TENEBRAS VOLVIÓ CHIFLANDO al vestíbulo del fuerte. Ya no está Rufo, nos dijo cuando llegó hasta nosotros. Me dicen que estuvo todo el día presumiendo que iban a venir a verlo, pero que se tuvo que ir a la doctrina, que pidió que lo esperaran porque va a traer al amigo que les quería presentar. ¿Nos podemos sentar por aquí, preguntó mi padre, o pasamos a una de las salas de audiencias? Filocabras, dijo Tenebras, ésta es mi casa y mis amigos pueden estar donde sea. Se quedó como suspendido un momento, luego se rascó la cabeza –el casco bajo el brazo formalísimo a pesar de las muecas cómicas que se esforzaba por hacer– y agregó, obviamente en mi beneficio: Aunque no es una casa y no es mía, pero da lo mismo; si no está Pilatus, yo mando. El chiste no era nada bueno, pero era una forma modestísima del cortejo –la caballerosidad de un abuelo–, así que me reí. Siéntense al fondo, dijo, y señaló un rincón sombrío, amueblado con humildad; debía ser la antesala del patio de descanso de la guardia. Está más fresco ahí que en las salas de audiencias; ¿les molesta si los acompaño? Sentí cómo se tensaba mi padre, así que me le adelanté diciendo que estaba perfecto, que no me gustaban esos galerones y prefería esperar en su compañía –lo cual era estrictamente cierto. Tienes razón, me dijo el legionario, estas arcadas no han visto pasar ni un César y, en cambio, son el principio de la vía de los condenados; aquí esperan a que la caballería esté en formación para hacer la ruta al Gólgota. Puf, dijo mi padre, francamente incómodo.
Avanzamos los tres hacia el fondo de la galería. Tenebras fue el primero en sentarse en uno de los taburetes de tijera. Señaló las otras sillas y dijo: Las hicimos hace poco, están forradas con pieles de las cabras de tu padre. Se hizo un silencio casi doloroso porque ninguno de nosotros tuvo nada que agregar. El legionario carraspeó y dijo, tal vez esforzándose por retomar el hilo de la conversación que habíamos tenido en el pretorio antes de que nos interrumpiera mi padre: De aquí salió el Cresto, ya con el cuerpo reventado y la nariz rota. Mejor ni hables de eso, amigo Tenebras. ¿Por qué?, pregunté. Filocabras, dijo el latino, como todos por aquí, no se atreve ni a invocarlo; ni a él ni a sus seguidores, porque dicen que curaba enfermos y espantaba demonios, que era hijo del Dios de los judíos, y nosotros fuimos y nos lo cargamos. Estuvo muy feo, completó mi padre, ¿te acuerdas del eclipse de hace unos años? –preguntó dirigiéndose a mí–, fue ese día. Tenebras se talló la barbilla. Yo me encargué de él personalmente, Pilatus me pidió que le diera duro para ablandar al Sanedrín; le di bien y de cerca, cuatro o cinco buenos latigazos, y les puedo asegurar que ese pobre no tenía nada de divino. ¿Eso es lo que está pasando?, le pregunté directamente a Tenebras –ya tenía claro que mi padre iba a seguir fingiendo que todo estaba normal en la ciudad. ¿En dónde?, me respondió. Aquí, en Jerusalén. El soldado se alzó de hombros. Ya sabes cómo son los judíos: se odian entre ellos y a los paganos todavía más; hay rumores de que los crestianos se van a levantar contra el Sanedrín. ¿Y? Nada, no es cierto. También dicen, anotó mi padre, revelando que efectivamente estaba perfectamente al tanto de los rumores que tensaban el aire, que cuando venzan al Sanedrín va a bajar Dios a defenderlos de Roma. A los judíos siempre va a bajar Dios a defenderlos y nunca baja, respondió Tenebras, con más ternura que desprecio; al principio nos traían a los crestianos y créeme que son sólo unos muertos de hambre. ¿Los castigaban?, pregunté, imaginándomelo con el flagelo en el puño. Cómo crees, son locos que piensan que ya se va a acabar el mundo, la ley no castiga eso; los escoltábamos fuera de la ciudad, donde si los apedreaban ya no era nuestro problema. ¿Y? Ahora ya no nos los traen y nos odian un poco más. Siempre los han odiado, intervino mi padre. Yo ya prefiero no salir, agregó el soldado, eso nunca había pasado. A lo mejor es que ya nos estamos haciendo viejos. No sé, Pilatus no quiere pedir legiones a Siria porque dice que se pondría peor. Te tiene abandonado, dijo mi padre. Roma no me quiere, respondió, porque soy su servidor más fiel y no está acostumbrada. Me extendió una sonrisa verdaderamente triste. Nos quedamos en silencio, cada quien viéndose los dedos de los pies, hasta que Tenebras salió violentamente de su ensimismamiento. Movió las orejas de arriba abajo, casi como un perro, y dijo: Ahí vienen Ruphus y su amigo. Miramos hacia la puerta y no vimos nada. El legionario dijo que nos dejaba, se puso el puño en el pecho y se perdió otra vez entre las columnas. Al poco un movimiento en la puerta nos advirtió que alguien estaba llegando. Vimos a mi prometido saludar a los guardias; estaba a contraluz de nosotros y venía en compañía de un hombrecito minúsculo y contrahecho, que cojeaba un poco de la pierna izquierda. ¿Eso es el fenomenal socio ciliciano que nos prometió?, me susurró mi padre francamente alterado. Mi alarma era tanta o más que la suya, así que por una vez en la vida me ahorré el sarcasmo. Los guardias los dirigieron hacia nosotros.
