CAPÍTULO 18

DÉBIL

Oriola Piccoli

Se me va a explotar la cabeza y me llevo las manos al rostro. Algo en mi brazo me incomoda y abro los ojos para ver que es una intravenosa con un líquido amarillento.

La espalda me duele.

Llevo la mano libre hacia allí y siento algo rasposo. El dolor es intenso, estoy mareada y confundida.

—Te pusieron trece puntos —susurran a mi lado y me giro para encontrarme con unos ojos azules—. Y lo que te están dando es un complejo vitamínico para que recuperes fuerzas.

Se levanta y se me acerca. Su semblante oscuro me abriga y su mirada llena de odio, rabia y molestia me dice cuál será mi destino en sus manos.

—¿Qué haces aquí? ¡Donato! —grito—. ¿Dónde estoy?

—Estás en mi apartamento… —dice—. Y tu querido Donato seguro está buscando un bastón para poder caminar.

Me tenso.

—No lo maté, pero créeme que lo haré —me asegura, jugando con una navaja.

—No fui yo —confieso, sentándome como puedo. Tengo unas pequeñas vendas en las manos, pero lo peor es el dolor en la espalda—. No voy a tocar a tu hija.

—¡No te creo! —gruñe y se detiene a pocos centímetros de mí—. Eres ruin… yo no te toqué a ti, no toqué a tu madre. Tu padre me debía dinero y, encima, intentó matar a la que era mi esposa en ese momento. Sabía muy bien cuáles serían las consecuencias, él mismo se buscó su muerte —dice, mirándome fijo.

Está lleno de rabia y me está mostrando su verdadera cara.

—Me lo quitaste todo —susurro.

—Me cobré lo que él me debía —musita—. ¿Qué hubiese hecho él? Dímelo, Oriola.

Desvío la mirada.

—No fui yo… —recalco.

—¿Qué hubiese hecho él, Oriola? —replica y el grito me estremece—. Responde, maldita sea.

Me da una fuerte cachetada y el sabor a hierro me invade la boca. Vuelvo la mirada hacia él. No es la primera vez que un puto hombre me golpea, así que no flaquearé.

Puede torturarme si así lo desea, pero no me verá débil ante él.

—Lo mismo que tú —respondo.

A pesar de su cercanía, me niego a demostrarle miedo. No le daré el jodido gusto. No le temo y no le temeré jamás. Su mano se cierra en mi barbilla y esparce la sangre que me sale de los labios por las mejillas.

—Me encantan las mujeres que no me temen —susurra, paseando su lengua por mis labios—. Pero las ganas de matarte que tengo son inmensas.

Escucho el clic de un arma.

Mi corazón se acelera y veo cómo sonríe.

—¿Qué harías para que no te mate?

—No me verás suplicar, si eso es lo que quieres —replico cuando me suelta—. Hazlo de una vez. Aprieta el gatillo. Para eso me sanaste las heridas, ¿verdad? Para disfrutar con gusto de mi muerte.

—Quizás... —susurra.

Siento el cañón del arma en el abdomen, pero la tomo con las manos y me la llevo a la cabeza.

—Hazlo. He pensado muchos años en la muerte. Ya morí una vez y si crees que me preocupa volverlo hacer… ¡estás equivocado! —grito.

No se inmuta, solo se mantiene firme y duro.

—Mátame —le pido, llena de rabia.

Me quita las manos del arma y la aparta.

—Un solo disparo sería ser benevolente, ¿no lo crees? En cambio, matar a tu madre sería… —Sopesa la idea—. Sí, glorioso.

Me desespero cuando lo escucho.

—¡A ella no la metas!

—¡Y tú no metas a mi hija! —grita y el rostro se le pone rojo—. Si vuelven a posar sus dedos en ella, nadie en este maldito mundo va a recordar quiénes fueron los Piccoli. ¡Nadie! ¿Lo entiendes?

—No soy estúpida… ¿Así tratabas a tu ex? —espeto.

—Así trato a quienes se creen con el derecho de meterse con algo que es mío… Ella no tiene nada que ver con lo que yo hago o con la persona que soy. Nada…

Se quita el saco y mi mirada va instintivamente a su torso.

—¿Qué vas a hacer conmigo?

—Voy a follarte hasta que me canse de ti —asegura, quitándose la corbata—. Todo mientras me adueño de tus negocios y te dejo sin nada… Luego ya veré si te mato o si me quedo contigo para seguir cogiéndote. Depende de lo buena puta que seas.

Se abre la camisa y me arrebata la sábana. Me duele la espalda, pero sé que eso no le importa una mierda.

Solo quiere destrozarme por dentro, quiere que suplique…

—¿Fuiste tú quien reveló mis coordenadas? —inquiere, acercándose a mí.

—¡Ya te dije que no fui yo! —espeto—. No soy ninguna soplona de mierda. Tu sangre la quiero yo y nadie me quitará el placer de destruirte.

Me cierra la mano sobre el cuello.

—¿Fue tu maldito perro faldero?

—No lo sé —digo, altiva.

Su mano baja desde mi cuello hasta mis senos y la piel se me eriza. Me quedo inmóvil ante lo que siento por su caricia. Se me seca la garganta y se me humedece el sexo, palpitando con expectación.

—Ese soplón me las pagará… —dice, inclinándose hacia mi rostro, y siento su aliento.

Sus ojos me consumen.

Me toma de la cintura y me empuja a hacia su pelvis, provocando que sienta su dura y gruesa erección a través de la tela de su pantalón. Jadea cuando nuestros labios se rozan.

—Sé que tu madre está en Italia, sé cuál es tu ruta para enviar droga a Bielorrusia y sé que me deseas, Oriola…

Su mano empieza a acariciarme un pezón.

—Iba a jugar tu juego, pero ahora tú jugarás al mío. —Me toca el sexo, sintiendo los fluidos. Entonces mete dos dedos y gimo con fuerza.

—¿Eso hiciste con la McCartney? La misma que te dejó porque no te amaba… —digo, mordiéndome los labios—. La que te dejó por un soldado de mierda…

Sus dedos me embisten con brusquedad y jadeo…

—No busques ver mi peor cara… no te la recomiendo —sentencia y me agarra del cabello para luego besarme.

Está desarmando mi cuerpo herido, ese mismo que me traiciona con lo que siente. Me dedico a corresponderle el beso como si eso me saciara la sed…

Maldito polaco.