El bosque espeso y húmedo nos cubre, varios árboles de cientos de años nos rodean. Intento mirar hacia el cielo, pero no lo logro por el gran follaje de aquellas plantas milenarias.
Todo está oscuro. La noche hace que el lugar se vea tenebroso, anticipando lo que se avecina: sangre, gritos, venganza.
—Camina, Bahir —espeta mi padre, andando por el intenso y pesado bosque—. Y mantente en silencio.
Asiento, como si pudiese verme, y lo sigo de cerca. El lodo frío me cala las botas y la camiseta se me desgarra cuando se queda prendada de una rama llena de espinas.
—Pierdolić!1
Me quejo al sentir el roce y mi padre se gira. Rompo la manga y me seco la sangre con la mano.
—Saca tu navaja, no bajes la guardia —pronuncia en inglés.
Asiento y noto que agarra su arma al tiempo que aparecen sus hombres. El aura sombría que emanan me embarga.
La venganza es algo que siempre se debe esperar. Eso es lo que dice mi padre. Hay que atacar cuando menos lo esperen, pues así dolerá más.
La imagen de lo que sucedió con mi madre no ha dejado mi mente y suelo tener pesadillas y fantasías en las que le entierro una navaja en el cuello a quien la lastimó.
Mi padre tenía razón: tardaré, pero me vengaré.
Se acerca, me da un golpe leve en la mejilla y sonríe.
Sus ojos azules y su pelo rubio con matices grises lo destacan en medio de la noche. Es fuerte, alto y, a pesar de su edad, sigue siendo atractivo. Además, tiene un semblante particular que siempre infunde miedo.
—Recuerda, entiérrala hasta el fondo. Debes tomarla con fuerza y clavarla con firmeza, preferiblemente en lugares por donde pasen las arterias. Luego… ¡la giras! —Hace el movimiento para que lo entienda—. Y la sacas… tu víctima se desangrará rápido.
Imito el movimiento cuando me regresa la navaja.
—Jarek —exclama. Entonces aparece un moreno musculoso con un chaleco antibalas para mí. Me niego y lo aparto—. Póntelo.
Si algo tiene mi padre es que no necesita gritar para imponerse y hacerse temer.
—Tú no lo llevas puesto, nadie lo lleva —reprocho en voz baja, señalando a todos los hombres.
—Ellos tienen permitido morir, al igual que yo, pero tú no —sentencia, poniéndome a la fuerza el chaleco—. Mi hijo no muere hoy, ¿está claro?
Gruño cuando lo cierra y aprieto los puños, intentando calmar lo que me recorre el cuerpo.
—Okey —susurro de mala gana.
—Jarek, no le quites la mirada de encima —le ordena al hombre de ojos oscuros—. ¿Listos?
Todos asienten en silencio para que no los descubran. Tomó tiempo tener a todo el clan reunido en un mismo lugar y con poca seguridad. El momento es ahora.
Jarek me golpea el hombro para darme un arma cargada. La reviso y guardo las municiones en los bolsillos del pantalón junto con la navaja. Lo sigo, pues así me lo ha ordenado mi padre, mientras que él se va hacia el oeste con varios de sus hombres, quienes lo escoltan.
—Respira, Bahir —susurra en polaco.
Me relajo y apunto con el arma. No puedo estar tenso, ya que eso me limitará la movilidad. Sigo a Jarek, quien, junto a mi padre, me ha entrenado. Todo lo que sé es gracias a ellos dos. Jarek es la mano derecha y ha matado a miles.
La oscuridad nos oculta, el olor a pino me abruma y el frío intenso me cala los huesos, recordándome lo que es sentir.
Escuchamos unas risas al fondo.
Llevamos años esperando con una paciencia de los mil demonios, callando la furia, reprimiendo las emociones que, en esta vida que llevamos, no deben existir.
No debemos sentir…
No debemos amar…
Jarek me hace señas y corre hasta donde se encuentra el dúo que ríe, entonces golpea a uno de los tipos y yo corro hacia el otro para inmovilizarlo. Le apunto con mi arma a la sien. La adrenalina me recorre y la ira que he estado conteniendo por años hace lo suyo. Aprieto el gatillo y el silenciador hace su trabajo.
El líquido espeso y rojizo estalla y me cubre el rostro. Me limpio con el dorso de la mano y sigo a Jarek, acabando con todo el cerco de seguridad que rodea a los malditos que atentaron contra mi madre. Me dejo llevar por aquello que me invade.
Los destellos de luz y los estruendos que resuenan me dan a entender que los disparos y el enfrentamiento ya han empezado en la casa.
