NUESTRO ROMANCE DE TODA la vida sucedió en el vasto territorio de la China. El hombre que sería mi marido era un chinazo grande y potente que hablaba mandarín y se dedicaba al comercio de telas y pieles con los salvajes que habitábamos las estepas. Yo misma no era nada: la hija mayor de uno cualquiera de sus clientes. Había nacido en el paisaje apabullante del llano interminable y había crecido batallando la nieve y los camellos sin hacerme ni una sola pregunta metafísica.

Un día llegó el chinazo y en lugar de llevarse, como siempre, el pelo de los camellos vivos y los dientes y huesos de los que se nos habían muerto, me llevó a mí.

No voy a decir que la mudanza no me haya producido zozobra: a partir de que me subí a mi camello –que pasaba a ser también suyo– me esperaba lo ignoto. Pero tampoco me causó esa mariconada que con el paso de los siglos aprendimos a llamar un trauma: para nosotros los padres y los hermanos eran algo que tarde o temprano iba a pasar y era mejor que fuera durante una transacción de comercio que en la hambruna de uno de esos inviernos que se conectaban con el siguiente sin otras estaciones de por medio o en una de las brutales incursiones de la caballería imperial en busca de jinetes y meretrices para alguna de las guerras que no entendíamos.

Yo hablaba la lengua de khalkha y creía en el lobo y el hielo; en la leche de las camellas celestes y las raíces de la tierra; me gustaba el hervor de la carne cruda entre los dientes y la sopa de granos; me quitaba el frío a punta de aguardiente de sorgo que mi padre intercambiaba en las mesetas centrales. Nunca había visto un árbol. Mi chinazo era, en ese contexto, casi un milagro y no sólo por el grosor imperial del miembro con el que me ponía a dar alaridos de gusto bajo las noches blancas de los peladeros mongoleses. El hombre usaba perfume, hablaba una lengua delicada y metafórica que se podía escribir, comía una comida que no requería de cuchillo más que para ser preparada.

Naturalmente, no estaba destinada a ser su esposa. Yo era el tipo de persona que puede matar un buitre al vuelo de una pedrada y cocinarlo bajo tierra, lo cual implica que la ceremonia del té nunca iba a salirme muy bien. Mi función era otra, ciertamente mejor: bestia de carga, matrona de camino, camella ardiente.

Con el tiempo y el peso que le acumulan a una en las caderas los hijos, fui gobernadora de mis propios camellos que montaban mis vástagos –no todos, la verdad, del chinazo, dado que pasaba muchos meses sola a un par de días de marcha de donde él tenía a su familia. Pero en aquel primer viaje y en todos los de los primeros diez o quince años cabalgaba con él en su camello, sintiendo crecer entre las nalgas la mazorca roja que a veces me metía culimpinándome sobre el animal –las uñas afianzadas en la mata de su pescuezo, las suyas apretándome ferozmente las nalgas.

La vida de las mujeres es, en general, más complicada que la de los hombres porque la joda implacable de cuidar a un niño es una labor mecánica que en general requiere poca atención mental. Casi siempre tenemos más tiempo para pensar. No es que seamos difíciles de entender, es que la lengua no alcanza para liberar con claridad las infinitas variables que implica estar dándole vueltas a una cosa todo el día. En ese sentido, aquélla fue una de mis mejores vidas de hembra: no esperaba más que dificultades, no tenía referentes, me sobraba trabajo físico y era autosuficiente.

Cuando se murió el chinazo, que por estar arrastrándome al desierto para darme leña ardiente por todos lados nunca llevó a ninguno de sus hijos en sus viajes al país de los tártaros, no hubo quien se encargara del negocio que conservé sin preguntas de nadie. Luego me morí yo, así, como se muere uno.