VIVÍAMOS EN UN CERRO que no tenía nombre porque lo de poner nombres es posterior –Ur y lo que siguió son la pura colita de la memoria humana–, pero estaba muy claro que era el Cerro del Lobo porque nuestro padre era su protegido. Todo lo que hacía era untárnoslo en la cara: aullaba como lobo, nos gruñía como lobo, cazábamos a las carreras y haciendo un ruido de locos –una metodología muy desgastante si no eres, en realidad, un lobo–, se revolcaba, se carcajeaba, nos olía el culo y los sobacos, nos soplaba en el pelo. A nosotros no nos escandalizaba su comportamiento porque era el único que conocíamos y lo imitábamos como podíamos.
Nuestro padre era el mundo de abajo: sus palmas duras sacudiéndonos la cabeza, las expediciones interminables y agotadoras por el valle y el bosque que aislaba nuestro cerro, la sed y el hambre que había que soportar o ser abandonado por la jauría. Todo lo que raspa y corta.
En el mundo de arriba, del que venimos y al que vamos a ir a dar, había toda clase de espíritus y nosotros éramos protegidos y acosados por sus diferentes animales, pero ser como ellos estaba prohibido. Nuestro padre olía esos animales en nosotros con desconfianza, pero nos necesitaba tanto en su cuadra de caza como nosotros necesitábamos de la extraordinaria potencia de su aullido capaz de espantar a un oso, y de la precisión y la velocidad de su lanza, que podía bajar un pájaro del aire.
Y había un mundo de en medio que era el de nuestras madres y no estaba ni arriba ni abajo. Ellas gobernaban nuestros sueños. Su territorio era el de la transformación de las cosas sin motivo, el de las visiones y las reacciones sin acciones que las antecedieran o las siguieran. Era un universo de vértigo y zozobra, pero también de prodigios: en sueños saltábamos de un árbol a otro con precisión y fuerza que no teníamos en el mundo de abajo, veíamos a través de la noche, escuchábamos por separado el crujido de cada hoja y sentíamos en la cara la presencia de cualquier cosa en nuestro territorio. Era un mundo sin desgaste, habitado por los que ya habían sido devorados por las fieras, los que se nos habían perdido, los que habían amanecido tiesos en el cubil y los que habían sido mandados por nuestro padre a las fauces de la noche porque ya no tenían dientes ni aguantaban las carreras.
Afuera era el mundo de abajo, más allá de las copas de los árboles era el de arriba, el cubil era el de en medio: olía intensamente a musgo –el olor de nuestras madres– y tenía un orden que no se podía modificar, a riesgo de ser perseguidos a pedradas por nuestro padre. A la entrada la hoguera que ardía siempre y nuestras abuelas, que dormían poco y ya eran prescindibles. Luego seguíamos nosotros, que dormíamos unos sobre los otros entre las pieles de los animales que habíamos cazado. Después venían nuestras madres y los bebés en su alcoba de musgo. Al fondo, pegado a la pared, nuestro padre con sus pieles de lobo, royendo huesos o rascándose el lomo cuando estaba despierto y moviendo las orejas cuando estaba dormido. Cada tanto se levantaba de entre sus pieles y caminaba torpemente hacia donde estaban nuestras madres. Escogía a una, la arrastraba hasta el fondo y la montaba rápido y sin gracia, como perro.
Salir del mundo de en medio y entrar al de afuera era doloroso para todos, incluido nuestro padre, aunque el mundo de abajo tenía una virtud que he llegado a extrañar: nunca nos aburríamos. Algo nos despertaba: el bramido de los tigres retirándose a las copas de los árboles para descansar después de una noche de caza, el graznido de los pájaros apurándose fuera de su alcance, el removerse de cuerpos por el frío. Olía intensamente a musgo hasta que el tronido de las ramas cuajadas de resina entrando al corazón rojo de la hoguera anunciaba que las abuelas ya se habían levantado. Luego seguía el golpe ahogado de los leños que asfixiaban las crepitaciones de la yesca. Pronto empezarían las patadas en las costillas y los pisotones de nuestro padre, su insoportable olor a lobo. Había que empezar de nuevo, empezarlo todo todos los días inmediatamente después de dejar el mundo de en medio y su olor a musgo.
