AUNQUE POR LOS PRIMEROS MESES DE 1949 todavía había que soportar cada tanto las sórdidas visitas de algún Ministerio Público al que Mercedes entregaba inflamados sobres de dinero producto de la venta de El Horno Asturiano, los molinos de trigo y la casa del centro de Lagos, la fiesta de cumpleaños número trece de Jerónimo fue la primera normal de su vida. Se celebró en la tarde, en el comedor, hubo un pastel con velas, una mamá contenta, un hermano menor que recibía trato de hermano menor –Miguelito despojado de sus derechos extremos– y la señora fenicia, que también sobrevivió a la debacle laguense. No hubo otros niños porque se acababan de mudar a un departamento de planta baja en la calle de Hamburgo de la Colonia Juárez en la ciudad de México, pero estaba Severo, cuyo padre se había disuelto en la invisibilidad tras el entierro de don Eusebio.
Para 1949 Jerónimo ya era un lector gracias a la visita diaria a la biblioteca del pueblo que le permitía la contadora fenicia en las caminatas de vuelta a casa por las calles de Lagos de Moreno. Estaba nutrida de clásicos españoles, volúmenes de historia clásica y libros de texto gracias a que el pueblo, entre sus prendas oscuras, tenía la única honrosa de ser la ciudad culta de la región. Además para ese mes de enero de 1949 el niño ya había pasado un año en manos de profesores privados tapatíos que lo prepararon para ingresar al sexto año de primaria una vez que llegara a la ciudad de México. En la casa de la abuela en Guadalajara –Mercedes por entonces vivía oculta en la del pueblo de Chapala–, Jerónimo había desarrollado desde el primer día una vida completamente normal: había recuperado sus libertades y hasta ingresado por unas semanas a un equipo de futbol en el que conoció a otros niños. Tenía acceso a la biblioteca de su abuelo muerto, que no era mala y era toda para él solo: su abuela, como su madre y todos los demás mexicanos, consideraban que la lectura era cosa de curas o endemoniados. Severo hacía todo eso junto a él –menos lo de leer–, pero de una manera incómoda y resentida: al dejar de controlar el ambiente del niño rico con pezuñas de acero, él mismo se había transformado en un absurdo.
La ecuación cambió con la mudanza a la feroz ciudad de México, en donde un aliado de sesenta kilos, buen futbol y ningún rastro de conciencia era un instrumento de supervivencia esencial, sobre todo considerando que los niños capitalinos tenían la infamante certeza de que el antiguo y delicado canto del español cuando es hablado por un jaliciense no es más que un tonito de marica. Certeza reforzada por la costumbre de Mercedes de mandarlos a la escuela de pantalones cortos. Cuando Jerónimo le suplicaba a su madre –de rodillas y glaseado de mocos– que les comprara pantalones largos, ella juntaba las manos y le hablaba como si fuera retrasado mental: Nosotros somos jalicienses, y los niños jalicienses van a la escuela de pantalón corto, también por eso son mejores, incluso Severo. Ése era el argumento con el que Jerónimo no podía, dado que estaba convencido de que era verdad.
La teoría de la hegemonía cultural jaliciense era tan sólida puertas adentro del departamento de la calle de Hamburgo que siempre terminaba por permear al exterior de la ciudad de México. Para Jerónimo, el mayor impacto del primer día de clases en la escuela pública consistió en descubrir que en los colegios de la ciudad de México, como en sus calles, los blancos no sólo eran una minoría absoluta –sólo había otros dos en su salón–, estaban revueltos con desgreñados niños morenos que tenían los mismos derechos que los güeros ante el profesor. Y luego estaban sus costumbres: compartían los refrescos, en los descansos jugaban béisbol en lugar de futbol, si se enojaban pasaban directo a los golpes sin que se acercara un maestro a arbitrar el combate.
En este contexto, la alianza de fuerza con Severo garantizaba un poco de oxígeno para Jerónimo: los dos se podían cerrar en un núcleo a la entrada, la salida y los recreos. El resto del día, que pasaban en salones distintos, estaban a merced de la crueldad lenta y única de los niños capitalinos que –Jerónimo se ha dado el tiempo de meditarlo razonablemente y con un cuaderno de notas– es la peor situación posible en toda la historia de la humanidad. Se pueden revisar algunos casos.
