MIS PRIMEROS MESES de vuelta en Nápoles después de los años de castigo en Santi Cosma e Damiano en La Carbonara los viví a misal, hembra y pólvora, como un sacerdote cualquiera. No recibí encargos más que de orden religioso o financiero del párroco extremeño, que frecuentemente me pedía que lo sustituyera en algún menester vespertino porque lo mandaban llamar al palacio virreinal, en el que eran más exigentes y con una mayor tendencia al jolgorio que en el arzobispado –el sitio en que yo reportaba. Tampoco yo buscaba conversación en la casa parroquial. En las pocas ocasiones en que mi superior y yo platicábamos me quedaba claro que los españoles de palacio y los napolitanos del arzobispado se comunicaban poco a pesar de su tácito acuerdo a favor de la Liga Antirromana: la información que me pedía era elemental y parecía encaminada a confirmar que seguíamos comprometidos a no romper el statu quo hasta que pasara algo más grande.

¿No ha recibido instrucciones especiales?, me preguntaba. Uno aprende temprano en el seno de Nuestra Santa Madre que los votos son letra interpretable, salvo el de obediencia, porque es el único que garantiza la supervivencia de la institución. Nada, respondía: continuar debilitando a los monasterios por cualquier medio, no meterme con los dominicos. ¿Le preguntan sobre mí? Reporto sus viajes al palacio y si son de día o de noche; les interesan particularmente los que empiezan de noche y terminan de día. ¿Y qué les responde? La verdad. El extremeño –pelo blanco muy corto, dientes de rata– hacía un pequeño gesto de desagrado. ¿Y va a reportar también esta conversación? También. Entonces yo les diré en Palacio que ha anegado a veintiséis monjes desde que lo devolvieron a Nápoles. Veintisiete, padre, veintisiete: tuvimos fortuna al amanecer de hoy.

En unas cuantas ocasiones me reprendía por mi desaseo o mi torpeza: Llama mucho la atención que vaya usted con esa capa puerca y hablando solo, además no saluda a nadie nunca. Es que no conozco a nadie, padre. Y eso también era verdad: hablaba con las putas y los padrotes a los que les cobraba el diezmo, con algún compañero de la Liga, la gente del mercado si me tocaba surtir la cocina, pobres diablos acosados por sus deudas con algún monasterio, il Anglese cuando me mandaba llamar. La única persona ajena a mi oficio con la que cruzaba alguna palabra a media calle era un amigo castellano del padre Santiago, un diplomático español de mucho rango al que le encantaba que yo fuera cazamonjes: la primera vez que me los encontré borrachos en la calle hizo un escándalo para festejar mi oficio. No me cayó nada simpático: después de la alharaca con que celebró mis trabajos, me dio una palmada en la espalda, me guiñó un ojo y dijo: Después de todo eras un hijo de puta de nacimiento, ¿no? Le mantuve la mirada, serio, la mano derecha lista para desenfundar. El padre Santiago, apenas detrás de él, meneó la cabeza; no debía ni intentarlo. Tenía razón: el español tenía fama de abatir hasta sicilianos en duelo. Todavía siguió: La conocí a fondo, vaya que sí, y soltó una carcajada sórdida y feroz. Mi superior cerró los ojos: el rango y fierro de mi interlocutor lo hacían impune en términos absolutos. Tuvo el comedimiento de llevárselo rápido, a continuar la borrachera.

El diplomático era un hombre extraño y de cuidado que si andaba de vena era todo aspavientos y gritonerías y si andaba sólo era de un ensimismamiento francamente idiota; también hablaba solo. Yo lo miraba pasar y me preguntaba si me vería así de ridículo cuando hacía eso mismo. Alguna vez, cuando el padre Santiago me recriminó ese vicio, le dije que lo compartía con su amigo. Sí, me respondió, pero él es poeta. Me daba lo mismo: si en el seminario desarrollé alguna afición al Dante y sus émulos, el novedoso olor a pólvora de mi siglo había borrado su rastro.