Rufo venía relajado, contento, tal vez orgulloso –de ese modo infantil en que lo hacía todo– de presentarnos a su amigo, que ya ingresado a la penumbra del cuartel se veía incluso un poco peor que antes. Cuando llegaron hasta nosotros mi prometido saludó con algo de ceremonia y luego dijo: Éste es Saulo, Saulo de Tarso, hijo, nieto y bisnieto de tejedores; judío fariseo y ciudadano de Roma, la persona que necesitamos. Además de bajo, enclenque y renco, el tal Saulo tenía la cara demasiado larga y los pómulos descuadrados. Su nariz era pronunciada y fuerte, muy viril, pero tal vez ajena a una boca apretada y definitivamente desproporcionada en relación con su barbita rala y negra mate. Parecía un hombre mayor, aunque por lo que sabíamos de él no podía tener más de veinte años. Tenía los ojos grandes y hartos de pestañas, las cejas firmes; una frente que subía y subía y no se acababa nunca y el pelo también negro y rizado enmarañándose todavía más arriba, como una torre. Su manto no sólo era bueno, era caro y difícil de conseguir en Judea; cosido por dentro a la perfección y de filigrana muy delicada. La suma daba un feo arrogante, incómodo con su riqueza. Ni me levanté de la silla. Mi padre lo hizo lentamente, no sé si por estar preso del desaliento o porque no quería intimidar de entrada al enano. Hola Saulo, dijo muy lentamente, como indispuesto; yo soy Filipo, de Filadelfia, y ella es mi hija, la prometida de Rufo. Yo alcé una mano sin entusiasmo. Siguió un silencio todo lleno por la mirada groseramente curiosa del ciliciano. Nos cuenta mi futuro nuero –apresuró mi padre para matar la pausa– que sabes mucho de la tejeduría de carpas. Saulo sacudió un poco la cabeza, de una manera nerviosa, y se le quedó mirando al viejo. ¿Qué?, articuló finalmente como si estuviera saliendo a la luz de algún tumulto. Yo soy Filipo, le repitió mi padre, que en casi cualquier circunstancia se habría desesperado con esa desatención, pero que en este caso –lo supe por la manera en que apretaba los ojos– estaba más bien distraído verificando la calidad del manto. Tengo cabras, siguió; quiero hacer carpas y venderlas en Jerusalén. El chaparro dijo: Yo soy Saulo, mucho gusto, e hizo una inclinación de cabeza torpe pero vigorosa. Hubo otro silencio –Rufo, que debía haberse encargado de ese encuentro, no estaba haciendo su trabajo. El chaparro me miró con curiosidad e hizo otra reverencia, casi tonta, tal vez tímida. Inclinado como estaba, abrió las palmas de las manos como para señalar que estaba a mis órdenes. Se enderezó y mientras lo saludaba pude mirarlo con más atención. Tenía los ojos demasiado grandes y oscuros, parecía que se le saldrían de las órbitas de no haber estado contenidos por las pestañas, magníficas una vez que una se concentraba en ellas y dejaba de ver el resto de aquella cara tan mal planeada. Miró a mi padre a los ojos durante más tiempo del que habría recomendado una buena educación y dijo, afirmando con la cabeza: Pues qué bien, porque yo lo puedo ayudar. Mi prometido, con su sonrisa desesperante todavía en la cara, agregó: ¿No les dije? Lo quise matar. Luego dijo: Ese manto se lo hizo él mismo en casa. Mi padre y yo cruzamos una mirada y los invitamos a sentarse con nosotros.
La conversación, dispersa, breve y rara, versó sobre la factura del manto. Saulo respondió con una atención tan excesiva que parecía de loco a todas las preguntas de mi padre: la composición de la tintura para conseguir un verde tan solemne y firme, el secreto de las costuras interiores, la manera de trabajar el telar con el hilado manual para la integración de la filigrana, incluso la posibilidad de hacerla de algún metal –él prefería la sencillez de los tejidos coloreados. Estábamos, sin duda, frente a un hombre demasiado honesto para hacer negocios: nos había regalado todos los secretos de su industria sin siquiera conocernos. Yo me mantuve al margen de la conversación, escrutándolo sin misericordia: el silencio es un cobijo fácil si tu interlocutor piensa que todas las de tu género son taradas, lo cual era más que probable en un fariseo. Había algo de ridículo en esa creatura que apenas podía apoyar la punta de su sandalia en el suelo porque, sentado en el taburete, no lo alcanzaba. Por otra parte, cuando finalmente lograba concentrarse en la conversación, la volvía intensa y demandante, aun si de lo que estaba hablando era de cómo moler la cochinilla para asegurarse de que el rojo permaneciera encendido a pesar de los solazos de la Judea. Tenía una voz de registros amplísimos que igual se hacía estertórea para denunciar a los tejedores fraudulentos de Samaria, o se colaba al oído como un susurro cuando dictaba una fórmula. Y otra vez los ojos: severos a un momento y al siguiente cálidos, la jungla de sus pestañas como la irradiación de algo poderoso que no podía quedarse adentro de ese cuerpecito mal sentado.