1. Niño judío (Florencia, 1531).
a. Vejaciones: Escupitajos y patadas fuera del gueto. Periodos de clandestinidad de moderados a largos, según el tamaño de la crisis social ocasionada por la imbecilidad del príncipe. Pérdida del patrimonio en la ocasión en que la clandestinidad no hubiera resultado ser tan clandestina. Sensación constante de pertenencia a una minoría acorralada.
b. Compensaciones: Rápida recuperación del patrimonio, por la misma razón por la que se perdió: imbecilidad del príncipe. Pertenencia a una minoría solidaria. Buena comida. Placer en la venganza diferida.
c. Comparativo: Afuera del gueto se podía salir corriendo, en la escuela capitalina no. Imposibilidad de pasar a la clandestinidad dentro del salón de clases. Pérdida diaria del almuerzo, lluvia de apodos y golpes si tienes el atrevimiento de reclamar tu torta mientras alguien se la come en tu cara. Por tanto: hambre. Imbecilidad del maestro: príncipe de cabrones.
2. Niña criolla de Curazao secuestrada por piratas (Mar Caribe, 1764).
a. Vejaciones: Soledad y miedo. Síndrome de separación en términos absolutos. Comida repugnante. Autodepreciación y cancelación de la autoestima al momento en que el capitán informa que tal, tal y tal van a la tabla porque sus parientes no quisieron pagar el rescate y una va de ayuda personal de cámara suya porque sería un desperdicio atroz darle ese bizcocho a los tiburones. Decepción primero de la propia familia, que decidió ahorrarse unos doblones, luego del capitán, que efectivamente lo que quiere es una ayuda de cámara y no una niña bonita: está demasiado viejo y suele beber demasiado. Aburrición infinita: la aventura con piratas con que secretamente soñaban todos los súbditos del rey de España la gozaron ellos mismos durante el secuestro de una y lo demás es el tedioso y agobiante regreso a Tortuga. Humillación ilimitada durante la subasta, más humillación cuando el nuevo propietario descubre que se sigue siendo virgen. Abuso no tan divertido como decían las criadas de Curazao que era que abusaran de una. Dolor. Entrega a un burdel de Kingston cuando ya sabe más de lo que debería de la vida.
b. Compensaciones: Ver mundo. Aprender en una noche todo lo bueno y lo malo que una va a aprender en toda su vida. Intercambios con las personas más interesantes que ha habido jamás. Estupenda comida una vez en tierra. Libertades: en ese tiempo la única manera de ser dueña del tiempo de una misma era entregando el cuerpo a una servidumbre extrema: ser monja o puta. Jerónimo fue en esa vida una fogosa Sor Juana que se comía la ese.
c. Comparativo: La soledad y el miedo son más fáciles de aceptar cuando son plenamente justificados: se está entre piratas y se es prisionera; entre niños y en plan de ser educado, los golpes caen de sorpresa aunque caigan cada diez segundos. Todo abuso estudiantil termina siendo sexual: el enemigo va siempre a los huevos o el culo, así que la servidumbre es la misma. Por más aburrido que sea estar encerrada en una cabina minúscula esperando a que llegue el capitán, no se compara con una sola lección de gramática impartida por un maestro que no sabe nada, mucho menos de gramática. El burdel se parece a la escuela: una gran acumulación de horas escuchando historias que no conducen a nada y algunos momentos de excitación que más bien concluyen en dolor. Sobre todo: las cicatrices siempre son más excitantes que los traumas de clase media.
3. Principito maya (Uztmakul, circa 300 de C.).
a. Vejaciones: Jornadas de estudio de sol a sol a manos de sacerdotes cuyo prestigio descansa en el desprendimiento de un intenso olor a sangre humana solidificada en su cabellera. Dolor: deformaciones craneales, alargamiento de ojos hacia los lados y cosido del labio superior a la nariz obligatorios en apariciones públicas, limado de dientes, uso de joyería en agujeros más bien grandes practicados en el cuerpo, un papá que se sentía dios. Dieta a base de maíz e insectos.
b. Compensaciones: Poder sobre la vida y la muerte de todos los demás y un padre que necesariamente iba a morir joven en una guerra, decapitado por su propia gente, o devorado por los insectos que él no hubiera devorado.
c. Comparativo: Certeza de que los sacerdotes no iban a sacrificar al príncipe en caso de crisis, mientras los maestros, en caso de crisis, lo primero que hacían era sacrificarlo a uno. Las ocasiones de dolor, a manos de los maestros o los alumnos, también tenían el objeto de señalar mis particularidades, pero para mal. Siempre es mejor estudiar de sol a sol para ganar el derecho a morir decapitado en una revuelta y más tarde aparecer en una estela, que hacerlo de nueve a cinco para ser abogado. El Old Spice de los profesores tampoco olía tan bien.