Mis tratos con el arzobispado eran de orden puramente administrativo y raramente involucraban a alguna autoridad: me presentaba puntualmente a la trastienda de una taberna, donde entregaba la parte del diezmo que le correspondía a la jerarquía. Un personaje de quien nunca supe el nombre y que siempre entraba con la cabeza cubierta recibía el bolso repleto de monedas y me concedía una bendición. Siempre era el mismo, muy amable y algo culposo: Hay que verlo, agregaba a manera de absolución mutua mientras amontonaba las monedas en pilas de diez, como el impuesto de guerra que nos paga el diablo. Terminaba la cuenta, anotaba la cifra en un cuaderno y me daba las gracias. Luego me hacía las preguntas de rutina sobre las actividades del padre Santiago y algo más sobre los demás, de cuyos tratos yo no tenía información en general: sabía que Lorenzo y Carlo no estaban ni remotamente involucrados en los oficios de Santa Lucia al Mare, ni siquiera sabían leer. El indiano, por su parte, se movía con el sigilo de las arañas; no lo veía yo más que cuando nos cruzábamos en el refectorio. Llegaba con la mirada baja y saludaba con su acento arrastrado y musical –obvia floración de una hipocresía ya incurable. Pronunciaba las eses finales, lo cual yo nunca había visto hacer a ningún español: Buenosss díasss, buenasss nochesss, que lesss aproveche. Y sonreía tras sus dientes filosos y negros, reflejo de un alma lúbrica y cabrona. Yo le respondía al enviado del Anglese siempre lo mismo, que también era verdad: El indiano no tiene tratos con mujeres, así que no hay modo de enterarse de nada. ¿Y usted tiene tratos con mujeres? Un impuesto de guerra por ahí. Cuídese mucho. El recolector me despedía con algo que podía ser una mueca o una sonrisa, yo hacía una inclinación de cabeza sobrada y salía por el lado de la taberna, él se iba por la puerta de atrás.

Veía muy poco a Tonio, que me recibía sólo en las ocasiones en que tenía instrucciones específicas sobre asuntos que le interesaban mucho: impedir que algún embarque bajara intacto al puerto, detener a un mensajero antes de que abordara su nave, mandarle una nota a alguien que estuviera interfiriendo en los asuntos del arzobispado. No eran trabajos vistosos ni que causaran murmuraciones. Nunca me enteraba de cuáles eran las cuentas que mi víctima pagaba ni si el verdadero aludido habría recibido la carta escrita con perdigones en el cuerpo de alguien a su servicio.

Fue en ese plan en el que Tonio me avisó que el padre Santiago había sido relevado de los maitines y de todas sus confesiones. Hay una mujer que nos interesa, dijo. Es una noble, la vas a reconocer de inmediato por más que intente pasar inadvertida. Necesitamos saber sus tratos, así que hay que ganarse su confianza; hazle plática, que te cuente cosas antes y después del sacramento, de modo que puedas librar el secreto de confesión. ¿Es guapa?, pregunté. Ni lo pienses, me dijo il Anglese, ni lo pienses.

De vuelta en el curato el padre Santiago hizo un gran gesto de alivio cuando le avisé que habían autorizado el relevo. Lo atribuí al mal estado en que daría los maitines tras sus parradas con el diplomático español. A la madrugada siguiente ya estaba yo trepado en el púlpito tratando de improvisar las lecturas porque no veía a través de las legañas.

La aparición de la mujer al fondo de la iglesia, con una dama de compañía y en pleno salmo, casi me atraganta los latines de pura risa: su traje de incógnito era un velito negro que le ocultaba la cara muy bien, pero dejaba expuesto un escote amplio y enjoyado y un vestido que sólo hubiera tenido recursos para portar una docena de mujeres de la ciudad. Entró tarde y haciendo ruido con las pulseras, se reclinó en la parte posterior del templo a pesar de que estaba casi vacío y salió como un suspiro entre el Filio y el Spirito Santo de la bendición: obviamente no quería ser vista en el puerto una vez que despuntara el sol. Ni ese día ni los siguientes hice ningún esfuerzo por acercarme a ella: si era capaz de celar a un monje por semanas antes de anegarlo, ¿cómo no iba a saber esperar a que los huesos finísimos de esa cierva fueran a dar a mi confesionario?

