EN LA MENTE DE JERÓNIMO Rodríguez Loera, la mayor parte de los recuerdos del año universalmente fatídico de 1940 carecen de la claridad de las palpitantes imágenes tronchadas de sus otras vidas, que por esas fechas empezaron a derramarse sin diques por su cabeza.

Mercedes, su madre, le hacía poco caso, demandada todo el tiempo por los cuidados de Miguelito. Se encargaba de su florecimiento y estimulación desde el momento en que terminaba la ordeña –tras la vuelta de misa– hasta que se ponía el sol. No era para menos: el hermano menor estaba llamado a ser el heredero del asturiano viejo y libidinoso, dado que Jerónimo, el mayor, daba la impresión de ser más bien carne de asilo para monjas distraídas, si no de hospital psiquiátrico.

El asunto tuvo sus ventajas para Jerónimo: fue Miguelito el que apareció de ese año en adelante prisionero de los ropones –los pies gordos torturados por las calcetas españolas de hilo– y retratado hasta el cansancio. El hermano mayor, según se puede constatar en las fotografías en las que apareció porque iba pasando por ahí, iba vestido de manta y con huarachitos de cuero, como un indio lacandón. Llevaba el pelo largo y solía tener la cara sucia. En los pocos retratos familiares en que sale, se lee en sus ojos negros –siempre demasiado abiertos– el registro del azoro ante una sociedad tarada incluso dentro de los parámetros del catolicismo militante mexicano de provincia –que de veras que ya es mucho.

Al parecer la llegada de Miguelito le absorbió a Mercedes suficiente tiempo como para que dejara de escribir cartas al vacío poblado de fantasmales antiguas compañeras del instituto que evidentemente la despreciaban. Además, su única interlocutora que comerciaba con el mundo real –la prima Matilde– había desaparecido por completo del panorama: las influencias del millonario alemán –y seguramente su angustia ante los cuernos de miura que su mujer le ponía con Indalecio– le consiguieron a la pareja un contrato para pintar murales en las escuelas públicas de Chicago, en los Estados Unidos. No se trataba de las paredes maestras que le darían al arte mexicano resonancia universal, pero sí representaban un buen ingreso de efectivo y una oportunidad. Indalecio nunca iba a ser prominente en los circuitos del arte en la ciudad de México porque, en realidad, los obreros y el tequila con pólvora le cagaban la madre. Para Matilde, la mudanza a Illinois era la mejor opción para conocer un poco del mundo, aunque no fuera demasiado: por más hermosa, extraña y monumental que sea Chicago, no deja de ser el feudo de unos rancheros genocidas que le venden reses a unos carniceros polacos, glorificados por el esmalte operático de los mafiosos italianos –alguien que no sea el tío porteño de Jerónimo va a tener que atreverse a decir, alguna vez, que si bien don Cristóbal Colón era genovés, en realidad fueron los sicilianos los verdaderos descubridores de América y sus magníficas oportunidades de negocio.

Hay en la caja de cartas de la madre una postal fría, breve y sin respuesta, en la que su prima le envía su nueva dirección en los altos del 6 Huntington St., Chicago. Están también las cartas a la abuela, que, además de discutir el clima, también contienen relaciones sobre los progresos de Miguelito, que van de sus primeros dos dientes –«... le salieron todos a la vez, abajo, habías de ver el diarreón»– a la descripción detallada de la lenta especialización de sus capacidades motoras:

¿Te acuerdas que te conté que ya se sentaba, pero que me preocupaba un poco que la cabeza más bien asturiana con que Dios lo castigó lo hacía balancearse en círculos como un trompo? Pues bien, hemos progresado mucho: ahora sólo se va para atrás, en línea recta y de vez en cuando.

Entre esas naderías hay dos cartas de interés, al parecer del falso primo que trabajaba en Villahermosa y que ahora se había desplazado a construir casitas de interés social en Boca del Río, Veracruz.

No hay registro de las respuestas de la madre de Jerónimo al falso primo, pero se deduce que existieron y que eran francamente ardorosas: él dice que lo que más le preocupa es que el rubor que le produjo algún envío de Mercedes se le note en la caligrafía. Por otro lado, parece ser que estas cartas eran la única opción de la madre para ventilar ciertas intimidades graves de las que no hay ninguna otra expresión en ese periodo.

En sus respuestas a las desaparecidas, ardorosas y preocupadas cartas de la madre de Jerónimo, el falso primo le da consejos sobre cómo sobrevivir a la absoluta insensibilidad del viejo asturiano millonario y libidinoso:

Mejor que no se entere de que lees esas novelas de las que me platicas, no vaya a leerlas él mismo y termine de duplicar la población de Los Altos; bastante se ha extendido ya –con perdón de tu segundo hijosu infecta simiente.

O alguno más práctico: «Con el pretexto de que Jerónimo es tontito, llévatelo a dormir con Altagracia a tu cuarto.» También medita sobre su propia intimidad con franqueza que por entonces sería escandalosa incluso entre auténticos primos:

La única solución a mi matrimonio eran o el prostíbulo o los proyectos de vivienda social del gobierno, así que al primer chancro terminé optando por llevar mi constructora a los más necesitados.