Jerónimo, Severo y Miguelito llegaron a México el primer sábado de 1949 sin haber visto a Merecedes durante la mayor parte del año: había estado escondida hasta que el juez laguense resolvió favorablemente el caso de la sospechosa muerte de su marido. Ninguno de los cuatro conocía ni de manera remota la ciudad cuando llegaron. La abuela viajó con ellos en el pullman y los entregó en el departamento de la colonia Juárez, en el que la madre dirigía a carpinteros y cargadores con el donaire de un mariscal austrohúngaro. La señora fenicia desempacó las pertenencias de los tres niños, que se parecían cantidad a las de tres refugiaditos de guerra. Sólo había dos habitaciones: una para ellos y otra para Mercedes.
La abuela y la madre no se hablaron durante la entrega, lo cual hace suponer a Jerónimo que la vieja no estaba del todo convencida de que la superioridad jaliciense la pusiera a una por arriba de la moral convencional, y por tanto no aprobaba el género de vida que suponía vivir sola en una ciudad conocida por sus perversiones.
Al día siguiente del arribo, domingo y cumpleaños de Jerónimo, hicieron un dilatado recorrido por el centro de la ciudad: caminaron hasta el Paseo de la Reforma, donde se comieron un tentempié con un mantel extendido sobre el prado perfectamente recortado del camellón. Luego tomaron el tranvía, se bajaron en El Caballito y caminaron hasta Bellas Artes. Ninguno de los niños había visto nunca un edificio ni con ese lustre ni con esa majestad; omitieron señalar que en Guadalajara no había nada así. Caminaron por Madero, que ya se llamaba así pero la gente le seguía diciendo Plateros. Había joyerías, camiserías, salones de té. Los impactaba por partes iguales la suntuosidad de los interiores y la barbarie de los exteriores: los pobres se untaban en las vidrieras como si tuvieran derecho a algo. El Palacio Nacional les pareció tan grande que podría haber albergado en su interior a todo Lagos de Moreno. Afuera otra vez los mares de pobres, restando imperio. El aire helado que bajaba de la montaña terminó con el paseo en cuanto empezó a bajar el sol. Tomaron un taxi de vuelta a la colonia Juárez y compraron un pastel para celebrar la fiesta de Jerónimo. Le pusieron velas, lo partieron y se lo comieron todavía entre cajas.
El lunes Mercedes y la señora fenicia los llevaron inmaculados a la escuela a las nueve de la mañana. El edificio era una mansión afrancesada del siglo XIX, con tejas de cobre y ventanales como abismos. A Jerónimo le pareció un espacio digno de señoritos jalicienses hasta que entró a su salón, donde lo que había eran, en su opinión, crápulas, canallas y malnacidos. Los profesores tampoco eran blancos y definitivamente venían de otra clase social, aunque parecían no tener conciencia de que su trabajo era una forma de la servidumbre. Los recogieron a las cinco de la tarde, moreteados y sucios. La rutina se repitió idéntica hasta el viernes, cuando sólo la señora fenicia fue por ellos. Cuando llegaron a casa Mercedes ya no estaba. La criada les avisó que no volvería hasta el domingo.
Después del impacto inicial y una pequeña crisis de autocompasión, descubrieron que cuando mucho estaban como antes, pero con la ventaja de que la señora fenicia estaba ahí para ayudarlos y no, como Amelia, para prodigarles un trato inmundo. Pasaron el resto de la tarde dando vueltas como hámsters por el departamento. Ya en la cama, los niños discutieron entre ellos qué podría estar sucediendo. El único que tuvo una teoría acertada, como siempre, fue Severo: Mercedes anda de calentona. Los hermanos prefirieron no llegar a conclusiones.
