FUERON TRISTES, PERO NO FATALES, los días inmediatos a la violenta salida de casa de Miguelito y Severo. La abuela había considerado que ya no tenía energía para criar a un niño en el borde de la pubertad y había convencido a Matilde de que recibiera a Jerónimo en Filadelfia en lo que Mercedes o se deshacía de Octavio, o se casaba con él aunque sólo fuera por las leyes humanas. Hasta entonces los niños no podrían tener un hogar decente para vivir juntos. Por lo pronto ella se llevaba a Miguelito, Severo se iba a Arandas con su padre y Jerónimo se quedaba a esperar a que su tía viniera a la ciudad de México por él. Su madre hizo el compromiso de no desaparecer ni un día en lo que el mayor emprendía el viaje.
La minúscula oposición que ofreció Mercedes, tal vez satisfecha a fin de cuentas con la oportunidad de volver a empezar su vida adulta –esta vez como adulta–, fue recibida por la abuela con un gesto tan teatral que seguramente había sido ensayado: blandió en el aire como una espada y luego extendió como un pergamino ante los ojos llorosos de su hija una orden judicial en la que se le retiraba la custodia de Miguelito y Jerónimo por abandono de hogar: los abogados tapatíos que habían evitado que se pudriera en la cárcel por la muerte de su marido ahora actuaban en su contra. La fenicia rompió su silencio milenario para sentenciar: «Alacrán encabronado, se pica la cabeza.»
El lunes Jerónimo fue a la escuela y siguió yendo sin la menor sensación de que hubiera un propósito en hacerlo. Llegó incluso a sentir nostalgia de los pellizcos en las piernas mientras le pellizcaban las piernas. Su madre, postrada por la melancolía, se pasaba horas en su habitación entre revistas de las cuales al parecer leía hasta la página legal. Por la tarde de los primeros días –el verano con sus lluvias furibundas clausurándolo todo– ambos vagaban por el departamento como fantasmas venidos de tiempos distintos.
El día más duro fue el primer sábado, en que fueron a la estación de Buenavista para mandarle a Miguelito y Severo sus respectivas bicicletas: se quebraron con el estruendo con que se rompen los hielos y estuvieron llorando abrazados y poseídos por la autocompasión toda la tarde. Esta vez les había tomado seis días asumir que no tenían ningún control sobre sus vidas. Nunca lo habían tenido en realidad, pero de entonces en adelante lo pudieron hablar.
Matilde llegó por Jerónimo a mediados de agosto. Como ya se ha dicho, no hubo correspondencia entre ella y Mercedes durante muchos años, años en los que el motivo original del pleito –sus infelicidades de alcoba– había sido disipado por la resignación y el crimen respectivamente. Jerónimo recuerda que durante la tarde del lunes posterior al domingo en que se fueron Miguelito y Severo, la madre dejó de dar vueltas como loca por la casa enrollándose y desenrollándose la faja del vestido para pedir una conferencia telefónica a Filadelfia. Hablaron y la conversación resultó positiva: puros gritos, ninguno de enojo. Al día siguiente fue Matilde la que llamó y los resultados fueron todavía mejores: puros cuchicheos. Una semana después la prima llamó para avisar que se embarcaba en el tren al día siguiente y Merecedes estuvo, desde entonces, eufórica y deslumbrante. Al cuarto día de expectación la fenicia llegó sola a la escuela y le avisó a Jerónimo que su tía había llegado y lo estaba esperando en casa para conocerlo. Prácticamente corrieron al departamento de la calle de Hamburgo.
