10

Un cóctel de generaciones: balance final

En realidad, siempre ha sido así, pero ahora, en el momento presente, lo vemos más claro. Una generación no hace borrón y cuenta nueva con el pasado, sino que convive con él, aprende de sus aciertos y sus errores, toma lo que le interesa y descarta todo lo demás.

La literatura de la democracia ha transitado por caminos diversos. Camilo José Cela, por ejemplo, no dejó de tantear las posibilidades que le ofrecía la arquitectura narrativa, que desde principios del siglo XX se había dotado de nuevas «armas» o técnicas. Mazurca para dos muertos (1983) fue la primera parte de la trilogía gallega de su autor, que clausuraría con su última novela, Madera de boj (1999). Entre medias, el porfiado salto sin red de nuestro último premio Nobel (si exceptuamos a Mario Vargas Llosa), que, con un estilo inconfundible, sonaba siempre diferente.

No es el tema de este libro, pero, ya que mencionamos a Mario Vargas Llosa –que este año ha publicado su última novela, Cinco esquinas–, no podemos ignorar aquí los vasos comunicantes entre las literaturas transoceánicas, más claros aún si recordamos que nuestro país fue la principal puerta de entrada a los escritores del boom, muchos de los cuales vivieron aquí, publicaron aquí sus libros, fueron premiados en «nuestros» certámenes literarios o ennoblecieron el catálogo de agentes como la barcelonesa Carmen Balcells (1930-2015). Fue el caso del colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), autor de la prodigiosa Cien años de soledad, que todavía hoy conmueve a los lectores de todo el mundo con la historia de una familia, los Buendía, en el ficticio pueblo de Macondo. ¿Acaso algún autor ha podido sustraerse al hechizo de su prosa, o de la de Vargas Llosa, Julio Cortázar (1914-1984), Carlos Fuentes (1928-2012) y los demás autores del boom?

LA NUEVA NARRATIVA ESPAÑOLA

Junto con los veteranos Cela, Torrente y Delibes, ya mencionados en estas páginas, coexistieron los autores de la generación del 50, que, tras la instauración de la democracia, o en los años inmediatamente anteriores a la muerte de Franco, publicaron algunos de sus mejores títulos, por ejemplo El gran momento de Mary Tribune (1972), de Juan García Hortelano. A ellos habría que añadir la lista, extensísima, de la llamada «nueva narrativa española», que se hizo fuerte en plena democracia. Sus miembros, salvo aquellos que nos han ido dejando prematuramente, son los mismos a quienes la crítica rinde honores con cada nuevo título –la experiencia suele ser un grado– y a quienes los lectores premian con su fidelidad.

La literatura alumbrada durante la democracia, la de la nueva narrativa española, es inaprehensible. Sus tendencias son tan diversas como la personalidad de sus autores. Si en los años setenta el experimentalismo siguió orquestando una deconstrucción de las formas tradicionales, la consolidación de la democracia, tras el desasosiego que hizo tambalearse el «régimen» de la Transición a finales de los setenta y primeros de los ochenta, forjó a una generación de autores que interrogaba al pasado en busca de respuestas a su presente.

Podemos encontrar, así, una literatura a caballo entre lo sentimental y lo político, que reproduce las carencias y las aspiraciones de una sociedad perdida, que se hizo mayor durante la democracia. La memoria instaura una novela de fondo introspectivo, que se abstrae en la melancolía o el calor de las emociones, así en La lluvia amarilla, de Julio Llamazares (1955), o El jinete polaco, de Antonio Muñoz Molina (1956), dos títulos fundamentales de este período, publicados con apenas tres años de diferencia, en 1988 y 1991 respectivamente.

Pero, junto a esa tendencia, la prosa que demarca la última literatura española acepta también los desafíos de la literatura de género, con clara propensión hacia lo policiaco. El mismo Muñoz Molina, en El invierno en Lisboa, o Eduardo Mendoza (1943), experto en mezclar en un mismo párrafo lo picaresco con lo negro, lo histórico con lo folletinesco, sirven como botones de esta muestra. La literatura erótica gozó también de gran predicamento gracias al premio de novela La Sonrisa Vertical, convocado por la editorial Tusquets, que en 1989 reconoció la novela de Almudena Grandes (1960) Las edades de Lulú, luego adaptada al cine.