Nos explicaba, con el pulgar y el índice, la distancia a la que hay que disponer las barras del telar para que una mano de niño pueda colarse entre ellas con el hilo de plata, cuando le empezó a vibrar el brazo derecho. Se lo apretó con el izquierdo como si ambos fueran independientes y la vibración se transmitió a su quijada. Perdónenme, dijo con un aire resignado que no transpiraba ni una gota de autocompasión, los iris de sus ojos alzándose al parecer a voluntad privada. Comenzó a respirar hondo, con la fuerza de un toro, el sudor perlándole la frente. Dio una sacudida feroz que parecía partir de su espina y se quedó quieto, los ojos medio abiertos y clavados en el techo. Rufo hizo un gesto con su mano derecha que pedía que no nos alteráramos: era algo que pasaba pronto. Mi padre me extendió una mirada entre cómplice y despectiva. Yo cerré los ojos: no quería expresar nada hasta que no pasara el rapto. Después de otro silencio, el más largo e incómodo de todos, Saulo bajó la cara y volvió a pelar los ojos. Miró a Rufo y a mi padre rápidamente y luego clavó los ojos en los míos. O había notado mi escrutinio, según yo discreto durante la conversación, o sus voces le habían dicho algo, porque fue claramente a mí a quien se dirigió para decir, sin que viniera precisamente al caso, que ya había llegado la hora de dejar el negocio familiar y emprender el suyo propio, y que le parecía que se podía asociar conmigo. Mi padre y Rufo respingaron, lo cual produjo otra sacudida en Saulo. Abrió y cerró los ojos un par de veces y se dirigió a ellos. Alzó las manos hacia donde estaban sentados. Con ustedes, corrigió, con ustedes. Luego las bajó sobre su regazo, para esperar una respuesta.
Mi padre se tomó la barbilla. Me le adelanté para decir: Piénsalo bien y ven a negociar los términos a Filadelfia en tres o cuatro días, que Rufo te lleve a casa; ahí es donde estarían los telares: no queremos poner un taller en una ciudad en la que la gente se va a empezar a matar en cualquier momento. Rufo pareció complacido con mi intervención, que en cambio sacó de quicio a mi padre: se puso rojo y le vibró la cabeza como al ciliciano en uno de sus ataques. Él había pensado que deberíamos seguir llevando el pelo bruto a la ciudad y ahí manufacturar las carpas.
Saulo hizo una inclinación de cabeza que mostraba que quedaba satisfecho y se levantó con algo de trabajo de su taburete. No se regresan hoy mismo, ¿verdad? Ya es un poco tarde, agregó Rufo, y las cosas no andan tan bien como para ir por los caminos de noche. Supe hasta dónde se había enojado mi padre –amante de Jerusalén que jamás había hecho el viaje de ida y vuelta en una sola jornada– porque insistió en que veníamos bien vigilados y pertrechados como para hacer la ruta de noche, que en todo caso nos quedaríamos ya en el Jordán. Rufo insistió: Además de los bandoleros de siempre ahora hay crestianos, Filipo, mejor quédense. La pura mención de la secta apocalíptica produjo en el rictus de Saulo una ira santa que, contra pronóstico, lo hacía verse guapo. Dijo con una autoridad que no había mostrado: Nadie va a ser robado en los caminos porque vino a conocerme y lo entretuve, Filipo. Y cambiando el tono a una tersura irresistible: No pongas esa plomada en mi alma por favor. Puso las manos juntas frente al pecho e hizo una inclinación de humildad transparente. Es impropio, siguió, que se queden con Rufo, pero les puedo ofrecer la casa de mis padres o los puedo llevar a una buena posada aquí cerca, que yo pagaría. Y concluyó sin alzar el cuello pero con la vista ya en las nuestras –ojos que ya me habían sometido para siempre aunque todavía no lo supiera–: Váyanse cuando truene el sol, se lo suplico. Nos gustaría conocer a tus padres, dije yo. El mío se volvió a poner rojo de rabia, pero ya no padeció tremores: se estaba resignando a que de mi negocio me iba a ocupar yo aunque el dinero con el que arrancara fuera el suyo. Harto de que le ganara todas, nada más añadió: Preséntanos a tus padres y luego nos vamos a la pensión en la que siempre me quedo; no necesito tanta ayuda.
