bobadilla, un cubano ciudadano del mundo, que firmaba sus artículos como fray Candil. Amigos antaño, generosos con la obra del otro, las relaciones entre ambos se habían deteriorado en los últimos meses, y ya sólo cabía dejar hablar a los sables. Por fortuna, los dos asaltos fueron benévolos: a Clarín, Bobadilla le hirió en un brazo y en la boca, y a Bobadilla, Clarín le hizo un siete en otro brazo. Tras el desenlace, la prensa resumió los hechos a su manera: «Tres asturianos se reunieron en el acto salvaje a que se refiere la noticia transcrita. Fabes, tocín y morciella […]. ¡Pobre Clarín! Andar por esos mundos ganando unas miserables pesetas, para esto. Para que le den sablazos en la boca». Clarín se consoló de su «fracaso» con un banquete en su honor, mientras que el otro, Bobadilla, recordaría tiempo después el incidente en una carta: «Clarín me había dicho que si aceptaba sus condiciones era cosa de “coser y cantar”. Y cuando le cosían a Clarín el labio, yo, canturreando, dije: “El pronóstico de Clarín se ha cumplido; a él le están cosiendo mientras yo canto”».

La mano (zurda) de Clarín sabía manejar el sable, pero, desde luego, era mucho mejor con la pluma. Fue, junto con Galdós, el mayor novelista de su siglo. Influido por la filosofía krausista –un sistema que defendía la libertad de cátedra y conciliaba la fe en un dios personal con el panteísmo–, se inició en el mundo de las letras como periodista. Y era temible. «Yo tengo contra mí la prensa neocatólica, la prensa académica, la prensa librepensadora de escalera abajo, parte de la prensa ultrarreformista, la crítica teatral gacetillera…», diría en 1893. Sus enemigos se contaban por docenas, aunque tal vez ninguno tan agresivo como Luis Bonafoux Quintero, «la víbora de Asnières», que llegó a celebrar su muerte. Como crítico literario, Clarín formalizó el concepto generacional del 68 y publicó un sinfín de estudios sobre sus contemporáneos. Los había leído a todos y, por lo general, sus juicios fueron atinados (aunque, lamentablemente, no supo entender la innovación del modernismo hispano).

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Frente a la catedral de Oviedo, en la plaza de Alfonso II el Casto, Ana Ozores, La Regenta, exhibe orgullosa su filiación «vetustense». ©Cristina Botello

El seudónimo con el que ha pasado a la historia surgió en 1875, en el seno del periódico El Solfeo, cuando el director invitó a sus redactores a que firmaran sus artículos con el nombre de un instrumento musical; a él le gustó «clarín». Profesor de Derecho, compaginó la docencia con la escritura de artículos y cuentos, y, a los treinta y dos años, publicó La Regenta, un monumento de la literatura española del XIX. Dividida en dos partes, cuenta la historia de Ana Ozores, una joven de provincias –la Vetusta de la acción es, en realidad, Oviedo– casada sin amor con el regente de la Audiencia. Su confesor, el turbio Fermín de Pas, se siente atraído por ella, que cae en los brazos de un seductor, Álvaro de Mesía, en un irremediable derrumbe hacia la marginación social.

La «víbora de Asnières» decretó que el asturiano había plagiado Madame Bovary –¿y por qué no La conquête de Plassans, de Zola, con su desvergonzado abate Faujas, o El primo Basilio, de Eça de Queirós?–, lo que podemos justificar teniendo en cuenta que aún no había nacido el crítico literario ruso Mijaíl Bajtín para poner sobre la mesa el concepto de «intertextualidad», es decir, la relación entre diversos textos, históricos o contemporáneos, dentro de una cultura. Si todas las novelas sobre la infidelidad remitieran al modelo francés, pocos autores se librarían del plagio, ¿no? Clarín, a diferencia de Flaubert, no condena a La Regenta, personaje esencialmente romántico y lastimado por sus frustraciones, y perfila, implacable, las aristas de una sociedad monolítica, la Vetusta que tan bien conocía. El complejo retrato psicológico de Ana Ozores se completa, en efecto, con la descripción de ese ambiente desolado, hostil, corrupto e hipócrita, que vale como un riguroso tratado sociológico. Militante del naturalismo, Clarín no esconde su anticlericalismo en La Regenta, sobre todo a través de la figura de Fermín de Pas, el magistral ambicioso, lujurioso y falto de humanidad, lo que condenó al silencio a la novela durante años.