Salíamos y comíamos algo de fruta si era verano y nueces si era invierno; bebíamos del agua que habían traído nuestras madres el día anterior. Había que apurarse porque para entonces nuestro padre ya estaba haciendo su ruidosa ronda matutina –pujidos, toses, carcajadas– en torno al cerro y era a partir de lo que oliera en esos momentos que se definía nuestra actividad del resto del día. Si el espíritu del antílope le cruzaba la cara íbamos a correr mucho y carcajearnos con él hasta que lo acorraláramos. El que se retrasara se quedaba a su aire y lo más probable era que no volviera al cerro con nosotros; el que se quejara era tundido a patadas; el que se separara, a pedradas. Si era el espíritu de algo pegado a la tierra lo que le entraba por la nariz, nos la íbamos a pasar en cuclillas, su mano de piedra en la cara si el tlacuache o lo que fuera nos escuchaba y se metía en su madriguera. Nos movíamos por el valle y la parte permitida del bosque siguiendo los caminos del aire: nuestro padre podía anticipar el viaje de las fieras por la ruta que dictaban los humores de su mierda, de modo que siempre encontrábamos algo para cazar y en muy pocas ocasiones algo que quisiera cazarnos a nosotros.
Supimos que venía la guerra desde que nos empeñamos en la persecución de un toro que nos costó varios días y muchos de nosotros atrapar vivo. Lo llevamos al cerro y la mayor de las abuelas, la que nunca nos hablaba y sólo despiojaba a nuestro padre, lo sacrificó delante del fuego. Los hombres bebimos algo de su sangre y otro tanto nos la untamos en los huevos. Nuestras madres se dedicaron un día a filetearlo y los que siguieron a secar toda su carne. A nosotros nuestro padre nos puso a hacer lanzas sin descanso y se internó en la parte prohibida del cerro.
No supimos de él hasta muchos días después. Apareció cuando el sol ya caía, cargando con el bolsón de piel de lobo en el que guardaba los huesos de nuestros antepasados gigantes, las ondas de cartílago, los punzones de piedra que le íbamos a atar en la punta a las lanzas.
Cuando lo vimos salir de los arbustos pateamos el suelo y abatimos las palmas. Aullábamos y bufábamos y nos carcajeábamos con un poder nuevo que nos venía del vientre. Sacudíamos el cuerpo de atrás para adelante. Nuestras madres llegaron corriendo desde el arroyo y los frutales llamadas por el escándalo de la jauría.
Esa noche pusieron otra lumbre a la intemperie y nuestras madres nos cubrieron la cara y los brazos de saliva y ceniza. Estábamos un poco asustados porque nunca las habíamos visto así. Olían nuestros cuellos, nos mordían las orejas, nos picaban el culo, nos sobaban y apretaban gentilmente el miembro, como si fuéramos parte de nuestro padre y él parte de nosotros; como si hubiera dejado de ser nuestro padre y la mayor de nuestras abuelas, siempre tan quieta y silenciosa, fuera la que estaba a cargo de la jauría. Nos dio de beber un líquido dulce y espeso que raspaba como grava en nuestros pescuezos.
Bailamos y gritamos toda la noche. A poco de que despuntara el sol la abuela mandó a nuestras madres de vuelta al musgo, encendió una antorcha y empezó a cantar la canción del lobo de arriba. Nuestro padre se le unió pronto y nosotros la fuimos aprendiendo mientras nos llevaban por un camino secreto al cubil prohibido, que es habitado y vigilado por las calaveras de los que ya fueron devorados por las fauces de la noche. Muy adentro en la entraña del cerro nos sentó frente a una pared en la que dibujó –murmurando siempre la canción que ya era nuestra– la silueta de nuestro padre como un lobo muy grande; luego nos tendió el cuenco de pintura y todos hundimos nuestra mano en él y la imprimimos en la pared. Nos quedamos a velar cantando la canción secreta y fuimos ascendiendo sin darnos cuenta al mundo de arriba, nuestro sueño vigilado por la abuela que no se iba a morir nunca y no dormía. Estuvimos ahí adentro durante todo el viaje del sol y el de la luna. Salimos fuertes y renovados siguiendo a nuestro padre rumbo al bosque cuando amanecía el tercer día. Dejamos a la abuela cantando la canción por nosotros en la madriguera del mundo.
Nunca habíamos estado a más de medio día de distancia del cerro, por lo que internarnos en las cañadas con nuestro padre, hundidos en él y él revuelto con nosotros, era como aspirar hasta adentro una rama chorreando resina: hallar una claridad que palpitaba inadvertida en las sombras. No nos pegaba, no sospechaba de nosotros, se revolcaba en la tierra a jugar con los demás si nos retrasábamos. Surcamos el bosque en escuadra y habitados por el vértigo y el miedo ante lo que nunca habíamos visto, pero también por el placer y el delirio: el lobo de adentro afuera. No la risa modesta y complicada de nuestras madres, sino las carcajadas que sacan a los pájaros de los árboles.
