CAPÍTULO 10

ENGAÑO

Oriola Piccoli

Sonríe y me estremezco.

Su lengua me recorre las piernas hasta llegar al interior de mis muslos y gimo ante el placer que me causa. Mi sexo palpita, deseoso.

La respiración se me vuelve pesada y me muerdo el labio al notar que se queda observándome.

Él cree que me tiene en sus manos, así que seguiré haciendo que crea eso. Pero no puedo negar que lo que siento es maravilloso.

Me muerde la piel para marcarme y sus ojos azules brillan más que nunca. Cuando se acerca a mi centro, sopla un poco de aire y tiemblo al sentir su aliento tan cerca. Se ríe y eleva el rostro.

—Te dije que no dijeras nunca —susurra y se levanta, dejándome con miles de sensaciones.

Me quedo de piedra en la silla, sin entender una mierda. Camina hacia la mesa, toma sus armas y se guarda la polla en el pantalón.

—¿Qué coño crees que haces? —gruño y me pongo de pie.

—Me voy. Para la próxima, no creas todo lo que digo y nunca bajes la guardia conmigo.

—¿Quién te dijo que lo hice? —espeto y le apunto con mi arma—. Yo jamás bajo la guardia.

Sonríe y bufa.

—Lo hiciste, realmente pensaste que me metería entre tus piernas… Eres bella, sexy y mala, pero no soy un idiota. Sé lo que quieres y no lo vas a conseguir. Nos vemos, Oriola…

Suelto un grito de frustración y disparo contra una pared. Él ni se inmuta. Las puertas se abren y entonces me mira de reojo.

—Hazlo, es tu oportunidad perfecta —dice. Cruz se queda en la distancia junto a uno de sus hombres y veo a otra persona que me llama la atención.

—El daño no te lo haré a ti —le aseguro.

—No existe nada que pueda destruirme. —Me guiña un ojo y se marcha, dejándome con una furia desmedida.

Cruz se acerca, pero yo me voy hacia una de las ventanas.

—Ese era el Slavik Miller… —susurro.

—Sí.

—¿Qué hacen ellos juntos? —inquiero, viendo las camionetas alejarse hacia la salida. Intento controlar la respiración, pero el sonido de mi teléfono me hace fruncir el ceño.

Es Donato.

Ciao10

—Se llevaron el camión y todas nuestras armas —grita, agitado.

—¿Qué?

La rabia me consume.

—Se llevaron todo, Oriola… ¡Todo!

Miro hacia arriba cuando me doy cuenta de que todo fue un maldito truco del polaco. ¡Y yo caí como idiota! Grito, dejo salir toda la furia y lanzo los candelabros que adornan la inmensa mesa al suelo.

—¡Maldito! —espeto.

Subo rápido las escaleras, tomo uno de mis vestidos y voy con Cruz hacia los edificios en los que guardo gran parte de nuestro arsenal, el mismo que está destinado para la guerra que lanzaré contra ese desgraciado. Maldigo con fuerza el día que su nombre empezó a resonar en nuestra casa.

Mi equipo no pudo seguirle el paso, otra vez está refugiado en algún jodido lugar que no conozco, pero daré con él…

Bajo de la camioneta y me guían hasta donde se encuentra Donato, ardiendo de rabia. En el piso suenan los casquillos de las balas y el fuego en ciertos lugares ilumina la oscuridad que reina en el edificio abandonado. Todo es un caos… todo huele a muerte y sangre.

—¡Dijiste que este maldito lugar era seguro! —grito y todos se estremecen.

Está vacío, no dejaron nada, salvo los cuerpo tirados de los idiotas que se suponía que resguardaban este sitio. Debo admitir que dieron guerra, pues las paredes y sus cadáveres están llenos de agujeros. Los acomodaron en pilas con una nota en el centro.

«Bienvenida a Polonia».

Arranco la hoja, la cual estaba clavada con un cuchillo en el pecho de Jean. Un tiro en la cabeza lo mató.

Sostengo el papel bañado en sangre y lo arrugo.

