Tarde o temprano todos los seres humanos terminan abandonados a sus recuerdos, pero a los seis años, cuando todavía no se han acumulado muchos y se ha vivido como burro sin mecate o niño de la jungla, la experiencia es sólo ingrata: lo que se ha registrado en la memoria son sólo fantasmas que desbordan las noches y transforman las tardes de los domingos en una estación de trenes –El Horno Asturiano sólo abría en las mañanas ese día. Jerónimo se recuerda pasando el día de Dios en su atalaya, nada más viendo cagar a los pájaros –clepsidra de gusanos digeridos– sobre el jardín que alguna vez fue suyo. Recuerda el miedo a la oscuridad. La atroz espera del ruido del candado que cerraba por fuera la puerta de su cuarto. El miedo a Severo, otro niño –mayor por tres años– que también vivía en la azotea y del que sólo había tenido una vaga conciencia hasta su mudanza de habitación y rango. Miedo a los rechinidos de la cama y sus ecos en la habitación sin cortinas, ni duela, ni tapetes que amortigüen el ruido. Ansiedad ante la falta de ventanas: sudaba sin parar en el verano y se veía azular los dedos de los pies en el invierno laguense, que es largo y cruel. Cuando se colaba en la habitación un alacrán o una araña o una cucaracha, guardia de toda la noche vigilando que no se levantara el cadáver del que no había modo de deshacerse hasta la mañana, cuando Amelia –que le guardaba un rencor bárbaro porque la habitación privada había sido suya hasta que lo mudaron a la azotea– abría por fuera las puertas de los cuartos de servicio que había cerrado a las diez de la noche. Dolor de vejiga u olor a meada cuando no se administraron bien los líquidos y su desagüe; por consiguiente, miedo nocturno a tener ganas de hacer pipí y miedo vespertino a no tenerlas. Terror al estruendo del viento que reventaba en su techo. Pánico a dormir a la intemperie si una distracción lo entretenía afuera. Limpieza obsesiva de su cuarto –no hubo acción más triste– ante el miedo de que Mercedes lo encontrara plagado por el olor ácido de la servidumbre y cancelara sus visitas clandestinas. Ganas no irónicas de mejorar, que, siendo honestos, son todavía más tristes que limpiar obsesivamente la habitación para que la propia mamá no lo deje de visitar a uno.