ESTABA TAN BRAVA MI ANSIEDAD que llegué a la puerta antes que la criada. Me deslumbró el fogonazo del sol de mediodía saqueando el patio, de modo que tardé un poco en reconocer al olivero, que se apuraba a repartir sus aceites antes de que cayera el sol y el tiempo se detuviera hasta el domingo. Le pedí que pasara a la cocina con un gesto, no estaba segura de que hablara griego y yo tenía prohibido usar el arameo que ya era indispensable en la ciudad. Roda, la criada, me alcanzó, me pellizcó la cadera y me mandó con un susurro de vuelta a mis habitaciones. Me volví desalentada a seguir esperando a mi padre, que debería llegar a casa con el buen partido –caballero educado y alejandrino– que me había conseguido gracias a su posición de mercader encumbrado en la Decápolis.

Aunque mi familia no pertenecía a la nobleza griega de la próspera Filadelfia, crecí rozándome con ella y quien se casara conmigo se convertiría en heredero de uno de los emporios comerciales más significativos de la región. Nadie de nuestra sangre luchó con Alejandro ni gobernó con él, pero pertenecimos al grupo de los primeros colonos decapolitanos y nos beneficiamos de ello: para cuando nació mi bisabuelo ya éramos dueños de todos los chiqueros de la polis.

Hombre sagaz, el padre del padre de mi padre transó de inmediato con los latinos cuando Pompeyo integró Judea al imperio: se asoció con el gobernador de Siria mientras todos los demás todavía desconfiaban de Roma. Así se aseguró la operación del rastro de la polis y mandó a la quiebra todas las carnicerías. Luego las compró auxiliado por los poderes de persuasión de un par de legionarios de métodos bravos que le prestó su socio. El negocio fue tan bueno que su hijo –mi abuelo– pensó en extenderse, pero vender animales fuera de la ciudad era un negocio complicado y con límites claros. Por un lado, no eran los tiempos de caminos más seguros en la Decápolis: la vecina Judea estaba en perpetua rebelión, por lo que el desierto estaba lleno de rebeldes que ya habían perdido todo excepto las armas y la fe; salir con un atado de cochinos rumbo a cualquier otra ciudad griega era casi suicida. Por el otro, nunca le íbamos a poder vender ni una chuleta a las infinitas tribus de los judíos, que por mucho eran la mayoría en el territorio.

Fue entonces cuando mi abuelo empezó a apropiarse del mercado de las cabras: con ellas le podíamos vender carne y leche a los griegos de casa y pelo a todos los judíos: no era lo mismo hacerse hacia el oeste y llevando la mercancía en un carro que podía ir protegido –Jerusalén nos quedaba a medio día de marcha si las mulas eran buenasque emprenderla al norte, hacia Damasco, a pie y tratando de mantener unido un hato de cochinos. El abuelo dividió el negocio: le dio los cerdos a su hijo mayor, los rastros al medio y las cabras al menor, que era mi padre Filipo.

En su calidad de hijo de herencia disminuida, mi padre era ambicioso y esquivo. Por los días que relato estábamos emprendiendo una operación más, que le permitiera alcanzar lo único que le interesó alcanzar en toda su vida: riqueza e influencia. En lugar de venderle el pelo de nuestras cabras a los fabricantes de lonas y carpas, se le ocurrió invertir en telares y hacerlas nosotros mismos. Los géneros para el levantamiento de tiendas y celosías se vendían en Jerusalén y sus dos mercados gigantes a veinte veces el precio del pelo bruto que producíamos.

Y había otro proyecto en el que la pieza clave era yo, que ya estaba en edad de ser traficada. Así como al abuelo se le había ocurrido que mientras no comerciáramos con los arameos nuestro negocio estaba condenado a dejar de crecer, mi padre pensó que mientras no tuviéramos un escaño en la Boulé de Filadelfia nada estaría seguro ni sería definitivo, de modo que se dio a la labor de conseguir un caballero que necesitara capital para que se casara conmigo.

