TODAVÍA FALTABA PARA que quebrara el amanecer cuando Tita y yo volvimos al Regis, después de haber pasado juntos las dieciocho horas más reveladoras de mis vidas perpendiculares. Estaba confundido por el derrame de memoria cósmica que terminó siendo nuestro encuentro. En la recepción del hotel nos esperaban mil llamadas de Octavio para ella y un mensaje para mí. Me pedía que le llamara al departamento de Hamburgo cuando regresáramos, sin importar la hora.

Una vez que ella se volvió a su cuarto le di una propina al portero y le pedí el teléfono de la recepción. Marqué. Mi padre contestó de inmediato a pesar de la deshora –serían las cuatro y media o cinco de la mañana. ¿Todavía estás con Tita?, me preguntó. No, le dije, y tras un silencio completé, creo que en plan de vengarme: Está en su cuarto –la frase denotando una ambigüedad que tendría que haberle calado. ¿Y cuándo planeas venir a tu casa?, hasta donde sé, todavía soy tu padre. Ésa no es mi casa, Octavio –le dije–, es mi propiedad. Y solté la bomba de una vez: Voy a volver cuando te vayas. Me preguntó: ¿Te regresas a Filadelfia? Tan pronto me mandes a Miguelito para llevarlo a Guadalajara, respondí. Antes tenemos que hablar, me dijo. No –le respondí–, esta vez no vamos a hablar; por favor despierta a Miguelito y pásamelo. No, tenemos que hablar. No tenemos nada de que hablar tú y yo, Octavio. ¿Qué vas a hacer? Voy a esperar aquí a mi hermano y nos vamos a Guadalajara hoy mismo como sea, luego me regreso a Filadelfia para acabar la escuela. Tenemos que hablar antes. No, va a ser la misma historia. ¿Qué historia? La de siempre, esta vez se va a quedar así. No entiendo. Mejor, apenas llegue a Guadalajara me pongo de acuerdo con mi abuela para que te mande a uno de los hermanos abogados de mamá; voy a ver con ellos el traspaso del departamento. Por favor, insistió, eres mi hijo. Recordé su aullido de perro mientras le rajaba la espina con un pedernal, su cuerpo degollado por los hombres de Tenebras, el ardor de su puñal en mis carnes napolitanas. No, le dije, va a acabar mal, con el cadáver de mi padrastro tenemos. Lo que tenemos es que hablar. Despierta a Miguelito y pásamelo. Ven por él o me lo llevo ahorita mismo y me canso que no nos encuentras. Colgué y le pregunté al portero si me podía pedir un taxi. Váyase saliendo, me dijo mientras encendía un radio de banda civil. A esta hora no tardan nada.

Afuera, el escándalo de los monos era mucho para la madrugada y yo me pregunté qué clase de augurio podría significar para mi dhamma aquella fiesta de micos. Estaba muy ansioso, habitado por el molesto espíritu de quien ha sido atrapado en falta.

Me había despertado de madrugada, un poco antes de lo normal, y había hecho mis abluciones y los sacrificios íntimos de rutina para los dioses familiares. También hice un sacrificio de sangre: necesitaba la protección de los diez mil avatares de Shiva porque iba a abandonar a mi mujer y a mi pueblo para convertirme en mendicante. Cuando terminé con el rito pasé por la habitación de mi esposa para verla dormida por última vez y no la encontré. Me extrañó un tanto, porque solía despertarse tarde, cuando yo ya había recibido a los peticionarios de la mañana. No estaba en su cama, ni en la cocina, ni en el patio. Fui incluso a su letrina y su pila; algo que tal vez no me habría atrevido a hacer si no hubiera estado ya dispuesto a dejar mi ministerio de brahamín. Me lo pensé un rato y me pregunté si se habría ido en un rapto de furia, si mi hermano Sati, que tenía una buena relación con ella, le habría contado que habíamos decidido irnos a ver a un iluminado que estaba predicando en Rajagaha y que había dejado de sufrir.

Aunque Sati y yo llevábamos un periodo largo pensando en irnos en busca del bodhisatta, yo no me había atrevido a decírselo a mi mujer, a la que de cualquier modo no le debía nada porque no había resultado ser quien me había dicho que era. Todavía grité su nombre por el sendero que comunicaba nuestra casa con la villa, pero no tuve respuesta.

