CAPÍTULO 8

SEDUCCIÓN

Oriola Piccoli

Me paseo desnuda y observo los vestidos que tengo frente a mí. Toco las finas telas y mi manicura resalta.

Debo impresionar…

Me encanta resaltar, me fascina estar vestida de marca e ir perfecta de pies a cabeza. Eso demuestra poder, riqueza y elegancia.

Tomo un vestido rojo corto, con encaje y brillantes a pesar de que no estoy segura de si lo usaré.

Mi mal humor no ha cesado porque el maldito se movió de lugar. Quería enviarle una sorpresa y todo se vio interrumpido por su huida. Estaba tan cerca de tenerlo, tan cerca…

Resoplo y me sirvo un trago. La bomba se quedó en su caja.

—Oriola… —La voz de mi madre me llama la atención.

Come va, mamma?9 —digo, sentándome en el sillón.

—¿Lograron poner la bomba? —Niego.

—No. El maldito se fue. Descubrieron a nuestro hombre —musito y cruzo las piernas—. Hoy vendrá al castillo, así que necesito que te vayas.

Mi madre tensa la mandíbula.

—No puedo creer que vayas a sentarte a hablar con él. No sé cómo mierda te controlas para no matarlo de una vez. Nos destruyó, Oriola.

Elevo mi mirada hacia ella.

—Eso es muy fácil, mamá. Lo que quiero es hacerlo sufrir, destruirlo poco a poco… Por eso no te quiero aquí, no vas a poder disimular. Vas a estropearlo todo dejándote llevar. Confía en mí, me criaste para esto. Déjame hacer lo mío —le pido, levantándome del sillón.

Donato entra en la habitación y se queda congelado al ver a mi madre. La relación entre ambos es tensa.

—Se toca antes de entrar. El hecho de que te metas en la cama de mi hija no te da derecho a andar como si fueses el jefe de nuestra organización —musita mi madre con despotismo—. Mantente al margen, Donato.

Él asiente, pidiendo disculpas.

—Está todo listo —anuncia y me cubro con un albornoz de seda.

—Llévate a mi madre… —le ordeno—. Y quédate con ella.

El hombre da un paso y mi madre le da una mirada de advertencia. Yo misma frunzo el ceño.

—Te di una orden, Donato.

No dice nada y sale, azotando la puerta con furia.

—Nunca debiste abrirle las piernas a Donato —espeta.

—No es asunto tuyo a quién le abro las piernas o no, madre. Vete.

Me siento frente al inmenso espejo de luces para comenzar a maquillarme. Necesito descubrir cuál es el punto débil de Bahir Kurek. La belleza de una mujer puede ser un arma de doble filo y sé muy bien con lo que cuento, así que detallo mi rostro perfilado y los ojos oscuros como la madera.

Quiero verlo llorando, de rodillas. Quiero disfrutar de sus súplicas.

Sus padres están muertos y no tiene más familia… salvo su ex. La misma que está casada desde hace un par de años y tiene una hija con su esposo.

Me toco los senos y siento cómo la piel me vibra con el roce.

Una idea se me cruza por la mente. Me termino de maquillar, tomo mis cigarrillos y mi arma y salgo de la habitación para ir directo al inmenso comedor. Todo el personal me observa mientras camino.

El castillo es imponente. Tiene portales ricamente esculpidos, logias, arcadas y decoraciones murales de esgrafiado con la historia de Polonia en ellos, al igual que una bella capilla y jardines impresionantes. El olor de la renovación aún fluye en el aire.

Dejo el arma en el comedor de doce puestos de madera fina, hago a un lado la silla y me siento con calma. El servicio ingresa y me sirve una copa de vino. Cruz me observa de pies a cabeza y se sonroja al notar mi desnudez.

—¿Pasó algo?

—Llegó con una escolta de más de doce hombres. Hay diez camionetas en la entrada.

Lo sabía, no vendría solo.

—Está bien, deja que hagan lo que quieran. Aquí en el comedor no quiero a nadie más, así que cierra las puertas cuando él haya entrado —le ordeno mientras giro el vino en la copa.

Escucho los pasos acercándose. Su presencia se siente hasta en la maldita distancia, pero entonces oigo las puertas y lo veo entrar con un traje negro de tres piezas y un abrigo largo del mismo color que hace que su cabello rubio resalte. Lleva una incipiente barba que le queda increíblemente sexy. Me mira y su semblante no cambia en lo absoluto.

—Buenas noches, señor Kurek.

—Buenas noches, Oriola Piccoli. —Tensa la mandíbula al notar que estoy desnuda, que solo mi albornoz de seda cubre ciertos lugares.

—Pon tu arma sobre la mesa —digo, sonriéndole, y le muestro la mía.

Chasquea la lengua, se quita el abrigo y saca las dos armas que lleva resguardadas en el arnés y la navaja de uno de sus bolsillos.

Detallo el mango y noto que tiene una frase tallada.

—Muy armado, ¿no?

—Siempre… ¿Dónde está mi maldito camión?

—¿Quieres vino? —inquiero, me levanto de la silla y voy hacia el pequeño bar para tomar otra copa y servirla—. Es un Monte Xanic Calixa. No puedes negarte.

Noto sus ojos oscuros sobre mí y su aura me abruma. Sé que todo irá mal si se pone de mal humor.

Le extiendo la copa y me roza ligeramente los dedos, lo cual hace que me tense.

Decir que es atractivo se queda corto. Mi cuerpo lo desea.

—Quiero el cincuenta por ciento —comento.

—¡Jamás! Es mi mercancía. ¿Te adueñas de algo que no te pertenece y luego impones un porcentaje? Los negocios aquí en Polonia no son así. Estás en mi país.

—Y mira lo que hice… e imagina todo lo que puedo hacer —susurro.

—No tienes ni idea de cómo puedo destruirte —sentencia.

Sí lo sé, ya me destruyó una vez.

—¿Y crees que me importa? —pregunto—. Si quieres caer en una guerra de quién destruye a quién por no querer compartir un porcentaje, hagámoslo. Ya no tengo nada que perder.

—Yo tampoco.

—¿Seguro, polaco?

—¡Seguro! —afirma.

Doy un paso hacia él y no se inmuta… o, si lo hace, sabe disimularlo muy bien. Es duro, serio y me intriga mucho.

¿Qué hay debajo de él?

Sé lo que hace, sé cómo destruye…

Le da un sorbo a su copa.

—¿Así recibes a tus visitas? —inquiere, detallando mi cuerpo.

—No, solo al maldito polaco —susurro y una sonrisa lobuna se le dibuja en los labios—. ¿Te gusta lo que ves?

Asiente.

—Eres una mujer bellísima y sé que lo sabes.

—¿Por qué?

—Porque lo utilizas como arma de destrucción —dice muy bajo, marcando su maldito acento.

Juro que lo odio.

Jodido engreído de mierda.

—¿Te acostarías con el enemigo? —pregunto, posando mis manos en su pecho.

—¿Eres mi enemiga? —Baja el rostro para que nuestras narices se rocen.

Voy a destruirlo de todas las formas posibles. Acabaré con sus negocios, su vida y su maldito corazón, si es que tiene uno.

—Sí. Soy tu enemiga —afirmo.

Saco la lengua y se la paso por el borde de los labios, relamiéndolos para sentir su aliento a menta.

—Entonces… sí me acostaría con mi enemiga.

Dejo caer el albornoz a mis pies.

—Fóllame, polaco.