Yo tenía dieciséis años, las nalgas duras y el pelo rubio. Tal vez tuviera los ojos demasiado saltones, pero contaba con el mejor par de tetas de Filadelfia y un padre –viudo joven– que me aguantaba lo que fuera: desconocía el dolor más allá del que pudiera propiciar la negativa de una sirvienta a hacer lo que me placía. Venía de una familia que había hecho lo que se había propuesto y más y el plan de encumbrarme entre los políticos me parecía justo: no sólo me veía mujer de un bouleta de la Asamblea local, sino mudada a la Roma inimaginable y abuela de senadores. La única condición que le había puesto a mi padre era que el caballero pobre que me consiguiera fuera bello, como yo.

Aquella tarde, la aldaba de la puerta había sonado una o dos veces más, golpeada siempre por arameos a las carreras con sus últimos mandados para poder estar de vuelta en sus barrios para el crepúsculo. El delicado arreglo de mi vestido y peinado, en que Roda se había afanado toda la mañana, ya estaba por desmoronarse entre los sudores cuando finalmente escuché el golpe de los caballos llegando y la voz de mi padre mientras desmontaba. Me aplané como pude las faldas de la túnica y corrí a darle la bienvenida. En el umbral de la puerta que abrió la criada estaban la abuela y el padre de Severo, cada uno con una maleta.

La convivencia con don Eusebio le había dejado a Jerónimo toda clase de pequeñas estrategias para resistir el tremor helado de la violencia anunciada. La creciente irritación de las llamadas de la abuela durante el fin de semana le había dejado clarísimo que, como en los viejos tiempos, había que acomodarse en un rincón y aguantar vara. Se quedó de una pieza cuando la abuela, bañada en lágrimas, se adelantó, lo tomó por las mejillas y lo besó. Lo estrechó como si hubiera sobrevivido a un bombardeo y no a un espléndido domingo de palacios y bicicletas. Luego corrió hacia Miguelito y acomodó su cabeza entre sus tetas gigantes con la misma intensidad. El jardinero, todavía en el umbral de la puerta, dijo cuando descubrió a su hijo: ¡Severo! El cochinito alzó una pezuña a manera de saludo. El hombre hizo una pequeña inclinación de cabeza y le sonrió con una ternura que los dramones y comedimientos extremos de las Loera no podrían haber suplido nunca.

Mercedes, que tal vez ya se sospechaba lo que venía, simplemente no salió de su habitación mientras pasaba todo esto. Jerónimo la imaginaba, en esa hora decisiva de su vida, sentada en la cama e indispuesta a pelear, quizá porque secretamente la presencia de su madre representaba su verdadero triunfo.

Sin haber hablado con su hija, la abuela se metió al cuarto de los niños arrastrando la maleta. Azotó el ropero y la cajonera hasta que dio con la ropa de Miguelito, todo ante los ojos más bien extrañados de los dos hermanos y la fenicia, que la iban siguiendo como una fila de hormigas. Vaciaba en la valija las camisetas y los calzones del niño menor cuando se dio cuenta de que el jardinero no la estaba acompañando en la rumbosa puesta en escena de su decencia. Salió de nuevo a la sala y se encontró con Severo y su padre sentados en el sofá, susurrándose cosas como en confesión. El hombre se volvió hacia ella y dijo: Pero si están bien. No, gritó la abuela, casi tirándose de los pelos, lo que está pasando está mal. El jardinero se talló la cara, tratando de razonar: Si van a la escuela, insistió; la doña está aquí toda la semana y los sábados y domingos los cuida la señora –dijo señalando a la fenicia, cuyo nombre también ignoraba–; están bien. Están mal. Qué va a ir a hacer este pobre a Arandas conmigo, preguntó más bien en demanda de misericordia. Vivir decentemente, dijo la abuela. El jardinero entornó los ojos y dio un suspiro: Aquí va a tener más oportunidades, allá no va a poder ser más que jardinero. Es lo que es, respondió la abuela. Severo le jaló la manga a su padre y le susurró algo al oído. Quiere saber, dijo, si se puede llevar la bicicleta. La abuela alzó las manos al cielo y se volvió al cuarto de los niños. Esta vez les cerró la puerta en las narices a Jerónimo, Miguelito y la fenicia. Se regresaron a la sala. Los niños se sentaron en silencio en el sofá en el que ya estaban Severo y su padre; la fenicia se quedó de pie junto a ellos.