Mi padre está dentro, así que corro junto a Jarek hasta ese lugar. Irrumpimos y masacramos a todos los que se nos cruzan. Un hombre da pelea, lanzándome golpes directo al rostro, pero lo esquivo varias veces hasta que pierdo mi arma. Ha caído lejos. Sigo atacándolo con lo que me queda, buscando librarme de su agarre, pero de repente siento un disparo en el estómago y caigo al suelo, jadeando de dolor.
Me arde la piel y el dolor sube hasta el pecho. El aturdimiento intenta apoderarse de mí, pero luego recuerdo que llevo el chaleco, el cual debió amortiguar la bala.
Me quejo, tocándome la zona del impacto, y busco mi navaja a pesar de que siento la presencia del hombre que me apunta a la cabeza. En medio de su descuido y de su excesiva confianza porque cree tenerme en sus manos, le clavo la hoja filosa en los tendones del tobillo, haciendo que caiga y se retuerza.
Disfruto de su dolor.
Saco la navaja, me abalanzo sobre él y esquivo los disparos que lanza. En medio del frenesí, le clavo la navaja en todos los lugares que me es posible. Es un acto sádico, pero placentero. La sangre mana a borbotones y no dejo de torturarlo con mi puñal hasta que Jarek me separa del hombre.
Se está desangrando ante mis ojos y el éxtasis me invade.
—¡Enfócate! —gruñe, trayéndome de vuelta—. Enfócate, Bahir.
Observo el cuerpo inerte que yace en el suelo y asiento, continuando con la búsqueda de un hombre en específico.
Todo es una masacre, todo está teñido de rojo…
Mi padre camina por la sala mientras unos hombres están arrodillados frente a él. Su mirada es sombría.
El caos y los disparos han cesado, nos hemos adueñado de todo.
Me estudia con la mirada y se relaja al ver que estoy bien, luego señala con su arma a los tipos que están allí.
—¿Cuál fue? —inquiere.
Camino hacia ese lugar, sintiendo la furia que se apodera de mí, y aprieto con fuerza el mango de mi navaja. Estoy muy cerca de obtener lo que tanto deseo…
Los observo uno por uno. Mi mente jamás olvidó su rostro, así que lo reconozco al instante.
Lo señalo con la navaja mientras los recuerdos me golpean y escucho los gritos de mi madre haciendo eco en la pequeña habitación… Se me vuelve a erizar la piel como ese día.
El desespero y la impotencia me hicieron sentir débil y cobarde, pues tuve que esconderme para que no me tocaran. Esa fue su orden, ella me ordenó que me ocultara, que me protegiera.
—Hazlo —espeta mi padre y uno de sus hombres lo empuja al frente, haciendo que caiga a mis pies—. Te lo dejo a él, yo ejecuto a los demás.
La repulsión que siento al tenerlo allí me da náuseas, pero la ira es más fuerte, más poderosa…
Mi padre, por su parte, se limpia la sangre que le mancha el rostro y empieza a ejecutarlos sin titubeos. Para él esto es como desayunar… algo normal.
Jarek yergue al hombre y siento que es hora de confesar en voz alta todo lo que he estado conteniendo por años.
—Tengo pesadillas desde hace años… —susurro—. Pero tu muerte me dará la paz que necesito para poder dormir.
Le muestro mi navaja.
—Mi mamá repitió una frase cinco veces… ¡Cinco! «No mires» —musito mientras le clavo el puñal en el estómago y le doy la vuelta. Luego lo saco y veo que la sangre empieza a brotarle también de la boca.
Inhalo profundo ante el éxtasis que percibo y abro los ojos, pues quiero ver cuando la vida abandone los suyos.
—«No mires» —susurro de nuevo, esta vez clavando la navaja en su tórax. No quiero que muera aún—. «No mires» —repito, hiriéndolo en la pierna—. «No mires» —digo muy cerca de su oído antes de apuñalarle la polla, pero esta vez no giro la navaja, sino que la arrastro.
Su grito es desgarrador…
La hemorragia es impresionante y quedo bañado por el líquido rojo. Sonrío al ver cómo empieza a desvanecerse su vida, cómo sus ojos reflejan el pavor que siente hacia la muerte, cómo la oscuridad comienza a formar parte de su ser…
Los hombres le bajan el pantalón para ver el resultado de la castración.
Mi papá asiente, lleno de orgullo.
—Acábalo —ordena.
Tomo con fuerza la navaja y se la clavo en el corazón.
—«No mires».
Y la oscuridad es la reina de todo.