Salvo los monos, todo estaba dormido y desde el interior del taxi la ciudad de México, en su hora desolada –la mejor–, se veía como una belleza muerta, desatenta a los tranvías en que dormitaban los primeros trabajadores. El tiempo que duró el viaje en coche no me alcanzó para ponerme tan loco de rabia como correspondía a mi estirpe y destino. Más bien estaba nervioso, como si elegir el camino de la iluminación no hubiera sido mi privilegio de clase y género, como si ir a buscar al bodhisatta hubiera sido una forma de la infidelidad.

Llegamos al departamento de la calle de Hamburgo y el taxista dijo: Servido, joven, y yo me quedé quieto en el asiento de atrás, como un ciervo lampareado. No estaba seguro sobre qué debía hacer, por lo que le pedí que me esperara ahí, con el coche encendido. Todavía lo pensé un poco antes de abrir la portezuela de nuestra finca –la más rica de la aldea. Mi malestar alcanzaba un pico y la situación no era para menos: el medio día anterior había acudido a mi cita con Tita. Ella me estaba esperando, de acuerdo con lo que me había dicho Octavio, en el bar del Regis –coleto y vacío. Llevaba un vestido blanco, drapeado y abierto de los hombros; un sombrero con velo del mismo color, zapatos de charol con un tacón grueso de altura razonable. No se había puesto medias.

La saludé muy formalmente y le dio risa. Siéntate, me dijo, con un gesto regio. Nada más hacerlo quedé al interior de la nube de luz de aquel olor que no había respirado en un montón de siglos. Se estaba tomando un campari con jugo de naranja y pidió otro para mí sin preguntarme. Tiene diecinueve años, dijo ante el titubeo del mesero. Cuando nos quedamos solos empezó: Siento mucho por lo que estás pasando, pero me gustaría conocerte y que sepas que estoy aquí para lo que sea; después de todo, eres el medio hermano de mis hijos. Eso me dijo Octavio que me ibas a decir, dije. Se alzó de hombros. Sus ojos avellanados indagando en profundidades de los míos tal vez vedadas para mí mismo. Te lo dijo porque es lo que le ordené, añadió, pero te invité porque creo que te mereces que alguien te trate como el adulto que eres y él se va a tardar años en entender eso. Está bien, le dije. Me miró con tanta curiosidad que sentí el aleteo de sus pestañas en los cachetes. Es como si ya te conociera, dijo tal vez sólo para sí misma, como si fueras mi primer hijo.

Yo era el mayor, efectivamente, y pertenecíamos a la familia de brahamines más antigua del pueblo. No teníamos relaciones con la nobleza del reino porque vivíamos en una aldea remota y sin contacto con la ciudad de Kusinara, pero teníamos mucho rango en el sur de Malla y yo había vivido hasta entonces para honrar esa herencia. Mi mujer y yo habitábamos la que había sido la casa de mi padre. Sati, mi hermano, habitaba otra con su mujer, que sí le había dado hijos. Era una casa más humilde, asentada dentro de la aldea. Antes de seguir me di la media vuelta y contemplé la finca una vez más. Si tenía fortuna y el bodhisatta me enseñaba a vivir sin sufrimiento, sería la última vez que la viera. Me miré la punta de las sandalias con algo de tristeza y alcé la mirada hacia el dhamma de luz que se abría en mi nuevo futuro. Frente a mí estaba el mesero, con mi campari. Le di un trago y me gustó tanto como la mirada absorta de Tita. Le sonreí, no me animaba a decir nada. Siempre se me ha antojado conocer el norte de los Estados Unidos, me dijo, ladeando un poco la cabeza, pero sólo he estado en Tejas, que es horrible; ¿cómo es Filadelfia? Era una mujer con un tipo de entrenamiento social que yo prácticamente desconocía: no había posibilidades de que se colara un silencio bochornoso en su conversación.

Hablamos de lo que pudo sacar de mi timidez y mi nerviosismo: mi vida en el internado –me dio vergüenza contarle que la mayor parte del tiempo lo pasaba en la biblioteca– y la ciudad. Se interesó mucho por la figura de Indalecio, parecía que la fascinaba la noción del artista de medio pelo, un artesano del mural. Me solté un poco más cuando hablamos del año que pasé en Guadalajara en casa de mi abuela; era territorio conocido para ella y un sitio en el que su conversación se llenaba de perlas: despreciaba con veneno y gracia únicos aquella ciudad a la que todos los que la conocemos odiamos pero es anatema decirlo. No es ni ciudad ni pueblo –decía–; no es ni provinciana ni una metrópoli; no es católica y reaccionaria como Puebla o satánica y comunista como el Distrito Federal; no es nada, pero tiene un clima perfecto, así que nadie se va.

