NO SÉ SI RECOMENDARTE un monasterio budista que hay al norte de Nueva York y del que me hablaron muy bien en mis indagaciones, me dijo usted, padre John, o mandarte al manicomio de Regina. La verdad es que hasta ese momento no se me había ocurrido que los recuerdos de mis vidas perpendiculares fueran artificiales, prótesis recogidas entre las bibliotecas que la vida me fue sembrando en el camino.

Decidimos lo coherente y creo que sabio: que después de las tres semanas que me había pasado en México me quedara en San Francisco Xavier a ponerme al corriente con las clases y a escribir esta autobiografía al mismo tiempo precoz y milenaria que usted me ha impuesto a manera de imposible penitencia para alguien como yo, con mal de memoria.

Una penitencia, por cierto, probablemente injusta, a menos que piense usted que lo de las vidas pasadas no es un trasvestismo de mi cerebro de elefante. Soy un parricida, pero no de este turno, y tal vez tampoco sea un asesino común: no está del todo claro que haya sido yo quien empujó a mi padrastro por la escalera de la casa de Lagos de Moreno. Ese hecho sucedió en la mañana, justo cuando él abría la puerta de los cuartos de servicio para que las cocineras pudieran bajar a preparar el desayuno y yo a comerlo para ir a la panadería. Pude haber abierto violentamente la puerta, que se abatía hacia la casa, para empujarlo por la escalerilla de caracol, pero en ese caso se podría haber tratado de un accidente. O pude haberlo empujado una vez que se dio la vuelta para descender, pero pudo perfectamente, y por lo mismo, haberse resbalado: los pecados van embarazados de sus condenas y si él no hubiera hecho de la casa de todos nosotros una cárcel no habría tenido que estar, todavía a oscuras, quitando candados frente al abismo.

Lo que todo el mundo cree en Lagos de Moreno –infierno nimio al que me tomé el desagrado de volver para atar los cabos que desató mi tío asturiano y loco en la heladería de Filadelfia– es que mi madre se levantó temprano, caminó sigilosamente hasta la puerta de la azotea vestida completamente de negro y lo esperó pacientemente. Dicen que cuando don Eusebio se entretuvo para guardarse en la bolsa de la bata las llaves del candado, mi madre salió de la tiniebla y lo empujó. La leyenda jura con un detalle que no se justifica que bajó tras él y lo remató con una patada en la barbilla, que por eso tenía todos los huesos del pie derecho pulverizados y el resto del cuerpo sin un raspón. Ella decía que al escuchar el grito de su marido corrió hacia la escalera de caracol y presenció su caída, que la cabeza partida del viejo –los sesos como las semillas babosas de un melón– le cayó en el pie y se lo rompió. No hay expedientes –estoy seguro de que los compraron y destruyeron los hermanos abogados de mi madre. En realidad nunca sabremos, dado que el único testigo de aquellos hechos está muerto y mi memoria, por más que he buscado en ella, no guarda nada.

Como ya conté unas páginas atrás en esta tumultuosa autobiografía de todos nosotros, cuando llegué a la ciudad de México después de un viaje agónico de cuatro días, mi madre ya estaba muerta. Sólo alcancé a ver su cadáver tras la misa de cuerpo presente. La encontré bella aun en su descomposición, incluso embarnecida: Octavio del Río le había dado unos buenos últimos años a pesar de que él juraba, en su desorientada y deprimente manera de ver al mundo, que no la había matado la neumonía sino la tristeza porque él no había sido capaz de reintegrar a la familia. Nunca, me dijo mi padre ya en el atrio del templo de la Sagrada Familia, pudimos estar los tres juntos. La afirmación le incomodó mucho a Miguelito –un muchacho ya, de dieciséis años y bigotillo ralo, casi totalmente desconocido para mí, prisionero como está del acento tapatío y el cuerpecito de los adolescentes mexicanos que no hacen ejercicio como los gringos. El pobre no se me había despegado desde que el taxi me dejó en el departamento de la calle de Hamburgo.

Fue un día raro, demasiado raro para acusarlo de desagradable. La ciudad de México estaba, como siempre en estas fechas, encapotada de nubes y triste como un boliviano. Llegué al departamento de la calle de Hamburgo muy temprano y Miguelito me abrió la puerta. Lo abracé muy fuerte y se echó a llorar como cuando era chico e insoportable. Él no había tenido el privilegio de vivir con mamá veranos completos, ni había sido entrenado de niño –como yo– para resistir incólume el síndrome de abandono. Estuvimos mucho tiempo así en el umbral de la casa, yo apapachándolo y preguntándome qué era lo que debía hacer un hermano mayor.

