MERCEDES

El nombre como propiedad de la persona. Aparecía en el cuarto de la azotea con frecuencia imprevisible, cargada de dones que podían terminar siendo malditos: juguetes que despertaban la envidia carcelaria del otro niño de la azotea; dulces cuyos restos terminaban siendo un largo y aterrador banquete de hormigas grandes, rojas y peludas; prendas que prefería no usar más que el domingo por la tarde, porque sabía que de exhibirlas lustrosas en El Horno Asturiano iban a ocasionar:

1. Un interrogatorio de pesadilla.

2. Un trato brutal hacia su persona de parte de don Eusebio y miradas conmiserativas (insoportables) de los panaderos.

3. El silencio nada solidario y más bien divertido de la fenicia.

4. Gritos del asturiano y Mercedes retumbando en el suelo por toda la noche, llanto de Miguelito, portazos.

La frase que más le calaba de esos gritos era: «Mira las cuentas, con lo que gana no le alcanza para pantaloncitos de lino y mocasines de cuero; estás propiciando un robo.»

El problema de la ropa nueva que no se podía usar más que los domingos por la tarde tenía –como casi todo– ramificaciones inesperadas que lo hacían todavía peor. Como don Eusebio no salía de la cama antes de las nueve desde que Jerónimo y la fenicia se comenzaron a encargar de abrir la panadería de madrugada, Merecedes pasaba a la cocina mientras su hijo estaba desayunando. Esta visita anterior al amanecer implicaba a menudo una pregunta hecha en tono de corazón que encalla: «¿No te gustó la ropa que me arriesgué tanto mandándote traer de Guadalajara?» Jerónimo estaba demasiado joven para entender que a veces los hijos son hijos y a veces largos actos de resistencia.

En ese periodo Mercedes lloraba muchísimo: a chorros cuando el menor gesto propiciaba la conciencia del patetismo de la situación del hijo y por goteo –pañuelito que entra y sale de la manga de la blusa– cuando la tristeza venía de un terreno ciego que Jerónimo no podía identificar aún por ser demasiado joven. Con el tiempo, él también aprendería que, como si la vida no fuera un arrastrar calamidades todo el tiempo, la maduración libera, además, a la bestia del mal de amores.

Hacia el verano de 1945, la madre perdió un pudor y dejó de maquillarse los moretones para visitarlo en la azotea. Jerónimo terminó de convencerse –no sin que la madre le diera una ayudadita para hacerlo– de que los golpes eran la estrategia final del viejo para impedir que subiera a verlo. Luego: también eran culpa suya.