Al llegar a casa encontré la puerta principal cerrada: mi padre ya se había ido al rastro. Dejé la compra en la cocina y verifiqué, aliviada, que ya no estuviera por ahí. Durante el desayuno el viejo se había esforzado para hacerme sentir mal por el portazo con que me había retirado de la cena con mi prometido. Yo asumí el silencio no como una reprimenda sino como una declaración de guerra y no le hablé ni en la comida, ni en la cena, ni al otro desayuno, ni en los días siguientes. Y habría aguantado una eternidad de mala sangre si él no hubiera, finalmente, cedido casi de rodillas nueve o diez días después. Yo necesito –dijo, e igual podría haberle estado hablando a la pared– a un aliado en la Boulé pase lo que pase y, de ser posible, en el Municipio y hasta en Damasco; Rufo, que es buen muchacho, conoce las leyes griegas y judías mejor que nadie en la zona, trabaja para un magistrado latino, es guapo y articulado, ha visto un poco más que nosotros el mundo; lo único que necesita para brillar es alguien con dinero y yo lo tengo; qué opinarías si lo apoyo aun si no es parte de la familia. Por qué no va a ser parte de la familia, le respondí; te daríamos bonitos nietos. Vi cómo se le iluminaba la cara y esa felicidad me pareció suficiente para un hombre en un día, así que añadí que no era un partido digno ni nada, pero que si ya había tomado la decisión de gastarse mi herencia en un inepto, más me valía ser su socia también en esa empresa. Completé: ¿Quién va a llevar los números pequeños entre tú y ese falso griego?; en un año se cargan, seguro, el trabajo de todas las generaciones. Lo sentí entre aliviado y contento cuando dijo que lo iba a invitar a cenar otra vez.
No me porté mucho mejor en los siguientes encuentros, que quedaron establecidos todos los sábados. Incluso me portaba un poco peor dado que al pobre alejandrino ya lo teníamos comprado.
Asumí que mi futuro iba a estar a su lado y que iba a ser un poco aburrido. Me quedaba claro que lo interesante que me fuera a pasar en adelante me iba a suceder en el mercado, así que en una de las cenas condicioné sus futuras visitas –por no hablar del matrimonio– a una prueba más para los tres: antes de comenzar a apoyarlo francamente en su carrera, lo deberíamos asociar en el negocio de carpas que el viejo y yo no terminábamos de animarnos a emprender. La idea era sacarlo de una vez de su trabajo de tinterillo en Jerusalén y traerlo a despachar en Filadelfia entre las cabras y los griegos medio judíos y casi babilonios que éramos todos nosotros, para ver si dormía como roncaba. El viejo terminó por confesarme que ya llevaba unas semanas haciendo sumas y restas y no dejaba de preocuparse por la excesiva paciencia de Rufo con mis esquinazos. ¿Cómo iba a sacarle el mejor precio por un litro de leche si no era capaz de someterme en la mesa? Fue pensando en todo eso como mi padre decidió que lo acompañara en su siguiente viaje a Jerusalén en busca de un cuarto socio; un Saulo del que nos habló el propio Rufo, que por ser ciliciano lo sabía todo de hilados y tejidos.
La salida de Filadelfia y la primera parte del viaje es cómoda y tiene su belleza, pero el esplendor del desierto que anuncia la frontera es deslumbrante, dijo Matilde, ante los ojos pelones por el interés de Mercedes y Jerónimo.
Después de darle a su tía el abrazo que se le da a los salvadores, el niño se había retirado un poco para verla bien. Ella lo miró de pies a cabeza y dijo como para sí: Guapo como todos los Loera, no puedo creer que me haya pasado la vida sin conocerte. Era una mujer distinguida a pesar de su corte libertario, que transpiraba calma y tolerancia. Aunque era de la misma edad que la madre de Jerónimo, no hacía ningún esfuerzo por ocultarla: llevaba el pelo ya entrecano largo y recogido con una liga simple, no iba maquillada. Estaba un poco pasada de peso y tenía manos de cocinera: recias, brillantes, manchadas.
Matilde se volvió a sentar en el sillón y Mercedes le ofreció algo de tomar; ¿un café?, ¿agua de jamaica?, ¿cocacola? Pidió un vaso de agua simple. Que Jerónimo recordara, nunca nadie en México había pedido agua simple. La tía siguió contando su viaje: Nada más entrar al desierto y aunque el tren siguiera en los Estados Unidos, ya se sentía en todo el cuerpo la intensidad un poco siniestra de México; de aquel lado del río las cosas son más ordenadas y un poco menos miserables, pero a partir de la bahía de Galveston –los nombres le sonaban a Jerónimo a pura promesa– ya los arrieros son mexicanos, hay indios por todas partes, en los pueblos que han crecido junto a las vías se ve a los braceros que se quedaron después de la guerra alzando edificios; el sol es una bestia que se lo come todo y todo lo realza. Movía sus brazos de pastelera con una soltura hipnótica y hablaba con una voz suave y profunda, conciliadora: era evidentemente incapaz de pegar un grito, pero seguramente muy persuasiva. Tienen que pensar, siguió, que no había puesto un pie en México desde que nos fuimos a Chicago en el año cuarenta. Nada puede ser más cualquier cosa que Laredo, pero cuando pasó el pórter y anunció que era el pueblo que seguía y la parada final antes de la frontera, yo me veía en los bordes de Jerusalén.