De algún modo, la literatura a partir de 1975 es un interrogante en sí mismo. A veces se pregunta por su propia razón de ser (las metaficciones de los hermanos Juan y Luis Goytisolo, imbricadas en un discurso de la posmodernidad tan realista como desencantado), a veces por la historia de España (Soldados de Salamina, de Javier Cercas) o, en ocasiones, por los laberintos de la realidad, con el recurso de la ciencia ficción practicado por José María Merino (1941), uno de los maestros del relato corto, en Novela de Andrés Choz.

Entre los que ya no están, Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003) fue el creador del detective Carvalho, que hizo acto de presencia en Yo maté a Kennedy (1972) y protagonizó dieciocho novelas. El autor fue, además, uno de los Nueve novísimos poetas españoles de la antología de Castellet.

Rafael Chirbes (1949-2015) fue un escritor tardío, a quien le llovieron los elogios con sus últimas novelas, Crematorio (2007), sobre la especulación inmobiliaria, y En la orilla (2013), una pesimista visión de la España de la crisis (también este año hemos conocido su novela póstuma, París-Austerlitz). Su amigo Vázquez Montalbán dijo de él que era como «una isla que se esfuerza por serlo».

Un caso aparte fue Francisco Umbral (1932-2007), descubierto por Miguel Delibes en las páginas de El Norte de Castilla. Amarrado al duro banco de la columna diaria, fue uno de los periodistas más rutilantes del último cuarto del siglo XX. Marsé definió su prosa como «de sonajero», y, si es así, todos los lectores fuimos bebés embelesados en sus letras. Su producción literaria fue excesiva, descomunal, tanto que necesitaríamos algo más de una vida para leerla de principio a fin como merece. También podemos escucharla: era música. Su pasión se nubló tras la muerte de su hijo por leucemia, lo que de algún modo lo encastilló en una fortaleza literaria, una torre de marfil a la que tampoco costaba mucho derretir con la ternura de su mirada. Su libro más amado, Mortal y rosa, fue el reventón de dolor de un padre que había perdido a su hijo y conducía a volantazos por una carretera de pena e incertidumbre. Las ninfas, premio Nadal, fue un canto a la juventud, y La noche que llegué al café Gijón (que «puede que fuese una noche de sábado»), unas memorias palpitantes sobre un escritor, una ciudad y un país que empezaba a despertar. A su vez, La leyenda del césar visionario indaga en el papel de los intelectuales de la zona nacional durante la Guerra Civil. No se quedó ahí. Umbral fue poeta, biógrafo, ensayista... Excluido por la crítica oficial que repartía abrazos y sinecuras, poco a poco se sobrepuso a los tapabocas de turno y recogió los premios más prestigiosos de nuestras letras, entre ellos el Príncipe de Asturias y el Cervantes.

A juzgar por las casas de apuestas, si el día de mañana un novelista español ganara el premio Nobel de Literatura, este podría ser Eduardo Mendoza, Enrique Vila-Matas (1948) o Javier Marías (1951).

El primero es el autor de La verdad sobre el caso Savolta (1975) y La ciudad de los prodigios (1986), la primera sobre la Barcelona «gangsteril» del primer cuarto del siglo XX y la segunda sobre las exposiciones universales de 1888 y 1929 en esa ciudad.

Enrique Vila-Matas, gran maestro del ensayo-ficción, ha trazado a partir de Historia abreviada de la literatura portátil (1985) una coherente summa acerca del amor a la literatura y de las víctimas de esa pasión: los Bartleby que prefieren no hacerlo –no escribir– o aquellos otros que, como el narrador de El mal de Montano, se hacen carne en la misma literatura.

