ALGUNAS DOCTAS FÁBULAS PARA ADULTOS DE AMBOS SEXOS
En tres partes

I

De cómo los animales del bosque organizaron una expedición científica

Sucedió que las criaturas del bosque celebraron un gran consejo y nombraron una comisión de la que formaban parte los más ilustres científicos allí presentes, comisión que había de dirigirse mucho más allá de los límites del bosque y penetrar en el mundo desconocido e inexplorado con el fin de comprobar la verdad de lo que se enseñaba entonces en las escuelas y universidades, así como para llevar a cabo descubrimientos de importancia. Era la empresa de este tipo con más envergadura en la que jamás se había embarcado la nación. Lo cierto es que el Gobierno envió en cierta ocasión al doctor Sapo con una destacada escolta para tratar de descubrir un paso por el noroeste que cruzara el pantano hasta el límite derecho del bosque. Desde entonces se habían enviado varias expediciones con objeto de hallar el paradero del doctor Sapo, pero nunca lo encontraron. El Gobierno lo dio al final por perdido y homenajeó a su madre para demostrar su gratitud por los servicios que su hijo había prestado a la ciencia. En otra ocasión el Gobierno encargó al señor Saltamontes la búsqueda de las fuentes del riachuelo que desemboca en el pantano. Al cabo de un tiempo salieron varias partidas tras sus pasos, las cuales solo pudieron encontrar sus restos, pero se quedaron sin saber si había descubierto las fuentes. El Gobierno se comportó con gran decencia con el muerto y muchos envidiaron su funeral.

Pero todas aquellas expediciones fueron insignificantes comparadas con la presente, pues la constituían los más ilustres de entre los doctos. Además, se encaminaban a regiones inexploradas por completo que se creía que existían más allá del bosque, como ya antes hicimos constar. ¡Cuántos banquetes, elogios y homenajes se prodigaron a sus miembros! Dondequiera que apareciese alguno de ellos, se formaba de inmediato un corro para admirarlo y vitorearlo.

Al fin partieron, y era una bendición del cielo ver la larga procesión de tortugas terrestres cargadas de sabios; instrumentos científicos; luciérnagas para comunicarse por señales; provisiones; hormigas y escarabajos para excavar, transportar y hacer recados; y arañas para labores de agrimensura y otros menesteres de ingeniería. Tras las tortugas terrestres venía otra larga hilera de tortugas de mar, cómodas y espaciosas para un buen servicio de transporte marítimo; y en cada una de ellas, tanto en las de mar como en las de tierra, ondeaba un gladiolo o cualquier otra espléndida bandera. A la cabeza de la columna abría la marcha una orquesta de abejorros, mosquitos, grillos y cigarras que zumbaban una música marcial. El convoy iba bajo la escolta y protección de doce regimientos de orugas legionarias.

Al cabo de tres semanas la expedición dejó atrás el bosque y contempló al vasto e incógnito mundo. Sus ojos recibieron el saludo de un espectáculo imponente. Ante ellos se extendía una vasta planicie regada por un arroyo sinuoso y, más allá, se levantaba hacia el cielo una larga y elevada barrera de muy rara especie, que no supieron cómo calificar. El Escarabajo Pelotero dijo que le parecía solo una muralla de tierra, porque le constaba que podía ver árboles en ella. Pero el profesor Caracol y los demás dijeron:

—Está usted contratado para excavar, señor mío, y nada más. Necesitamos sus músculos, no su inteligencia. Cuando queramos saber su opinión sobre asuntos científicos nos apresuraremos a hacérselo saber. Su despreocupación es intolerable, ¡estar merodeando y entrometiéndose en las augustas labores doctrinales mientras los otros trabajadores están preparando el campamento! ¡Ayude inmediatamente a descargar los bártulos!

El Escarabajo Pelotero, impasible e imperturbable, se volvió observando para sus adentros: «Si no se trata de una muralla de tierra, que me muera ahora mismo con la peor de las muertes».

El profesor Sapo (sobrino del desaparecido explorador) dijo que creía que el cerro era el muro que circundaba la tierra y añadió:

—Nuestros padres nos han legado mucha ciencia, pero no han viajado jamás hasta muy lejos, así que podemos considerar este descubrimiento como nobilísimo. Tenemos asegurada la posteridad, aunque nuestros trabajos comiencen y terminen con esta simple hazaña. ¿De qué estará formado este muro? ¿De hongos, tal vez? Los hongos son algo muy honorable para construir con ellos un muro.

