UN JUICIO

El capitán Ned Blakely —ese nombre servirá igual que cualquier otro nombre ficticio (pues se encontraba aún entre los vivos según las últimas noticias y tal vez no desee hacerse famoso)— tripuló, durante muchos años, barcos que zarpaban desde el puerto de San Francisco. Era un veterano fornido, con buen corazón y ojo de lince, que llevaba casi cincuenta años siendo marino, su oficio desde edad muy temprana. Era un ser tosco, honesto, lleno de valentía y de obstinada simplicidad en igual medida. Detestaba los convencionalismos, él iba «a lo que interesa». Tenía el afán de venganza de todo marino frente a las facecias y los caprichos de la ley, y creía firmemente que el objetivo primero y último de esta y de los abogados era ir en contra de la justicia.

Zarpó rumbo a las islas Chincha al mando de un barco de guano. Contaba con una buena tripulación, pero su oficial de cubierta, de raza negra, era la niña de sus ojos: durante años le había prodigado admiración y estima. Aquel era el primer viaje del capitán Ned a las islas Chincha, pero llegó antes su fama que él: la fama de ser un hombre que se enfrascaba en una pelea a la mínima que alguien le plantaba cara, y que no toleraba las tonterías. Era una reputación bien merecida. Cuando llegó a su destino, descubrió que las conversaciones giraban en gran medida en torno a las proezas de un tal Bill Noakes, un bravucón, oficial de cubierta de un barco mercante. Ese hombre había creado allí un pequeño reino del terror. A las nueve en punto de la noche el capitán Ned, completamente solo, caminaba de un lado a otro de la cubierta de su barco a la luz de la luna. Una figura emergió por la borda y se le acercó. El capitán Ned preguntó:

—¿Quién anda ahí?

—Soy Bill Noakes, el hombre más importante de las islas.

—¿Qué busca en este barco?

—He oído hablar del capitán Ned Blakely. Uno de nosotros vale más que el otro, y antes de bajar a tierra sabré quién es.

—Ha acudido al barco apropiado, soy el hombre que busca. Yo le enseñaré a subir a bordo de este barco sin invitación.

Agarró a Noakes, lo arrinconó contra el palo mayor, le puso la cara como un mapa y luego lo arrojó por la borda.

Noakes no se quedó convencido. Regresó a la noche siguiente, y otra vez le quedó la cara como un mapa y cayó de cabeza por la borda. Ya estaba satisfecho.

Una semana después, mientras Noakes estaba celebrando una juerga en tierra con varios marinos, en pleno mediodía, el oficial de color del capitán Ned se unió a ellos y Noakes quiso buscar pelea. El negro no cayó en la trampa y trató de escapar. Noakes lo siguió, el negro se echó a correr, y el primero le disparó con un revólver y lo mató. Media docena de capitanes de barco habían sido testigos de todo lo ocurrido. Noakes se retiró al pequeño camarote de su barco, junto con dos bravucones más, y anunció que cualquier hombre que invadiera aquel espacio sería obsequiado con la muerte. No hubo intento alguno de perseguir a los villanos. No había predisposición para hacerlo, y de hecho muy pocos se plantearon semejante empresa. Allí no había tribunales ni policías, no había gobierno. Las islas pertenecían a Perú, y Perú estaba muy lejos. No disponía de ningún representante oficial en la zona, y tampoco había ninguna otra nación que lo tuviera.

Sin embargo, el capitán Ned no se dejaba confundir por esas cosas. Le traían sin cuidado. Bullía de rabia y estaba loco por que se hiciera justicia. A las nueve en punto de la noche cargó una escopeta de dos cañones, buscó unas esposas, cogió un farol de barco, convocó a su contramaestre y se dirigió a la orilla. Dijo:

—¿Ve ese barco que hay en el muelle?

—Sí, mi capitán.

—Es el Venus.

—Sí, mi capitán.

—Ya... Ya me conoce.

—Sí, mi capitán.