Comíamos la carne seca del toro y lo que cazábamos sólo porque se había cruzado en nuestro camino lo despedazábamos y nos bebíamos su sangre. Aullábamos y dejábamos la pedacería como rastro. Pronto los lobos de abajo, de afuera, los de pelo y músculo, encontraron el camino de carne que les íbamos dejando y empezaron a correr cerca de nosotros, apenas detrás o a los costados entre la maleza. No los veíamos, pero escuchábamos su respiración más densa que la nuestra, leíamos la escritura brillante de su saliva en las matas, el mundo entero olía a nuestro padre.
Por las noches nos trepábamos a un árbol para que nuestros aliados no nos devoraran mientras dormíamos. A nuestro padre no le habrían hecho nada más que olisquearlo, pero no todos éramos creaturas del lobo de arriba como él. Jugábamos un juego: nuestro padre circulaba por las ramas oliéndonos, nos sacudía la cabeza, nos mordía las orejas y se carcajeaba con nosotros. De pronto, el olor de algunos de nosotros lo hacía detenerse. Nos gruñía y nos mordía el cuello con rabia impostada, aullábamos tristes porque había descubierto que nuestro animal de arriba no era un perro; entonces nos empujaba fuera del árbol. El juego consistía en internarse sigilosamente en el bosque hasta donde ya no fuéramos visibles para los que se habían quedado a salvo en las alturas y luego regresar corriendo a toda velocidad sintiendo el tarascazo de los lobos de abajo en el aire que acabábamos de desocupar. Algunos no llegamos a la guerra porque nos alcanzaron antes de poder trepar de nuevo. Cuando eso pasaba cantábamos más fuerte y sabíamos que nos iban a despedazar y devorar y podíamos sentir la fuerza de sus fauces desgarrando nuestra carne y el vigor de sus patas en nuestros brazos y estábamos más fuertes y menos cansados que nunca y ascendíamos por el corazón del tronco hasta el mundo de arriba, que por entonces era un correr de puros cuerpos rotos.
Un amanecer nuestro padre nos señaló desde la copa del árbol en que habíamos dormido la alzada del humo de una fogata. Habíamos llegado. Bajamos y caminamos con sigilo de cazadores ocultándonos en los arbustos y cantando por dentro la canción secreta de nuestro padre.
No hubo necesidad de alcanzar el cerro desde el que se alzaba el humo de su hoguera porque nos estaban esperando en su valle: las carcajadas de los lobos durante la noche nos habían anunciado. Olimos por primera vez el olor que hace hombres a los hombres: olimos su miedo antes de verlos y ellos olieron el nuestro; empezaron a gruñir sin habernos ni siquiera escuchado. También lo olieron los animales, que hicieron un silencio de muerte en torno a nuestros cuerpos quietos y tensos –los músculos apretados como piedras para poder ser flexibles como el agua cuando se soltara la jauría.
Formamos sigilosamente una escuadra como la que hacíamos cuando íbamos a atacar una pieza de caza grande y cuando nuestro padre empezó a carcajearse con una fuerza que cimbró completas las columnas del bosque les caímos con un aguacero de lajas todavía sin permitirles vernos. No nos intimidó su escándalo: corrimos con las lanzas por delante, nuestras dentaduras brillantes suplicando su sangre. Los quebrantamos rápido y antes de que se pudieran reponer reventamos todas sus cabezas con los huesos de nuestros ancestros.
Los arrastramos hasta la entrada de su madriguera y los dejamos tirados para que los buitres se festinaran con ellos durante el día y los lobos durante la noche. Nuestro padre les fue cortando los huevos de uno en uno. Mientras, nosotros entramos a saco en la cueva, aullando de sed. Encontramos a sus madres con sus niños al fondo. Se los arrancamos y los estrellamos contra las paredes antes de lanzarlos afuera.
Pasamos el resto del día y la noche adentro, sus madres sollozando y temblando tristes, pero ya sin miedo, escuchando a los lobos que se agasajaban agradecidos de que hubiéramos cumplido la parte del trato que une a nuestro padre con ellos.
Me despertó la caricia de una ellas en el culo: me lo estaba oliendo. Su madriguera despedía el olor de una fruta desconocida y dulce; no era ni el musgo, ni el miedo, ni el lobo. Era un olor poderoso y concentrado en el que me hubiera podido perder todo el día. A ella se le aglutinaba entre los pechos, en la comisura de las nalgas, detrás de la orejas. Le lamí el cuello y los sobacos, el coño y los pechos. La monté. Nunca lo había hecho antes porque en el cerro del Lobo sólo acercarse a una de ellas estaba penado con el destierro. Esa noche yo soñé con el tigre.