Resultó que los padres de Saulo eran gente normal. Conversamos, nos reímos. Entendí muy pronto la devoción de Rufo por él y su familia: eran gente de negocios pero también de fe; no ilustres, pero admirables en la obviedad de su rectitud. Y Saulo, una vez relajado, era un encanto: discreto, agudo, brillante tanto cuando hablaba de la viabilidad del modelo griego de ciudades autónomas como cuando se refería a los usos de la caca de borrego. Y eso incluso mi padre lo podía apreciar.
No le dio ningún ataque ni durante la cena que nos ofrecieron sus padres como si supieran quiénes éramos –los amigos de Rufo son nuestros amigos, insistieron–, ni en la caminata de vuelta a la pensión en la que nos hospedamos y a la que nos acompañó; tampoco le dio cuando nos visitó tres días después con una respuesta afirmativa y el permiso de sus progenitores –innecesario pero sabio de haber sido pedido.
Esa noche le pregunté a Rufo, en un momento de intimidad, por la enfermedad de Saulo. Le dan temblorinas seguido, me respondió, pero con mucha menos frecuencia de lo que había parecido la tarde en que lo conocimos: hasta nuestra reunión en la Antonia nunca había visto que le dieran dos en un solo día. Es el lugar, siguió; para nosotros es desagradable y ya, pero para los judíos está maldito, les han torturado a demasiada gente ahí y lo del Cresto estuvo de verdad horrible. Me dijo mi papá, ¿es cierto que fue el día del eclipse? Eso dicen, yo todavía estaba en Cesarea, pero puedes ver las marcas del incendio en el templo. ¿Se incendió el mismo día? Cayó un rayo que le prendió fuego al techo; hubieras visto la cara con la que regresó Pilatus a Palacio: el eclipse lo alcanzó en el camino, y luego la tormenta: se nos caía el cielo encima. Dicen que el nazareno era hijo del Dios, lo sondeé. Era algo, dijo Rufo, vas a ver cuando conozcas a un crestiano, es obvio que son santos, por eso Saulo los odia tanto: su familia lleva mil años de decencia y siguen siendo unos dueños de telares; los crestianos nada más se bautizan y ya se convierten en otra cosa, que palpita y tiembla; creo que Saulo quisiera que los judíos fueran así. Él definitivamente tiembla, acoté, pero no se rió. Parecen pordioseros, siguió, pero cuando te fijas bien tienen en la mirada la yesca de una fe imposible; a mí me intimidan. Eso no es lo que te pregunté; ¿tú crees que el rabí haya sido hijo del Dios o no? Tú y yo, me respondió, somos griegos, pensamos que los dioses tienen hijos. Ésas son leyendas, Rufo. Espérate a que los veas: hasta Tenebras les tiene miedo, dicen que no es el mismo desde que lo flageló. ¿A Yesu? Hizo un mueca, como todos, prefería que no se mentara su nombre. Pero, Rufo, le dije, la mitad de los judíos se llaman Yesu. Ya hace tres años, dijo, que no le han impuesto ese nombre a nadie en Israel.
Con mi padre ni siquiera tocaba el tema, igual que con el resto de la gente. Alguna vez Roda me preguntó si sabía algo de los crestianos, me dijo que se decía que había llegado un grupo, que se habían instalado en el cementerio del pueblo. Le respondí lo que había aprendido a responder de los hombres: No te les acerques, están malditos, y no los vuelvas a mentar en esta casa.
Para mí misma, como para Saulo, aquél fue un periodo intenso. Al menos una vez a la semana nos sentábamos los cuatro a la mesa de mi casa de Filadelfia para discutir los avances en el negocio de los telares. En esos encuentros, tensos y repetitivos, el campo se dividió en dos frentes. En uno, impaciente y distraído, estaban mi padre y Rufo. En el otro, dorado por el aire de la complicidad, estábamos Saulo y yo. Papá y mi prometido veían en el negocio de las carpas un medio para obtener otras cosas que les importaban más: una posición influyente en la ciudad, descendencia, prestigio. Para nosotros era un fin del que dependía toda supervivencia futura. Yo simplemente no confiaba en las dotes de Rufo para traer dinero a casa –o no el tipo de dinero que yo necesitaba para estar contenta– y Saulo estaba urgido por independizarse de sus padres para poder tener una vida más acorde con su vocación de rabino.
Esa división del terreno produjo que me encontrara con Saulo un poco a escondidas antes y después de las reuniones de los cuatro –como si a alguien le hubiera importado lo que hiciéramos o deshiciéramos. Despachábamos nuestras ideas sobre el negocio y luego hablábamos de otras cosas, que a mí me rendían: tenía una capacidad asombrosa para articular ideas al vuelo, que luego defendía con vehemencia de tigre –sus posiciones siempre infinitamente más duras que cualesquiera otras que hubiera podido escuchar una niña del culo del mundo griego, como era yo.
