MI AMISTAD CON EL PADRE JOHN, porque creo que así hemos terminado considerándola los dos, tomó los vuelos que todavía tiene a partir de una competencia de retórica en la que debatíamos la figura de Aníbal. Cité en varias ocasiones en latín y lo vi atenderme casi con furor en la cátedra desde la que sancionaba los debates. Llegado el descanso me llamó a su oficina y me preguntó si violaba las pronunciaciones graves con tanta libertad por haber aprendido la lengua en México; que si había una escuela de pronunciación novohispana que él desconocía. Le respondí que no le entendía. Me señaló que siempre hacía agudos los mismos casos, que no se permitían ni en la escuela italiana ni en la germana. Le dije que así era como yo hablaba el latín. Insistió en preguntarme dónde lo había aprendido y le dije que siempre lo había entendido, que suponía que yendo a misa en Lagos. Y todavía anoté: Donde lo pronuncian todo mal, como usted. ¿Cómo yo? Claro, su latín suena horrible. Me mandó a jugar.
Al día siguiente me llamó a su escritorio al final de la lección y me pidió que fuera a su oficina en la hora de estudio. Ya ahí, me tendió la Guerra Civil y me pidió que leyera en voz alta. Me escuchó con la mayor atención, a veces riéndose. Entonces, un poco por la rabia que me produjeron sus carcajadas y otro tanto porque tenía la certeza de que su respeto intelectual por mí era genuino y celebratorio, empecé a traducir simultáneamente al español. Hizo una mueca de sorpresa que entendí como una invitación al lucimiento y traduje, con idéntica naturalidad, al inglés. Peló los ojos. ¿Por qué tu inglés es tan anticuado?, insistió. No le respondí; en cambio, traduje al español del Siglo de Oro. Me detuvo y dijo que estaba bastante impresionado con mis arcaísmos, pero que eso no era tan extraño como el hecho de que, efectivamente, cuando leía en latín siempre repetía exactamente las mismas agudas, incorrectas; que si estaba seguro de que nunca había ido a lecciones con algún cura. Le respondí que estaba seguro. Luego me pidió algo muy raro: si podría traducir al italiano con la misma fluidez con que lo hacía al español y al inglés. No hablo italiano, le dije. Todo esto que estoy diciendo, me dijo, lo estoy diciendo en italiano. Toscano, le respondí automáticamente, lo del italiano es una mamarrachada decimonónica. ¿Lo puedes hablar?, me preguntó. No, le dije, pero si lo practicamos a lo mejor sí. Vamos a hacer otra cosa, me propuso: aparta un par de días a la semana de la hora de estudio y vienes a la biblioteca de los padres conmigo, te enseño griego clásico; empezamos cuando tú quieras, pero tenemos que establecer un horario, no hay recompensa, más que aprender algo nuevo.
Salí de la oficina con una sensación de afiebramiento: el jesuita había descubierto un rastro visible del secreto de mi memoria, guardado a piedra y lodo hasta entonces. La noticia era al mismo tiempo enloquecedoramente interesante y grave. El peor terror de un niño –yo todavía lo era– es la anormalidad pública aun si es virtuosa, y yo había crecido convicto por la idea de que la memoria de mis sucesivas resucitaciones era una monstruosidad. Sabía muchas cosas que los niños no solían ni debían conocer: toda la gama de los olores y formas que puede tener una vagina o el agarroso sabor del semen en la boca, el crujido de la espina dorsal cuando se arranca de tajo una cabeza, los límites precisos del dolor humano y lo que se necesita para infligirlo.
Llegando al dormitorio me encontré con uno de los estudiantes húngaros y le pedí que me dijera algo en su lengua. Me lo dijo. Le respondí en inglés que era eso, precisamente, lo que había hecho yo con su madre y le había gustado. Tuve que correr a encerrarme en mi cuarto –mi húngaro era lingüístico, no volumétrico–, donde repetí el experimento con el portugués, al que entendí perfectamente. No funcionó con Mikel, el niño vasco –ya hirsuto a los once– que fue el mejor compañero de habitación que tuve en todos los años filadélficos.
Más tarde aprendí que para poder hablar una lengua tenía que haberla usado intensamente en alguna transmigración anterior, y además tenía que leerla y escucharla durante algún tiempo, pero de entrada y dicha por otros podía entenderla más o menos cabalmente. Me convertí en un espía de las conversaciones de mis compañeros internacionales; también me aficioné a los restoranes chinos de la ciudad, a los que obligaba a mis tíos a llevarme solamente para poder acercarme a la cocina a recordar las inflexiones de mis muchas vidas mandarinas.
Naturalmente, acepté sin tardanza la invitación del padre John. Cuando lo hice ni siquiera sabía que los jesuitas, que vivían en un edificio y un mundo aparte –bastante mejor y de algún modo más acorde con mi vida interior–, tenían su propia prodigiosa biblioteca. No era una de esas monumentales e inagotables que los gringos tienen en sus ciudades, pero valía la pena solamente por el aroma a papel muy visitado que despedía.