Mercedes salió entonces de su cuarto, el demonio de la resignación que la habitaba saliéndosele por todos los poros. Le sacudió el pelo a sus hijos y al marranito y saludó con una sonrisa al jardinero. Para la fenicia tuvo una discreta alzada de hombros que la vieja respondió cerrando los ojos durante un momento. Se dejó caer en el reposet, a esperar a que la abuela saliera y les dijera qué iba a pasar con sus vidas. Te puedes llevar la bicicleta, le dijo a Severo con una sonrisa triste.

Lo que siguió fue un largo e incómodo silencio que finalmente interrumpió la criada para ofrecer un vaso de agua de melón que refrescara a los señores de los polvos del camino. Mi padre nos había presentado a Rufo y a mí, habíamos hecho las caravanas de rutina, y habíamos descubierto que, en realidad, ninguno de los tres estábamos preparados para una escena tan incómoda ni teníamos qué decir. Voy a ayudarle a Roda, dije, y corrí a la cocina.

Nunca en mi vida me había tenido que ocupar de ningún menester doméstico, así que no sabía ni siquiera dónde se guardaba la vajilla. De cualquier modo adopté la actitud que tomaba cuando estaba lidiando con los trasquiladores del negocio –una actitud, en realidad, de legionario– y puse a las dos criadas que asistían a Roda a preparar un plato de pescado salado en aceite y otro de aceitunas. A ella le pedí que preparara la crátera de vino. Ésa yo la llevo, le dije. También partieron un trozo de queso y hundieron unos pepinos en jocoque: la comida tenía que ser tanta que se desperdiciara. Yo me encargué de romper unas piezas de pan y disponerlas sobre una canasta. Tenlo todo listo para cuando te avise, le dije a Roda. Me refresqué la cara y me alisé las faldas con las palmas de las manos. Levanté la charola con la jarra y los vasos, aspiré el olor ácido de la bebida penetrando el barro y salí de vuelta.

Los señores ya estaban hablando de los ocupantes romanos. Se quedaron callados cuando me interpuse para poner la jarra y los vasos sobre la mesa. Le serví primero a mi padre y aproveché el momento de extenderle su vaso a Rufo para mirarlo un poco mejor; la tensión de las presentaciones me había imposibilitado para hacerlo antes.

Tendría un poco más de veinte años y no había en la piel de su cara ni un rastro del maltrato de la intemperie que nos castigaba a todos los demás. Era de hombros amplios y clavículas abiertas: había sido entrenado en el oficio de las armas, pero siempre le habían untado aceite después del baño. Su cuello era grueso y tenía la quijada cuadrada, por lo que el hecho de que fuera lampiño no demeritaba su hombría. Apenas se había maquillado para resaltar sus ojos reducidos y azules. Tal como le había pedido yo a papá, tenía el pelo crespo y rubio –largo como era propio de los caballeros de más allá del mar, que a diferencia de nuestros varones no vivían en una perpetua alerta militar. Me gustó que se ruborizara al contacto de mis dedos con los suyos cuando le tendí el vaso y que se pusiera de pie para recibirlo. Aunque llevaba una túnica y un manto de buena calidad, estaban desgastados por un uso excesivo: era un hombre de pocos trajes, pero eso también abundaba en la sensación de decencia que parecía emanar de él. Dije que Rufo tenía razón, que lo que se necesitaba era un gobernador en Israel, pero que los judíos de Roma y Alejandría tenían por el cuello al emperador y nunca le iban a permitir deponer a sus príncipes de casa. Alcé los ojos hacia el invitado y añadí: Tendría que aplanar Jerusalén y acabar con todas las tribus de Israel si quería controlar de verdad la Palestina. Mi padre sonrió con satisfacción y nuestro invitado tartamudeó que eso tampoco iba a pasar, cuando menos no mientras Pilatus estuviera encargado de la provincia: era un hombre firme, pero no estaba loco. Además no estoy segura de que eso nos convenga en la Decápolis, agregué: ¿para qué queremos un gobernador si Pompeyo nos concedió la autonomía municipal?; lo único que ganaríamos sería otra capa de impuestos que haría mucho más difícil expandir el negocio; de hecho, dije mirando a los ojos a mi padre, perderíamos el excedente. En lugar de sentarme a seguirlos atormentando con mis opiniones, me disculpé para ir a verificar las viandas. Mi padre me miró un poco sorprendido: nunca había recibido ni un servicio de mi parte. Rufo me sonrió muy nerviosamente y no me gustó que tuviera los dientes chicos.