Finalmente, Javier Marías, hijo del filósofo Julián Marías y discípulo de Juan Benet («me enseñó a ver pintura, a oír música, a leer mejor»), lleva treinta años en la cima, prácticamente desde que ganara el premio Herralde con El hombre sentimental (1986). Tras la espléndida acogida de Todas las almas (1989), Corazón tan blanco (1992) y Mañana en la batalla piensa en mí (1994), publicó Negra espalda del tiempo (1998), una «falsa novela» o tal vez una falsa autobiografía –aunque el narrador sea él mismo– y, ante todo, un fabuloso juego de espejos, que devuelven la imagen de la ficción a la realidad que se mira en ellos…, y viceversa. Su proyecto más ambicioso, Tu rostro mañana, se publicó en 2009 en un solo volumen, tras la sucesiva aparición de sus tres tomos: Fiebre y lanza (2002), Baile y sueño (2004) y Veneno y sombra y adiós (2007). En 2012, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte le distinguió con el Premio Nacional de Narrativa por Los enamoramientos, que rechazó, disconforme con los premios oficiales.

73.tif

Javier Marías es el escritor más apreciado por el establishment literario tanto dentro como fuera de España.

La plantilla de la «nueva narrativa española» es inabarcable: Álvaro Pombo (1939), José María Merino, Luis Mateo Díez (1942), José María Guelbenzu (1944), Félix de Azúa (1944), Juan José Millás (1946), Vicente Molina Foix (1946), Soledad Puértolas (1947), Luis Landero (1948), Gustavo Martín Garzo (1948), Arturo Pérez-Reverte (1951) –que aficionó a la lectura a toda una generación con Las aventuras del capitán Alatriste–, Rosa Montero (1951), Andrés Trapiello (1953) –autor de una voluminosa colección de diarios, Salón de pasos perdidos–, Julio Llamazares, Almudena Grandes, Ignacio Martínez de Pisón (1960) o Antonio Muñoz Molina. Este último, Premio Príncipe de Asturias de las Letras, es autor, insistimos, de una de las mejores novelas del ocaso del siglo XX: El jinete polaco (1991), sobre el coraje del recuerdo.

¿HACIA UNA ODISEA DEL ESPACIO?

Nunca se ha publicado tanto como ahora. En el año 2014, se depositaron en la Biblioteca Nacional 48.755 libros –apenas un 0,5 % menos que en 2013– y 7.275 folletos. Tres de cada diez títulos –cerca de diecinueve mil– se podían integrar en el cajón de sastre de la literatura. Esas estadísticas contrastan, sin embargo, con lo poco que se lee en nuestro país. El treinta y cinco por ciento de los españoles no lo hace nunca o casi nunca y, según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), un cincuenta por ciento no pasa de los cuatro libros al año.

La saturación del mercado editorial es un fenómeno transparente, como lo es la concentración del sector en unas pocas manos (fundamentalmente Penguin Random House –Bertelsmann– y Planeta). Sin embargo, no por ello dejan de saltar a la arena nuevos sellos editoriales.

Junto a esta tendencia, hay que hablar de la consolidación –que no del despegue, como muchos se temían– de los libros digitales, que representan en torno al veinte por ciento de la producción total (considerando que los informes oficiales sólo contemplan los títulos con ISBN, este porcentaje sería mayor), y de la autoedición como alternativa para publicar.

75.tif

Más de tres cuartas partes de los libros que se publican en España son en papel, pero el e-book ha llegado para quedarse.

Las tertulias en los cafés están de capa caída. Han sido reemplazadas por el púlpito de las redes sociales –fundamentalmente Facebook y Twitter– y por los blogs. A su vez, el crítico que se pronuncia desde las páginas de los suplementos culturales ha perdido relevancia en favor de los prescriptores de la red, lo que ha llevado a los primeros a tantear el terreno de los segundos.

