AUNQUE DE HABER INFIERNO habría ardido en él –ardo tal vez ahora vida tras vida en estos intrincados ciclos de promiscuidad– sigo pensando que ser un cazador de monjes no estaba del todo mal.

Yo atendía, por los años en que comienza esta historia, el santuario de Santi Cosma e Damiano en Carbonara di Nola, un pueblo recio y montañés. La Carbonara, como se le decía con desprecio en Nápoles, era un municipio miserable, asociado de manera más bien abstracta al virreinato de las dos Sicilias, cuya constante histórica había sido un odio justo y pertinaz a Roma.

Un buen día el arzobispo de Nápoles, aliado de los españoles contra las ambiciones romanas de reconstruir una corona itálica, nombró a mi antiguo compañero del seminario Tonio, il Anglese, secretario suyo. Tonio era, para decirlo rapidito, una serpiente: seductor y lúcido, servicial de un modo un tanto irónico, inmisericorde en los usos de su mano izquierda y espléndido en los de la derecha, bello a su manera diminuta y enclenque. Il Anglese era hijo postrero de comerciantes de la ciudad, entregado por sus padres al párroco porque no quedaba claro qué hacer con él. Mi caso era más triste, pero igual de común: mi madre era castellana y puta de rango; cuando quedó embarazada de un joven caballero con tierras, título de leguleyo y aspiraciones en la corte, fue embarcada más o menos por la fuerza rumbo a Nápoles, donde su amante le aseguró que la alcanzaría. Crecí medio huérfano en las calles de la ciudad mientras ella hacía visitas nocturnas a los palacios de la nobleza local.

Murió la muerte terrible de los sifilosos cuando yo tenía ocho años, llevándose el nombre de mi padre a la tumba. Alguno de los nobles que veían por ella se encargó de que me entregaran a las clarisas y ellas me cuidaron hasta que fui a dar al seminario, repleto ya de melancolías y manando todas las malas leches de mi siglo.

Aunque yo había crecido en Nápoles y había tomado ahí los hábitos, llegué a las provincias en castigo por algún exceso en mi oficio de cazamonjes. Il Anglese, por su parte, se había quedado siempre en la ciudad y se había encumbrado hasta convertirse en la inteligencia gris que gobernaba su clero. Era un hombre sin vida interior, lo cual lo hacía cruel, pero también eficaz y sencillo. Así, no fue raro que cuando me mandó llamar a la sede del arzobispado napolitano, apenas se levantara de su escritorio organizado y pulcro a darme un abrazo –reposó su cabeza rubia sobre mi pecho. Siéntate, me dijo, mostrando una silla impecable y señorial, cuyo asiento estaba estampado en rojo y dorado, los colores napolitanos.

El salón tan limpio y sobrio me hizo sentirme un franciscano, con mi capa agujereada y mis uñas negras de cura montacabras. Cómo has estado, me preguntó, acodado en el escritorio y apoyando la barbilla en los puños. Llevaba en la punta de la nariz unos anteojos de oro muy finos, conectados por detrás de la nuca con una cadenita, la última moda española. Jodido, le dije, mi parroquia no da más que borregas y yo estoy más bien para viudas, pero no voy a ir a quejarme a Roma. Mostró los dientes con el tipo de sonrisa con que se extiende una condena a muerte y me dijo: No se espera menos de ti. Luego me entregó un pliego de papel sellado por el anillo arzobispal. Te vamos a traer de vuelta a la ciudad, a Santa Lucia al Mare; no vas a ser el párroco, pero vas a estar mejor: menos trabajo, más ingresos, más tiempo para dedicarle a la gloria de Nápoles y de Felipe III.

La noticia no me podía haber dado más gusto: había pasado años tratando infructuosamente de volver a mi ciudad. La vida en La Carbonara me había enseñado, sin embargo, cierta contención, de modo que fingí pensármelo, para ver si podía obtener algún beneficio adicional. Son duros en el puerto, le dije. No lo suficiente para ti, respondió. Hay rumores sobre la posibilidad de una alianza entre Roma y los venecianos, le dije, y todos estamos al tanto de las ambiciones del virrey. Se me quedó mirando fijamente, a la espera de que continuara. ¿Para qué me estás llamando de vuelta? No te estoy preguntando, me dijo, te estoy dando una orden en tanto tu superior. Agradecí con una inclinación de cabeza tal vez demasiado profunda y le dije que, fuera lo que fuera, no se iba a arrepentir de haberme devuelto. Apretó el puente de los anteojos contra el nacimiento de su nariz y, atendiendo a los papeles que tenía en el escritorio, me dijo: Yo me ocupo de que no te falte nada y tú haces lo que sabes hacer; sobre todo, me escuchas cuando tenga algo que decirte. Me quedé sentado en mi silla mientras se hundía en la lectura de un documento, sintiéndome peor afeitado que nunca. Después de un tiempo durante el que no supe qué hacer volvió a alzar la mirada por arriba de los anteojos y me hizo un gesto minúsculo de despedida.

Fue así como volví a la ciudad de donde las intrigas entre los dominicos y sus aliados en el Vaticano me habían exiliado por la sospecha correcta pero nunca probada de que yo era un cazamonjes un poco pasado de lanza y por tanto un amigo de Nápoles y España.

Dejé el santuario de Santi Cosma e Damiano esa misma tarde, sin esperar a mi relevo ni despedirme de los hijos que tenía regados por los campos. Me llevé una sotana de repuesto –ya compraría unas más finas y adecuadas para mis tratos en Nápoles–, mis dos pistolas y mi mosquete corto, el arma insignia de un cazador de monjes.