Regresamos rápido, sin carcajadas ni juegos. Durante el primer día de marcha traté de revolcarme en la tierra con mi padre y me respondió con un gruñido profundo y largo, del tipo de los que anuncian el borde de un precipicio del que no se regresa. No me le volví a acercar. Los lobos de verdad habían dejado de acompañarnos: habrían seguido su camino llevándose la carne de nuestros enemigos. En cambio, podía escuchar la respiración del tigre que me seguía a una distancia prudente por las copas de los árboles y entraba en mis sueños. Por las noches, montaba a mi mujer sin cesar. Dormía con los dedos en su boca y ninguno de los otros se metía con ella: ni siquiera mi padre, que andaba concentrado en regresar de manera eficaz y segura.
Ya de vuelta en el cerro, la ansiedad del tigre que velaba a trancos la puerta del mundo de en medio, sumada a la pertinaz presencia del olor de mi mujer flotando por nuestro estercolero como un hilo de estrellas, me impedía dormir: podía distinguirla sobre los olores del musgo y el lobo. La habían acomodado con las demás y había quedado a disposición de las peregrinas erecciones de mi padre y sus desfogues diurnos y obscenos.
Una tarde volvimos temprano y las mujeres todavía estaban afuera limpiando pescados. Me abalancé sobre ella y la metí a la madriguera. Estábamos lamiéndonos cuando sentí el olor de mi padre, que entró aullando a separarnos. Salí corriendo rumbo al bosque orinándome de miedo, él detrás, limitado a arrojarme piedras porque yo era mucho más rápido que él. Me trepé de un salto en un árbol al que el lobo nunca se habría podido trepar. Entonces bajó por su tronco el tigre de arriba y se apoderó entero de mi cuerpo. La fuerza, el equilibrio, la precisión. Salté por las copas con ligereza de pájaro, la cara llena de risa al notar el desconcierto del lobo ante la agilidad recién descubierta de mi cuerpo lustroso. Cuando se hartó de aventarme piedras regresó al valle perseguido por el aliento de mis rugidos. Olí su miedo y mi piel completa se erizó de placer ante el plan de acecharlo hasta enloquecer de terror su mente simple de perro.
No dormí esa noche, mis ojos iluminando la oscuridad y los murmullos del bosque abriendo el apetito de mis oídos. Durante los siguientes días lo vigilé a él y sus hijos desde los arbustos sin que sospecharan mi presencia. Mi padre olfateaba los linderos del bosque y los mandaba quedarse en el valle. Por las noches me acercaba a la entrada de la madriguera, a oler con hambre el hilo de plata que dejaba mi mujer. Les robaba los restos de pescado y fruta que habían quedado en torno a la hoguera: mi padre no se atrevía a internarse en el bosque para encontrar una pieza mayor. Una noche violé la entrada del cubil prohibido del cerro y me robé una de las navajas. Al salir me encontré con la mayor de las abuelas, que no se amedrentó cuando le aguanté la mirada y le curvé la espalda. Sentí sus ojos en el lomo mientras corría de vuelta al bosque.
Finalmente tuvieron que dejar el valle: no podían resistir para siempre alimentándose sólo de lo que traían de vuelta las mujeres. Los vi internarse en el bosque, la jauría divertida de correr otra vez a carcajadas y mi padre transpirando todo el miedo del mundo. Los seguí por la ruta timorata y estéril –demasiado cercana al valle– por la que cualquier lobo sabía que no iba a encontrar nada de comida, mucho menos si contaba con un enemigo jurado adelantándose a todos sus movimientos.
En cuanto se quedó solo le prometí al tigre de arriba que le daría la carne de mis enemigos y la de los hijos que él pudiera robarme si me protegía. Bajé de un brinco y le quebré la espina dorsal con la navaja antes de que pudiera morderme.
Corrí a la madriguera y me hice de mi mujer. Nos fuimos antes de que sus hijos recuperaran la orientación y empezaran a buscarnos. Ninguno de ellos sabía oler los caminos del aire como él, así que teníamos posibilidades de encontrar otra madriguera para preñarla de tigre y fruta.
Nunca nos encontraron. Tal vez ni siquiera nos hayan buscado; se habrán descuartizado entre los que sí eran protegidos del lobo de arriba hasta que uno se quedó con el cubil y las mujeres. Sus descendientes habrán invadido a los nuestros o al revés. Desde entonces el espíritu de mi padre me persigue.