Contaba con una sección muy amplia e impenetrable de teología, pero también con una generosísima de libros de filosofía y otras de clásicos e historia, infinitamente superiores en calidad y número a la bibliotequilla a la que tenían acceso los estudiantes –más bien escolar, pero la verdad mejor nutrida incluso de volúmenes en español que la de Lagos de Moreno.
Como de costumbre, lo primero que hizo el padre fue establecer las reglas del juego –ya no sé en qué lengua–: sólo podía entrar a la biblioteca con cita y simple y llanamente no iba a tener acceso al catálogo de las secciones de filosofía y teología, tampoco al de literatura. Los únicos filósofos autorizados eran los de la antigüedad y en su lengua original, es decir, si estaban en la sección de clásicos; los libros que pidiera tenían que ser sancionados por el mismo padre John. Bajo ninguna circunstancia podía pasar a los estantes ni llevar libros al dormitorio.
Fue a partir de aquel acceso privilegiado cuando San Francisco Xavier se transformó en una pura fuente de luz para mí. Seguía participando de las carreras de remo o jugando béisbol los viernes, pero las horas de estudio y la mayor parte de las que eran libres las apliqué en descifrar los enigmas de mi memoria entre los vejestorios de la biblioteca de los padres: hasta entonces habría podido describir a la perfección cómo se ataba la sandalia de un legionario, pero no hubiera podido decir que quien se estaba atando aquello se llamara legionario, ni los motivos y los paisajes que lo obligarían a hacer tal o cual nudo antes de emprender una marcha.
Fingí tan pacientemente como pude que aprendía el griego con el padre John y a cambio le enseñé a leer chino, con lo que estaba encantado. Lo leíamos, naturalmente, en inglés o en alguna lengua que él hablara.
Mi devoción por las lecturas y lo que el padre John llamaba mi milagroso don de lenguas tuvo infinitas ventajas y un defecto al que, de cualquier modo, ya estaba acostumbrado: me volvió a aislar. Participé poco y mal de las expediciones de caza de niñas de la escuela católica vecina, que se convirtieron en el centro de la vida social de mis compañeros a partir del ingreso al high school.
Es la hora de aceptarlo porque importa: permanecí durante mis cinco años en Filadelfia virgen y tonto, como era natural en un adolescente cuya curiosidad se centraba en sus propios cuerpos pasados y no en los nada desdeñables de los de las vecinas presentes. Tuve mis escarceos, por supuesto, y según me contó Mikel alguna vez, la niña a la que besé, en la parte de atrás de la nevería del pueblo, nunca se repuso de la densidad adulta que le apliqué a sus labiecitos de pendeja.
Mi relación con Matilde e Indalecio fue buena durante todo el tiempo: no podía ser de otra forma con un niño que se la pasaba leyendo en su cuarto y que lo único que demandaba eran eventuales visitas a restoranes raros. Iban por mí al internado los sábados en la mañana y me devolvían los domingos por la tarde, un poco más gordo que el día anterior.
La comisión de Indalecio en San Francisco Xavier duró solamente el primer año, pero a partir del segundo los jesuitas me concedieron media beca y mi madre agregó la diferencia al dinero de manutención que mandaba por telégrafo desde México trimestralmente. No tengo idea de qué tan caro sería, pero resultaba un buen trato para todos: Indalecio no siempre tenía trabajo, o no siempre tan constante y bien pagado como el del horrendo mural que hizo en San Francisco Xavier –tuve que ocultarle a los amigos que el autor de aquellas máquinas infernales y cristianas del recibidor era un pariente mío. Si había dinero en casa –es decir, si Indalecio había vendido algo o el cable de mi madre estaba fresco– me llevaban a pasear por la ciudad o a algún pueblo de las montañas. Si no, nos quedábamos en casa, generalmente leyendo y comiendo postres de Matilde. Invitaban al padre John a cenar con frecuencia una vez que notaron que me era tan afecto; se reían cuando se refería a mi don de lenguas, sobre el que supongo que prefirieron no averiguar más: mi fama de niño al mismo tiempo tonto y superdotado los incomodaba, como a todos en la familia.
En alguno de esos fines de semana, regresando de un paseo en bicicleta por el río, pasé con mi tía por un barrio que no habíamos conocido, por miedo al hecho de que estaba habitado por negros. Dado que éramos mexicanos y ella, la verdad, una locaza, nos metimos. Era una zona bella y ruinosa, de casitas de madera, tal vez más parecida al Barrio de La Huaca en Veracruz o a alguno de La Habana o Santo Domingo que a la ciudad puritana y dura por la que solíamos movernos.
Al llegar al cruce en el que se terminaba el territorio negro y seguía la ciudad blanca, segura y conocida, nos detuvimos a tomar una nieve para desatar nuestro alivio ante la discreta transgresión que habíamos cometido. Eran los primeros días del otoño, de modo que había un clima perfecto que nos invitó a sentarnos en las mesas dispuestas en la banqueta del local y pedir unas nieves gigantes, como sólo las pueden hacer los gringos.