Había ido a la capital varias veces, sobre todo de niña, pero no se usaba que las mujeres salieran a los caminos, así que la pura perspectiva de ir ya era emocionante. El que haya visto las villas miserables que han crecido a ambas riveras del Jordán no puede tener una explicación que no involucre a un dios ante la vista de la ciudad santa, que aparecía en el horizonte de pronto, como un siervo gigante recostado en los altos. Conforme uno se va a acercando, las partes del ciervo quedan claras: los jardines del valle de Cedrón, las torres y las cúpulas doradas, sus muros múltiples e inauditos que se conectan con el templo monstruoso de Herodes y la fortaleza de la Antonia, donde todavía trabajaba y vivía Rufo.
Hay una transparencia única en el aire palestino y más en las alturas: Jerusalén tal vez le deba su espíritu de promesa al hecho de que se avista desde muy lejos. El Distrito Federal tiene la misma calidad aérea, pero la ciudad está hundida en la cuenca del lago y entre una muralla de volcanes, como si Dios, dijo Mercedes, hubiera decidido privarla sólo para los que la podemos entender. No se imaginan, siguió, la emoción que me produjo la entrada al valle de México: los poderes del desierto son sobrecogedores y su extensión tanta que parece que no va a terminar nunca; durante todo el viaje desde Nuevo Laredo sentía como si en mis años en los Estados Unidos se hubiera registrado un cataclismo que había quedado cifrado en las cordilleras pelonas. Entonces entramos al altiplano, civilizado por la geometría de los maizales y los canales de riego, reventado por los volcanes; el aire duro de las pedreras del norte endulzado por la proliferación de pinos, ni una mota de polvo entorpeciendo la vista de las nubes inconcebiblemente blancas. En Filadelfia, como en toda la costa oriental de los Estados Unidos, siguió, no hay ni paisaje ni cielo; en Jerusalén, en cambio, están los desfiladeros, las montañas, las tiradas de olivos que suben y bajan enraizadas en anfractuosidades imposibles. Se sube a la ciudad en el silencio terso de los que se arrobaron sin remedio.
Una vez adentro de los muros el contraste no podía ser más fuerte: el dramatismo estático de las murallas y los templos vistos de afuera se transforma en un fluir enloquecido de personas, mercancías, animales, todos haciendo todo el ruido del que son capaces. Entramos por la puerta de Efraín y dejamos la carreta al cargo de los muleros, que nos rentaron tres burros para mover las pacas de pelo por la ciudad. Yo me pasé a uno de los caballos que acababan de desenganchar de la carreta y ensillar para nosotros. Iniciamos el ascenso al fuerte de la Antonia, donde habíamos quedado de encontrar a Rufo. A él se le había ocurrido que, dado que ninguno de los tres estábamos familiarizados con esa industria ni teníamos claro por dónde empezar, asociáramos a Saulo, fariseo conocido suyo de la sinagoga de Gamaliel; judío griego y ciudadano de Roma, hijo de propietarios de telares originarios de Tarso. Es un buen tipo, nos había dicho, apasionado de todo lo que hace y muy inteligente; en todo caso un poco acomplejado.