La extensión de La Regenta contrasta con la modestia de otras narraciones, excepcionales prendas del relato corto, como Pipá, Doña Berta o Adiós, Cordera, uno de los clásicos de la literatura infantil, acerca del cariño que sienten dos niños, Pinín y Rosa, por una vaca que pronto acabará sus días en el matadero; el final, con Rosa viendo pasar el tren de los quintos en el prao Somonte, es demoledor. También escribió novelas de menor aliento, como Su único hijo o la inacabada Cuesta abajo, de carácter autobiográfico.

Enfermo de tuberculosis, sus últimos años fueron amargos; cuando en 1900 asumió una nueva corrección de La Regenta, le confesó a su esposa: «¿Ves esto? Ya no podría escribirlo yo ahora».

Antes de morir en 1901, pudo valorar la obra de algunos de los autores de la llamada Generación del 98. En 1897 conoció personalmente a Azorín, quien habló del «genio en su mirada penetrante», y con Unamuno mantuvo una desigual correspondencia a partir de 1895, en la que el bilbaíno puso, la verdad, casi todas las letras (Clarín guardó un indiferente silencio cuando aquel, ilusionado, le mandó su primera novela, Paz en la guerra). De Valle-Inclán censuró Clarín las ofensas gramaticales de su Epitalamio. Maeztu no lo tragaba por su ceguera para reconocer el «espíritu nuevo» de las jóvenes promesas, lo mismo que Baroja, que no tenía un recuerdo agradable de ese escritor «tan malo» de Oviedo. Sin embargo, don Leopoldo no fue denostado por los cachorros del fin de siglo en la medida en que lo fue Galdós, «Benito el garbancero», como lo llamaba Valle.

Entre tanto, Bonafoux, el enemigo de Clarín, se despidió de este con una corona de veneno en la boca: «Me alegré cuando mataron a Cánovas. Si Clarín no hubiera dejado mujer e hijos –por cuya familia haría yo cuanto pudiera–, me alegraría en absoluto de su muerte». No se llevaban bien.

EL AVE FÉNIX DE LAS OTRAS LENGUAS

Cuando pensamos en el Romanticismo, nos representamos un movimiento cultural que, entre otros intereses, se preocupó por la genealogía de los pueblos. Los románticos rechazaban el destino gris de las sociedades liberales y burguesas y buscaban la liberación de su yugo mediante la rebeldía y el inconformismo. Tarde o temprano, toda Europa cayó en esa fiebre, pero los problemas de cada territorio eran distintos, y distintas fueron las soluciones que propusieron para sus dilemas. La justicia social en Francia, el nacionalismo en Alemania o Italia y la tradición cristiana en España fueron otras tantas concreciones de la escuela romántica en el Viejo Continente.

Pero, aquí y allá, una de sus herencias más perdurables fue la reivindicación del folclore y de la idea de «pueblo». El «espíritu de la nación» surgió en Francia en el siglo XVIII, pero fueron los filósofos alemanes quienes lo barnizaron con una capa de romanticismo. El «Volksgeist» o ‘espíritu del pueblo’ de Hegel, Herder, Fichte y sus coetáneos atribuía a las naciones unas cualidades comunes e inmutables a lo largo de la historia y un destino ya trazado de antemano, que, no obstante, habría sido pervertido por la coyuntura política y sus espurios intereses hasta desfigurarlos.

Si vemos la historia como un esquema, es fácil encontrar a un «culpable» en España: el centralismo borbónico de Felipe V y sus sucesores, que desatendieron a la periferia y promovieron políticas –véanse los Decretos de Nueva Planta–, que abolieron las instituciones y leyes de la Corona de Aragón y persiguieron la lengua catalana.

De este modo, el nacionalismo adoptó la lengua como causa primera de sus reivindicaciones, y su restablecimiento y uso fue una de las luchas más hermosas y dignas de los siglos XIX y XX. La Renaixença en Cataluña, el Rexurdimento en Galicia y la literatura oral de los bertsolaris en el País Vasco fortalecieron la cultura de esas regiones –y, por ende, de España entera–, y nos conminaron a conocer mejor los matices de nuestra historia y la variedad antropológica peninsular. La restauración de una identidad lingüística, literaria e histórica completó nuestra imagen en el espejo.

Que todos estos movimientos coincidieran más o menos en el tiempo no quiere decir que fueran iguales; a continuación, discriminamos sus diferencias.