Ya en la cocina me serví un vaso de agua de la fuente y me lo bebí de un trago. Roda me miraba expectante. Ya es nuestro, le dije, y está muy guapo; cómo va la comida. Servimos cuando quieras. Déjalos platicar un poco más, le ordené, y ayúdame a arreglarme un poco. Cruzamos rumbo a las habitaciones por el patio para no interrumpirlos. Me senté sobre el taburete frente al espejo y vi mi cara de un millón de denarios o un escaño senatorial reflejada en el espejo.

Después de un largo silencio, Miguelito preguntó qué iba a pasar. Los ojos de Mercedes, más ausente que nunca, estaban fijos en el suelo –los cajonazos enfebrecidos de la abuela como música de fondo. La madre respondió después de un tiempo en el que nadie se animó ni a respirar: Viene por ustedes. Sólo por mi hermano, afirmó Jerónimo; se saltó mis cajones. La fenicia confirmó con un gesto y todos centraron la mirada en el jardinero. ¿Se puede fumar aquí?, preguntó él. La fenicia fue por un cenicero. El egipcio prendió parsimoniosamente uno de sus cigarros antes de anunciar que la señora Matilde vendría en los próximos días desde los Estados Unidos para recoger a Jerónimo. El mayor de los Rodríguez Loera ya había sido inscrito para iniciar cursos en septiembre en un internado de Filadelfia en el que acababan de contratar a Indalecio para pintar unos murales. ¿Filadelfia?, preguntó Mercedes con los ojos pelones. La señora y el artista, respondió el jardinero, se mudaron para allá hace como un año. A la fenicia se le cayó el cenicero en la cocina; por el tamaño del estruendo era obvio que se había hecho polvo.

Mandé a Roda corriendo de vuelta con las otras criadas para ver cuál era el origen del escándalo que nos había llegado hasta la habitación, con instrucciones de solucionarlo y tener lista la comida. Me tomé mi tiempo para darme yo sola los últimos retoques y volví con los señores, esta vez ya directamente desde mi cuarto. ¿Traemos la comida?, les pregunté. Asintieron y di un estruendoso par de aplausos para que Roda y las otras criadas desfilaran con las viandas. En cuanto estuvieron dispuestas, mi padre dijo que Rufo estaba sorprendido por mi conocimiento de la política de los ocupantes, viviendo apartados como vivíamos en Filadelfia, lejos de la pelotera de Cesarea y Jerusalén. Es de lo único que se habla en la Decápolis, respondí fingiendo humildad mientras rellenaba los vasos con vino. Nuestro pobre Rufo, dijo mi padre, se conoce demasiado bien ese mundo: llegó de niño porque Pilatus mandó traer a su padre desde Alejandría.

El tema de la vida de Rufo dio para evitar cualquier silencio incómodo en la mesa y para que yo pudiera representar el papel de señorita atenta a las aventuras de los hombres, que en general no me correspondía, encargada como estaba de operar la venta del pelo de cabra mientras mi padre se ocupaba de mantener a los políticos lejos del negocio y a los pastores –una bola de bandidos– contentos y vigilados.

Nuestro invitado había llegado a Judea a los diez años con su madre y sus hermanos, cuando el padre ya llevaba un tiempo con un cargo medio en la administración de Pilatus: asesor de Asuntos Judíos. La idea del procurador, al lado de quien había peleado cuando ambos sirvieron como caballeros, era que en su calidad de estudioso alejandrino le ayudara por un tiempo a conciliar los intereses de Roma con los modos tan difíciles de entender de los tres desquiciados hijos de Herodes, que fungían como príncipes sometidos al Imperio y la absolutamente inexpugnable forma de proceder del Sumo Sacerdote y el Sanedrín, que en realidad gobernaban Israel a pesar de sus príncipes y su procurador. Pilatus había sido un buen soldado, un comandante respetable y un burócrata paciente, pero ya tarde en su vida, cuando estaba más bien para hacer algo de fortuna y disfrutar a sus nietos, tomó por amante al joven equivocado. Lo transfirieron a Cesarea en Judea un poco con ganas de que no volviera, pero otro tanto porque habría sido injusto privarlo de una buena fuente de ingresos: en una provincia tan remota y complicada uno se podía robar lo que se le diera la gana.