El campari ayudó a ablandarme. ¿Fumas?, me preguntó entre una frase y otra, sacando una cajetilla de cigarros con filtro de una bolsita de lentejuelas blancas que descansaba en la tercera silla de la mesa. Se rió de mi cara de horror: Eres un niñote; ¿qué te enseñaron los gringos? Le dije que estaba bien que se riera de mí, pero que ni en Estados Unidos ni en México fumaban las mujeres, cuando menos no en lugares públicos. Soy una esposa abandonada, me respondió, he tenido que arreglármelas como mamá y papá.

Pidió otros dos camparis sin preguntarme y yo la corregí y le pedí al mesero, mejor, una coca-cola. Sentía detrás de la excitación que palpitaba en mi cerebro la posibilidad del mareo y no quería dejar de ver ni un segundo esa cara que no cesaba de acumular variaciones sobre sí misma: podía ser coqueta, maternal, berrinchuda o escéptica en una sola tirada de conversación. Pidió un tercer campari y yo me dejé consentir con el segundo para mí, hipnotizado por las pecas de su escote. A partir de entonces dejó ver una veta cómica que terminó de arrasarme: hacía ruidos aspirando aire por los labios apretados, hinchaba los cachetes, apoyaba ciertas afirmaciones sobre algún personaje reconocido haciendo bizco. Muy probablemente hubiera crecido como una princesa enteca de colegio católico, pero tendría unos cuarenta años y muchos de los últimos los había pasado haciendo su real voluntad.

Pidió la cuenta con un vuelo de pulseras como cascabeles. Cuando devolvió la mirada a la mesa arqueó la cejas: había notado mi ansiedad ante el fin de nuestra cita. No te preocupes, me dijo, te voy a llevar a comer, Octavio y los niños no van a volver hasta la tarde. Trajeron el consumo, escribió su número de habitación con guarismos gigantes y firmó. Mientras lo hacía levantó la mirada de la mesa y dijo, demandando complicidad: Te tengo un regalo; ¿me esperas en la recepción? Afirmé. Abrió los ojos muy grandes y clavó las pupilas más hondas del mundo en las mías. Agregó con media sonrisa y un guiño que con tantas pestañas era una catarata: Mejor acompáñame.

Tomamos el ascensor sin que nadie nos diera la menor importancia en la recepción del hotel. Una vez dentro se quitó los zapatos, apoyada en mi hombro y sin prestarle atención al elevadorista. Caminamos por el pasillo –toda la sangre reventando en los diques de mis sienes. Ella iba un poco borracha, o fingía irlo: hacía pequeñas eses y se ponía el dedo índice frente a la boca en demanda de silencio. Al llegar a su puerta miró hacia ambos lados del pasillo desierto, abrió de golpe y se metió, dejándola junta. No me decidía a tocar el timbre cuando Octavio abrió de golpe la puerta del departamento de mi madre, estaba en pijama.

Por el silencio, la penumbra y el olor a encerrado, me quedó claro que sus hijos y Miguelito seguían en la cama. Me tranquilizó encontrarlo todavía a solas, pero sobre todo verlo así: un hombre en pantuflas no podía ser mi asesino y yo no podría matar a nadie que tuviera el pelo revuelto y un poco de baba seca en las comisuras de los labios. Abrió la puerta y me pidió que pasara con un gesto humilde. El sofá de la sala estaba orlado por un lío de cobijas, por lo que pensé que él había dormido ahí y sus niños en el cuarto de mi madre. Me metí sin siquiera saludarlo, para evitar una provocación que nos llevara a cualquier forma de violencia. Pasé sin detenerme a mi habitación, donde Miguelito respiraba con la profundidad de los que sueñan en paz. Atranqué la puerta y lo sacudí. Ya nos vamos, le dije cuando abrió los ojos, vístete y empaca. ¿Qué?, me respondió. Vámonos, le dije, o la sangre va a llegar al río. Se talló los ojos. ¿La sangre de quién?, preguntó mientras se incorporaba, la espalda descansada en la cabecera y sin salir de las cobijas. Empaca, le ordené. ¿Me puedo echar una meada? Ponte a empacar y cállate.