Finalmente entré y vi el ataúd cerrado en el centro de la sala, ya montado en el carrito en que lo transportarían al templo: la velación había sido en casa. Aquella caja con garigoles como de pastel no era mi madre, así que tampoco sentí el golpe al hígado que había estado esperando al momento en que mi cuerpo tomara nota de su muerte. Nos sentamos los dos en el sillón de siempre y le pregunté cómo había estado. Guadalajara, me respondió, no cambia: ya sabes, futbol, tías, la escuela menos sufrida que aquí. ¿La abuela te trata bien? Como siempre, hay criadas para todo, así que no hay modo de malpasársela; y los tíos son muy divertidos. ¿Tú?, me preguntó. Igual, le dije; me encontré a tu tío el otro día, no tengo idea de qué carajos hace en Filadelfia. ¿Mi tío? El hermano de tu papá, dije. No sabía que papá tuviera un hermano. Vivía en Buenos Aires, le expliqué, nos visitó cuando eras bebé; ahora está loco y vive en las calles de Filadelfia, ve tú a saber por qué. Octavio del Río apareció mientras contaba esa historia, con el pelo mojado y recién afeitado. Miguelito le dio los buenos días distraídamente. Yo me levanté como resorte del sillón y hasta entonces mi hermano no se dio cuenta de lo que se estaba jugando en ese encuentro. Se alzó para presentarnos formalmente. Es mi hermano Jerónimo, dijo con naturalidad, pero no fue capaz de introducir a Octavio como mi padre. Sólo dijo que era Octavio del Río. Evidentemente no había hostilidades entre ellos. Yo, en cambio, me quedé frío: era igual a mí. Tu padre, completó el mismo Octavio.

Tenía el pelo ensortijado a pesar de que lo llevaba muy corto, y unos ojos muy saltones, de poeta, que me recordaron a mí mismo. Era francamente gordo y pensé que algún día yo lo sería. Sobre todo, me era familiar al extremo de que cuando habló con una vocecilla aflautada que afortunadamente no le heredé, me pareció que no era la que le correspondía. Lamento mucho que nos conozcamos en estas circunstancias, me dijo, te juro que estábamos planeando que yo ahora sí me divorciara para poderte traer de vuelta en cuanto terminaras el bachillerato. No importa, le dije. Hasta entonces no me extendió la mano. Yo le tendí la mía y sentí un calor que alguna vez me había incendiado. Retuve su palma y él no supo qué hacer con mis ojos que lo escudriñaban con frialdad de biólogo. Dijo: Voy a la Sagrada Familia a avisar que ya llegaste, a ver a qué hora podemos hacer la misa, y señaló con un gesto muy incómodo al féretro. Hasta entonces no lo solté. Se dio la media vuelta y alcanzó la puerta con presteza. Agarró sus llaves del llavero de la pared: era su casa, no la nuestra.

Cuando me volví a quedar solo con Miguelito le pedí que me ayudara a abrir el ataúd, para despedirme de mamá. Te tardaste mucho en llegar, dijo, ya se está echando a perder. Me recomendó no hacerlo hasta que estuviéramos afuera, en el panteón, o la iglesia, o lo que fuera para que el departamento no se nos quedara con el peor lado de su fantasma. Le dije que tenía razón y seguimos platicando. ¿Mi tío?, preguntó. Te digo que es un loco que vive en las calles de un barrio negro de Filadelfia.

La cosa habría acabado ahí, padre John. Hubiera podido acabar ahí si sólo Octavio hubiera sido un hombre de verdad y no un lisiado emocional –que merecería morir, no nos hagamos, en esta transmigración por puro pendejo. Fuimos a la misa, vi el cadáver y lloré como la Magdalena. La enterramos en el panteón de Churubusco, fuera de la ciudad, porque en el francés ya no cabe ni un muerto y en el civil no se entierra a una señorita católica de Jalisco. Yo habría tenido mi duelo, habría ido a ver a la abuela a Guadalajara y habría dejado a Miguelito ahí, donde estaba teniendo una vida normal, o me lo habría traído a San Francisco Xavier, donde le habrían hecho todo el bien que a mí me hicieron y que se merecería. Todo pudo haber sido normal, o modestamente común, como suelen ser las vidas salvo en sus momentos esplendorosos que luego quedan como injusto registro único de ellas.

Pero Octavio es un deficiente cordial y pensó que si en vida de mi madre no había sido capaz de concederle a ella una vida familiar normal, al menos podía dárnosla a nosotros, o darnos una probada, o vaya usted a saber qué. Se le ocurrió la idea estúpida de presentarnos a Miguelito y a mí, ahí mismo, en el panteón de Churubusco, tan deshabitado de vivos y muertos, con su mujer legítima y sus hijos, que inexplicable y hasta inaceptablemente habían ido al entierro. Al menos, dijo –poniéndose otra soga al cuello–, conozcámonos entre todos en lo que decidimos qué hacer con nuestras vidas.

