LAS PRIMERAS SEMANAS del año todavía peor de 1941 encontraron a Jerónimo sentadito en el mostrador de El Horno Asturiano llevando las entradas y salidas de harinas, azúcares, panes, huevos, fruta y hasta panaderos con un ábaco. La nana milenaria en comunicación telepática con él, anotando los números y llevando los cobros.
Todavía no hay una memoria clara de aquellos hechos: Jerónimo los recuerda de manera muy limitada, como daguerrotipos heridos. La contadora fenicia preside el recuerdo más como presencia y registro de una serie de acciones remotas, ésas sí transparentes. Hay la memoria del horno y los panaderos amasando la harina del día manualmente. Una instantánea de la vidriera. El padre recargado en el marco de la puerta dándole una libidinosa bienvenida a las clientas y despidiéndose para hacer el recorriendo de los molinos y sus molineras –por ese año sus primeras bastardas estaban comenzando a florecer y seguramente prefería manosearlas a ellas porque tenían ojos claros, cabeza gigante y pelo infranqueable: su idea de la verdadera belleza.
Jerónimo cumplió cinco años. En casa se tomó una decisión de ninguna manera bienvenida por la madre. Ya que el niño sabía hablar, leer y hasta hacer sus calculitos, no iría a la escuela. Esa forma de la socialización se podía dejar en manos de Miguelito, que después de todo era el que seguro iba a tener progenie y, por tanto, a heredar.
Una nota de Mercedes, pobremente camuflada entre la misa y las vacas en una carta a su madre, exhibe el principio de una feroz guerra en el lecho conyugal:
¿De verdad te parece un niño impresentable? Yo, honestamente y a pesar de sus ojos de canica a punto de rodar, lo encuentro más guapo y menos bestia que Miguel, y eso que habla poquito.
La discusión debe haber sido una de tantas y no sería por completo válido reseñarla de no ser porque se trata del primer registro de abierta rebeldía por parte de Mercedes contra don Eusebio. Seguro había otras quejas más ruidosamente exasperadas, pero todas fueron vertidas en la correspondencia clandestina –y perdida–con el falso primo que por entonces seguía varado en Boca del Río.
La historia oficial dice que conoció a Mercedes cuando eran prácticamente niños en la casa común de un amigo en Chapala –lo cual puede ser cierto– y que no volvió a tener noticias de ella hasta que supo de la trágica muerte de don Eusebio y el proceso que se siguió contra ella en Lagos de Moreno –todo lo cual es obviamente falso, no sólo porque lo demuestran las cartas que sí conservó Mercedes, pero, sobre todo y a menos que el semen tenga alas, por la existencia física de Jerónimo.
Para el verano de 1941 la vida familiar laguense había perdido toda la falsa serenidad que la caracterizó en años anteriores, en los que todo eran sospechas y la voluntad siempre interesante por idiota de ocultarlas. El fin de la paz era palpable incluso para los niños: Jerónimo recuerda, en los daguerrotipos de su memoria de entonces, al viejo asturiano y Mercedes relacionándose como cables mondados.
El asunto de dinamitar la vida social del hijo mayor expropiándole el derecho para entonces ya hasta constitucional de ir a la escuela puso el conflicto largamente aplazado sobre la mesa, pero ninguna de las partes estaba lista, todavía, para sacar la pistola. Es de lo más curiosa, por ejemplo, la resistencia de la madre a pedirle consejo a su prima, evidentemente más fogueada en los campos de batalla libidinales: la obstinación en no comunicarse con ella después del rasposo intercambio de unos años antes parece un signo claro de que había la voluntad de mantener un statu quo insostenible, lo cual es parte de la siempre extraña condición humana: mentir es de gente de razón y lo hacemos generosamente y a diestra y siniestra, pero a nadie –ni a Dios, que está ahí para ser ofendido casi por lo que sea– se le miente con tanto garbo como a uno mismo.
