NO VOLVIÓ AL DÍA SIGUIENTE, ni al otro, ni al otro. Imbécil como era, pensé que estaría demandándome una primera prueba de lealtad y tomé la decisión de resistir tranquilamente: cuando volviera actuaría como si nada y habría ganado esa ronda.
No empecé a preocuparme hasta el siguiente lunes. Por lo que le sabía, no podía ser que en todo ese tiempo no hubiera requerido ser perdonada por algo. Todavía tardé una semana más en buscarla.
Mis artes, finísimas en la hora de acechar a un monje, no me sirvieron de mucho en esa pesquisa: ninguna de mis relaciones en la ciudad –pirujas, taberneros, deudores, contrabandistas– habría tenido contacto nunca con una mujer como ella. Fue al darme cuenta de eso cuando terminé de tener claro el patetismo de mi pasión: la había confundido con las campesinas de La Carbonara a las que no les importaba mi cara rajada por los elementos porque revolcarse conmigo significaba pecar y ser absueltas de un solo golpe. Ella no quería mi absolución, nunca siquiera fingió devoción mientras se la impartía, lo que requería era un servicio propio de la nobleza y yo era, como sería el secretario de su marido o la dama que llevara su palacio, servidumbre ilustrada.
Seguí la ruta de la pescadera y el carnicero: tenían memoria de varios sirvientes en cuyas cocinas hacían entregas, pero los nombres que sabían eran los de las cocineras. A los señores no se les veía más que pasando a bordo de sus carros rumbo a un sarao o un día de campo. Me quedaban il Anglese y el padre Santiago, pero al primero prefería no pedirle una audiencia en la que le anunciara que se me había ido viva y del segundo empecé a sentir unos celos pertinaces. ¿Y si se habían encontrado y la estaba confesando en la clandestinidad? Él seguramente había sido más frío en su relación con ella y al sentirse asediada por mí le habría hecho una rabieta al arzobispo, que le habría devuelto su confesor para evitarse una fricción con la nobleza napolitana. Eso en caso de que los encuentros en la clandestinidad no tuvieran otro objeto.
Comencé a esquivar al mensajero del Anglese: si me mandaba llamar, llegaba al encuentro mucho antes que él y le dejaba los diezmos del puerto con el tabernero. Con el padre Santiago me empeñé en coincidir lo menos posible. Cuando el encuentro era inevitable, respondía con monosílabos a sus insistentes preguntas sobre mi bienestar. Mis sospechas encontraban cierta confirmación en la mirada preocupada con que seguía mis ires y venires por la casa parroquial.
Alguna de las tardes en que deambulaba por la ciudad a la busca de un carro en el que pudiera reconocer al cochero que fue mi primer contacto con la dama de las confesiones, recordé los poemas que me había dado la última vez que la vi y que no tuve el menor interés en revisar por entonces. Me volví a leerlos a la parroquia.
Eran nueve hojas escritas en español de puño y letra. Cada una tenía uno. En la primera lectura, un poco por lo modernos que me resultaban y otro poco porque no estaban en mi lengua, los encontré fanfarrones y complicados, incomprensibles: el gorgorito de un necio que ha leído demasiado y que quiere que una lengua de caníbales como el español suene al Petrarca. Casi al final de esa primera visita, sin embargo, un verso bastante sencillo pero potente me llamó la atención:
que nunca puro amor fue delincuente.
Volví a la primera línea y releí el poema completo. Las parejas de versos empezaron a delinear con toda transparencia mi propia melancolía, que estaba seguro de no merecer.
Fuerza, no atrevimiento, fue el quereros, y presunción penar tan altamente.
No es que lo entendiera del todo, pero el sentido que se organizó en mí era revelador de la condición que me azotaba: si había sido osado declarar mis nubarrones a la dama, no había sido por tontería sino por voluntad.
Osé, menos dichoso que valiente
supe, si no obligaros, conoceros,
y no puedo olvidaros ni ofenderos
y otra vez el verso que había llamado mi atención, esta vez alzándose de la página y como bañado de luz:
que nunca puro amor fue delincuente.
En otros de los poemas había registrado el vuelo del sentimentalismo, pero éste era distinto: la voz viril del que está acostumbrado a dar batallas para ganarlas y no se termina de explicar que hubiera perdido ésta.
Esto alegan las lágrimas que lloro, esto mi ardiente llama generosa.
Lo volví a leer varias veces y conforme sus vericuetos se iban organizando en mi turbia cabeza de carnicero con sotana, me di cuenta de que el hombre estaba hablando, en realidad, de mí. Regresé al primer poema, al segundo, al tercero, los leí una y otra vez.
Me hallaba ante los trabajos de un monstruo o un endemoniado. Los poemas estaban dotados de una sobrenatural inteligencia de la servidumbre amorosa, una lucidez que transparentaba lo que tocaba, un conocimiento de sí tan profundo que me hablaba de mí desde adentro de mí mismo. Mi dama era todas las damas y aquel castellano todos los hombres:
El cuerpo es tierra y lo será y fue nada,
de Dios procede a eternidad la mente:
eterno amante soy de eterna amada.
