JERÓNIMO Y MERCEDES tuvieron una despedida sencilla y triste como un viernes santo. Se fueron con Matilde en taxi a la estación de Buenavista, poco antes de las nueve de la noche para que el niño y su tía tomaran el tren a Laredo a las diez. Había llovido tan fuerte que la ciudad de México había recuperado, a la manera chueca a la que le sucede todo, su condición lacustre: parecía hundida en un cuerpo de agua vertical.
Jerónimo le pidió al taxista que no siguieran por Reforma hasta Insurgentes, que mejor se fueran por la ruta de los palacios, espectrales a la luz de la luna y el tenuísimo alumbrado público. En su calidad de niño de cuarenta mil años sabía de amores y tenía clarísimo que la ciudad de México era el mayor que había tenido en este turno, aun si era un amor cojo: también sabía que los héroes de verdad se enamoran de las feas.
Ya en el andén –el borde inicial de todas las novedades–, Mercedes y su hijo se dieron un largo abrazo que chorreó caridad, como si la centella que hubiera producido la mezcla de sus mocos los hubiera bautizado con un nuevo carisma.
Hay aquí un hecho notable y transparente: Jerónimo tiene la certeza de que cuando se subió a la escalerilla del pullman iba de la mano de Matilde. Cuatro días después se bajaron en Penn Station. Ella me tendió la palma para ayudarme a bajar y yo la rechacé para tomar con la mano que me quedaba libre su valija. Así, pisé Filadelfia, mi nueva ciudad, no sé si siendo yo mismo, pero más pleno de mí que nunca. La sonrisa de mi tío Indalecio, que nos esperaba en la parte superior de la estación de trenes, no era menos afortunada que la de su mujer: ambos eran personas que habían ido a buscar su destino y, aunque el que encontraron no había sido el que imaginaron, era de ellos.
Vivían en una casa de tres pisos en la parte histórica de la ciudad. Era un edificio flaco como un elevador o el propio Indalecio: un hombre delgado y muy bajo –casi de mi tamaño por entonces– que compensaba esas sustracciones de la naturaleza con un bigotazo de general villista. La casa era vieja: los fantasmas eran tantos y tan celosos que se salían por las ventanas en sus infatigables disputas con nosotros y entre ellos. Mi tía me acondicionó la buhardilla para habitación con un gusto que según ellos era infantil: le pegó unos cuadros de Indalecio en la pared –remedos del cubismo– porque eran de colorines. Estaba en una calle que se llamaba «Roble» y estaba llena de robles –ay, mis gringos. También había muchos niños, cinco o seis años más jóvenes que yo, que jugaban día y noche a la guerra de los aliados contra los alemanes. La diferencia de edad –simplemente no había gringos de la mía porque todos los papás estaban tirándose a todas las italianas cuando yo fui gestado– me obligó a tener una inmersión puramente adulta en la ciudad: anduve con Matilde e Indalecio para todos lados durante el mes de agosto –otra peculiaridad de los Estados Unidos es que no hay sirvientas que críen a los niños en lo que uno mira por la ventana o lee revistas.
Mi buhardilla tenía una ventanita que daba a la calle y que fue insuperable atalaya para las nevadas de las vacaciones de Navidad, que pasé con ellos como todas las demás porque Mercedes, aunque me escribía semanalmente cartas rarísimas que exhibían que en realidad no tenía nada que hacer más que respirar mientras se gastaba el dinero de mi padrastro, nunca reclamó mi devolución a México.
Ella alegaba –y le creí porque los niños no tienen más opción que creerle a sus padres– que yo estaba demasiado joven para hacer solo una viaje de envergadura como el Filadelfia-México y que Matilde e Indalecio tenían demasiadas ocupaciones para acompañarme. Tal vez hubiera algo de verificable en ello como caso general, pero no en el mío, que desde los seis años me ganaba mi habitación trabajando duro en la panadería y me encargué de mi hermano durante el tramo capitalino de nuestras infancias.
Lo que sí hizo Mercedes, porque no era un monstruo –era algo acaso más complicado de entender: un mujer a la que jodieron tanto que cuando pudo tomar sus decisiones las tomó jodidas–, fue visitarme en cinco ocasiones, todas largas: las navidades del 49 y el 51 y los veranos de los demás años.
En las dos navidades gringas llevó consigo a Miguelito, que mi abuela le prestó siempre y cuando lo recogiera en Guadalajara y lo devolviera ahí sin que el niño pasara nunca por la ciudad de México: no sólo la capital universal del pecado de manera abstracta y generalizada, sino el escenario histórico de los resbalones en la indecencia de las Loera, dado que fue ahí donde mi tía Matilde se amasiató con Indalecio y mi madre con el amor de toda su vida.