—Muy bien. Pues coja el farol. Colóqueselo justo debajo de la barbilla. Yo caminaré detrás de usted y le apoyaré el cañón de esta escopeta en el hombro, apuntando hacia delante... Así. Mantenga el farol bien alto para que yo pueda ver bien lo que hay delante de usted. Voy a entrar a por Noakes, y lo cogeré, y pondré entre rejas a sus compinches. Si se arredra... Bueno, ya me conoce.

—Sí, mi capitán.

De esa forma subieron al barco con discreción, llegaron al camarote de Noakes, el contramaestre abrió la puerta y el farol reveló a los tres forajidos sentados en el suelo. El capitán Ned dijo:

—Soy Ned Blakely. Os estoy apuntando. No os mováis si yo no lo ordeno, ninguno de los tres. Vosotros dos, arrodillaos en el rincón de cara a la pared, ahora mismo. Bill Noakes, ponte estas esposas. Ahora, acércate. Contramaestre, ciérrelas. Muy bien. No muevas ni un músculo. Contramaestre, meta la llave por fuera de la puerta. Ahora, amigos, a vosotros dos os voy a encerrar aquí dentro, y si intentáis echar la puerta abajo... Bueno, ya habéis oído hablar de mí. Bill Noakes, ponte delante, y marchando. Ya está. Contramaestre, cierre la puerta.

Noakes pasó la noche a bordo del barco de Blakely como prisionero, bajo estricta vigilancia. A primera hora de la mañana el capitán Ned llamó a todos sus iguales que se encontraban en el puerto y los invitó, con la ceremonia propia de la marina, a personarse a bordo de su barco a las nueve en punto ¡para presenciar el ahorcamiento de Noakes en el penol!

—¿Qué? A ese hombre no se le ha juzgado.

—Pues claro que no. Pero ¿acaso no mató al negro?

—Desde luego que lo mató, pero no pensará ahorcarlo sin un juicio, ¿verdad?

—¡Un juicio! ¿Para qué hay que juzgarlo, si mató al negro?

—Ay, capitán Ned, esto no saldrá bien. Piense en qué dirán.

—¡Al cuerno el qué dirán! ¿Acaso no mató al negro?

—Desde luego, desde luego, capitán Ned, eso nadie lo niega, pero...

—Pues entonces voy a ahorcarlo, y ya está. Todo el mundo a quien he preguntado me dice lo mismo. Todo el mundo dice que mató al negro, todo el mundo sabe que mató al negro, y sin embargo todos quieren que se celebre un juicio. No comprendo qué tontería es esa. ¡Un juicio! Se lo advierto, no me opongo a que se le juzgue si es por cumplimiento, y yo estaré presente y también contribuiré y ofreceré mi ayuda, pero déjenlo para esta tarde... Sí, para esta tarde, pues estaré muy ocupado hasta que acabe el entierro.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir? ¿Va a ahorcarlo de todos modos... y juzgarlo después?

—¿No he dicho ya que voy a ahorcarlo? En mi vida he visto personas tan necias. ¿Qué diferencia hay? Me piden un favor, y cuando se lo concedo siguen sin estar satisfechos. Antes o después da igual, ya saben cómo acabará el juicio. Él mató al negro. Esto... tengo que irme. Si sus oficiales de cubierta quieren asistir al ahorcamiento, que vengan. Me caen bien.

Hubo un revuelo general. Los otros capitanes se acercaron en bloque a Blakely y le suplicaron que no se dejara llevar por semejante impulso. Le prometieron que formarían un tribunal compuesto por los capitanes más reputados, y ellos elegirían al jurado. Lo harían todo con la seriedad que requería el asunto que tenían entre manos, y harían que el caso tuviera un proceso imparcial, y el acusado, un juicio justo. Y dijeron que si insistía y ahorcaba al acusado en su barco, cometería un asesinato, una falta penada por los tribunales americanos. Defendieron su postura con ahínco. El capitán Ned dijo:

—Caballeros, no soy testarudo ni irracional. Siempre estoy dispuesto a hacer las cosas lo más correctamente que puedo. ¿Cuánto tiempo llevará?

—No mucho.

—¿Y podré llevármelo de la playa y ahorcarlo en cuanto hayan terminado?

—Si se le declara culpable, será ahorcado sin demoras innecesarias.