Jerónimo le preguntó a su tía cómo era Filadelfia en comparación con México. Es otro mundo, le respondió: te va a gustar; hay muchísimos árboles y ríos y lagos por todos lados; en el invierno nieva todo el tiempo y en verano hace tanto calor que puedes andar en camiseta sin que nadie se meta contigo. Nosotros vivimos en una casita muy chica del centro en la que ya te acondicionamos una buhardilla para las vacaciones, pero el internado es más bonito: uno de esos edificios góticos un poco payos que hacen los gringos para darse cachete, en medio del bosque. Y está muy cerca del canal, así que se puede remar y nadar en el verano. ¿Sabes andar en bici? Jerónimo se sintió a salvo. Yo, en cambio, empecé a sentir franco miedo cuando noté, a los pocos escalones de la puerta de entrada a la ciudad, que todos me veían como si fuera una aparición. Lo que distingue a la gente de Jerusalén de toda la del resto de Judea es la importancia que se da a sí misma: es una ciudad en la que es imposible circular porque todos se sienten dueños de la calle y han hecho de estorbar una forma de vida; se detienen a platicar al centro de los callejones y no mueven el culo si no los obliga la guardia samaritana; venden lo que se les da la gana donde se les da la gana; dejan el burro atravesado y a mitad del río para entrar a saludar a unos parientes. Esta vez, a diferencia de las anteriores en que había ido, nos abrían el paso como si quisieran deshacerse de nosotros lo más rápido posible; la gente –en el pasado tan desafiante y gritona, tan dispuesta a lo que sea para convencer de la calidad de su mercancíame veía desde la altura inferior de la calle y bajaba los ojos al notar que estábamos haciendo contacto visual. No era que las calles estuvieran silenciosas, pero una parte de las voces de siempre se había transformado en susurros. Y había muchísimos más guardias de lo normal: no estaban los pretores del gobernador ni los legionarios sirios –lo que significaba que Pilatus estaría, como siempre, en Cesarea–, pero los samaritanos con sus trajes demasiado holgados de guardias imperiales andaban por todos lados en pelotones de tres o cuatro. El aire estaba denso, hostil: piscina de una desconfianza nueva.
Adelanté un poco mi caballo para alcanzar a mi padre y le pregunté qué estaba sucediendo. Con qué, me preguntó, un tanto distraído. En la ciudad, le dije, fíjate cómo me miran. Se alzó de hombros. No sé, dijo, ya sabes cómo son los judíos, su ley ha de prohibir que las mujeres monten o algo. ¿Y los samaritanos? ¿Cuáles? Hay guardias por todos lados. Esta vez abrió mucho los ojos y se rascó la barba mirando alrededor. Yo no veo que haya más, ¿hace cuánto que no venías? Como cinco años. Creo que ahora es así siempre; o no, a lo mejor se corrió el rumor de un alzamiento. Su despreocupación tuvo un efecto benéfico en mí: algo había cambiado desde mi última visita a la ciudad, pero a él le parecía normal. ¿Y si nos agarra la revuelta? Nos metemos a la Antonia hasta que llegue Pilatus y los crucifique a todos. Hizo otra pausa y añadió: Como siempre.
Seguimos avanzando hasta el Mercado de arriba, donde mi padre me presentó con el vendedor que le solía comprar nuestro pelo. Le preguntó enfrente de mí qué estaba pasando. El otro nos miró extrañado y preguntó: ¿Por qué? Una vez cerrado el trato, se sentaron a tomar un té de hierbabuena; a mí, por ser griega y no judía, me hicieron la concesión de darme un cuenco, pero no me invitaron a los sillones. Platicaron de política, que es de lo único que se habla en Israel. Efectivamente, todo lo que escuché parecía normal, pero tuve la sensación de que el comerciante y mi padre hablaban muy bajo, además sólo lo hacían en griego, como si temieran que la servidumbre aramea entendiera lo que estaban diciendo. Más adelante el curtidor de pieles, que sólo hablaba arameo y con el acento densísimo de los galileos, apenas habló con nosotros durante la transacción; mientras contaba los pellejos no dejaba de lanzar miradas a los guardias samaritanos que rondaban su puesto. ¿Todo bien?, le preguntó mi padre después de recibir el pago por la mercancía. Todo como siempre, murmuró, comiéndose la mitad de las vocales. Mandamos los burros de vuelta a la puerta y seguimos a pie rumbo a la Antonia, para ver si todavía encontrábamos a Rufo en la oficina del magistrado.
En el templo todo estaba normal: un caos absoluto de comerciantes, cambistas y fieles entrando y saliendo con animales, niños, servidumbre. Los rabinos apresurados con sus túnicas impecables, apretándose entre los codos de los fieles para bajar de vuelta a la ciudad o para entrar a cumplir un oficio. Los miembros del Sanedrín discutiendo en una esquina o abriéndose camino con sus guardias personales, vestidos a la manera tradicional –bastante cómica: con faldas de espejitos y espadas de madera. Fuimos a cambiar, de una vez, parte de los denarios por dracmas, que se cotizaban más baratos en Jerusalén que en el Filadelfia. Mi padre me presentó con algunos de los amigos que andaban por ahí y que eran cordiales y distantes cuando eran judíos, amables y lascivos cuando eran ciudadanos imperiales de cualquier origen, y francamente degenerados cuando eran griegos.