Las visitas de mamá fueron los meses deslumbrantes de mis años más bien felices en Filadelfia: le asombraba que hablara inglés tan bien como español y le encantaba andar conmigo por todos lados. Fui para ella en esas semanas y debido a la circunstancia de que ella ni hablaba inglés ni tenía el menor interés en aprenderlo, casi una imposibilidad: un hombre del que se podía depender sin esperar dolor a cambio.
Durante el invierno, cuando sus vacaciones duraban sólo las dos semanas que yo estaba fuera del internado, nos quedábamos en Philly, básicamente acumulando grasa para poder salir a chacualear en la nieve –el pasado de repostera de Matilde y la urgencia de prender el horno de la cocina desde temprano nos mantenían a tope de mantequillas y azúcares. En los veranos –tan lentos en la costa oriental de los Estados Unidos– viajábamos a veces los dos, a veces los cuatro, por la región.
Conocimos bien y a fondo Baltimore y su puerto de cuento de piratas, Washington DC –la soñolienta–, nos hundimos en el jardín de Virginia y recorrimos con cuidado de espeleólogos los Apalaches –que los gringos llaman «las montañas» y en realidad son unos cerritos pintorescos y amables. Hicimos el viaje por el canal de Maryland a Connecticut y trepamos hasta la parte de arriba del estado de Nueva York –de paisajes un poco más familiares por ser un tanto más dramáticos. Las primas enloquecían en Manhattan. Ahí, Indalecio me llevaba a los restoranes frecuentados por los artistas cuyo trabajo admiraba pero a los que nunca se animaba a abordar, mientras ellas se devoraban las calles haciendo compras absolutamente irracionales. En otras ocasiones nos amodorrábamos a muerte en el pueblo de Rehoboth, en Delaware, donde rentábamos una casita en la playa donde Indalecio hacía unas marinas de avanzada verdaderamente horripilantes porque no tenía murales que pintar.
La costa este de los Estados Unidos, con todo el odio que le tuvo siempre mi madre por su puritanismo y su falta de paisaje, es un sitio ideal para ser niño: las ciudades tienen bosque y mar, se puede llegar en bicicleta a todos lados; la corbata y el cinturón no son indispensables si uno no es el presidente y en la mayoría de las ocasiones no hay necesidad ni de peinarse. Se socializa poco, más si uno es mexicano y sobrino de pintor y repostera, así que nunca hay que soplarse ni misas ni tamaladas; no es necesario aprender a bailar.
En el internado de San Francisco Xavier –célebre en la región por sus rigores– la disciplina era bastante más relajada que en cualquier escuela mexicana, por no hablar de las tiranías en las casas conservadoras como la mía de Lagos o la de la abuela en Guadalajara. O tal vez las rigideces fueran igual de recias, pero al menos las reglas estaban claras: todo estaba organizado para que se cumplieran y las tentaciones eran pocas.
Había que estar en el comedor a las ocho para desayunar, a las doce para almorzar y a las cinco para cenar. La misa diaria era después de la cena: no había modo de evitarla, pero después había tiempo para jugar –generalmente básquetbol–, siempre y cuando uno no se saliera del edificio central, en el que estaban incluidos, además de los dormitorios, el comedor y la capilla, el gimnasio, la sala de juegos y los salones de lectura. La puerta del dormitorio se cerraba a las nueve, pero no era necesario apagar la lamparilla de la cama hasta las once y no había mandones que anduvieran gozando de su poder minúsculo sobre nosotros para hacer valer las cosas: si el interruptor se bajaba a las once, uno lo hacía a esa hora –romper el orden era mal visto por los compañeros y el modelo se aplicaba para todo lo demás.
Sobre todo, teníamos horas y horas diarias para hacer ejercicio entre el bosque, el lago y el pueblo, siempre bajo nuestra propia responsabilidad. Nadábamos, remábamos, organizábamos carreras de bicicletas en los veranos y de trineos en invierno. Mi estación favorita era el otoño, cuando había tantas hojas acolchonando los claros que el juego brutal del rugby se convertía en una fiesta. Cuando íbamos a la ciudad o nos enfrascábamos en alguna expedición más larga, lo hacíamos bajo la vigilancia distante de una familia Schmidt empleada por el internado exclusivamente para dedicarse por turnos a nuestro cuidado. La madre, el padre y los dos hijos adolescentes, que vivían en el colegio, se rotaban para ser nuestros chaperones. Los jesuitas no intervenían en nada que no fuera académico o disciplinario, aunque solían asistir a las competencias deportivas importantes o –los más jóvenes– jugar algún deporte con nosotros los viernes por la tarde.
Por otra parte, los niños del internado eran mucho más fáciles de lidiar que los de la ciudad de México: la mayoría habían sido educados en la mesa dura del protestantismo aunque vinieran de familias católicas, por lo que tenían una idea del respeto que a mí nadie me había inculcado nunca.