El profesor Caracol se ajustó sus binoculares y examinó el terraplén con aire crítico. Al fin dijo:

—El hecho de su falta de diafanidad me lleva a la conclusión de que nos hallamos ante un vapor denso formado por la calorificación de la humedad ascendente deflogistizada por refracción. Con unos cuantos experimentos endiométricos mi aseveración quedaría confirmada, pero no es necesario. La cosa es obvia.

Cerró sus binoculares y se introdujo en su caparazón para anotar el descubrimiento del fin del mundo y de su naturaleza.

—¡Intelecto profundísimo! —dijo el profesor Lombriz al profesor Ratón de Campo—. ¡Profundísimo intelecto! No hay nada que pueda permanecer un misterio para ese cerebro augusto.

A todo esto, anochecía. Los grillos centinelas estaban en sus puestos, las luciérnagas se habían encendido y el campo quedó sumido en el silencio y el sueño. La mañana siguiente, después de desayunar, la expedición continuó su camino. Hacia el mediodía se había alcanzado una gran avenida por la que discurrían dos interminables hileras paralelas de alguna sustancia negra y dura que se alzaban, sobre el nivel general, a una altura superior a la de un sapo de buena estatura. Los científicos se encaramaron sobre ellas y las examinaron y analizaron de los más diversos modos. Las recorrieron durante mucho rato sin encontrar ni fin ni interrupción en ellas. Les fue imposible llegar a ninguna deducción. No había nada en los archivos científicos que mencionara algo semejante. Pero, por fin, el calvo y venerable geógrafo, el profesor Tortuga, quien, nacido en una familia humildísima, destacó entre los más ilustres geógrafos de su generación por su innata fuerza de voluntad, dijo:

—Amigos míos, no se puede negar que hemos hecho todo un hallazgo. Hemos tenido la fortuna de encontrar, en estado compacto e imperecedero, lo que los más doctos de entre nuestros padres se empeñaban en considerar como mero producto de la imaginación. Descubríos, amigos míos, pues nos hallamos ante algo extraordinario. ¡He aquí los paralelos de latitud!

Todos los corazones y todas las cabezas se inclinaron, tan sublime e imponente era la magnitud del descubrimiento. Muchos derramaron abundantes lágrimas.

Se instaló el campamento y el resto del día lo dedicaron a escribir voluminosas descripciones de la maravilla, y a corregir las tablas astronómicas para adaptarlas a la nueva revelación. Hacia medianoche se oyó un estrépito demoníaco, seguido por un estruendo espantoso, y al momento pasó disparado un ojo enorme y terrible, provisto de una larga cola, que desapareció en la oscuridad emitiendo triunfantes silbidos.

Los pobres trabajadores del campamento quedaron horrorizados hasta lo más profundo de sus corazones, y como un solo ser salieron en estampida a ocultarse entre la hierba. Pero no así los científicos. Ellos no creían en supersticiones. Con toda calma procedieron a intercambiar teorías. Fue consultada la opinión del viejo geógrafo, quien, retirándose a su caparazón, deliberó larga y profundamente. Cuando al fin emergió, todos reconocieron una revelación en su actitud recogida. Y habló como sigue:

—Dad gracias por este estupendo fenómeno que nos ha sido dado presenciar. Es el equinoccio de invierno.

Hubo clamores y gran regocijo.

—Pero —dijo la Lombriz, desenroscándose después de reflexionar— nos encontramos en el rigor del verano.

—Así es —dijo la Tortuga de Mar—, pero estamos lejos de nuestra región, la estación cambia con la diferencia de tiempo entre dos puntos.

—Ah, cierto, ciertísimo. Pero es de noche. ¿Cómo iba el sol a pasar por la noche?

—Sin duda en estas distantes regiones pasa siempre por la noche y a esta hora.

—Sí, sin duda debe de ser así. Pero siendo de noche, ¿cómo podemos verlo?

—Es un gran misterio. ¿Por qué negarlo? Pero estoy persuadido de que la humedad de la atmósfera en estas remotas regiones es tal que las partículas de luz diurna se adhieren al disco, y con ayuda de ellas hemos podido ver el sol en la oscuridad.

La explicación fue considerada satisfactoria y se registró la debida anotación de aquella decisión.

