El helicóptero me aleja del recóndito lugar en donde se encuentra su casa. Cruz me observa y me habla a través del micrófono.
—¿Cuál es el plan?
—Nosotros movimos a mi madre, tú y yo, así que no diremos en dónde está —digo con calma.
Observo la pequeña marca que me dejó el perro de la polaca y sonrío al recordar su cara cuando grité. Mocosa perversa… Lo hizo a propósito.
Me recuerda a mí.
Estoy agotada y mi mente no deja de trabajar en ningún momento.
Nos dejan a una distancia prudente y un auto espera para llevarnos a la casa. Debo prepararme para lo que viene porque Donato atacará, buscando respuestas.
Tardamos una hora en llegar a una casa que está llena de escoltas… Demasiados para mi gusto.
—Algo está pasando… —susurra Cruz.
—Seguro los envió a buscarme —le digo.
Me bajo de la camioneta y voy hacia la casa, aunque me detengo cuando noto quiénes están sentados en el comedor.
Donato se levanta, pero mi mirada solo se enfoca en quien está en la cabeza de la mesa llena de armamento.
—¿Qué hace él aquí? —inquiero.
Se pasa las manos por su cabello liso y negro como la noche. Sus facciones latinas con ojos grises me hacen frente con cinismo y prepotencia. Leonardo sonríe y enciende un puro. Meto la mano en el bolsillo del abrigo para sentir el teléfono que me comunicaría con él.
Un solo tono y no tardaría nada en llegar, pero debo ser inteligente… y más en este momento.
—¿Dónde te encontrabas? —gruñe Donato—. Estábamos a punto de buscarte porque pensé que te habían secuestrado de nuevo.
—Se nota… —susurro. Respiro con fuerza y me acerco al comedor para tomar asiento frente a Leonardo.
Si demuestro miedo, pierdo. Tomo una de las granadas y le doy vuelta en la mesa con una sonrisa.
—¿Tu jefe sabe lo que haces? —pregunto, desafiante—. ¿Sabe de tu asociación con la mafia italiana? ¿Que recibes armas nuestras? Estas granadas son las mejores, no fallan —musito, jugando con el aro de seguridad.
—Oriola —me advierte Donato—. Cuidado con lo que haces.
—No es asunto tuyo —replica Leonardo, enfrentándome.
—Fíjate que sí lo es… No confío en ti, no me gusta el trato que tienen y si no fuese por que saldremos de aquí todos muertos, le quitaría el seguro a esta mierda y acabaría con todo. Las paredes deben verse increíbles pintadas con tu sangre.
—Te conviene tenerme de tu lado.
—¿De mi lado? —pregunto con sorna. Me acomodo el cabello y le sonrío—. Aquí solo hay un lado… solo uno, el de la oscuridad. Y no es en el que estás, Leonardo.
Le lanzo la granada, haciendo que todos se levanten en pánico, pero él la ataja en el aire y desvía la mirada hacia el seguro.
—Estás jugando con fuego —canturrea, amenazante.
—Aquí el que está por quemarse es otro… no yo —digo y me levanto de la silla—. Te veo lleno de sangre y con muchos agujeros en tu cuerpo… Espero estar allí para disfrutarlo.
Le doy la espalda ante la mirada escandalizada de Donato, que me sujeta con fuerza del brazo para retenerme.
—¿Qué mierda estás haciendo?
—Estoy siendo la jefa… ¡Suéltame! —ordeno y cede—. Vámonos, Cruz.
Salgo del lugar con mi arma y le doy una mirada a lo lejos a Scarlett, que recoge troncos de leña. La mujer asiente sin decir nada.
Necesito oídos…
Subo al auto y nos alejamos. Me tienta llamar a Bahir, pero está con la polaca y seguro solo quiere asegurarse de que esté bien. Yo también debería hablar con mi madre primero.
Me quedo en un hostal repleto de turistas que están dispuestos a conocer la ciudad y Cruz se encarga de pagar las habitaciones. No pienso volver a esa maldita casa mientras esté allí Leonardo. Mi pequeño equipaje aún está conmigo y me servirá para algunos días. Entro a la habitación, saco ropa y empiezo a prepararme un baño mientras Cruz resguarda la entrada.
Uso el teléfono que me dio Bahir para comunicarme con mi madre.
—¿Mamá?
—¡Oriola! ¿Qué mierda está pasando? —grita y resoplo porque estoy agotada. No he parado desde que fui a Londres—. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Por qué coño estoy en Suiza?
—Necesito saber si estás bien. ¿Te hicieron algo? ¿Estás cómoda? —inquiero.
—Estoy bien, me dejaron en un penthouse con sirvientes a mi disposición. Ahora explícame qué pasa. Eran polacos… lo sé.
—Leonardo tenía gente vigilándote y no solo eso…
—Está detrás de ti —susurra—. ¡Maldito Donato! ¡Idiota de mierda! Te lo dije, Oriola… te lo dije.
Suspiro con fuerza.
—Nadie puede saber en dónde estás, ahora solo confío en alguien…
—¿En quién?
Un golpe me llama la atención y veo una sombra por debajo de la puerta. El aire se vuelve pesado, los sonidos se intensifican y mi corazón presiente lo que vendrá.
—Mamá, avisa que vinieron por mí —susurro.
—¿Qué? ¿Oriola?
—Hazlo…
Cuelgo la llamada y dejo caer el teléfono al suelo. Luego le doy un pisotón, saco mi arma y apunto hacia la puerta.
—¿Cruz? —llamo.
Un fuerte estallido me lanza por los aires y me golpeo contra la pared. Me pitan los oídos, se me nublan los sentidos e intento abrir y cerrar los ojos varias veces para enfocar. Entonces le disparo a la primera sombra que se me acerca. Sigo disparando, pero me sujetan y me tumban al suelo.
Forcejeo lo más que puedo y solo logro ver a unos hombres con los rostros cubiertos por capuchas. Me dan un golpe en la quijada.
—Veamos qué tan oscura eres… —musita y reconozco su voz—. Tenías razón, sus granadas son las mejores.
—Maldito cobarde —espeto y le escupo cuando se deshace de la capucha.
Me insulta y me golpea. La sangre me corre por los labios.
—Te va a ir mal, ¡hijo de puta!
—Vámonos, voy a sacarte a golpes su ubicación… —dice y me tenso.
¿Cómo?
—¿De qué mierda hablas? —Tres hombres me levantan y lucho.
—De Bahir Kurek… ¿Crees que no sé que te revuelcas con él? Eres su puta, una puta que va a cantar todo lo que sabe…
Me río al escucharlo. Se acerca con una actitud amenazante y me hala tan fuerte del cabello que se me sale un quejido.
—Si según tú soy su puta, prepárate para conocer el infierno…
Me suelta de mala gana y me sacan de la habitación entre forcejeos y gritos. Veo en el piso a Cruz con un tiro en la cabeza y su arma a un lado.
¡Maldita sea!
Respiro profundo cuando me ponen una cinta en la boca para callarme. Me sacan por un pasillo hasta la parte trasera del hotel, en donde una van negra nos espera. Me lanzan dentro y se ponen en marcha de inmediato.
Escucho el clic de un arma.
—Veamos cuánto tiempo te dura la rudeza, italiana de mierda.