El Rexurdimento gallego

La historia del Rexurdimento gallego es apasionante. Habla de la toma de conciencia de un pueblo que descubre poco a poco su singularidad. Desde los primeros proyectos renovadores borbónicos en el siglo XVIII al movimiento provincialista de la década de los cuarenta del XIX, unos pocos gallegos cargaron sobre sus hombros la tarea de recuperar la historia y la cultura de la región.

Manuel Murguía (1833-1923) fue uno de sus impulsores. Dejó una prolija obra histórica, poética y narrativa, y tuvo la vista de reconocer los méritos de Rosalía de Castro como poeta y la mano para animarla a escribir y a publicar. En 1906, presidió la Real Academia Gallega, que se acababa de fundar con su estímulo, y lo hizo hasta su muerte. Uno de los primeros miembros de la docta casa sería Valentín Lamas Carvajal (1849-1906), ciego como Homero, que conoció un triunfo arrollador con su Catecismo do labrego (1888) y la desconsideración de Murguía, quien en 1877 lo acusó, injustamente, de fusilar los Cantares gallegos de Rosalía de Castro con su obra Desde la reja. Cantos de un loco.

Apenas unos años antes de que Rosalía publicara sus Cantares, vio la luz A gaita gallega (1853), de Xoán Manuel Pintos (1811-1876), una encendida defensa de la lengua gallega en verso y en prosa. La antología poética Álbum de la caridad (1862), que recopilaba los textos presentados a los Juegos Florales de La Coruña en la edición anterior, descubrió a los lectores gallegos la calidad literaria de sus paisanos, entre ellos la propia Rosalía, Francisco Añón (1812-1878) o Eduardo Pondal, autor, en 1886, de Queixumes dos Pinos, una de las obras más representativas de esta corriente; varias estrofas del poema pondaliano Os Pinos pondrían letra al himno gallego, adoptado en 1984.

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Rosalía de Castro, figura universal del Rexurdimento gallego, propuso en sus obras una poesía íntima, sin desentenderse por ello de los problemas sociales.

A su vez, Manuel Curros Enríquez honró por igual el periodismo y la lírica de su tiempo. Su obra magna, Aires da miña terra (primera edición de 1880), es una miscelánea de textos escritos a lo largo de su vida, entre los que suele incluirse su ambicioso poema A Virxe do Cristal.

La poesía del Rexurdimento es, sólo hay que verlo, excepcional, pero también lo fue su prosa. A Marcial Valladares Núñez (1821-1903) le cabe el honor de haber firmado la primera novela gallega contemporánea, Maxina ou a filla espúrea (1890), un tremendo folletín romántico. Por esos años, el canónigo del cabildo compostelano Antonio López Ferreiro (1837-1910) redactó tres novelas históricas, una de ellas ambientada en la Edad Media y las otras dos en el siglo XVI. El teatro, en cambio, apenas tuvo cultivadores, con honrosas excepciones como A casamenteira, de Antonio Benito Fandiño (1779-1834), que, escrita en 1812, no se editó hasta 1849.

Y de la defensa de la lengua a la defensa del territorio. El fenómeno nacionalista en Galicia surgió precisamente al abrigo de las Irmandades da Fala (1916) o ‘Hermandades del Habla’, que maniobraron desde el regionalismo al nacionalismo y del patrocinio de la lengua a la reivindicación de la autonomía política.

La Renaixença catalana

En paralelo al «resurgir» de la cultura gallega, Cataluña persevera en su propio renacimiento. El Romanticismo, que llevaba en su sangre el germen del nacionalismo –bien fuera mediante la unión de los pueblos separados arbitrariamente, bien mediante la disgregación de unidades territoriales menores en un país–, fue el contexto ideal para que los paladines de la Renaixença expresaran la personalidad propia de su «patria». No es extraño que el poema fundacional de ese movimiento, obra de Bonaventura Carles Aribau (1798-1862), lleve por título Oda a la patria (1833), robusta exaltación de la lengua y el paisaje catalanes.

El centralismo borbónico, impuesto tras la victoria de Felipe V en la guerra de Sucesión –Barcelona, no lo olvidemos, se había puesto del lado de los austracistas en ese conflicto– proveyó de argumentos a la reacción del siglo XIX, hija de una secular incomodidad con la política de Madrid. La consideración de la lengua desde principios de ese siglo, así como la reapertura de la universidad de Barcelona en 1837, serían dos de los hitos de una conquista que tañería todas las campanas: la literaria, desde luego, pero también la historiográfica, la periodística –con publicaciones como Lo gai saber, fundada en 1868 por Francesc Pelagi Briz– y la política.