¿Qué quiere que le diga, padre John? La mujer legítima no se había bajado del coche en el cementerio –nomás le faltaba a la pobre–, pero sus hijos, mis dos medio hermanos, sí. Pasado el entierro caminamos todos juntos al cadillac negro de la esposa de Octavio para ir a comer.

Me subí al coche y mientras me acomodaba siguiendo a mis dos medio hermanos, alcé los ojos y la vi a ella: el filo recortado a machete de su quijada, su piel de poros un poco más grandes de lo normal, las orejas minúsculas. Octavio y Miguelito, que iban a viajar adelante junto al chofer, estaban todavía afuera del coche, así que aproveché y le dije a la señora que yo era Jerónimo, que no sabía muy bien qué hacer, pero que Octavio me había pedido que fuera con ellos a comer, que mi hermano y yo podíamos perfectamente irnos a Guadalajara en ese instante. Me vio con curiosidad. Sacudió una mano con soltura de reina e hizo un tronido entre la lengua y el paladar que significaba que no debería preocuparme. Ladeó la cabeza, subió la comisura izquierda de los labios y le pidió a su hijo mayor que él y su hermano intercambiaran lugares conmigo –Miguelito se estaba acomodando entre el chofer y Octavio. Me senté a su lado mientras decía: Te la has pasado muy mal en los últimos días, aquí estás entre amigos, y me tomó por la barbilla para plantarme un beso en el cachete. Sentí un oleaje de miel atiborrando los ductos de mi virilidad al percibir su olor a una fruta que dejamos de comer hace miles de años y me quedé sin aliento, lívido en mi lugar sin mover un dedo. Metió los dedos entre mi pelo y añadió: Te conozco, te conozco de siempre, y tras una pausa que pudo ser de castigo para su marido o un mensaje codificado para mí: Después de todo, eres hijo de Octavio.

¿Le tengo que contar lo demás, padre John? O termino aquí estas autobiografías acumuladas que no estoy seguro de que sirvan de nada porque además serían infinitas si fueran honestas y quisieran ser completas. ¿Se le cuenta a un cura, a un cura bueno, lo que sigue?

Nos invitaron a comer y nos llevaron a ver caer la tarde en el bosque de Chapultepec. Miguelito y yo en un núcleo sólido al que no entraba nada y del que sólo salía un poco de urbanidad y tolerancia hacia Octavio, que trataba de congraciarse sin atender al castigo constante de su mujer y el desconcierto de su pobres hijos, totalmente enrollados en las faldas de su madre.

Nos despedimos todos en el paseo de la Reforma, donde ella y sus hijos se fueron en el cadillac hacia el Hotel Regis en la Alameda y nosotros caminamos en silencio hacia el departamento de la calle de Hamburgo. Una vez ahí, Octavio se metió a la habitación de mi madre para que mi hermano y yo pudiéramos conversar un poco –es lo que ella habría hecho.

Abrí mi valija y le di a Miguelito la crema de cacahuate y la radio de transistores que le había traído. Nos pusimos cada uno al tanto de la vida del otro sentados en las camitas infantiles que mamá no había cambiado en la esperanza desgarradora de que las volviéramos a ocupar algún día. La habitación estaba intacta.

Miguelito me preguntó otra vez sobre su tío de Filadelfia, que en ese momento de mi vida era casi tan misterioso para mí como para él: no conocía todavía sus cartas, lo había buscado por Philly pero con poco ahínco y aún no lo había encontrado –como usted sabe, padre John, lo hallé después de mi regreso a Estados Unidos en un refugio para vagabundos; ya no era el energúmeno del primer encuentro, sino un viejo triste que no tenía a nadie que lo escuchara y que se me quedó viendo boquiabierto cuando le pregunté cómo era que recordaba mis vidas de parricida porque ya no las recordaba.

Le hice de cenar a Miguelito con lo que encontré en el refrigerador, que estaba bien munido. Hablamos otro tanto de los días en que se lo llevaron a Guadalajara y mucho de mi vida en Filadelfia, que no sé por qué causa tanta fascinación en México. Me contó lo que un adolescente le podía contar a alguien a quien apenas conocía: las prohibiciones de la abuela, sus escarceos con las niñas de sociedad tapatías en los saraos. Le pregunté por la fenicia. No sé bien, me dijo, porque la abuela no me permitió volver a ver a mamá, pero entiendo que se fue tan pronto te mandaron a los Estados Unidos. Y agregó: ¿Por qué le decíamos así, eh? ¿Cómo? La fenicia. Así le decía tu padre en la panadería, improvisé, sin la menor tentación de contarle alguna verdad. ¿Sabemos algo del cochino?, le pregunté. ¿Qué cochino? Severo. Se rió. Sí parecía un cochino. Ya está casado, me dijo; tiene un hijo; es dueño de un negocio de jardinería en Chapala; lo vi hace unas semanas y te mandó saludar. Él me preguntó por Matilde e Indalecio, le habría gustado conocerlos. Le dije que no habían podido hacer el viaje conmigo por falta de dinero, pero que estaban bien, ella con sus pasteles y él con un nuevo negocio: cuadros para hoteles. Apenas hubo contenidos emocionales en nuestra conversación y todos fueron tácitos: él se sentía culpable de no estar arrasado de pena por la muerte de nuestra madre aun si, siendo críos, nos había abandonado –en caso de que alguna vez hubiera sido algún amparo para nosotros–; evidentemente no la perdonaba. Yo, al oírlo hablar, sentí una intensa nostalgia por la juventud mexicana que no había tenido. A ella no la podía culpar, cómo podría alguien como yo.

