ESTABA LLOVIENDO EN MARSIA, como casi siempre. Acababa de amanecer y hacía mucho frío. Yo estaba encendiendo el fogón y el menor de mis aprendices retacando el crisol con unos clavos y algunas herramientas de labranza de hierro que le habíamos intercambiado el día anterior a un comerciante usipete por un juego de cuchillos de carnicero. El hombre estaba contento porque nuestro territorio había gozado de un largo periodo de paz que había permitido que creciera su negocio. El general que Roma había mandado a proteger la ribera más norteña del Rin nunca fue capaz de establecer control sobre las rijosas legiones de la Germania latinizada, de modo que pasaba más tiempo apaciguando motines de sus propios hombres que castigando fronteras. Para entonces ya teníamos mucho sin ver un pelotón de legionarios. El otro aprendiz limaba unas puntas de lanza para jabalí.

La memoria es el conocimiento del acecho constante de la muerte y por entonces yo no tenía memoria del futuro. Estaba complacido –como el carnicero usipete del día anterior– por el negocio magnífico que me representarían las tres hachas que tendría listas para el final de la tarde, como si hubiera sido mi destino vivirla. Recuerdo incluso que pensé en rebajar el hierro para sacar una cuarta arma, pero me dije que en tiempos de auge se podían vender las cosas en lo que valían.

El sol estaría por despuntar cuando sentí en las plantas de los pies el tremor inconfundible de la caballería imperial rompiendo el cerco del bosque que protegía nuestro valle. El mayor de los aprendices también lo sintió y me entregó una mirada de terror. Salí a confirmar que estaba sucediendo lo que uno menos quería que sucediera en la Marsia de entonces. Era primavera, de modo que la hierba daba visos azulados gracias a la luz filtrada por la capota de nubes y las lentes de la llovizna. Todavía estaba débil el día y ellos entre neblinas y demasiado lejos para distinguirlos, pero no tardó en alcanzarme el rumor de los cascos azotando el suelo, el crujido de los cueros, la campana de las armas y los petos.

El miedo es un animal que se inflama en las vísceras y todo lo entretiene. Me di un tiempo eterno para pensar: Los marsos, mis pobres marsos –calculé-–, tienden a confundir la paz con la beodia, de modo que nadie puede estar presto para defenderse; ojalá no vengan por nosotros.

Entré a la herrería, donde el mayor de los aprendices ya traía la mirada expectante de los que todavía suponen que hay algo de honor en batallar. Se había puesto un casco que nunca fundimos y empuñaba un enternecedor azadón que no me imagino de qué le habría servido contra las lanzas de los legionarios. El menor, que me acababan de traer de más allá de la tierra de los tubantes y por tanto no podía ni imaginarse lo que estaba por suceder, todavía sonreía. Vámonos, les dije.

Atrancamos el taller –yo esperanzado en conservar el crisol del que tanto me había costado hacerme– y cruzamos el patio para meternos en la casa. Desperté a mi mujer para que corriera con nuestro hijo al bosque del norte, hacia el río de los lobos, donde la familia podría cuidarlos en caso de que a nosotros nos pasara lo peor. Armé a los aprendices con lo que tenía en casa e hice fuertes a ambos en la cocina, que era la parte de piedra del edificio. Yo me puse mis arreos de guerra, pedí la protección del Trueno y me aposté en la puerta para apresurar el trance.

El ruido de la caballería avanzando sobre la villa fue admirable: parejo e incontenible. Los escuché detener el frente a la entrada del pueblo. Hubo una sola orden y empezaron a avanzar demoliéndolo todo entre gritos sólo de los nuestros. Hundieron casa por casa en la destrucción y el fuego de sur a norte, sin una amenaza, un pujido que señalara la menor indisciplina, una sola palabra que escucharan mis oídos ya asfixiados por la pelambre del animal del miedo que no cesaba de crecer en mi entraña. Los escuché alcanzar mi herrería y derrumbarla sin siquiera bajarse de los caballos, escuché el sonido sordo de las antorchas cayendo sobre los escombros y el inicio de las crepitaciones, los escuché detenerse fuera de mi casa. Se abrió la puerta, la luz gris del día reventó en mis pupilas. Un legionario de ojos verdes helados blandía su espada. Cerré los ojos antes de que la descargara contra mi cabeza.