En la nueva era interactiva, han sido muchos los autores que han impulsado su carrera a través de internet. Pero no hay que engañarse: la esencia de la literatura sigue siendo la misma que hace mil años, por lo que el manejo de las redes no faculta a nadie para escribir (bien), ni cabe confundir el número de «seguidores» con el de lectores. Es improbable, por lo demás, que el libro como códice desaparezca en el futuro para transformarse en un intangible, pero, si así fuera, la simplicidad de «subir» nuestras obras a una plataforma requerirá siempre una selección crítica a posteriori que establezca algún tipo de canon: si el único criterio para entrar en la «pléyade» fuera el del número de descargas, la literatura dejaría de existir como tal. Los nuevos soportes de lectura, incluido el teléfono móvil, han impuesto una suerte de zapeo intertextual al que podemos achacar la creciente falta de concentración en el ejercicio lector.

Las tendencias, en todo caso, son como las generaciones literarias, que están llenas de excepciones e incongruencias. Como es lógico, el lenguaje audiovisual se ha incorporado a la narrativa contemporánea, pero no hace falta recordar que, en 1929, Rafael Alberti escribió un poema titulado Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca. Hace cien años, Europa bullía con las vanguardias –alguna, como el ultraísmo, intrínsecamente española, como hemos visto–, mientras que hoy en día los movimientos de ruptura –desde la Alt Lit procedente de Estados Unidos, una narcótica literatura del hastío, al viejo After Pop– no es que sean marginales, pero no han trascendido a la moda. No son novedad sus penas y, tal como se decía de los políticos de antaño, nos enfrentamos a «los mismos perros con distintos collares», de cuero o nailon, de opio o de Xanax.

Por eso, si han llegado a esta página, sabrán que la «autoficción» no es un invento de ahora, sino que la practicaron Azorín o Unamuno sin darse tanto pisto. Que Truman Capote sea reputado como el padre del «nuevo periodismo» no quiere decir que, antes de los años sesenta, no se practicaran esos pasatiempos. Cambian los términos, se acuñan membretes nuevos, varía el lenguaje de la crítica, pero la soledad del escritor ante el folio en blanco es semejante a la que experimentaron nuestros antepasados.

Así las cosas, los cachorros de nuestras letras –entre los que no hay, que sepamos, un Tolstoi o un Proust: se conoce que la ambición ha decrecido– están haciendo lo único que pueden hacer: interpretar su presente sin necesidad, faltaría más, de enterrar el pasado. Lo fragmentario convive con lo lineal, la literatura policiaca con la introspección psicológica, el pueblo con la ciudad, la atmósfera más sugerente con el nombre exacto de las cosas, la Guerra Civil con las utopías futuristas, el compromiso con la ausencia de él… Todo lo cual despacha una literatura resbaladiza, que no podemos simplificar como antaño en una sola corriente, llámese esta «realismo» o «romanticismo».

CALEIDOSCOPIO NARRATIVO

Por eso, si quisiéramos trazar una perspectiva cabal de la literatura española del siglo XXI el resultado sería un juguete caleidoscópico, no porque los escritores sean géneros en sí mismos, sino porque se ha extinguido la conciencia generacional.

Vender palabras es mucho más difícil que vender coches. Quienes lo consiguen, quienes viven de esto, son, a menudo, notas insignificantes de una partitura llamada marketing, que activa sus resortes para lanzar al autor «promotable» de turno. Por supuesto, también hay creadores excepcionales, que han encajado con la sensibilidad de nuestros días sin pervertir su voz.

Desde finales del siglo XX, un grupo de escritores de lo más heterogéneo ha ido señalando título tras título los derroteros de la narrativa contemporánea: Javier Cercas (1962), Manuel Vilas (1962), Luisgé Martín (1962), Juan Francisco Ferré (1962), Pablo d’Ors (1963), Belén Gopegui (1963), Juan Bonilla (1966), Lorenzo Silva (1966), Ray Loriga (1967), Agustín Fernández Mallo (1967), Marta Sanz (1967), Marcos Giralt Torrente (1968), Juan Manuel de Prada (1970), Javier Calvo (1973), Unai Elorriaga (1973), Isaac Rosa (1974), Andrés Barba (1975), Alberto Olmos (1975), Joaquín Pérez Azaústre (1976), Use Lahoz (1976) o el hispano argentino Andrés Neuman (1977) son sólo algunos de ellos, forjadores de mundos en los que cabe todo: las sagas familiares, la historia, la política, el amor, el simple juego de contar…