Mi paciencia rindió un tímido fruto a la tercera semana de ausencia del padre Santiago de los maitines. Me estaba deshaciendo trabajosamente de la casulla en la sacristía –a esas horas no hay monaguillos que lo auxilien a uno– cuando un hombre llamó mi atención con un carraspeo. Me volví e identifiqué de inmediato el chaquetón de cuero propio de un cochero de nobles con dinero. Imposté desinterés al preguntarle en qué le podía servir. Me mandan preguntar, dijo, cuándo vuelve el padre Santiago. No se ha ido a ningún lado, respondí; ahora oficia el rito del mediodía. ¿Y cuándo vuelve al de la madrugada?, insistió. Cuando nieve en Sicilia, le dije; a mí me mandaron traer porque el pobre hombre ya no soportaba las desmañanadas.

A los pocos días fue una criada la que se presentó en la sacristía. Como la delgadez de sus manos y lo planchado de su delantal presagiaba un olor limpio y terrenal, le pedí sin pudores que me ayudara a desvestirme. Fue más directa, no sé si porque tenía órdenes de serlo o porque ayudarme a sacar la casulla, el alba y el armito tenía mucho de la larga comedia propia de los que ya tienen intimidad. ¿Qué puede hacer mi señora, me preguntó, para entrevistarse con el padre Santiago? Nada, le dije, consciente de que el éxito de mi misión dependía de la inflexibilidad con que reaccionara en esos primeros escarceos. Mi señora es muy importante, siguió la criada, seguro se podrá hacer una excepción; y el padre Santiago es su confesor. El padre Santiago, le respondí, está en régimen de descanso muy estricto. Imposible, insistió. Me alcé de hombros.

Por entonces en el arzobispado ya estaban nerviosos por el hecho de que la dama no se me hubiera acercado. Cuando il Anglese me volvió a mandar llamar, le dije que había que ser paciente, que cualquiera que hubiera tenido trato con mujeres lo sabría. La idea de ser ministro de Dios, me dijo con toda seriedad, es precisamente no tener trato con mujeres. Hice una caravana más profunda y ridícula de lo habitual al despedirme.

Al día siguiente la misma criada apareció para ayudarme justo después del oficio. Ya que habíamos doblado y guardado todo me preguntó si el padre Santiago recibiría de noche y en el curato; su señora podía hacer un esfuerzo para encontrarlo entonces. Simplemente sacudí la cabeza. ¿Y no podrá ir a casa de la señora en las horas en que le permiten salir? Nunca sale: oficia el rito de mediodía y vuelve al curato. Dicen por ahí que sí sale, mucho y de noche. Siempre hay murmuraciones; dígale a su señora que el padre Santiago ya no confiesa, que lo siento mucho.

Todavía apareció una vez más con la oferta de incrementar la limosna si el padre Santiago la seguía confesando en las madrugadas. Insistí en la negativa: mis instrucciones eran clarísimas. Finalmente llegó con el mensaje correcto: ¿Y usted confiesa? Los lunes y a petición expresa. El próximo lunes, me dijo.

Las negociaciones habían durado tanto y la presión del arzobispado y de la criada eran tales que yo ya me había dado tiempo de

a) sentirme intrigado por la dama más allá del deber,

b) preguntarme por ella cuando no llegaba al oficio,

c) y si llegaba, fantasear sobre lo que habría arriba de su cuello y abajo del escote enjoyado, y

d) sobre sus pecados, que deberían de ser buenísimos si causaban tanto revuelo en el arzobispado.