Mi padre me dio el dinero para empezar la operación cuando estuvo convencido de que estaba bien planeada. Me trajo al carpintero que pudiera hacer los telares y alzar el tejabán que funcionaría como taller, y se desapareció para impulsar la carrera de Rufo y volver a sus cabras y sus transportes, que había dejado descuidados ya por demasiado tiempo, ocupado como había estado en asegurarse mi futuro y una progenie.
Rufo, por su parte, estaba muy contento con haber dejado la magistratura de Jerusalén. Ahora hacía política griega entre griegos y con un prestigio que nunca habría tenido en otro lado: su aura de alejandrino le daba un brillo de astro en nuestra aldea. En lo que preparábamos la boda, que seguía un poco distante porque yo me mantuve leal a mi idea de no celebrarla hasta que no estuviéramos vendiendo carpas, le conseguimos una casa en renta a unos pasos de la Boulé, donde trabajaba como asistente de uno de los consejeros patricios, un empleo de privilegio que se merecía por su conocimiento de las tres leyes que regían nuestras vidas.
Me dejaron sola con Saulo, que comenzó a ser una presencia constante apenas levantamos el tejabán para los primeros telares al fondo del huerto –se negó a que lo hiciéramos junto al rastro, donde hubiera sido más práctico. A diferencia de Rufo, no quiso salirse de Jerusalén, pero dormía dos o tres noches de la semana en Filadelfia, en una habitación de la casa de político de mi prometido.
No recuerdo absolutamente nada del inicio de la meteórica carrera de Rufo en la administración pública y, en cambio, tengo marcado con fuego en la mente cada movimiento de las manos fuertes y desproporcionadas de Saulo ayudando al carpintero, su desplazarse por la construcción del taller apoyado en una muleta de la que se hizo para cansarse menos entre el fragor de la obra, la firmeza de su mirada cuando, en un descanso o durante la comida, opinaba sobre la fexibilidad moral de Rufo ante el perpetuo escándalo que era la política de una ciudad griega.
Saulo vigiló la instalación de los telares yendo, como dictaba su carácter de loco, de la más amable cordialidad a los más agudos ataques de rabia. La convicción con que hacía las cosas era tanta que sacó del pobre carpintero el mejor trabajo de su vida. Me ayudó a conseguir a las hilanderas y los niños y nos enseñó a todos a tejer a la manera del Asia Menor –mucho más lenta y elaborada que la nuestra. Hubo que empezar desde el principio con todo: resultó que nosotros no sabíamos ni siquiera trasquilar de la manera correcta a las cabras y que en esa operación, que hasta entonces se había hecho en el rastro, perdíamos lo mejor de nuestro pelo. Empezamos a rasurar animales en el patio de mi casa, con pocas cabras al día y al principio solamente él y yo. Luego permitió que uno de los pastores hiciera el trabajo, pero siempre bajo su sanción.
Fue entonces cuando comencé a depender del olor a fruta olvidada de sus sudores, que al principio me atraían y terminaron por enloquecerme. También fue por esos días cuando me empecé a tomar pequeñas libertades –que él parecía no notar– para tener un contacto mínimo con su cuerpo imposible. Bebía como distraídamente de su vaso de agua –poniendo toda mi concentración en hacerlo justo donde él había puesto los labios– o aspiraba su olor tan hondo como podía cuando se me acercaba un poco más de lo normal –sin jamás tocarme– para saludarme o despedirse.
La verdad es que me di cuenta muy pronto de que Saulo era el mejor hombre que iba a conocer y, de haber podido, me lo habría comido para llevarlo dentro. Él no: pertenecía a la clase de los que no prestan atención a los asuntos sentimentales hasta que ya no tienen remedio. Si establecimos una complicidad de supervivencia desde antes de empezar el negocio en forma, a partir de que el carpintero y su asistente empezaron a tallar las piezas de los telares nos convertimos en inseparables.
Hubiera podido trazar en las arenas del patio el dibujo completo de esa historia de amor y muerte. Podría haber delineado las fechas en que fueron aconteciendo las cosas con las entradas y salidas del negocio. También habría podido registrar los pequeños avances que hice sobre él y que quién sabe por qué siguió fingiendo que no sucedían, dado que en realidad eran atentados contra todo lo que él creía. Dejaba que nuestros hombros o el canto de nuestras manos se arrimaran y a veces se rozaran si cargábamos algo juntos o atrapábamos una cabra rejega.
A cerca de cuarenta días de iniciada la construcción de los telares en el huerto produjimos nuestra primera carpa perfecta, que le regalamos al consejero que apadrinaba a Rufo. Por los sesenta días mi padre recibió la primera carga de carpas para vender en el mercado de Filadelfia –eran seis y se vendieron tres. Tardamos como ciento veinte en tener listas las primeras pacas que podríamos llevar a Jerusalén, a un puesto específico del mercado en que Saulo ya había pactado una primera consignación.
Me emperré en ir yo misma en ese primer viaje y mi padre aceptó con reticencias. Duplicó la guardia y demandó que Saulo o Rufo me acompañaran de ida y vuelta. Mi prometido estaba ocupado en esos días, como siempre, atendiendo a las diligencias inútiles del bouleta al que asistía como secretario, de modo que Saulo vino por mi para llevarme a su ciudad.