—Está con el maldito de Slavik Miller. ¿Por qué? —Me giro hacia Donato—. Explícame. ¿Cómo es posible que ellos se lleven bien?

—¿Con Miller? —inquiere, confundido.

—Sí, con Miller… con el esposo de su ex. —Lanzo el papel al suelo y me pongo frente al italiano—. Me distrajo… eso fue lo que hizo. Caí en su jodido juego y lo peor es que pensé que él estaba cayendo en el mío. Averigua por qué estaba Miller con él.

Eso es extraño, muy extraño…

Me subo a mi camioneta y reviso el teléfono, buscando noticias del tal Miller. La información que sale es de su empresa de seguridad y resoplo al ver el artículo.

Bloqueo el teléfono y me recuesto en el asiento.

—¿Qué pasó entre tú y él? —pregunta Donato con un tono demandante.

—Nada que sea de tu incumbencia. ¿Qué hacías aquí? Tenías que quedarte con mi madre, esa era tu tarea —le reclamo—. ¿Quién coño la está cuidando?

—Está a salvo.

—¡Viste lo que hizo! —espeto, llamando su atención—. Si llega a hacerle algo a mi mamá porque tú eres un maldito que desobedece, te mato. Juro que te hago trizas. Ella es lo único que me queda.

—Ya te dije que está a salvo. Nunca incumplo mi palabra, Oriola.

Me entra una llamada de un número bloqueado y estoy segura de que sé quién es. Quiere glorificarse, quiere gritarme que ganó y que yo perdí.

—Detén de la camioneta —ordeno—. Bájate, Donato.

Se me queda viendo mientras contesto la llamada. Se baja de mal humor y escucho un largo suspiro al otro lado del teléfono.

—Vete de Polonia… —susurra, marcando su acento.

—¿Por qué? Me gusta el clima y va con mi forma de ser —digo—. Además, quiero acabar con alguien y marcharme solo entorpecerá mis planes.

Pequeñas gotas de lluvia comienzan a caer sobre la ventanilla de la camioneta.

—No tienes ningún plan, actúas por impulsividad y eso nunca acaba bien —murmura.

—No me conoces…

—Eres Oriola Piccoli, tienes 23 años y te crees la dueña del mundo por hacerte cargo de la organización que, en un principio, le perteneció a tu familia. No vas a poder conmigo, llevo muchos años haciendo esto. Nací, crecí y moriré en la mafia.

Sonrío.

—Crees que por saber mi edad me conoces… y no tienes ni idea.

—Eres la niña que se quedó sin la mitad de su familia y que tiene sed de venganza… Sé lo que quieres, lo he sentido. La diferencia es que tú no sabes lo que haces y no tienes ni idea de a quién te enfrentas.

Me toco los muslos y recuerdo sus labios rozándome la piel, fue exquisito y placentero.

—¿Ya te masturbaste? La tenías muy dura —comento, cambiando el tema. Me excita recordar cómo se veía entre mis piernas.

Se ríe y me erizo.

—Eres oscura, Oriola.

—Y te gusta que lo sea, ¿verdad, polaco?

—La oscuridad siempre me atrae. Vengo de ella —declara—. Por eso te aseguro que no te va a gustar lo que encontrarás.

—Solo quiero verte a ti suplicando —digo y bufa con fuerza.

Escucho un suspiro y el sonido familiar de un arma cargada. Me tenso.

—En este momento un francotirador le está apuntando al italiano de mierda que tienes como perro. —Me giro para ver a Donato en medio de la calle. Un punto rojo de láser le recorre el cuerpo—. Yo no juego, Oriola… vete. Y dile a ese maldito que la próxima vez oculte mejor a tu madre, sé en dónde la tiene y solo necesito una bala para acabar con ella.

La llamada se cuelga y me quedo mirando la pantalla. Salto de la camioneta y le grito a Donato, advirtiéndole del peligro, y justo cuando da un paso hacia mí, un tiro impacta el asfalto muy cerca de sus pies.

A mi teléfono llega una imagen de mi madre pegada a la ventana.

El mundo se tambalea a mis pies…

¡Mierda!

—Si le hizo algo, despídete del mundo, Donato. Yo no fallaré.