Lo que yo había visto cuando pude cruzar la cortina de los apresurados ojos de la dama no era mi reflejo en su alma, sino el de él.
Aun así, no me rendí. Continué mis indagaciones sin ningún éxito. Por las noches, seguía leyendo los poemas en un estado cada vez más parecido a esa forma de sumisión absoluta a la derrota que es el delirio: su amante decía de ella lo que yo debería haber sentido por Dios y ni siquiera por Él había sentido. Su voz se fue confundiendo con la mía, se apoderó de mi interior y engrandeció el dibujo que ella había dejado en mi memoria.
Llama que a la inmortal vida trasciende
Me decía los versos mientras, necio, fatigaba las calles ya plenamente consciente de que no la iba a encontrar pero sin disposición a renunciar a esa vagancia enloquecida. Avanzaba como un fantasma, repitiéndome lo que él había escrito sobre ella, confundidos sus pasos con los míos. Váyase a dormir, padre –me decían las putas–, ya está hablando solo otra vez.
En el puerto todo el mundo recordaba el carro de lujo partiendo la calle en la hora de los últimos borrachos, pero nadie lo había vuelto a ver por la ciudad. Los palacios que me señalaban eran distintos según la fuente: hubiera podido ser cualquiera. Le pregunté a dos alguaciles a los que había tenido que untar durante alguna operación arzobispal. La respuesta fue similar en ambos casos: Ahí no se meta, padre, debe muchas como para no amanecer atravesado si sigue preguntando. Inmediatamente en mi interior afloraba un verso, que no sé si les haya arrojado:
y el no ser, por amar, será mi gloria.
Un día, durante mi ronda de recolección de diezmos por el puerto, una de las pirujas me hizo notar que el indiano andaba detrás de mí con su paso de araña. Viré en una esquina y lo esperé agazapado en el muro. Cuando dio la vuelta lo agarré por el pescuezo y le pregunté qué hacía ahí, la otra mano en el puño de una de las pistolas. Me sonrió con sus dientes negros y me dijo que el padre Santiago estaba preocupado por mí, que soltara el pomo de mi fierro porque él iba desarmado. Le revisé los costados y la espalda, sentí cuando menos tres navajas. Sabes que te filetearía en un instante por más pistolas que traigas, me dijo. Tenía razón, así que lo solté. ¿Por qué me estás siguiendo?
El padre –empezó sobándose el cuello– quiere saber qué está pasando, pero no quiere invocar el voto de obediencia, ¿estás metido en un lío? No, le dije. ¿Entonces? Me lo pensé un momento y supuse que no tenía el menor sentido ocultarle la verdad. Tengo mal de amores. Miró al cielo. El diablo, dijo. ¿Qué diablo? La Caraffa. ¿Quién? La señora Caraffa, la mujer de Longorio, la dama de la madrugada. ¿La conoces? Claro, dijo, es una hija de puta que se casó por sangre para abajo y por dinero para arriba, así que puede hacer lo que se le dé la gana. ¿Así se llama? Es de los Caraffa del Benavento, ¿nunca te dijo quién era? No: me pedía que la llamara Lisi. ¿Lisi? No te rías. Donatella Caraffa di Longorio, nieta de papas y príncipes. Donatella, repetí. Un monstruo: el año pasado casi revienta la alianza con Milán porque se enredó con Pedro de Toledo. ¿El gobernador? Carajo, dijo, no te has enterado de nada. Y señalando a los muelles: ¿No ves que no hay ni un galeón en el puerto?, ahora sí vamos a sitiar Venecia. Me volví sorprendido: efectivamente, estábamos por ir a la guerra y no me había dado cuenta.
¿Y ella qué tiene que ver con todo esto? El marido la iba a exiliar a Brindisi, en la Puglia, siguió el indiano, así que enamoró a Osuna. ¿El virrey? El mismo; lo puso a sus pies y él obligó al pobre del señor Longoria a dejarla en la ciudad; además ella tenía otro amante, pero nadie sabía quién era. El poeta, dije yo, empezando a entender, otro español de la corte. Eso lo supimos después, aunque el padre Santiago lo supo en confesión antes que nadie. ¿Y reveló el secreto? Jamás. ¿Entonces? Estaba encargado de vigilarla y un día pidió intempestivamente que lo relevaran, dijo en el arzobispado que no podía seguir confesando a esa mujer porque sus intereses estaban mezclados en el asunto. ¿El padre Santiago conoce al poeta? Y el poeta es amigo de Osuna. Dios mío. El padre quería que el relevo fuera yo, que soy inmune al mordisco de esas perras, pero el arzobispado insistió en que fuera un napolitano; por eso te tocó a ti. Mientras escuchaba al indiano todo se impregnaba en mi interior de la claridad supina y económica de los hechos reales. El amante –le dije– es el diplomático renco; el gordo de los lentes ridículos. Claro, Quevedo. ¿Así se apellida? Don Francisco, el segundo de a bordo del virrey y el hombre que controla todas las alianzas en Italia. ¿Cómo ese gordo puede ser un buen diplomático? Es el mejor de todos. ¿Y? Cuando el Inglés supo que el amante era Quevedo movió cielo, mar y tierra; el rey mismo le ordenó a Osuna que le permitiera a Longoria mandar a la señora Caraffa a Puglia. ¿Por qué? Si Osuna se enteraba iba a matar a Quevedo, y las relaciones con Milán y Saboya dependen de él; años de trabajo cercando a los venecianos se iban a ir por tierra. El virrey no lo sabe entonces. Es un asunto del clero, España tampoco supo que el amante era don Francisco, todo lo hemos llevado como secreto de confesión.