Lo acosté como si fuera chiquito y salí a buscar algo de beber, porque es lo que un hombre habría hecho en esa circunstancia, aunque en realidad, habiendo crecido en los Estados Unidos, nunca había bebido nada. Entonces Octavio salió de su habitación, con una caja de madera atada con un moño de tela. Al verme abriendo y cerrando gavetas me ofreció un vaso de coca-cola. Lo pensé un poco y me serví uno de leche. Dejó la caja en la mesa y señalándola apenas con la nariz dijo: Te la dejó Mercedes, me pidió que te dijera que no te sintieras culpable por no haber llegado. Fue la primera ocasión en que tuve unas intensas ganas de matarlo, no porque fuera un cabrón, sino porque era un idiota.

Dejé la caja donde la puso hasta que se acostó, después de media melosa hora en la que pretendió que nos conociéramos. Respondí a todas sus preguntas con un sí o un no, no siempre honestos. Al final le pregunté qué íbamos a hacer con el departamento. Vivir los dos en él una vez que entregues a Miguelito en Guadalajara, me dijo, ya es hora de que tú y yo convivamos. Tampoco respondí al impulso de ahorcarlo; nada más alcé las cejas. Yo tengo que regresar a Filadelfia a terminar el bachillerato. No se incomodó. Le pregunté: ¿Es tuyo?, ¿era de Mercedes?, ¿pagas renta? Es tuyo y de Miguelito, me respondió. ¿Y tú qué planeas hacer?, le pregunté. Yo aquí vivo, trabajo en la Secretaría de Vivienda, pero me puedo ir; tengo muchos gastos porque Tita y los niños tienen vida de príncipes, pero podría pagarme una renta. Me alcé de hombros. Mañana o pasado, le dije, me llevo a mi hermano a Guadalajara y me regreso a Filadelfia; vuelvo a México cuando terminen las clases y entonces vemos. ¿Quieres llevarte algo de tu mamá? Apunté con la nariz a la caja envuelta. ¿Nos dejó algo más?, le pregunté. Todo el dinero está a nombre de ustedes; es mucho, yo que tú me quedaba y ponía un negocio; tu mitad es suficiente para arrancar tu propia panadería. Esta vez me costó más trabajo no romper el vaso y rajarle el cuello con el vidrio. Se dio cuenta de que me estaba exasperando, porque me dio las buenas noches y se retiró como un conejo. Apenas le respondí afirmando con la cabeza.

Me sentaba en la sala con un segundo vaso de leche, listo para abrir la caja de Mercedes, cuando volvió a aparecer, vestido con una pijama impecable y ridícula. Tita, me dijo, quiere verte mañana. Sentí una sacudida testículos adentro sólo de pensar en ella, pero hice un esfuerzo de resistencia: Tus hijos me han de odiar, le respondí, mejor lo dejamos para otra ocasión. Yo me voy a quedar con ellos y Miguelito; soy una desgracia –dijo viendo hacia la punta gastada de sus pantuflas–, no te conozco a ti, pero a ellos tampoco, perder a Mercedes me enseñó algo. De veras, creo que preferiría pasar el día con mi hermano, le dije. Ve a verla, insistió: vas a tener a tu hermano para ti toda la tarde. El patetismo, como no, también puede despertar impulsos homicidas. Insistí en que no. Es que tampoco hay nada que puedas hacer, me dijo, ya está todo organizado: voy a pasar temprano por los niños con tu hermano, Tita me dijo que te espera en la recepción del Regis al mediodía. ¿Por qué quieres que vaya?, pregunté francamente exasperado; puedes decírmelo derecho. Lo pensó un poco. Porque no le puedo decir a nadie nunca que no y ella insistió mucho en que eres el medio hermano de sus hijos. Se quedó pensando un momento: Y porque como esposa es difícil, pero es una madre y una amiga fantástica y tú necesitas que te consientan un poco.