HIJOS DE LAS ANTOLOGÍAS

Después de unos años de abatimiento, el género de la poesía ha conquistado de nuevo el gusto popular, y aquí las redes sociales han hecho su parte. Los lectores más jóvenes conectan con los versos que recitan en YouTube sus poetas preferidos o con las píldoras sentenciosas que publican en Twitter, a la que vez que interactúan con ellos en sus blogs.

Aquella inmensa minoría que presumía de dotes técnicas y profundos conocimientos literarios, que exigía un sello de pertenencia a la secta poética en boga –o unos halagos para franquear el acceso a ella– ha visto cómo unos tipos con mensajes sencillos les robaban su puesto en las listas de los más vendidos. Quizá estos nuevos trovadores no ganen nunca el premio Adonáis, el Hiperión o el Loewe, pero, a buen seguro, los «viejos» tampoco alcanzarán una tropa de admiradores tan vasta como la de los primeros, redes sociales mediante.

La cuestión es, ¿estamos ante una nueva forma de poesía, ante otra moda o ante un signo de los tiempos? Todo eso y nada a la vez. Estamos ante una evidencia y ante la eterna pregunta de qué es poesía.

Entre los poetas nacidos a partir de 1960, podemos citar a Felipe Benítez Reyes (1960), Carlos Marzal (1961), Lorenzo Oliván (1962), Vicente Valero (1963), Vicente Gallego (1963), Miguel Ángel Velasco (1963-2010), Juan Antonio González Iglesias (1964), Luis Muñoz (1966), Jordi Doce (1967), José Luis Rey (1973), Raquel Lanseros (1973), Antonio Lucas (1975), Carlos Pardo (1975), Martín López-Vega (1975), Vanesa Pérez-Sauquillo (1978), Álvaro Tato (1978), Javier Vela (1981), José Martínez Ros (1981), Ben Clark (1984), Elena Medel (1985) o Luna Miguel (1990).

LA REINVENCIÓN DEL TEATRO

Finalmente, el teatro goza de buena salud desde el punto de vista creativo, aunque sufre como ningún otro arte los efectos de la crisis. La generación que vio representados sus primeros textos allá por las décadas ochenta y noventa del pasado siglo ha mostrado su fiabilidad estreno tras estreno, influida, o apadrinada en algunos casos, por tres de los autores más representativos de la segunda mitad del siglo XX: José Sanchis Sinisterra (1940), autor de ¡Ay, Carmela!, El cerco de Leningrado y El lector por horas; José Luis Alonso de Santos (1942), cuya obra más conocida es Bajarse al moro, y Fermín Cabal (1948), que escribió Tú estás loco, Briones y Esta noche, gran velada.

Hablamos, en fin, de la generación de Lluïsa Cunillé (1961), Sergi Belbel (1963), Jordi Galceran (1964), Antonio Álamo (1964), Juan Mayorga (1965), que es tal vez el más importante de todos ellos, Borja Ortiz de Gondra (1965), Angélica Liddell (1966) o David Desola (1971). Tras ellos, asoman los rostros de autores nacidos precisamente en los años en que ellos empezaban a despuntar, como Fernando J. López (1977), Alberto Conejero (1978), Álvaro Tato (1978), Carlos Contreras Elvira (1980) o Antonio Rojano (1982).

74.tif

Filósofo y matemático, Juan Mayorga prueba con cada nueva obra su apabullante dominio de la arquitectura teatral.

Las salas alternativas, que en España eclosionaron en los primeros años de la democracia, el microteatro y un sinfín de fórmulas aspiran a encontrar su hueco, o a no perderlo, en un contexto en el que la asistencia del público depende más de factores exógenos que de la calidad de la obra.