INSTRUCCIONES PARA CAZAR UN MONJE

1. Un asesino mata en busca de un beneficio práctico y en la oscuridad. Un cazamonjes actúa en nombre de un imperativo moral y en el momento en que el mayor número de gente pueda beneficiarse del espectáculo de sus trabajos. Es un político fulminante y casi un teólogo. Indudablemente es un artista.

2. Contra lo que se podría suponer, el pecado insignia de un monje no es la sodomía, que más bien forma parte de su dieta diaria. Su perdición es la avaricia: el oro es lo único que lo tienta suficiente para salir al mundo.

3. Como de un cazamonjes se espera que sea un artista, cultiva a su víctima, la ceba, la quiebra entre fuegos de artificio para que sirva de ejemplo y aliciente. Un cazamonjes puede andar por ahí, rondando a la espera de encontrarse a uno, llenarle el estómago de perdigones y tomar su bolsa: testículo de un semental del que puede manar oro como un río, pero ésa no es la idea. En la Liga Antirromana a la que pertencí, asesinar a un monje de manera casual era considerado de mal gusto al extremo de que los mejores entre nosotros dejábamos pasar a alguno que estuviera en el siglo por casualidad. El asesinato artero de un cenobita se consideraba una villanía más propia de un raterillo que de un hermano vigilante de la gloria de Nápoles.

4. El ministerio de la parroquia era la prioridad de un cazamonjes. Se daba misa, se impartían óleos y se bautizaba infantes, se confesaba a fieles y se administraban los dineros del diezmo, se atendía a las obras de caridad. Luego se procedía a cazar un monje. Pero no lo hacíamos en nuestro tiempo libre, lo entendíamos como un oficio complementario.

5. Nos veíamos como descendientes de las ligas de autodefensa que florecieron en el medioevo al lado de las órdenes militares. Felipe III de España, nuestro monarca, odiaba a Roma –como todos–, así que consiguió que sus validos en la ciudad eterna se las arreglaran siempre para evitar que se nos reconociera como reformistas –no lo éramos realmente: no pedíamos que cambiaran nada, sólo que nos devolvieran a nuestros príncipes y repartieran mejor el dinero.

6. Para poder cazar en forma a un monje había que celarlo por periodos largos, imaginar el misterio de sus rutinas y los intercambios que sostenía a través de la ventanilla del locutorio, tener conocimiento de las mudanzas financieras que pudieran requerir su salida, esperar en la esquina adecuada el momento justo en que volviera a la calle después de su transacción, forrado de cuartos: dado que las ganancias del crimen se dedicaban por entero a la caridad era esencial anegarlo en su camino de vuelta al monasterio.

7. En más de una ocasión y siguiendo el aviso de algún ciudadano de Nápoles particularmente atribulado por sus deudas con un monasterio, yo no sólo cebé a un monje hasta cazarlo, sino que tendí conspiraciones que podían dilatarse semanas a través de falsos mensajeros y necesitados ficticios. Hubo un periodo en que tuve varias de estas trampas tendidas en distintos monasterios. Y había una feliz semana en que dos o tres eran bella y precisamente anegados en mierda en la esquina más concurrida y con el sol en su cenit.

8. Lo de esperarlos y matarlos en la esquina no es una frase idiomática. Tampoco lo de anegarlos en mierda.

9. Un cazamonjes hacía de su robo un espectáculo: antes de abrir fuego gritaba ¡Viva Osuna! –el virrey–, y se abría el campo, dado que toda la ciudad conocía el código. Lo anterior permitía apuntarle al monje –que no podía correr por el peso y longitud de su sayo– y sorrajar el disparo con público. Entonces se cortaba el bolso frente la muchedumbre y mostrándolo en alto se gritaba: ¡Nápoles! A veces había ovación, a veces abucheos, a veces risas. Nunca alguaciles: eran todos españoles y no iban a detener a nadie que diera vivas al virrey. Tampoco había quien interviniera para proteger a un monje: eran galeotes voluntarios; habían renunciado a nosotros a favor de Roma, así que podíamos perfectamente renunciar a ellos sin faltar muchísimo a la caridad.

10. La liturgia del crimen era esencial: se prefería que el cuerpo trémulo de la víctima cayera en un cagadero y que fuera revolcándose en la caca –caca napolitana–, desde donde sus ojos vieran a los ojos del que había cobrado la deuda que tenía con todos los que odiábamos a Roma más de lo que queríamos a nuestros hijos.

11. Yo dejé vivir por unos días extra a más de un monje con tal de que la esquina en que fuera a dar con sus huesos a la mierda –en este caso literalmente– fuera una de las más céntricas.

12. De ahí que la palabra clave fuera «anegar». ¿Tuvo suerte?, me preguntaba mi superior. Anegué a uno, le respondía; ya entregué su bolso al hospital.

13. Había que cuidarse de que nadie estuviera obrando cuando se abría fuego. No se trataba de perderle simpatías a la Liga por un descuido, o de que los españoles utilizaran el asunto como pretexto para obligarnos a usar las letrinas, que hacían que la casa de uno apestara innecesariamente. Al principio de su gobierno de nuestros destinos, se horrorizaron tanto con nuestra costumbre de cagar al aire que pusieron crucifijos en las esquinas, lo cual no valió de nada: éramos napolitanos y nos gustaba cagar en público. Retiraron los crucifijos.

14. Era esencial no hacer uso de los recursos robados a un monje: se entregaban directamente a la caridad para devolverle a los napolitanos lo que era de Nápoles. De ahí también que tanto la gente común como los nobles locales no sólo toleraran a la Liga Antirromana, sino que la celebraban y la protegían.

15. Una parroquia con fama debía tener su retablo desbordando oro de las Indias y su confesor de nobles, los trajes de sus sacerdotes tenían que ser lujosos y estar limpios, las flores deberían ser frescas y tenía que contar con la visita del virrey y el arzobispo en la fiesta y procesión del santo o la Virgen venerada en el templo; pero si además tenía entre sus ministros a un cazamonjes, su prestigio ya era supremo.

16. El último brillo del sol que habría de ver el desgraciado sería un reflejo en el cañón impecable del mosquete corto: nuestro ministerio. El arma tenía que estar perfectamente limpia y cargada; no podía fallar. Las pistolas, una a cada lado del cinto que apretaba la sotana, se utilizaban sólo si había necesidad de rematar a la víctima. La capa tenía que ser española, del grosor y con la longitud que permitieran un vuelo lírico mientras se abría –una danza antes del golpe de gloria. Las pistolas al cinto, el mosquete recortado en la mano derecha, su cañón partiendo las aguas del público hasta dejar al monje solo, centrado en un patíbulo de excremento. ¡Viva Osuna!