Cuando finalmente se me acercó el lunes de nuestra cita yo ya era todo palpitaciones, incluso me había afeitado cuidadosamente. Caminé delante de ella hasta la capilla de la Purísima y me senté en una de las bancas. Ella se quedó frente a mí, serena, hasta que le hice un gesto que indicaba que hiciera lo propio. Se acomodó a una distancia prudente, se alzó el velo y se lo trabó en el tocado con la desenvoltura de una mujer de experiencia. Tenía el pelo castaño y denso, ojos de color claro indefinible, la boca un poco parada sobre una barbilla pronunciada, la nariz larga; el conjunto funcionaba magníficamente, en parte gracias a las arrugas que ya le empezaban a mellar las comisuras de los labios y el remate de los ojos. ¿Prefiere el confesionario?, le pregunté. Aquí está bien por hoy. Bajé la vista a mis manos piadosamente juntas sobre mi regazo, vi mis uñas negras: no me las había limpiado. Mierda, pensé, y dije: ¿Procedemos entonces? Apretó la boca e inclinó la cabeza hacia un lado. Hoy no, me dijo, preferiría platicar un poco con usted. Está bien, respondí.

¿Qué pasó con el padre Santiago?, fue su primera pregunta, dicha en el tono demandante de los que están acostumbrados a ser obedecidos en todo. Me pareció obvio que sus ojos podían ver a través de los míos y alcanzar las partes más turbias de mi alma, así que le dije la verdad: Lo relevaron por la fuerza de este oficio; por el momento también tiene prohibido hacer confesiones. ¿Sabe por qué? No. ¿Tiene que ver conmigo? Me encargaron que cuidara bien de usted, ¿estaban involucrados? Como cree, desesperada no estoy. Y luego como lamentándolo: Justo lo contrario. Chasqueó la boca y añadió: Será por las farras que se ponía. Noté esta vez un rubor minúsculo subiendo por su cuello finísimo como si emanara del collar de perlas que lo orlaba. ¿Pueden suspender a un cura por juerguista? Técnicamente sí, le dije, pero no se usa, y menos en una parroquia como ésta. Entornó los ojos. ¿Y usted es un buen sacerdote? Lo mejor que puedo. Dicen que es cazamonjes. Afirmé con la cabeza. Dicen que es amigo de ese secretario siniestro que tiene el arzobispo. Il Anglese, le dije, fuimos compañeros en el seminario, pero el secreto de confesión también es inviolable por los superiores. Se talló las manos nerviosamente, las agitó un poco, sonaron las alhajas; me miró con una tristeza piadosa. Todos tenemos lo nuestro, ¿no? –dijo, pensando en algo que reposaba en la parte impenetrable de su entraña–; nos vemos el lunes que entra. Hizo un reverencia de mujer perfectamente educada, se bajó el velo y salió caminando de manera decidida y hasta un poco vehemente.

g) Me enamoré de ella.

Hice la misa del siguiente lunes tan corta que tuve que empujar a la calle a las putas viejas y los marinos sifilosos que son la clientela natural de los maitines en un puerto. Como todos estaban sordos no habían entendido qué pasaba y les pareció poco satisfactorio que la bendición llegara tan rápido. Para mi sorpresa la dama se fue con ellos. Dos lunes más tarde avanzó por el centro de la nave con su paso impertinente y se metió sola a la capilla con todo el ruido de sus pulseras mientras yo arreaba a las viejas a la calle. Verla venir me puso tan nervioso que me tomé mi tiempo para asear el altar antes de ir a encontrarla.

Ya estaba sentada en la banca cuando yo entré. ¿Entonces?, le pregunté. Usted no me gusta para confesor, pero ya no puedo más, me respondió. ¿Es porque soy cazamonjes? No, eso está buenísmo; pero detesto que me impongan cosas. Me alcé de hombros. Son tiempos de hipócritas, le dije, ¿pasamos al confesionario? Aquí está bien, respondió arrancándose el velo con todo y tocado; lo arrojó al rincón vacío de la banca. Me senté y se me acercó un poco, la cabeza baja en señal de humildad. Dije: Ave María Purísima. Alzó un poco la cara hacia mí y respondió mirándome de lado: Se limpió las uñas, padre. Son tiempos de hipócritas, volví a decir. Sin pecado concebida, respondió.