Yo ya estaba cansada y quería conocer la Antonia. Mi curiosidad era mucha porque Rufo siempre se negaba a hablar de su trabajo, así que mantuve la cordialidad indispensable mientras los políticos me hacían un gesto agachando la cabeza, me apretaban un hombro, o me besaban los labios mientras me daban un apretón en las nalgas, dependiendo de su origen.
Finalmente alcanzamos la puerta de la fortaleza. Cruzarla e internarse en el oficioso silencio de su patio fue una bendición: para nosotros, a diferencia del resto de los habitantes de la ciudad, entrar a un recinto protegido por las armas de los ocupantes romanos era un alivio. La ley estaba de nuestro lado y mientras hubiera legionarios de verdad cerca, no nos iba a pasar nada –la guardia samaritana era graciosa y con suerte podía hacer hasta los ruidos de un pelotón de legionarios, pero nadie se hubiera puesto en sus minúsculas manos para salvarse de algo.
En el pretorio, mi padre se encontró con otro colega griego que venía de salida de los tribunales. Yo di un paso atrás mientras se besaban, harta como estaba de que me trataran de meter dedos por el culo. Obviamente, el caso del otro comerciante le interesaba a mi padre, porque se pusieron a platicar como dos comadres.
Lo más impactante de la conversación fue el hecho de que Mercedes dijera que en Filadelfia prácticamente no existía la policía. Hay unos cuantos guardias de barrio, dijo, pero es una ciudad en la que nadie nunca se roba nada; durante el verano en la feria, la gente deja a los bebés en las carreolas y las carteras colgando de ellas afuera de las atracciones y se mete segura de que cuando salgan ahí van a estar.
Matilde y Mercedes estuvieron platicando hasta que Jerónimo perdió interés en la conversación, que de pronto se trasladó a las cuitas laguenses de sus infancias. Escuchando el murmullo de las voces como música de fondo, me fui alejando discretamente hasta que me sentí libre de la tutela paterna. Me llamó la atención que al final del pretorio, al pie del balcón del procurador, hubiera un jarrito con flores. Me acerqué y tomé una, pensé que podría hacer una modesta concesión a la feminidad que el pobre Rufo tal vez esperara de mí poniéndomela sobre la oreja. La estaba oliendo cuando un carraspeo siniestro y estertóreo que me venía del cielo me detuvo en vilo. Me quedé quieta como un conejo entre los perros. Yo no haría eso, señorita –me dijo en latín una voz–, esas flores están malditas. Arriba, acodado sobre el barandal en el que en teoría sólo se podría acodar el procurador, había un legionario de rango –llevaba el casco de penacho puesto. Tenía la cara deshecha por una vida de dolor padecido e infligido, barba de varios días y ojeras tan marcadas que casi le cerraban los ojos. Al puño que sobresalía del balcón le faltaban dos dedos. Escupió a una distancia lo suficientemente lejana de mí como para que pudiera considerarme respetada. Por qué, le pregunté. Por qué, qué. Me respondió. Por qué están malditas, insistí. Dio un pequeño pujido y se pasó la lengua por las encías despojadas de dientes. Las traen los crestianos durante la noche, dijo, a escondidas, como si a nosotros nos importara que vivan o mueran. Qué son los crestianos. Las arrugas infinitas de su cara se reconfiguraron en un gesto grotesco que pretendía representar sorpresa. De dónde eres, me preguntó. De la Decápolis, de Filadelfia. ¿Y no tienen crestianos por ahí? Yo creo que no. Se alzó de hombros: pues ya tendrán, son una plaga; de haber sabido, nada más hubiéramos degollado en los calabozos al pobrecito rabí nazareno. Qué rabí nazareno. ¿Tampoco has oído hablar de él? Se rió estertóreamente, y dijo representando pompa: Rabí Yesu Nazaretitas, el Cresto, rey de los Judíos e hijo de Yavé, y se volvió a reír.