Al otro lado de la calle, arriesgando un arrimón de la policía porque hablaba consigo mismo a gritos, había un loco. Era blanco e iba vestido con una de esas acumulaciones de ropa en jirones percudidos que denuncian una vida en la intemperie. Llevaba un sombrero ancho y extravagante. Matilde se rió un poco de él: Así voy a terminar si no me cuido, dijo. Al final, como hacen los que sí saben comer un helado, entró por un par de aguas minerales, para desengrasar.
Tan pronto me dejó solo en la mesa de la acera, el loco se abalanzó sobre mí como un huracán. Se me plantó enfrente –los nudillos reventados en la lámina impecable de la mesa– y me dijo en español con un acento entre porteño y español: Yo te conozco, te conozco de siempre, te he conocido mil veces, y lo sentí como un golpe directo en la boca del estómago. La sensación de horror no venía tanto del hallazgo –que en un contexto más amable habría sido hasta esperanzador– de que había alguien más que recordaba, como de una familiaridad dolorosa con el acento de su habla. Me quedé quieto, como un venado que sabe que ya se lo cargó el carajo. No sabes quién soy, ¿verdad?, insistió. No respondí nada. Se quitó el sombrero y sus ojos transparentes y su pelo a rape no bastaron para hacer la denuncia: tenía la cara inyectada por el consumo de quién sabe qué aguardientes, los ojos rojos y a punto de tronar. Soy yo, me dijo; yo sé que tú lo mataste; yo sé que fuiste tú, siempre has sido tú. ¿Yo qué?, le pregunté todavía honestamente. Tú lo mataste, yo lo sé, pero además esta vez la cagaste y te vas a arrepentir, porque él no era tu padre, te recogió, como a la puta de Mercedes; eres recogido; él no era tu padre.
Entonces lo reconocí: sus ojos fríos mientras me partían la cabeza en la Marsia inclemente, el cuello de la gabardina alzada en la noche de tormenta de Lagos en la que padecí mi primer recuerdo, la facha impenetrable del padre Santiago y otras mil vidas que se habían ido acumulando una sobre otra en la pared ya infranqueable de mi descomposición eterna.
Mi tía salió de la heladería pegando gritos, sin aguas minerales y acompañada por el dueño del negocio armado con una batidora que de poco nos hubiera servido de haber querido el viejo hacerme daño. El hermano de don Eusebio se plantó el sombrero y salió corriendo en dirección al barrio negro con su vuelo de gabardinas superpuestas, gritando que yo era un parricida.
¿Lo conocías?, me preguntó Matilde, que estaba al tanto de los enigmas y corruptelas que florecieron en torno al misterioso tránsito a viuda de mi madre. En mi vida lo había visto, le dije. Y no lo volví a ver por entonces a pesar de que sí me dediqué conscientemente a otear en su busca cuando andaba en la ciudad. La semilla de su aparición se me quedó sembrada en el centro del cerebro y floreció como un árbol de angustia: había alguien que aseguraba que el que había hecho rodar por las escaleras al marido de mi madre había sido yo. Y ese recuerdo, que había permanecido sepultado por los otros miles de mis cientos de vidas anteriores, volvió nítido en la floración de la culpa.
Nunca, por supuesto, desmentí a Matilde o Indalecio sobre la suposición de que era algún loco español que al escucharnos hablar en su lengua la agarró contra mí. Tampoco se lo conté a usted, padre John, que sin duda habría sabido respetar un secreto de confesión tan duro, pero quién sabe si me hubiera seguido concediendo los privilegios de que gozaba al saber que no soy, efectivamente, nada más que un asesino de treinta y cuatro mil años –en realidad lo mismo que todos los demás. ¿O lo habría hecho, padre John? ¿Me habría admitido de vuelta en su biblioteca que fue mi única casa de haber sabido que vi con gusto cómo se abría el cráneo de mi padrastro como un melón?, ¿que lo esperé callado y consciente de lo que estaba haciendo?, ¿que hubiera permitido que mi madre se pudriera en una cárcel pagando mi culpa porque un odio milenario no se cura en ocho años de buena educación?, ¿que nos llevamos al cochino a casa para que no hablara?, ¿que además tuve razón porque si hay alguien que sabe que a veces la felicidad de unos cuesta una cuota de sangre de otros, soy yo?
A la siguiente primavera, la de mi quinto año en San Francisco Xavier, llegué un sábado a casa de mis tíos y había un telegrama para mí esperando en la mesa. Decía a la letra: «Tu madre se está muriendo y quiere verte. Ven a México.» El texto estaba firmado por «Octavio del Río, tu padre».
Salí inmediatamente, pero no llegué a tiempo de despedirme. En todo el terrible viaje de regreso –cuatro días de agonía mental– pensé menos en mi madre que en convencerme de que haría lo que fuera necesario para no matar a ese Octavio del Río y dejar, así, de estar maldito.