Mi propia valija seguía hecha, así que nada más enterré la caja con las cartas de mi madre entre mi ropa y cerré los broches. Lo ayudé a guardar lo suyo, que era cualquier cosa. Cuando terminamos se vistió con la ropa del día anterior. Listo, me dijo –todavía completamente modorro– y se volvió a sentar en la cama. ¿Ya estás despierto?, le pregunté. Más o menos, dijo, dándose cachetadas en las mejillas. Ponme atención. Me miró, todavía con un dejo irónico en los ojos pachones. Si mi padre y yo nos hablamos ahorita vamos a terminar matándonos. Tampoco es que sea tan difícil quererlo matar, se hizo el chistoso. Lo que vamos a hacer, le dije, es agarrar las petacas y salir sin parar hasta la calle, donde tengo un taxi esperándonos. Entendido, dijo. Y preguntó: ¿Le puedo pegar a Octavio aunque sea un poquito? No; si se resiste de cualquier modo yo me encargo y tú corres a la calle, ¿está claro? Clarísimo. Me planté ante el umbral y respiré hondo. Tita me jaló hacia adentro, cerró y me besó ahí mismo. Después de un tiempo que a mí me pareció la eternidad –su lengua fruta cordial en fuga– pasó el cerrojo y me dijo: Voy al baño. La esperé sentado en la cama.

Salió y me tuvo, así nada más, con naturalidad perfecta. Al principio torpe y medrosamente por mi miedo; ella paciente y en plan de dictar cátedra. Luego me solté, un poco porque no hay modo de amar mal a una mujer que sabe lo que hace, pero también porque me la había tirado diez mil veces en el monte del gato. No me tardé en recuperar la vocación de trapecista que demandaba la suma de sus gracias a pesar de milenios de fracaso y pude, arrebatado por los siglos que para todo lo demás me aplastaban, complacerla: treinta mil años no son nada en la memoria de uno que se alza delante de la diana que le ha correspondido siempre y que el azar se ha empeñado en escatimarle. Si su olor era guía aún en la diafanidad de lo normal, cuando se vino era una enramada, la bocanada de un incienso dulce y animal, luz. Le lamí la frente, que se le había perlado.

Estuvimos tal vez un par de horas yendo de un placer a otro. Cuando entramos al margen de tiempo en que su marido, sus hijos y mi hermano hubieran podido llegar, dejamos el cuarto –ella perfectamente arreglada en unos segundos, yo hecho un desastre. Contamos hasta tres y salimos hechos una tromba de la habitación. Octavio nos estaba esperando en el pasillo, la cabeza de pelo revueltísimo recargada en la pared. Me miró desencajado. Lo arrollé sin pensarlo y cuando lo vi en el suelo me senté a horcajadas sobre su pecho. Le tapé la boca con las dos manos. Me mordió, le di una cachetada y le metí una de sus propias pantuflas entre los dientes. Al escuchar los ruidos sordos de la refriega, Miguelito, que ya iba rumbo a la puerta, se volvió para patearle un muslo con rigor de futbolista. Debe haber notado mi mirada de desconcierto frente a aquel gesto de insubordinación, porque me dijo, con una mueca que pedía comprensión: Nos quitó a mamá. No puedo negar que sentí un placer infinito al ver otra vez la marca del miedo en la cara de mi padre, comprimida por el dolor que le dejó la patada de mi hermano. Apenas Octavio volvió a abrir los ojos, le dije, tomándolo por el cuello con una mano y apretando la pantufla en su boca con la otra: Si te levantas y nos sigues, te damos en serio entre los dos. Me levanté y salí a la calle sin ver para atrás, donde Miguelito ya estaba abordando el taxi.

