Antes de iniciar su caminata diaria a El Horno Asturiano, Jerónimo notó que en el mundo de abajo se estaban registrando cambios apenas perceptibles: cubetas de cemento, pequeños caminos de papel periódico que iban de la puerta de la cocina al comedor y la sala. Le deprimía pensar que la casa, siempre un poco oscura por antigua, estaría siendo remodelada y en su ausencia se transformaría en una de esas edificaciones modernas como las que veía hacia las afueras del pueblo, casi llegando al río. Pasaba por el barrio nuevo casi todos los días, cuando la señora fenicia lo llevaba –después de cerrar el negocio– a la biblioteca pública para que sacara un libro que lo entretuviera en las horas larguísimas que antecedían en la azotea al cierre de candados y el apagado de luces.