A partir de entonces las sesiones se siguieron todos los lunes. A veces incluso adelantaba el proceso. Justo al momento en que yo empezaba a impartir la bendición avanzaba hacia el altar con sus pasos desmesurados y se metía directamente a la capilla. Nada me hacía más feliz que verla en la intimidad del templo vacío despojándose de golpe del velo y el tocado, sus ojos reflejando el color de mi casulla. No puedo más, padre, no puedo más, decía.

Para entonces las cosas ya estaban caldeadísimas en la disputa entre Roma, Madrid y Venecia y yo estaba en mi periodo más productivo en términos de anegación de monjes. El mensajero del arzobispado celebraba mi trabajo diciendo francamente regocijado: Está bien que aproveche el río revuelto, padre, nosotros le avisamos si hay que frenar un poco. La dama no dejaba de preguntarme, una vez que la había absuelto, cómo me había ido en mi otro ministerio. Creo que mañana voy a poder anegar a otro. Cerraba los puños huesudos y haciendo un mohín de arcángel daba un gritito: ¡Viva Nápoles! Luego miraba alrededor como si fuera posible que alguien nos hubiera escuchado; se persignaba por lo bajo. En una ocasión prodigiosa en que anegué a dos en un solo día su emoción fue tanta que me roció la cara de saliva al cantar victoria. Enrojeció al darse cuenta y me limpió con la yema de un dedo tibio.

El extremeño, que nunca había aprobado del todo nuestras costumbres, me decía en el refectorio: Supe que anegó a otro, ¿no será demasiado?; tarde o temprano Su Santidad va a protestar. Me alzaba de hombros: eran las órdenes de mi arzobispo. Me preguntaba por mi bienestar, cosa que nunca había hecho. Yo le respondía que estaba bien. No dude en hablar conmigo si tiene problemas, después de todo somos compañeros. Yo me volvía a alzar de hombros. Empecé a sospechar que resentía que me hubiera apoderado de su clienta de las madrugadas.

Cuando me cruzaba con él por las calles generalmente iba acompañado por sus guardaespaldas y su desagradabilísimo amigo de la corte. Escurridizo y soez, el diplomático miraba con ojos de rana un poco idos que ocultaba con unas lupas de vidrio verdoso tan grandes que, más que un signo del progreso de la técnica, eran una provocación. Yo prefería no pasar del saludo si los encontraba: borracho era agresivo, vulgar, malencarado incluso para alguien como yo. La escoria napolitana, que es mucha, se gritoneaba con él como si todos fueran compadres. Arrastraba su cuerpo renco e inflado hasta cualquier mujer que fuera pasando y la cubría de majaderías, igual en napolitano que en español, igual si era una putilla que una señora. Y era tan agudo y brutal su ingenio que salía ganando: no importaba la salvajada que soltara, la mujer se iba envuelta de risa. Me gritaba: Cómo va la cosa, cazamonjes. Siempre se reía un poco de mí, tal vez esperando que yo reaccionara y le respondiera con veneno, pero Dios no me había dotado de más ingenio que la habilidad para hacer cuentas y cazar ratas. Debe haber sido muy feo tu papá –me jodía a gritos-–, siquiera pudiste haber sacado los ojos de tu madre. Yo salía del paso como podía, atendiendo a la mirada siempre firme del padre Santiago, que me ordenaba con un rictus de firmeza helada que resistiera.

La situación de esos días era ideal para un hombre con un trabajo como el que yo hacía: no había autoridad porque todos los esfuerzos del virrey Osuna estaban concentrados en la preparación de la guerra contra Venecia, y Roma no quería verse mezclada a ningún nivel con nuestros asuntos para no tensar más la relación con España, de modo que Nápoles era de facto para los napolitanos. Aun así, la verdad es que yo había dejado de disfrutar los placeres directos de mis cacerías. Si anegaba monjes con más ahínco que nunca era para ver a la dama de las confesiones disfrutarlo cuando se lo contaba. Ya anegué a otro, le decía, me debe un cuarto. Yo por qué, si no aposté nada; ¿y a quién le donó el dinero? ¿Estaba llena la bolsa? Atendía a mis respuestas con curiosidad de niña. Luego miraba hacia el vitral que coronaba el muro de la sacristía. Aunque fuera todavía noche cerrada bajaba la cabeza, clavaba la vista en sus zapatos y decía: Me tengo que ir, pero no deje de contarme para la próxima. Tomaba su velo del rincón de la banca, se levantaba y se iba. Yo apagaba las velas, cerraba el templo y me volvía al curato.