El estruendo de sus carcajadas atrajo la atención de mi padre. Tenebras, gritó desde el otro lado del pretorio, dirigiéndose al legionario –ya venía corriendo hacia nosotros. El soldado se puso la mano derecha con el puño cerrado sobre el corazón y la alzó; luego dijo en el tono más delgado que su voz de carnicero le permitía modular: Ave, griego. Se volvió a reír. Mi padre, todavía a distancia, le extendió una sonrisa tan falsa que dolía y dejó de correr. Cuando nos alcanzó dijo, casi sin aliento: No te he presentado a mi hija. El soldado se quitó el casco mostrando una cabeza rapada y cruzada por una cicatriz. Actuó una reverencia ridícula. La verdad es que me hizo reír. Luego me guiñó un ojo, satisfecho de haberlo logrado. Mi padre, sin acusar la broma, continuó la presentación. Es la prometida de Rufo, le dijo, el alejandrino al que te encargué. El legionario alzó las cejas, algunas de cuyas canas se prolongaban como los bigotes de un gato. Ruphus, dijo, el gran Ruphus. Apretó las encías y enderezó la cabeza, sacudiéndola levemente; la implicación era que mi prometido se daba aires. Me volví a reír. Fuera quien fuera Tenebras, tenía la facultad de hacerme sentir más segura que los demás amigos de mi padre. Tiene la sangre un poco pesada, dijo, y es filojudío, pero ¿quién de nosotros no lo es?; además es bueno como el pan, tal vez demasiado bueno para esta ciudad en estos tiempos. Mi padre sonrió, yo que lo conozco pude ver en la forma en que apretaba los dientes que se cagaba de miedo. Por eso me lo quiero llevar a Filadelfia, ¿me lo has cuidado?, preguntó. ¿Ha tenido alguna queja?, respondió el soldado. Este señor es Tenebras, dijo mi padre dirigiéndose a mí, una leyenda y el valiente en el que descansa completa la ocupación de Judea; es el comandante de la guarnición de Jerusalén desde hace quién sabe cuánto. Veintitrés años, dijo el soldado, soy el único latino que no tiene a nadie esperándolo en el Lazio. Eres bético, le dijo mi padre. El soldado se alzó de hombros. Es lo mismo, dijo, por qué no pasan. Avanzamos hacia la entrada de los cuarteles.
Cuando llegamos a la puerta Tenebras ya estaba ahí, esperándonos, con el casco en la mano. Estaba de guardia, porque llevaba sus pertrechos completos. Su afabilidad no se correspondía del todo con la implacable perfección con la que portaba su traje, ni con el trazo de hierro de los músculos de su cuerpo, demasiado bien conservados para un hombre que debía pasar de los cincuenta años. Ya de cerca había algo de hermoso en la tristeza de su resignación a trabajar de por vida como el mayor hijo de puta asignado a toda una civilización.
No trató de besarme. Hizo una pequeña inclinación de cabeza con la mano extendida sobre el corazón y nos dijo que pasáramos. Había otros dos legionarios, de menor rango, cuidando la puerta. Se volvió hacia uno de ellos y le dijo: Éste es mi amigo Filocabras. Mi padre carraspeó, incómodo con el apodo. Le debemos tantas chuletas que lo menos que podrías hacer es saludarlo. El guardia bajó la cabeza y se golpeó en el pecho. El otro, apostado al otro lado de la puerta, hizo simultáneamente el mismo movimiento. Así me gusta, dijo, y me guiñó. Luego adoptó un gesto serio y nos dijo que siguiéramos adelante. Ahorita les mando a Ruphus Filojudíos Alejandritas, dijo, y se volvió a reír. Se perdió por la puerta del salón. Mi padre y yo nos quedamos de pie y sin conversación en aquel mundo lleno sólo por la desproporción y el dolor.
La fenicia le tocó el hombro a Jerónimo para señalarle, discretamente, que le había hecho algo de cenar. Las señoras se dieron cuenta entonces de que se les había ido la tarde y pasaron a la mesa, a discutir el tema del que no querían hablar. Fue Matilde, más práctica, la que abrió fuego: Nos podemos ir cuando sea vía Zacatecas, pero a mí me gustaría pasar unos días en la ciudad, ¿por qué no tomamos el tren del domingo a Chihuahua y así pasamos un poco más de tiempo los tres juntos? Trazaron toda clase de planes que involucraban las mañanas. A Matilde ni siquiera se le ocurrió pensar en que Jerónimo tenía que ir a la escuela y eso lo complació. Mercedes, que tampoco era flor de disciplinas, se dejó llevar por el entusiasmo de su prima. Jerónimo se fue a la cama convencido de que la vida por fin estaba adoptando el cauce correcto para él.