Dado que llevábamos una guardia del doble del tamaño de lo normal, salimos un par de horas antes del amanecer, él y yo en el pescante del carro con la carga y los vigilantes atrás en sus propios caballos. La tarde anterior había sido muy caliente y yo me había convencido de que él no era del todo inmune a mi cuerpo, de modo que me vestí con excesiva ligereza para la hora a la que salíamos. Al poco de internarnos en el campo el frío se cebó sobre mis hombros, que llevaba cubiertos apenas con una chalina egipcia. Íbamos hablando de las ventajas del pelo de cabra sobre la lana de borrego cuando notó que me helaba. En un gesto que tal vez no habría esperado de alguien tan autoabsorto y distante, se quitó el manto y me lo puso encima con hermoso nervio torpe. Sin decir nada y como gesto de agradecimiento a su gentileza, cubrí con mi mano las suyas nudosas y duras, que llevaba juntas en las riendas. Dio un respingo y apreté más fuerte. Mira, le dije, señalando al cielo con la nariz, no hay luna y yo estoy pura. Se alzó de hombros y apretó los labios. Sigo las normas, me dijo, porque así hizo Dios el mundo; no son ninguna imposición para mí. Lo solté y me quedé ahí, guardada por su manto hasta más allá de la salida del sol, cuando el calor ya era imposible.
Después de entregar en el mercado la primera carga y renegociar por un buen rato el precio hasta que volvió a quedar idéntico al que Saulo había pactado en sus conversaciones previas con el comerciante, llegamos a su casa y me trataron como a una reina. Me preguntaron por Rufo a la llegada y lo mandaron saludar al despedirse, pero todo lo de en medio fue una fantasía de discreta perfección en la que el prometido podría perfectamente –y debía, y todos lo sabían con sólo vernos juntos– haber sido Saulo.
Podría, por supuesto, argumentar todos los pretextos del universo para explicar mi deslealtad para con Rufo, para con mi padre, para la sangre, la ciudad y hasta los dioses babilonios a los que honré y que me protegieron. Ya extendí algunas buenas razones: Saulo era comedido, viril, me consideraba una interlocutora, tenía los mejores ojos del mundo y estábamos solos. Pero la lista de complicaciones e imposibilidades era mucho más larga: era judío, de clase industriosa pero humilde comparada con la mía, estaba contrahecho, tendía al fanatismo, le daban ataques y cuando le daban podía volver en sí repleto por el humor de la intolerancia más temible o en una especie de contemplación idiota, todavía más peligrosa porque destilaba una sabiduría suicida e incontestable; en ocasiones era el más laborioso y atento y en otras francamente un vago; su devoción por mí era constante, pero sus aprecios de una irregularidad angustiosa: como yo sabía que le gustaba mi compañía y que era la única mujer con la que le había sucedido algo tan impropio de su carácter como una irregularidad sentimental, no consideraba necesario demostrarlo; no quería saber nada de sexo si antes no se consagraba una familia en el templo, lo cual parecía francamente imposible considerando que yo era griega y él quería ser rabino. En fin, ¿cómo explicar que todo parecía posible cuando él lo enunciaba en un fraseo que era al mismo tiempo cabrón como la voz de su Dios y gentil como sus pestañas? Nadie nunca amó a la humanidad como Saulo, nadie nunca despreció a la humanidad como Saulo. Su manera de ser, entre imposible e irresistible, intolerante y convincente, le permitía imaginar casi cualquier destino y hacer un plan inmediato para emprenderlo. ¿A quién había que convencer para que un rabí pudiera estar casado con una gentil?, ¿cómo podíamos bajar el precio de los pigmentos sin disminuir su calidad? Lo que fuera se transformaba en una industria del genio cuando lo envolvía su lengua, músculo de fiestas y calamidades y, no nos hagamos tontos, el origen de todas las ideas que siguen rigiendo medio planeta tierra. ¿Cómo definir esa ferocidad cerebral que le permitía desbaratar lo que fuera y rearmarlo bajo una mejor forma? ¿Ese entusiasmo que habría contagiado a toda Judea si sólo se hubiera encontrado con su destino de fariseo en la cumbre? De haber vivido en este siglo XX tan deshonroso en el que escribo, sería de los que ni fuman tabaco ni beben alcohol, pero se desayunan un porro de marihuana: demasiado lento, demasiado rápido, siempre fuera de lugar, idiota por exceso de inteligencia, un cadillac tirado por un burro.