Todavía hablamos un poco más, pero ni siquiera recuerdo de qué: una felicidad negra se iba apoderando de los terrenos limpios de melancolía en mi cabeza. La voy a encontrar, le dije al indiano. No seas idiota, me respondió, ya has hecho suficiente escándalo preguntándole a las putas y las pescaderas por su carro, si no te han apuñalado es porque le tienen miedo al Inglés; ayer supimos que le habías preguntado a un alguacil y el padre Santiago decidió intervenir: me mandó a hablar contigo. Está bien, le dije. Me tomó por el brazo: Dedícate a lo tuyo porque apenas le pongamos sitio a Venecia se acaba el romance con el Papa y lo primero que Roma le va a pedir al arzobispo es que controle a la Liga. Me desprendí con cierta violencia. Dile al padre Santiago que no se tiene que preocupar. Y me fui directo a pedirle al Anglese que me trasladara a Brindisi antes de que estallara la guerra: el siglo me había hecho justicia liberándome sin mi intervención de un poeta monstruoso y un virrey inmoral, dos competidores formidables.
Por supuesto que mi amigo del seminario se rió de mi hasta donde se lo permitía su baja comprensión de mi persona, pero me dijo que estaba bien, que apenas pasara lo que tuviera que pasar me extendería una recomendación. Incluso se levantó de su silla para despedirme. Ya deja por la paz a los monjes, me adelantó, estamos por dispersar la Liga; se va a poner feo y si te abren proceso ya no te voy a poder mandar ni a La Carbonara, olvídate de Brindisi. Me caería bien un descanso: el oficio de maitines es muy duro. Dedícate sólo a eso: le vamos a encargar el diezmo del puerto al indiano que ya está limpio otra vez.
Salí de su oficina como quien se ha liberado de una fiebre, más bien muy contento. Bajé las escaleras, crucé la puerta y recibí con un placer que no había sentido en meses el sol que alumbraba la plaza. Estaba seguro de que recuperaría pronto la posición de confesor de mi dama.
Caminé silbando de vuelta al puerto cuando lo vi pasar frente a un cagadero: iba manoteando entre la multitud, renco y gordo, con un legajo de papeles bajo el brazo. Me abrí de capa y me saqué el mosquete corto de la espalda. Las aguas se abrieron y quedó entre el cañón y la mierda sin darse cuenta. Iba hablando solo, como siempre que andaba sobrio. Apreté el martillo y entonces volteó a mirarme. Se apretó los lentes sobre el puente de la nariz con el dedo índice. Vi en sus ojos de sapo un pozo de fondos densos en el que se revolvían todas las purezas y todas las pudriciones. ¡Viva Osuna!, grité. Sus ojos no se alteraron en lo más mínimo, pensé: Sólo ven para adentro. Me sonrió. Bajé el arma. Soltó una carcajada y me gritó una obscenidad genial sobre su miembro, el culo de algún monje y mi mosquete. Se me acercó cojeando con los brazos extendidos. Me guardé el arma en la base de la espalda y alcé la mano a manera de saludo: no podía matar a nadie que fuera capaz de decir lo que él decía. Me abrazó y me dijo al oído: Supe, cazamonjes, que le declaraste amores a la perra Caraffa. Ya no pude responder, sorprendido como estaba por el ardor helado de su puñal en mi estómago. Me vinieron a la mente unos pareados de alguno de sus poemas:
Pasa veloz del mundo la figura,
y la muerte los pasos apresura.
Me agarré de su hombro para no caerme, tratando de pescar inútilmente mi pistola. Aprovechó el gesto para acercar su boca a mi oído y decirme: No sólo se la metí a la Caraffa hasta por las orejas; yo fui el que se llevó la virginidad de tu madre y tú el que la hizo puta porque no me iba a casar con ella. Movió el cuchillo para que entrara el aire en la herida y sentí la sangre tibia descendiendo hacia mi entrepierna. Esta vez te gané la mano, me dijo, y tiró del puñal. La apertura en mis carnes produjo un río de sangre. Me la debías, dijo, dándome un golpecito en el pecho con el dedo índice. Caí sentado al suelo. Se fue caminando como si nada mientras yo escuchaba cada vez más lejos mi voz interior:
Pues si la vida es tal, si es de esta suerte,
llamar la vida agravio es de la muerte.
Era la voz de mi padre.