Para el sábado ya habían descubierto la verdad palmaria de que en realidad habían ganado una cuota única de libertad y la pusieron en práctica. Le pidieron a la fenicia dinero para unos refrescos y se fueron al centro a ver pobres. El señorío de la ciudad de México los volvió a hacer sentirse un poco incómodos en su jaliciensidad: les parecía que por un error de cálculo del creador los capitalinos se habían quedado con lo que en realidad era de ellos.
Para las cinco de la tarde ya estaban de nuevo sin nada que hacer. Jerónimo vio a Miguelito doblarse mientras se le clavaban en la barriga las lentas garras de hielo de la melancolía y tuvo, tal vez por primera vez en su vida, compasión por él. Lo invitó a la azotea a ver el crepúsculo a pesar de las roncas protestas de Severo, que, como todos los cochinos, odiaba los cambios. La idea terminó resultando más positiva de lo que Jerónimo hubiera podido imaginar: como a Miguelito no le paraba la boca, Severo tuvo que ser más económico en sus historias. Hubo incluso un momento en que se anularon uno al otro y pudo escuchar el graznido de los pájaros despidiendo el día.
El domingo volvieron a salir, esta vez a explorar el barrio. Por la tarde volvió Mercedes, satisfecha, con bochornos y sin atreverse a ver a nadie a la cara. Dijo que los había extrañado muchísimo y no dio más explicaciones. No le creyeron. Se metió a la habitación y no volvió a salir hasta el día siguiente. La fenicia les dio de cenar. Después de apagar la luz de su cuarto, Severo dijo: «¿No que no? Andaba de calentona.» Los hermanos no lo desmintieron.
Al tercer fin de semana de ausencia de Mercedes, Severo hizo un hallazgo fundamental: como los domingos por la tarde volvía culposa, se podía demandar de ella lo que fuera. A Jerónimo la teoría le pareció buena, así que mandó a Miguelito a pedirle unas bicicletas para los paseos sabatinos. Al siguiente domingo, la madre tocó el timbre pasadas las siete de la tarde. Les extrañó que no hubiera usado sus llaves. «Que salgan», les dijo la fenicia. Los estaba esperando afuera con tres bicicletas flamantes que no quedaba claro cómo habían llegado hasta ahí.
La vida fluyó a partir de entonces como un río bronco. Rápidos feroces de lunes a viernes –los tres aprendieron a llevar su superioridad jaliciense en actitud cristológica– y remansos de prodigio los fines de semana. Incluso adaptaron una cesta a la bicicleta de Severo –estaba asumido que si alguien iba a cargar cosas, tenía que ser el puerquito– para llevar un almuerzo que comían en la Alameda.
Entonces llegó el mes de julio y lo que se podría considerar, incluso siendo conservadores, un cataclismo: la abuela llamó el viernes a las diez u once de la noche, seguramente para confirmar un rumor que ya aderezaba todas las comidillas de la sociedad tapatía. Mercedes Loera abandonaba a sus hijos en manos de una criada para irse a revolcar a un hotel de Cuernavaca con el padre de su hijo mayor, bastardo. Jerónimo, que contestó el teléfono, puso el pretexto que pudo y todos creyeron que la habían librado, pero la abuela llamó de nuevo el sábado, cuando rayaba el sol. Le dijeron que Mercedes ya había salido por el pan e insistió a las cuatro, a las seis y a las once del mismo día, cuando a los niños se les terminaron los pretextos y le dijeron la verdad: su madre los dejaba todos los fines de semana con la fenicia.
El domingo se levantaron tempranísimo para no tener que hablar con nadie más y pedalearon por la ciudad hasta que se les terminó. A las cuatro de la tarde los alcanzaron los nubarrones y los calambres, volvieron y se sentaron en la sala a esperar a Mercedes y la llamada fatal de la abuela, el departamento más oscuro y húmedo que nunca.
La madre llegó alrededor de las seis y Jerónimo, que por ascendencia y edad tendría que haberla prevenido, no se atrevió. Tenían que estar muy nerviosos y plenos de culpa si hasta Miguelito estaba callado; de algún modo transparente para ellos, la caída de la madre había sido alentada por su silencio, comprado con tres bicicletas.
El naufragio comenzó poco después de las ocho de la noche. Se bañaron y se pusieron la pijama rapidito para asegurarse de estar ya encerrados cuando pasara lo que tuviera que pasar. Hacían fila para lavarse los dientes cuando lo que sonó no fue el teléfono, sino el timbre.