La cuestión es todavía más interesante porque se conserva en los archivos de Mercedes una carta de Matilde que pretende un cuidadoso acercamiento: se sentía sola en los Estados Unidos, confesaba con indiscreción impropia de una jaliciense bien educadita que Indalecio no la satisfacía plenamente a pesar de que desde que habían llegado a Chicago la convivencia con él se había vuelto tan intensa como en los primeros años de su amasiato:
Creo que representó una liberación y eso estuvo muy bien al principio, pero la verdad es que sus esforzados fuegos apenas entibian mis aguas. No creas, lo quiero aun si en lugar de pintarme a mí se la pasa copiando fruteros pulverizados –que es lo que se vende hoy en día–, pero es como si fuera apenas un invitado en mi vida.
Silencio de parte de Mercedes.
Esa actitud explica buena parte de la cosmovisión jaliciense: la idea del triunfo de alguien que venera a Jorge Negrete no consiste en ganar los pleitos, sino en sostenerlos para siempre. Pero es posible trazar otra hipótesis: simple, pura y llana envidia. El marido artista que ha dejado a una amante para complacerse en el cuerpo de su esposa, los abrigos durante el invierno y los almuerzos frente al lago en verano, o la posibilidad de vivir en una lengua que no fuera el español no estaban nada mal. La existencia de Mercedes, había quedado en las puras vacas y la misa, en los cables mondos, en un niño anormalmente ausente y prácticamente mudo llevando las cuentas de una panadería y Miguelito jodiendo a la puerca.
Don Eusebio, por otra parte, sí mantuvo cierta correspondencia con su hermano. Por lo que se puede leer, el dueño de El Horno Asturiano respondía a pocas de sus cartas –una al año, al parecer redactada como un informe de negocios durante la semana entre la Navidad y el año nuevo– dado que las misivas que le llegaban de Buenos Aires sólo pueden ser entendidas como una conversación cuando están firmadas en los primeros meses del año.
De las respuestas fechadas en Buenos Aires por el tío porteño se puede deducir que la cosa con Mercedes ya no se movía hacia ningún lado: entre la descripción de los triunfos económicos y políticos del Capo de la Parrillada –«... si logro esa curul en el Senado me podría colar en la Comisión de Asuntos Militares y venderme armas a mí mismo y a los comunistas, el negocio perfecto»– se encuentran toda clase de gestos solidarios:
Hombre, desde mi punto de vista todo está bien con que no te humillen públicamente: la venezolana se fue con uno de la oposición y, como estoy en campaña, por el momento no la puedo matar: los verdaderos hombres no encargan esos trabajos.
Y luego se extendía en la descripción de los asuntos que la hombría le demandaba resolver por sí mismo. «¿Cómo que un abogado? ¿Qué en México no pelearon una revolución?», seguía el hermano porteño del molinero. «No me imagino a Pancho Villa fertilizando el campo de batalla para que todos se vuelvan maricones.» Es en momentos como ése cuando es notorísimo que en la correspondencia hubo algún genero de interlocución entre ambos hermanos porque un año más tarde anota:
Está bien, puedo no saber nada de historia de México –para lo que me serviría, si ya se ve que es un país de moqueafaldas–, pero a las mujeres o se las deja en la miseria o se las mata, sin importar un pepino que sus parientes sean los más grandes abogados de Guadalajara.
Y aquí se desprende información de interés para Jerónimo:
Con lo del mayorcito sólo tu sabrás y no quiero enterarme, pero hasta donde puedo ver, es sólo especulación: puede que haya salido a nuestro padre, porque lo de los números me hace pensar que es nuestro. Donde los inmigrantes italianos ven la lucha de clases y sus gobernantes porteños el respeto por Dios y la ley, yo veo un cuaderno de debe y haber.
Y hay la saludable autocrítica de los verdaderos criminales: le recuerda que un hijo bastardo, en caso de que lo sea, no es nada comparado con los que él mismo ha regado por todo Jalisco si las historias que le ha contado son ciertas.
¿No te honra tener una familia por pueblo? Pues bien: tu mujer tiene, en el peor caso, dos, pero en el mismo pueblo. Eso deja tu dignidad bastante airosa en mi cuaderno de debe y haber.
Al parecer don Eusebio veía también al mundo como un ábaco, de modo que debería haber sabido desde el principio que uno no puede esperar sólo beneficios de una criolla mexicana, sobre todo cuando cuenta con la asesoría de una mujer como la abuela de Jerónimo, que pertenecía a una de esas familias que han sobrevivido a todas las guerras sin salir de la lista de terratenientes mediante la administración estratégica del útero de sus niñas.