Il Anglese me mandaba llamar constantemente. ¿Qué noticias me tienes?, me preguntaba. La rutina se repetía muy parecida en todas nuestras conversaciones: Fuera de confesión sólo habla de su marido. Eso no me interesa, lo veo casi diario; el hombre sigue de nuestro lado, ¿no? Más del nuestro que del de España. Eso parece. ¿Y de lo demás? Yo guardaba un silencio entre celoso y abochornado. No me tienes que contar nada, sólo dime una cosa: ¿te ha dado un nombre? Me quedaba de piedra.

Un día me preguntó a bocajarro: ¿Y no hay modo de que te la lleves a la cama?, entiendo que ahí sueltan todo. Dios te oyera: no me da entrada. Pero te gusta, ¿no? Me está matando. Supe que ya no cobras tus impuestos de guerra, me parece raro tan poco realismo en un hombre de tu experiencia. Me hablaba como distraído, mirando por la ventana: No está en sus mejores años, es más noble y más rica que el imbécil de Osuna, tiene un amante en la corte y creemos que de mucho rango, ¿cómo te va a hacer caso? Me enamoré, qué quieres que haga. Actuar como lo que eres; un napolitano de verdad. Soy un napolitano de verdad: no puedo resistir a una mujer como ésa. Chasqueó la boca. Además soy un buen cura: preferiría no tener que matar a nadie. Se volvió y me dijo fríamente: Si estás así es porque no conoces el nombre del amante, si ya supieras quién es, los celos te hubieran devuelto el seso. Y acercándose hasta que podía leer en su aliento el perejil de su almuerzo: O lo habrías cazado y ya sabríamos quién era. Le encanta que cace monjes, le dije, altivo y ridículo, como todos los que se han perdido. Sacudió la cabeza y volvió a su escritorio. Se sentó y miró al techo como si ahí estuviera Dios y anduviera regalando paciencia. ¿Y qué piensa del rey Felipe? No tiene reparos. Entonces el amante sí es español, volvió al ataque. Yo no he dicho que tenga un amante. Va a misa diario, de madrugada, en una iglesia de marineros y pirujas; por favor, me han contado que se confiesa más de una vez a la semana. Yo no he dicho que tenga un amante, insistí con la mirada baja, concentrada en mis manos sobre el regazo. Il Anglese bufó de desesperación. Mira nada más, dijo, hasta te limpiaste las uñas. Me levanté de la silla. No te enojes, siguió; si te cuenta algo fuera de confesión, ¿me lo vas a decir? Eres mi superior, hice un voto de obediencia. También hiciste uno de castidad. Y vaya que lo he estado cumpliendo. Se rió.

Las confesiones eran una prueba de resistencia. Todos los días, cuando al impartir la bendición la veía levantarse de su reclinatorio, me quedaba de una pieza. O se persignaba y se daba la media vuelta o avanzaba con decisión por el centro de la nave, partiendo el aire como una armada. Cuando ése era el caso, yo cerraba los ojos en gratitud hacia el Creador y apuraba a las viejas. La encontraba dando vueltas por la capilla. Invariablemente me increpaba de entrada sobre la longitud del rito. ¿Qué le pasa padre?, ¡hincados, sentados, parados!, todo el tiempo usted y su ¡hincados, sentados, parados! Yo me alzaba de hombros: Así es la cosa. Se detenía en sus vueltas de leona, y con ella toda la rotación de la bola del mundo. Me miraba a los ojos y se reía. Antes de sentarse inclinaba delicadamente la cabeza y arrojaba el velo al rincón de la banca. No puedo más, padre, no puedo más. Con qué. Ni con su «hincados, sentados, parados» ni con el cretino de mi marido. ¿Ahora qué te hizo? Hablaba de él con rabia: no entendía nada, en la corte lo ridiculizaban, la maltrataba a ella mientras llenaba de regalos a sus secretarios, cada vez más jóvenes. Entonces suspiraba y me pedía que comenzáramos. Naturalmente, no le pedía que se hincara. Ave María Purísima, decía.

