DURANTE 1937 LE SIGUIERON dando pecho a Jerónimo. Aprendió bastante tarde a caminar, no se sabe si porque desde entonces estaba claro que era diferente, o por los vestidos de hilo decimonónicos –y obviamente de niñacon que lo emperifollaban todos los días, o cuando menos todos los días en que los Rodríguez Loera se hacían un retrato. Esto no consta, pero parece lógico: hay seis fotos suyas del periodo en las que aparece con un faldón almidonado, relleno de crinolinas y coronado por un peto florido. Se puede deducir mucho de la pura edad del infante:
a) habrá dentado en ese periodo, por lo que babearía mucho (no se aprecia en las fotos),
b) sería cuidadoso (no aparece herido en ninguna),
c) carecía por completo de amistades infantiles (no hay retratos de grupos familiares en los que aparezcan otros niños).
También habrá aprendido otras gracias: hacer trompetillas, pedir agua, pegar en la mesa con una cuchara de madera. Es improbable que haya gateado con todas esas crinolinas.
Jerónimo no tiene recuerdos de ese año –es natural, apenas llevaba uno de vida. Tampoco hay hechos singulares en las cartas que escribía su madre. 1937 parece haber sido decisivo por todo el mundo, excepto en Lagos de Moreno, donde al parecer nunca ha sucedido absolutamente nada después de las nueve de la mañana, cuando ya pasó la misa y ya se terminó la ordeña de las vacas. De eso es, principalmente, de lo que habla la correspondencia de Mercedes: «Volví de misa, habrá terminado la ordeña» es la afirmación que se lee más veces en ella (cuarenta y tres veces en cincuenta y una cartas).
Mientras, en la ciudad de México, la cosa estaba que ardía. La prima Matilde finalmente se había convencido de que su marido pasaba más tiempo del que debía con la mujer del millonario alemán, pero no sabía qué hacer porque el farmacéutico compraba, además de los retratos francamente obscenos de su esposa, otras pinturas de caballete. Tenían muchas casas: una en Cuernavaca –originalmente un casco de hacienda– en la que pasaban los inviernos; una villa en Coyoacán para los fines de semana; una mansión en la colonia Cuahutémoc en la que vivían la mayor parte del tiempo. Todas esas casas sumaban una cantidad casi infinita de metros cuadrados de paredes que podrían llenarse con los pinturas de Indalecio, que la verdad no se entiende por qué le gustaban al millonario alemán.
Hubo una carta particularmente dramática sobre la posible infidelidad de Indalecio –«preferiría que me atropellara un camión a seguir padeciendo esto», decía Matilde– a la que Mercedes respondió –a la vuelta de misa (habrá terminado la ordeña)– que seguramente los paseos al aire libre por tantas mansiones beneficiarían la salud de su cuñado. Agregó que todos necesitamos confidentes; si lo sabría ella, abandonada en Lagos por todas sus amigas del instituto.
Hacia el final del año el intercambio de correspondencia entre las primas se tornó violento y viperino, al menos del lado de Matilde. Mercedes no parecía capaz aún, a esas alturas de su vida, de la maldad y la aspidez. Tal vez sea inmoral reseñarlo porque no muestra el mejor lado de ninguna de las dos –se puede deducir que de niñas fueron piel y carne–, pero entre las demoradas descripciones del avance estacional hay una confrontación de los modelos vitales de ambas. Dice Matilde:
Puede ser que mis medicamentos me pongan nerviosa, y que el cuarto en el que vivimos no reciba suficiente sol, pero cuando menos la vaca a la que ordeña mi marido fue una estrella de cine.
Mercedes le responde recordándole que las vacas fueron el negocio que su Eusebio tuvo de recién llegado a México, pero que desde hacía tiempo se dedicaba a moler trigo.
Por Dios Santo –respondió la prima–, tu marido muele trigo en Lagos, pero en los meses que se pasa comprando cosechas por las rancherías, lo que muele son chamacas; ¿de dónde crees que vienen todos esos niños de ojos azules de La Chona, de Ojuelos, de Unión?; ¿no te has fijado en que la mitad de los hijos de sus molineros tienen la barba cerrada?
Mercedes responde preocupada por la salud de los duraznos de su jardín, que al parecer estaban plagados por un gusano emparentado de manera remota con el de seda: hacían grandes capullos que impedían la correcta floración de los árboles. Agrega al final de su carta que no se trataba «de hablar mal de los cuñados».
Matilde, harta de la obstinación de su prima en negar cualquier realidad mediante el uso de unos conocimientos botánicos de todos modos bastante peregrinos, le recordó en su respuesta que Indalecio ni siquiera era su cuñado, que nunca se casaron. «Por Dios Santo –dice–, ya es hora de que crezcas.» Y agrega algunos consejos definitivamente demasiado rudos para una princesa laguense: «Deberías dejar que alguno de esos gusanos se comiera tus flores.» Fin de la correspondencia.
Mientras tanto, la abuela de Jerónimo sigue respondiendo religiosamente a las cartas de su hija: «Te escribo apenas volviendo de misa, querida mami; habrá terminado la ordeña. Ya empezaron las lluvias.» A lo que la vieja contesta: «Aquí también.» Las amigas del instituto seguían sin responder a sus cartas.
En agosto apareció una misiva extraña: un primo dedicado a la construcción, que escribe desde Villahermosa, cargado de una nostalgia que lo podría denunciar perfectamente como un gusano que aspiraba a las flores de Mercedes. Firma solamente como Octavio. Ella o no le respondió o no guardó copia, lo cual abunda en la teoría del agusanamiento.
No hay noticias del hermano porteño del padre.
Si se hacen cuentas –todo ha de ser deducido antes de que irrumpa el animal incontrolable de la memoria–, más o menos por noviembre, el molinero viejo, millonario y, según las ideas de Matilde, calentón, le dio un poco de paz a las rancheras de La Chona, Ojuelos y Unión, para hacerle un segundo hijo a la madre de Jerónimo.