Sati, llamé a mi hermano en voz muy baja una vez que estuve adentro de su casa; Sati, ya nos tenemos que ir. No me respondió. Sati, Sati, volví a susurrar. Avancé a oscuras por el pasillo, temeroso del ruido que alzara el polvo del piso al ser alborotado por mis sandalias: el hecho de que todos siguieran dormidos obviaba que tampoco estaban al tanto de nuestra partida. Cerré la portezuela del taxi. Mi padre ya estaba alcanzando la calle, encorvado y sobándose. Tenemos que hablar, gritó desde la acera. No conocía bien la distribución de las habitaciones de la casa de mi hermano, de modo que descorrí la primera cortina apenas lo suficiente para decirle que lo iba a llamar el abogado de Guadalajara, que no me buscara. Adentro estaban su mujer y sus hijos. Ella roncaba, ignorante de que Sati la iba a dejar ese día, abandonada a la miseria hasta que el mayor de sus hijos pudiera heredar la casa de mi padre y adoptar la carga del brahamín. Dame una oportunidad, me dijo. Olvídate de nosotros, le respondí. Fingió liviandad: Si no hablamos en esta vida, vamos a tener que hablar en la que sigue, ándale, dame una oportunidad. La idea, le dije, es precisamente que no. Descorrí la siguiente cortina y lo vi en su estera, acompañado. Supe en ese instante que por mi esposa. No hice escándalo; me retiré en silencio y ya desde el patio lo maldije. Que vengan los pájaros, dije, y arruinen tu propiedad, que te coman los ojos, la lengua y el corazón; que seas su gusano y que cuando te maten reencarnes en cerdo y tus hijos sean cerdos por mil años y otros mil quinientos más. Vámonos, le ordené al conductor, y tomé el camino del sur; en sentido contrario a Rajagaha y el bodhisatta. ¿Ahora adónde?, me preguntó el taxista. Mi dhamma estaba tan nublado que dudé. De vuelta al Regis, le respondí y me corregí de inmediato: No, mejor al Hotel del Prado. Abrí completa la ventanilla. Amanecía y los pájaros empezaban a cantar, amenazantes. Miguelito me miraba divertido. Los vi alzar el vuelo desde las copas de los árboles como un ejército de pesadillas. Pues qué fue lo que pasó en el Regis, preguntó con una sonrisa irónica. Se cernieron sobre la casa de Sati. Saqué aire ruidosamente por la nariz y la boca y alcé las cejas, sin responderle nada. Por qué no llegaste anoche, insistió. Te cuento otro día, le dije, ahorita lo único que quiero hacer es comer algo, dormir un poco y llevarte de vuelta a Guadalajara.

Esta vez la mirada de los empleados de la recepción sí nos acompañó, no tanto porque no hubieran visto antes a unos amantes disparejos, o porque antes hubieran visto pasar a Tita con dos hijos no mucho menores que yo, sino porque habíamos tenido algo que la mayor parte de las personas se van a morir sin haber probado. Caminamos hacia el Zócalo por Madero, rumbo a un lugar que se llama El Cardenal. El aire finísimo de las montañas de alrededor de la ciudad como un estilete de menta en mi cerebro, las ingles usadas y contentas, la entrepierna en reconciliación consigo misma tras el hallazgo de su función verdadera, grácil y salvaje.

En el restorán nos sentaron a una mesa coleta, en una esquina –la de los héroes. Pidió vino, dos sopas de flor de maguey, un filete relleno para compartir, chocolate envuelto de postre. Me emborraché y se aprovechó para arrastrarme a otro hotel, bastante menos digno que el Regis, pero con un espejo en el techo sobre la cama.

Me volvió a tener de inmediato y, tras una siesta breve, me despertó para enseñarme que de un cuerpo humano se pueden desprender todos los alimentos. Nos venimos sin tregua, la fruta carnívora de sus olores creciendo como orquídeas en las paredes del cuarto. Pidió dos cervezas a la recepción para recuperar un poco el aliento y mientras nos las bebíamos nos carcajeamos como idiotas, probablemente de todo.

Transitamos lentamente a la saliva y me avoqué a complacerla, sin reverencia, ella dictándome pequeñas instrucciones con las yemas de los dedos. Le prendí fuego, o se prendió fuego a través de mí. Terminé debajo de ella, dando un número de titán que no me correspondía. Cuando se vino con un furor de endemoniada que me hizo pensar que lo que quería era alzarme a su útero y guardarme ahí, cerró los ojos, bajó la cara un segundo, respiró hondo, y se alzó radiante por el rocío de sí misma. Gritó: ¡Hincados, sentados, parados! Me vine con toda mi alma. Se derrumbó sobre la cama. ¿Te acuerdas?, le pregunté, y me sonrió. Me quedé dormido.

La madrugada me levantó de un salto. Pensé en Octavio solo con los niños en la recepción del Regis y busqué el reloj. Eran las tres y media. Sacudí a Tita hasta que se despertó. ¿Qué pasa?, me preguntó. Octavio, le dije. Octavio qué, me respondió. Octavio nos debe estar esperando en el hotel con Miguelito. Me sonrió: Vuélvete a dormir, me dijo, le dejé dicho en el Regis que se los llevara a su casa, que me los entregara mañana. ¿Y yo?, le pregunté. Tú nunca le has importado, lo que quiere es quedarse con tu departamento, y se dio la vuelta en la cama.

Antes de que se me volviera a quedar dormida, la sacudí otra vez del hombro. Qué pasa, dijo. ¿Te acuerdas?, le volví a preguntar. ¿De qué? De Filadelfia, le dije. No conozco Filadelfia, me dijo. Sí la conoces, le respondí, la otra Filadelfia. ¿Cuál otra? ¡Hincados, sentados, parados!, le dije. Me cerró los ojos con la yema de los dedos: Ya duérmete.