Lo cual no significaba que la confesión misma no fuera un temporal. Se levantaba, agitaba las manos, lloraba, caminaba en torno a mí. De vez en cuando notaba una pequeña imperfección en sus zapatos o en el dobladillo de su vestido y subía a la banca un pie calzado a la perfección. Yo me regodeaba en la limpieza de sus fondos, en cuyos holanes me habría dejado embalsamar en ese instante. Seguía después de la pequeña pausa como si no hubiera interrumpido. Cuando gritaba, tomaba conciencia repentina de lo que estaba haciendo y bajaba la voz, se persignaba. Yo la seguía con la mirada, como el gato gordo que en realidad siempre he sido. De pronto se distraía, miraba hacía el vitral y decía: Me tengo que ir. Yo le perdonaba sus pecados mientras se acomodaba el velo. Si estaba tan preocupada por la cercanía de la salida del sol que se olvidaba de dónde estaba, se despedía de mí con un par de besos. Entonces yo aspiraba su olor a una fruta olvidada de tan antigua y tenía la certeza de que todo el sentido de mi vida había sido encontrarla.

Podría haber sido mi vanidad, vencida desde innata pero de algún modo existente, o podría haber sido la ceguera propia de quien vive fuera de sí, pero estoy seguro de que ella también me reconocía a veces. Se detenía a mitad de alguno de sus monólogos de reina malcriada y veía en los fondos de mis ojos a los amantes eternos. Perdía el hilo de la relación de sus naufragios. Si terminábamos antes de que su sentido de la supervivencia le dijera que el amanecer se acercaba, hablábamos de las posibilidades de que Nápoles volviera a tener un trono; era en ese contexto donde me preguntaba por las cacerías de monjes. Mi cabeza desbordada de orgullo llenaba la capilla entera.

Un lunes cualquiera, después de haberla absuelto –le habría perdonado lo que fuera-– y mientras me sacaba la casulla en la sacristía, escuché su taconeo de vuelta por la nave del templo. Entró como un torbellino y me dijo: Le traje esto. Y me extendió un manojo de papeles. Los revisé ya de pie: eran poemas. ¿Y? Son de él, completó; léalos y me dice si le parecen buenos o no. Por qué, le pregunté un tanto sorprendido. Siempre hace muecas cuando hablo de él, a lo mejor si lo lee entiende que no había modo de que me resistiera. Y se volvió a la nave. Un momento, le grité. Era la primera vez que alzaba la voz enfrente de ella. Se volvió. No hago muecas por él, me animé a decirle; las hago por mí. No entiendo, me dijo. Estoy perdido. ¿En dónde? Usted. ¿Yo? Por usted. Sonrió y meneó la cabeza rebosando compasión. Me sopló un beso.

Estuve, durante un día completo, convencido de que había ganado, de que a la mañana siguiente, apenas empezara a impartir la bendición, avanzaría por el centro de la nave, un poco más perfumada que el día anterior. No es que me imaginara que la iba a tener, o no inmediatamente, pero, conocedor de su género, supuse que la había puesto en el lugar en el que la quería tener y que su propia coquetería y las falsas resistencias que yo pudiera presentar durante unos pocos encuentros más terminarían por encapricharla.

Hice mi colecta del diezmo portuario plácidamente y no fui a la ciudad para evitar encontrarme con un monje que interrumpiera esas pocas horas de paz perfecta que estaba gozando. ¿Y esa sonrisa, padre? Me preguntaban las putas a las que les recogía la limosna. Yo les respondía dándoles la bendición distraídamente mientras me guardaba el dinero. A media tarde ya estaba listo para dejar los hábitos en nombre de la dama del confesionario: servir a la belleza es siempre estar del lado de Dios.