Después de la comida ayudé a la madre de Saulo, que no tenía criadas, a levantar la mesa y lavar los platos. Me quedé un rato hablando con ella y con su padre mientras él iba a la doctrina. Eran un hombre y una mujer perfectamente normales que si de bulto explicaban la talla minúscula del varón del que estaba enamorada, no exhibían las razones de su hermosa monstruosidad. Tal vez ella fuera un poco más lúcida de lo normal y él otro tanto más inflexible, pero el hijo que les había nacido no se parecía a nada. Según ellos ni a sus hermanos, que andaban todos regados por el imperio. Él era el benjamín y el que se había quedado en casa por más tiempo. Estaban muy contentos de que mi padre y yo le diéramos la oportunidad de dudar de su vocación de rabino. Yo también, dije, provocando en el padre un sobresalto y en la madre una risa discreta. Creo que si una mujer judía hubiera dicho algo así la habrían corrido con cajas destempladas de la casa en ese instante, o le hubieran ofrecido dinero para que cumpliera su objetivo, pero de una gentil siempre se esperaban cosas bastante peores.
Cuando terminamos con los platos pregunté cuándo volvería Saulo de la doctrina y me respondieron que cerca de la caída del sol. Como faltaba mucho, les dije que daría un paseo por la ciudad. No es ni correcto ni seguro, me dijo su padre. La madre lo miró con cierta severidad y dijo: Ella es griega y su prometido es griego, puede salir a pasear sola. Te vas a perder al regreso, completó él; mejor que Saulo te encuentre en algún sitio que conozcas bien y te traiga de vuelta. ¿La puerta del templo? Ambos entornaron los ojos: entre ese tumulto no me iba a poder encontrar nunca. ¿En la de la Antonia? El padre hizo el gesto de que mi propuesta le daba un escalofrío. La madre le señaló, con la misma mirada de antes, que yo no tenía nada que temer de ese edificio y añadió que estaba bien, que ahí me vería Saulo cuando oscureciera.
Pasé la tarde en una plaza, básicamente dedicada a oler en mi piel los rastros que había dejado en ellos el manto de mi ciliciano. Cuando me aburrí subí al templo aunque aún fuera temprano y me entretuve en el delirio de su explanada. Apenas empezó a declinar el sol me fui a la Antonia. Saulo no había llegado, por lo que me seguí por el pretorio hasta la puerta de guardias para preguntar por Tenebras. En esta ocasión las hojas de la puerta estaban cerradas y sólo estaba abierta la portezuela. El legionario que la cuidaba se plantó frente a ella para disuadirme de entrar apenas hizo contacto visual conmigo. Me acerqué y le dije: No quiero entrar, sólo venía a dejarle mis saludos al comandante. Está ocupado, me respondió, vuelva mañana. Le dije que solamente le diera los saludos de la hija de Filipo, porque salía de vuelta a Filadelfia antes del amanecer siguiente. Luego corregí: Dígale que la hija de Filocabras. Lo dije en franca retirada: una no quiere estar cerca de un legionario cuando sus compañeros están haciendo su trabajo. Crucé de vuelta el pretorio para esperar a Saulo bajo el arco de la puerta que daba a la plaza.
Me entretenía viendo pasar a los rabinos y consejeros con sus mantos blancos y azules e imaginando lo guapo que se iba a ver Saulo en uno de ellos cuando escuché el carraspeo de Tenebras a mi espalda. No venía salpicado de sangre, pero todavía transpiraba vivamente, seguramente por el esfuerzo de agitar el flagelo o quién sabe qué cosa peor en el cuerpo de alguien. ¿Ya estás con los crestianos otra vez?, le pregunté. Como crees, Filiacabras, me dijo; era un ladrón; ya no nos traen crestianos porque los protegemos. ¿Por órdenes del procurador? No, de los magistrados; Pilatus rompió la ley al crucificar al nazareno, así que él nunca va a volver a mencionar el asunto. ¿No fue el Sanedrín el que lo crucificó?, dicen que por eso se van a levantar los crestianos. El que lo lanceó fue Longinus, uno de mis hombres –que por cierto ya es crestiano; ¿y a ti qué te pasa?, me preguntó sin hacer una separación clara entre una idea y la que seguía. Me alcé de hombros. Nada, le dije. Estás triste como un galo, me dijo. No. Se sacó un trapo del peto y se limpió la cara. Oí que ya tienes tu propio negocio. De carpas, le dije, ¿me vas a comprar una para tus viajes? Nunca salgo de la Antonia; y qué haces tan lejos del mercado. Estoy esperando a mi socio, le dije. Lo que tienes, siguió sin ponerme atención, es que estás enamorada y no es de Rufo. No estoy enamorada de nadie, le dije, tampoco de Rufo, a lo mejor es eso. Estás triste, dijo, pero es natural: Rufo ni conoce ni quiere conocer mujer. Lo dices porque es alejandrino, pero no todos los griegos prefieren a los hombres. Lo digo porque mis guardias se entretenían mucho con él; un amante se entiende, ¿pero tantos? Me volteé a verlo para asegurarme de que estaba bromeando. Tenía su sonrisa de siempre, un poco idiota, pero no me pareció guasona. Estás celoso, le dije; lo querías para ti y yo me lo voy a quedar. Soltó un bufido que podría haber sido una risa o no. La que me gusta eres tú, Filiacabras, anotó; los béticos somos un poco tontos y no tenemos los mejores trabajos del Imperio, pero de lo otro no se nos puede acusar.