—¿Cómo que «si se le declara culpable»? ¡Por Neptuno! ¿Acaso no es culpable? Eso me exaspera, todos saben bien que lo es.

Pero al fin lo convencieron de que no estaban planeando nada para engañarlo. Entonces el capitán dijo:

—De acuerdo. Ustedes lo van juzgando y yo mientras me ocupo de su conciencia y lo preparo para partir... Pues bastante lo necesita, y no quiero mandarlo al más allá sin una ceremonia apropiada.

Eso también suponía un problema. Lo persuadieron de que era necesario que el acusado estuviera presente en el juicio. Luego anunciaron que enviarían a un guardia a buscarlo.

—No, señores, prefiero traerlo yo mismo, a mí no se me escapará. Además, de todos modos tengo que ir al barco a por una cuerda.

El tribunal se reunió con la debida ceremonia, eligió al jurado, y en ese momento el capitán Ned se presentó guiando al prisionero con una mano y sosteniendo una Biblia y una cuerda en la otra. Se sentó junto al cautivo y ordenó al tribunal que levara anclas y se hiciera a la mar. Luego se volvió a inspeccionar al jurado, y reconoció a los amigos de Noakes, los dos bravucones. Se acercó allí al instante y les dijo en secreto:

—Os estáis metiendo en camisa de once varas. Más os vale dar un buen veredicto, ¿me oís? Si no, en cuanto acabe este juicio no habrá un muerto sino tres, y volveréis a casa a trozos.

La advertencia no cayó en saco roto. El jurado fue unánime. El veredicto, «culpable».

El capitán Ned se puso en pie de un salto y dijo:

—Vamos, ahora ya eres mío sea como sea. Caballeros, han cumplido de maravilla. Les invito a venir conmigo y comprobar que hago las cosas bien. Síganme hasta el cañón, a una milla de aquí.

El tribunal informó al capitán de que se había designado a un sheriff para ocuparse del ahorcamiento, y...

La paciencia del capitán Ned se había agotado. Su ira no tenía límites. Con gran juicio, se decidió renunciar a ese punto.

Cuando la multitud llegó al cañón, el capitán Ned se subió a un árbol y preparó la soga, luego bajó y la pasó por el cuello de su hombre. Abrió la Biblia y dejó a un lado su sombrero. Eligió un capítulo al azar y lo leyó con voz grave y solemnidad sincera. Luego dijo:

—Muchacho, estás a punto de subir ahí y tener que dar explicaciones, y cuanto más breve es el manifiesto de un hombre en relación con sus pecados, mejor para él. Vacía tu pecho, amigo, y márchate con un historial que resista al último examen. ¿Mataste al negro?

Sin respuesta. Hubo una larga pausa.

El capitán leyó otro capítulo, deteniéndose de vez en cuando para crear más efecto. Luego le dedicó un sermón serio y persuasivo, y acabó repitiendo la pregunta:

—¿Mataste al negro?

Sin respuesta..., más allá de una mueca maligna. El capitán leyó entonces los capítulos primero y segundo del Génesis, con profunda emoción, hizo una pequeña pausa, cerró el libro con reverencia y dijo, con un patente tono de satisfacción:

—Ya está. Cuatro capítulos. Pocos se habrían tomado las molestias que me he tomado yo contigo.

Entonces colgó al condenado, y tensó mucho la soga, se quedó junto a él y calculó media hora con su reloj, y luego entregó el cuerpo al tribunal. Un poco más tarde, mientras contemplaba la figura inmóvil, una duda asomó a su rostro. Sintió una manifiesta punzada de remordimiento, cierto recelo, y dijo con un suspiro:

—A lo mejor tendría que haberlo quemado. Pero he intentado hacer lo mejor.

Cuando el relato de este asunto llegó a California (cosa que ocurrió en «los primeros tiempos») dio mucho que hablar, pero no mermó ni un ápice la popularidad del capitán. De hecho, la aumentó. California tenía por aquel entonces una población que «imponía» justicia siguiendo unas costumbres de lo más simples y primitivas, y por tanto gustaba de admirar esas mismas costumbres aplicadas en cualquier otra parte.

 

De Pasando fatigas 1872