En Santa Lucia al Mare me encontré con algo muy distinto a lo que esperaba: no a un párroco viejo necesitado de la asistencia de otro más joven para llevar la Palabra a la difícil clientela del puerto, sino a una verdadera hermandad de asesinos.

Me abrió la puerta del curato un hombre de talla descomunal, barba más crecida que la mía y puños como calderos. Hubiera podido ser cualquier cosa menos sacerdote, a pesar de la sotana bastante fina que portaba. Le extendí la carta del arzobispo y le dije que era el nuevo oficiante en la comunidad. Resopló y tomó el documento sin dejarme pasar; rompió el sello y fingió que lo leía –estaba de cabeza. No lo esperábamos tan rápido, me dijo. Luego me señaló que pasara y lo hice. Ya me adentraba cuando me contuvo con una mano de hierro que cubría todo mi hombro. No puede entrar con todas esas armas, dijo. Abrí la capa y le mostré las pistolas atoradas en el cinto. Las tomó, las revisó con algún cuidado. Como no había una mesita a la mano, las atoró entre la espalda de una imagen de Santa Lucia en trance y la pared en que estaba empotrada. Agregó casi por la nariz: También quiero el mosquete. Me alcé la capa como una piruja lista para que ofendieran sus carnes por el ventanuco del Diablo y él mismo lo extrajo de la base de mi espalda, donde lo llevaba clavado. ¿Está cargado?, me preguntó mientras yo colgaba mi capa y el bolso en la percha del recibidor. Subí los hombros y afirmé con la cabeza. Abrió la cámara delicadamente. Nunca había visto uno así de corto, anotó casi para sí mismo. Así los están haciendo ahora, le dije, mientras me limpiaba las botas del lodazal del exterior. Pase al refectorio y siéntese en la mesa, me dijo, voy por el capitán. Subió por unas escaleras por las que apenas cabía.

Cuando vi a todos los curas de la parroquia entrar al poco tiempo, me quedó clarísimo que Tonio y quienes le daban órdenes estaban preparándose para ir a la guerra: uno no recluta a un párroco como ése si no está listo para arriesgarlo todo. El padre Santiago, que dirigía la cofradía, era un gallego viejo, de pelo blanco y ojos verdes helados que me incomodaron desde el principio: mellaban en una parte secreta de mi memoria. Se sentó frente a mí. El gigante que me había abierto la puerta jaló la silla que estaba a la izquierda del superior, le dio la media vuelta y se sentó usándola al revés –con las piernas abiertas– recargando sus antebrazos como robles en el respaldo. A su flanco derecho se sentó un gigante idéntico a él. Al notar mi asombro ante esa forma de usar los muebles, el párroco porfió, a manera de explicación: Así pueden desenfundar más rápido. Puse las palmas de las manos sobre la mesa. Yo soy el padre Santiago, dijo, y éstos son Carlo y Lorenzo. Hice una inclinación de cabeza, a la que sólo respondieron los gemelos. Luego el comandante señaló hacia la entrada al refectorio, donde seguía de pie, recargado en una de las jambas de la puerta, un jovencito de piel morena y pelo enjoyado color azabache. Tenía los dientes negros y suficiente revolución de sangres en las venas para que en las calles lo confundieran con un siciliano y lo temieran –con razón– como tal. Lo presentó como el padre Juan, indiano; tiene sus propios asuntos –agregó como si no estuviera presente–, mejor no meterse con él. Luego inició la conversación sin pedirme que me presentara, lo cual me resultó comodísimo: soy un hombre de pocas palabras, luces trémulas y mecha corta.

¿Lo manda el arzobispo mismo?, me preguntó en español –la lengua de mi madre. Me manda il Anglese, le respondí en napolitano. Murmuró algo al oído del gigante que me había abierto la puerta y éste se levantó. El gallego no me quitó los ojos de encima hasta que el otro volvió con el mosquete. Cuando lo vio preguntó: ¿Cazamonjes? Afirmé con la cabeza. Lo sopesó y recorrió el grabado del cañón con la yema del índice. Toledano, dijo, finísimo; o tiene usted muy buenos amigos o ha hecho negocios interesantes como ministro de la Iglesia. Soy amigo del Anglese desde el seminario, le respondí, y antes de que me mandaran a La Carbonara regenteaba un corral de putas de la parroquia de María Magdalena porque nadie daba diezmo. Así son los napolitanos, añadió, no sé si refiriéndose a la falta de caridades o a mis oficios de asesino y padrote. Me entregó el arma. Lorenzo lo va a llevar a su habitación; le toca el oficio diario de mediodía y el de la tarde los domingos; también va a relevar al hermano Juan –y señaló al indiano– del trabajo de cobrar el diezmo a las putas del puerto, a él lo necesitamos en otros menesteres; puede disponer de una quinta parte de todo lo que sea capaz de recabar.

Me levanté de la mesa. Haga lo suyo, me dijo el padre Santiago antes de que abandonara el refectorio seguido por Lorenzo y Carlo, pero con más cuidado que con el que lo hacía antes de que lo mandaran castigado a La Carbonara, yo no me meto con nadie si nadie se mete conmigo.

Ya subía la escalera cuando el padre Santiago me llamó desde la planta baja. Me volví hacia él. Y nada de cagar en las esquinas, me dijo; en esta parroquia se usa la letrina. Yo ya había aspirado el olorcillo a mierda en que se complacen los españoles, que prefieren obrar en casa. Está bien, le dije, ningún cazamonjes tomaría ese riesgo de todos modos.