Y, notablemente, dedica páginas completas al problema de Jerónimo –lo cual puede significar que la madre le dedicaba otras tantas. Hay en esos largos tramos de las cartas del falso primo algo fascinante: contra lo que cualquiera pensaría, el drama del niño no era que siendo hijo de uno de los hombres más ricos del estado de Jalisco anduviera comiendo tierra vestido como indio lacandón, o que tuviera una vida autoabsorta de idiota, sino que había desarrollado una extrañísima dependencia emocional de Altagracia –su nana de trece años. Lo inquietante no era que se les hubiera descubierto más de una vez mordisqueándose la orejas o hasta acariciándose las partes nobles, sino que al parecer su roles en la relación estaban invertidos: el niño hacía el papel de esposa y la nana el de esposo. Cuando jugaban a la casita, Jerónimo se quedaba con las muñecas y ella se iba a vender cositas al camino.

La verdad es que el asunto no tenía nada de raro, porque alguna vez Jerónimo tuvo sus hijos en la Mongolia remota y brutal, pero el falso primo no sabía nada de esto, ni tenía manera de saberlo porque Jerónimo, a sus cuatro años, no había aprendido a hablar, o ya sabía hacerlo pero no tenía interés en demostrarlo.

En sus soledades de constructor de villas para familias pobres en el sureste de la República, el primo teórico dedicaba largas horas a los libros –sin entenderlos en lo más mínimo, por lo que se puede ver en sus cartas– y entre sus lecturas había conseguido, en un loco afán por ayudar a Mercedes con sus predicamentos, un ejemplar de Sexualidad infantil y neurosis, del hoy tan famoso Dr. Freud.

Es difícil presumir –como ya se ha dicho– que lo habrá entendido, primero porque era un ingeniero sin más referentes que las humedades bestiales que trataba de combatir en sus construcciones, y segundo porque el libro estaba en francés. Así, utilizando el volumen más bien como un manual coreano de construcción, trató de explicarle a la madre de Jerónimo –enternecedoramente, hay que reconocerlo– la relación del niño y su nana. El infeliz lo hacía con lo poco que había podido entender y los limitados ejemplos que ella pudiera atrapar: vacas y campanas. Aunque el asunto no es, en realidad, tan grave. Si se ha vivido lo suficiente se sabe que, después de todo, los libros de Freud –tan literarios y potentes– no pasan de interesantes intentos de seducción de un viejo cocainómano y malo en la cama. Cuando mucho mitologías estupendamente escritas: tratados sobre vacas y campanas.

Eventualmente don Eusebio se enteró del juego de la casita trasvesti practicado con demasiada frecuencia por Altagracia y Jerónimo y corrió a la nana con cajas destempladas. Contrató en su lugar a una vieja estricta que en una vida de fenicios –quién sabe si anterior o la misma, dado que se arrastraba por el mundo como si hubiera tenido unos dos mil trescientos años– le llevó a Jerónimo las cuentas en un negocio de empréstitos.

La vieja y el niño jugaban al ábaco todo el día, calculaban las provisiones de casa con precisión de artilleros alemanes y en el mercado conseguían las mismas cantidades de comida por mucho menos dinero; todo sin intercambiar palabra entre ellos. Don Eusebio, que se había tardado meses en descubrir las sobaderas de partes entre el niño y Altagracia, reconoció en horas estas habilidades del nuevo dúo y se los llevó a la panadería, donde, la verdad sea dicha, les sacó extraordinario provecho.

Al principio Jerónimo extrañaba su vida silvestre de lacandón, vestido como tenía que andar ahora con ropa de calle y zapatos de cordones. Sin embargo, con el tiempo aprendió los inmensos beneficios de salir de casa todos los días. No tenía idea, hasta entonces, de que en este último ciclo de transmigraciones también podían suceder cosas interesantes.

Don Eusebio notó desde el primer día en que instaló al niño y su nana detrás de la sumadora mecánica de El Horno Asturiano, que alrededor de las diez la fenicia dejaba durante unos minutos su puesto para ir a comprar un ejemplar de El Informador recién llegado de Guadalajara. Ella leía las noticias nacionales y Jerónimo los muñequitos y las secciones dedicadas a los acontecimientos culturales de la Perla de Occidente. Al viejo le parecía extraño, pero no anormal viniendo de un niño como aquél. A los dos o tres días de ver a Jerónimo reírse con la tira cómica de Periquita, le arrancó el periódico de las manos y le preguntó a bocajarro: «Qué, tú sabes leer o qué.» A lo que el niño respondió de modo perfectamente articulado y hasta pomposo: «Por supuesto.» Se asumió desde entonces que no había dicho nada nunca –no es que haya dicho mucho después de los hechos que se describen– sólo por joder. Había algo de cierto en esa asunción.