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Bonaventura Carles Aribau publicó en las páginas del periódico El Vapor la Oda a la patria, pistoletazo de salida para la Renaixença catalana.

El citado poema de Aribau espolea a Joaquim Rubió i Ors (1818-1899) a escribir el poema-manifiesto Lo Gaiter del Llobregat (1841), que insta a los catalanes a despertar de su «vergüenza» e «indiferencia» por el desprecio hacia la poesía trovadoresca medieval y su ignorancia del pasado.

Los Juegos Florales, una tradición que se remontaba a la civilización romana, sirvieron para canalizar las nuevas voces de la creación en catalán y para perfilar sus temas: poemas historicistas en su mayoría, que escudriñaban el pasado en busca de unas raíces olvidadas. Su importancia radica en la valiosísima cantera de vates que dieron a conocer, entre ellos Àngel Guimerà (1845-1924). Este nació en Santa Cruz de Tenerife de padre catalán y madre canaria, ganó el certamen de 1877, y se afianzó luego como uno de los dramaturgos más queridos del pueblo, con obras como María Rosa (1894) o Terra baixa (1897), estrenada primero en español. Y, desde luego, mossèn Jacint Verdaguer (1845-1902), forjador del catalán moderno y un clásico de los Juegos Florales, que en 1877 mereció el premio extraordinario por La Atlántida, la epopeya que la Renaixença necesitaba para asentar su gloria, y que no tardó en ser alabada por todos los críticos, tanto dentro como fuera de Cataluña. Verdaguer escribió otro poema épico, Canigó (1886), que se desarrolla en los Pirineos, y en el que despliega su maestría con la poesía popular y el cantar de gesta, así como su feliz absorción de la métrica del occitano Frédéric Mistral. A su muerte, Joan Maragall (1860-1911), un poeta a caballo entre la Renaixença y el Noucentisme, lo puso en el lugar que le correspondía: «como todos los héroes, el momento lo creó él y esta es su gloria», dijo.

Además de abastecer a las musas de la poesía, la Renaixença aportó otros tantos nombres a la prosa del siglo XIX. Narcís Oller (1846-1930), p adre de la novela catalana moderna, introdujo el Naturalismo con La papallona (1882), una novela sobre la Barcelona anterior a 1868, que se publicó en Francia con una carta-prólogo del mismísimo Zola. Y, en teatro, además de Guimerà, no podemos olvidar al «trovador de Montserrat», Víctor Balaguer (1824-1901), autor de varias tragedias históricas y compilador de Los trobadors moderns (1859), una de las primeras antologías sobre la poesía de la Renaixença.

Los bertsolaris vascos

A su vez, el País Vasco asistió en el siglo XIX al renacimiento de los bertsolaris, adalides de una literatura oral en la que los versos se recitaban cantados en justas poéticas, un arte que hoy en día se sigue cultivando en esa comunidad.

Algunos de estos poetas ambulantes fueron el bardo José María Iparaguirre (1820-1881), autor de El árbol de Guernica, un zortziko –ritmo de baile popular– que pasa por ser el himno no oficial vasco, o Indalezio Bizkarrondo (1831-1876), más conocido como Bilintx. No todas las canciones de los bertsolaris eran propias; de hecho, la mayoría eran tonadas tradicionales populares.

En el último cuarto del siglo XIX, surgieron los primeros teóricos de esta escuela, coincidiendo prácticamente con la abolición en 1876 de los Fueros, costumbres con valor de ley que equivalían a privilegios fijados por el juez del tiempo; si bien el fenómeno nunca fue comparable al que se vivió en Cataluña o Galicia. La conciencia del euskera no se «activó» realmente hasta el siglo XX, con la creación de la Real Academia de la Lengua Vasca (1919) y, sobre todo, con la Segunda República en 1931 –el primer certamen oficial de bertsolaris se disputó en San Sebastián en 1935–, pero la Guerra Civil malogró estas expresiones, amordazadas luego por cuarenta años de dictadura.

¿Y qué premiaban estos juegos florales? Esencialmente, la capacidad de improvisación, de acuerdo con una rima y una métrica establecidas. En 1935, el ganador fue Basarri (1913-1999), a la sazón un joven de veintiún años, que tras la Guerra Civil trató de mantener vivo el espíritu del bertsolarismo en los pueblos vascos; y el segundo clasificado, todo un veterano, Txirrita (1860-1936), que en sus composiciones presentaba con sutileza las fallas de la sociedad y la política de su tiempo, a veces de forma descarnada y otras bufa. Su producción fue tan extensa que lo llamaron el Mozart del bertsolarismo.