Era tan desproporcionada esa declaración que, en lugar de hacerme sentir acosada, me despertó una intensa ternura: Tenebras era mayor aún que mi padre, muy probablemente hubiera obtenido su ciudadanía sirviendo a las armas; era comandante del ejército imperial, pero en un puesto remoto y jodido en el que eso implicaba más bien ser verdugo; había pasado toda su vida en un cuartel. No tenía dinero, no tenía casa, no tenía ni nombre y yo era griega, rica y bella. Además estaba comprometida con un semental repleto de futuro y enamorada de un feo genial. Le extendí una sonrisa y le dije que lo tomaría en cuenta cuando asistiera a su ya próximo funeral. Echó para adelante los hombros y su monumental cabeza rapada: le dio risa. Insistió: Piénsalo, tienes todo lo que necesitas menos la razón por la que lo estás haciendo. ¿Y cuál es esa razón? Descendencia; podrías ir a mi funeral con un robusto nene bético en brazos. La que se rió esta vez fui yo. Luego añadió, como señalando con la nariz: Mira, ahí viene el guapo de tu socio. Me volví a buscarlo entre la multitud y Tenebras leyó a la perfección los signos de mi cuerpo. Dijo: Mierda, es de él de quién estás enamorada, ése sí es un problema. Y se volvió hacia el pretorio sin despedirse. Cuando me di cuenta de que ya no estaba a mi espalda miré atrás y lo vi cruzando el patio. Le lancé un chiflido de pastora para que se volviera. Le volé un beso que se merecía. Saulo me preguntó con quién había estado hablando, le dije que con un magistrado.
Mientras caminábamos de vuelta a su casa, mi socio estaba taciturno. Le pregunté qué le pasaba. Hablé de ti con Gamaliel, me dijo, y no le gustó nada. ¿El negocio?, le pregunté. No, que quiera hacerte mi mujer. Por supuesto que lo que me hubiera gustado hacer en ese momento habría sido subirme al lomo de un buey a gritar que Saulo me amaba, pero su gestualidad no anunciaba ninguna fiesta. Traté de agarrarle la mano y me rechazó violentamente. Me repuse y le dije, con toda la sinceridad del mundo y un poco más de tristeza: No hay modo, ¿verdad? No hay modo, respondió. Era la primera vez que lo veía genuinamente resignado.
Hicimos el resto del camino a su casa en silencio y cenamos algo frugal porque nos volvíamos a Filadelfia en la madrugada. Él estuvo más ausente que nunca y yo lidiando a sus padres. No es que rebosara optimismo, pero al menos me sentía correspondida. Antes de irme a la cama su madre me regaló un manto muy hermoso para el regreso. Aun así, una vez que al día siguiente salimos de la ciudad antes de que despuntara el sol, Saulo me tendió el suyo y yo me dormí dentro.
Desperté ya entrado el día. Todavía no estábamos en el Jordán, pero ya habíamos bajado al valle. Cuando empecé a sentir el jaloneo del carro estaba recargada sobre él, sin dignidad ni nada, pero me quedé así un rato, fingiendo que seguía del lado de los ángeles y cobijada por su olor: acre, de hombre que trabaja, pero al mismo tiempo dulce, afrutado. En una de las muchas vueltas que aproveché para arremolinármele encima, se dio cuenta o juntó la voluntad para darse cuenta de que ya no estaba dormida. Me separó de sí con lo que tal vez él pensara que era delicadeza. Me desperecé, tomé un poco de agua, me quité el manto, lo doblé y aproveché, mientras lo echaba a la caja del carro, para darle un beso en una mejilla. Lo irritó de una manera casi ridícula que lo hubiera hecho y más todavía que me diera risa. Ya que me había tallado bien los ojos y arreglado el velo, le pregunté abiertamente: ¿Y qué vamos a hacer? Más carpas, dijo, se van a vender bien, vas a ver. No te preguntaba sobre eso, le dije, qué vamos a hacer nosotros. Nosotros, respondió, vamos a hacer más carpas y las vamos a vender bien; tú te vas a casar con el frívolo de Rufo y yo voy a ser rabino. Hizo el gesto de espantarse una mosca imaginaria de la nariz. Esperé un poco para agregar: Escuché en la Antonia que Rufo es maricón. Volvió a sacudirse la mano frente a la nariz. ¿Qué esperabas?, dijo, es alejandrino. Otra larga pausa. Escuché que muy maricón. Es muy alejandrino, dijo entornando los ojos, pero algún hijo te podrá hacer. Comenzaban a aparecer en el límite del horizonte las villas de la vera del Jordán cuando me animé a preguntarle: ¿Y los rabinos tienen amantes? Tal vez por primera vez desde que nos conocimos, esbozó algo que si lo trabajaba mucho podía convertirse en una risa. Los rabinos, dijo después de pensárselo mucho, no son ni griegos ni latinos, son judíos; no tienen amantes, tienen moral.