Al notar el berenjenal en el que lo habían metido, Pilatus mandó llamar al padre de Rufo de Alejandría, donde trabajaba como traductor con otros sabios griegos y judíos desde que terminó de cumplir con su servicio militar.

La familia se instaló en el palacio procuratorial de Cesarea, una ciudad prácticamente griega y el puerto que veía hacia Roma de definitivas espaldas al territorio enloquecido de los israelitas. Fue así como un niño trilingüe y de ciudad grande, que había crecido cultivando el silencio y cercado por los libros, terminó en una provincia en la que para salir a jugar a la pelota con otros hijos de burócratas tenía que ir acompañado de un grupo de pretores. A los trece años Pilatus mismo le regaló una espada y le puso un preceptor de armas: si iba a seguir viviendo en Judea, era mejor que también supiera de eso.

A esas alturas de la historia yo ya estaba cuajada de dudas sobre lo que de entrada me había parecido un partido estupendo: se le llenaba la boca cuando hablaba de su juventud en Palacio y estaba claro que para él había tres clases de seres humanos: los alejandrinos y romanos, que eran los mejores; todos los demás, que eran más bien dignos de compasión, y más allá de ellos, los nacidos entre Judea y Siria, igualmente despreciables si eran idumeos, samaritanos, galileos, judíos o griegos. Tenía incluso la desfachatez de decirnos a los decapolitanos «helenitas» y hablaba de la sabiduría de Israel con una reverencia que para nosotros era casi una afrenta; citaba en un hebreo tan florido que nadie le hubiera entendido ni en la sinagoga y hablaba del Sanedrín con un desprecio que hacía claro que nuestros judíos eran un montón de necios en comparación con los alejandrinos. Me costó mucho trabajo no preguntarle dónde había dejado a sus pretores para internarse en los chiqueros de la Filadelfia, o si ese griego de maricas con el que nos hablaba era lo que había aprendido con tanto trabajo de sus preceptores. En lugar de eso esbocé una sonrisa tímida que más bien debe haber parecido una mueca de asco, dado que sonreír tímidamente no era lo mío y le pregunté qué hacía viviendo en Jerusalén si la vida lo había tratado tan bien. Mi padre casi se traga el hueso de la aceituna que tenía en la boca: me conocía y notó que lo estaba poniendo en su lugar. Rufo tuvo, al menos, la hombría de decir la verdad; su padre era un hombre honesto y su salario no era muy bueno, así que le había conseguido un trabajo administrativo con un magistrado latino de Jerusalén en lo que encontraban algo mejor en Cesarea. También esta vez me ahorré decir lo que estaba pensando: Y por eso estás aquí en la Filadelfia, tratando de mamar de las tetas de mi padre, que son las mías. En cambio repetí que todo me parecía muy interesante y me levanté de la sala, seguramente con poco entusiasmo. Llevé una tanda de platos a la cocina, le avisé a Roda que ya podía recoger el resto y me fui a mis habitaciones por el patio. Di un portazo para que mi opinión quedara clara.

Debe haber sido mucho más allá de la medianoche cuando se abrió la puerta del cuarto. Mercedes finalmente había conseguido dejar de llorar y entró a la habitación de los niños en busca de algún consuelo algebraicamente imposible. Jerónimo no había podido pegar los ojos, demolido como estaba ante la pesadilla de volver a padecer las soledades de la azotea de Lagos de Moreno, pero ahora en el internado de una ciudad en la que ni siquiera hablaban su lengua y sin la compañía de Miguelito y el cochino, con quienes había terminado por encariñarse. Su madre se sentó en la orilla de la cama, lo tomó de la mano y le insistió en que era lo mejor, la única frase que había podido articular desde que la abuela había finalmente salido del cuarto de los niños con la maleta de Miguelito y dicho con imperio de titán griego: Vámonos, afuera nos está esperando el taxi. El jardinero se había tenido que apresurar para empacar la ropa de su hijo.