Aunque la escuela estaba repartida claramente en dos bandos –los locales y los extranjeros, que siempre son muchos en los Estados Unidos–, en general las rivalidades se resolvían en la grama: ellos nos ganaban en el básquet y el rugby y nosotros los arrasábamos en el balompié. El béisbol estaba dividido porque estábamos dos mexicanos –el otro era de Hermosillo–, un puertorriqueño y tres venezolanos capaces de arrastrar hasta la victoria a los centroeuropeos y los italianos. Había un hindú buenísimo, pero casi siempre se negaba a jugar lo que consideraba una perversión del cricket –que tiene muchas menos reglas y, según su juicio, bastante más distinción: se puede jugar con corbata.
La comunidad de extranjeros facilitaba la adaptación y permitía el flujo de la solidaridad. Yo tenía un papel intermedio, además, que me colocó desde temprano como un negociador y una figura que podía entrar y salir de ambos bandos: mi lengua nativa no era el inglés, pero no tenía pensión completa porque pasaba los sábados y domingos con mis tíos en el centro de la ciudad.
Por supuesto que había violencias y abusos, pero estaban mitigados, en primer lugar, por la libertad espacial: nadie tenía que estar –salvo en las horas de clase y las de estudio– con quien no le gustara estar. Los dormitorios eran de cuatro camas y se permitía intercambiar siempre y cuando se diera aviso a la administración y no hubiera razones disciplinarias para impedirlo –un expediente de asociación delictuosa, que yo nunca tuve. Por otro lado, las grescas –inevitables– también estaban reguladas: cuando la incordia ya era mucha y no se podía resolver ni hablando ni revolcándose en los lodos del rugby, se podía retar al enemigo a una pelea de box sancionada por el señor Schmidt y atendida por la escuela en pleno. Los jesuitas no se perdían, tampoco, esas ocasiones.
Entre mis compañeros, los rigores de las tardes de estudio en época de exámenes, las horas obligatorias de biblioteca, la meditación forzada por el patio y el jardín del edificio antes del almuerzo y la misa infinita, eran corsés difíciles de llevar. Para mí, que había crecido aburriéndome como ostra y siguiendo un programa de meditación forzada pero al estilo de Lagos de Moreno –como borrego–, todas aquellas rutinas eran un alivio merecido: se esperaba algo de mí y si lo cumplía me recompensaban con más horas de libertad en las inmediaciones del colegio. Tuve pocas disputas que no se resolvieran a rodillazos en la cancha o lanzamientos levemente equivocados en el diamante. A veces di y a veces me dieron, pero nunca nadie me invitó al ring: los hispanoamericanos teníamos un prestigio con los guantes que aunque de ninguna manera me representaba, sí me protegía.
El padre John, que fue el primer jesuita al que vi en mi vida y que sería mi preceptor durante mis tres años en el junior high y mi amigo en los dos del high school, me recibió con Matilde e Indalecio cuando conocí la escuela –varios días antes de que llegaran el resto de los estudiantes. Lo primero que me dijo, en inglés, fue: ¿Tienes bicicleta? Le dije en español, a través de Matilde, que la había dejado en casa de mi madre en México porque iba a ser un problema cargarla en un viaje tan largo. Dijo que sin bicicleta no iba a poder ir ni al pueblo ni al lago, así que me iba a prestar una, que la tenía que pagar asistiendo a lecciones de inglés todos los días durante el descanso de mis compañeros. ¿Entendiste?, me insistió. Sí, respondí. Entiende todo, anotó Matilde, lo que no puede es hablar; fue un niño especial aunque ahorita ya está regularizado en la escuela.
Cuando tres semanas después del inicio de curso me presenté en la oficina del padre John a preguntarle en un inglés inexplicablemente maestro si ya me había ganado mi bici, me respondió en un español perfecto que me la podía quedar mientras estuviera inscrito en San Francisco Xavier, que incluso me la podía llevar a la ciudad durante los fines de semana y los veranos en que la escuela estaba cerrada. A partir de entonces hablamos siempre en español –privilegio que fui el único en tener entre los otros latinoamericanos y españoles, que no despertaban su simpatía al grado en que yo lo hacía.
El padre John fue un aliado y un protector, la figura digna que nunca había ni siquiera aspirado a tener como maestro –yo, que tenía por mejor amigo hasta entonces a un cochino. Era el encargado de la clase de Historia Europea y de inmediato captó mi desmesurado interés en la materia. Nunca le conté, por supuesto, por qué me obsesionaban tanto ciertos detalles del pasado, ni por qué en ocasiones discutía con tanto denuedo su necia jerarquización de ciertos hechos que en realidad no importaron en lo más mínimo. Me admitía en su oficina, me escuchaba pacientemente con las manos juntas debajo del mentón y me decía que yo tendría que leer mucho más para tener derecho a hacer las afirmaciones que hacía, pero que le parecían cuerdas; que nunca se había encontrado con tanto olfato histórico en alguien tan joven, y que si seguía teniendo buenas calificaciones él se encargaría de que la Compañía me ayudara para ir a Georgetown cuando llegara la hora; que entonces podría ser tan revisionista como se me diera la gana.