Pero en aquel momento volvieron a oírse los horrísonos silbidos. De nuevo, el estrépito y el estruendo pasó a toda velocidad surgiendo de la noche. Una vez más relució un gran ojo ígneo que se perdió en la oscuridad y la distancia.

Los trabajadores del campo se dieron por perdidos. Los sabios se quedaron dolorosamente perplejos. Era esta una maravilla difícil de comprender. Hablaron y pensaron; pensaron y hablaron. Finalmente el docto y anciano lord Arácnido-Pataslargas, que había estado reflexionando profundamente, con sus esbeltas piernas y brazos cruzados, dijo:

—Dad rienda suelta a vuestras opiniones, hermanos, y luego expondré yo mi pensamiento, pues creo explicarme este fenómeno.

—Así sea, vuestra señoría —intervino con débil balbuceo el arrugado y encanecido profesor Bicho Bola—, pues la prudencia y la discreción hablarán por los labios de vuestra señoría.

Al llegar a este punto el orador declamó toda una serie de exasperantes citas vulgares y carentes de interés de los antiguos poetas y filósofos, pronunciándolas con mucha devoción en las retumbantes magnificencias de sus lenguas originales, pues provenían del «mastodóntico», del «dodo» y de otras lenguas muertas.

—Tal vez no debiera osar entrometerme en asuntos pertenecientes a la astronomía ante tal auditorio —añadió—. He elegido como profesión de mi vida ahondar únicamente entre los tesoros de los lenguajes extinguidos y desenterrar la opulencia de su anciana ingenuidad; pero, a pesar de todo, por poco versado que esté en la noble ciencia de la astronomía, ruego con deferencia y humildad poder sugerir que, puesto que la última de estas maravillosas apariciones procedió exactamente en la dirección opuesta a la primera, que vosotros decidisteis que fuera el equinoccio invernal, y que tal parecía en todas sus características, ¿no es posible, más aún, cierto, que este sea el equinoccio autumnal y que...?

—¡Fuera! ¡Lárguese! ¡Lárguese! —gritaron todos con tono de mofa. Y el pobre viejo Bicho Bola se alejó consumido por la vergüenza.

Prosiguió la discusión y entonces todos los de la comisión, a coro, pidieron a lord Arácnido-Pataslargas que hablara. Y este dijo:

—Doctos colegas, creo sinceramente que hemos sido testigos de una cosa que solo una vez, en recuerdo de ningún viviente, ha ocurrido para perfección nuestra. Es un fenómeno de inconcebible importancia y relieve, mírese como se quiera, pero su interés para nosotros se ve enormemente acrecido por un nuevo conocimiento de su naturaleza que ningún erudito ha poseído jamás hasta el presente, ni siquiera sospechado. Esta gran maravilla que acabamos de presenciar, sabios compañeros (casi me quita el aliento decirlo), ¡es nada menos que el tránsito de Venus!

Todos los eruditos se pusieron unánimemente de pie, pálidos de asombro. Hubo lágrimas, apretones de mano, frenéticos abrazos y las más extravagantes demostraciones de variado júbilo. Pero poco a poco, cuando la emoción empezó a replegarse a sus antiguos límites y la reflexión recuperó sus fueros, el cumplido inspector jefe Lagartija observó:

—Pero ¿cómo es posible? Venus tendría que atravesar la superficie del Sol, pero no de la Tierra.

La flecha dio en el blanco. Trajo el pesar a los pechos de todos aquellos apóstoles del conocimiento, pues ninguno pudo negar que esta era una crítica formidable. Pero, impasible, el venerable Búho cruzó sus alas detrás de las orejas, y dijo:

—Mi amigo ha dado en el meollo de nuestro importante descubrimiento. Sí, todos cuantos han vivido antes que nosotros pensaban que los tránsitos de Venus consistían en un vuelo ante la faz solar. Así lo pensaron, lo mantuvieron y creyeron honestamente aquellos infelices para quienes hay que buscar justificación en las limitaciones de su conocimiento, pero a nosotros nos ha sido deparada la inestimable dicha de probar que el tránsito ocurre por la faz de la Tierra, ¡pues lo hemos visto!

Toda aquella congregada sapiencia quedó sumida en muda adoración de tan imperial intelecto. Al instante se disiparon todas las dudas como la noche ante el rayo.

El Escarabajo Pelotero se inmiscuyó en el grupo sin ser visto. Al poco, avanzó tambaleándose entre los doctos, dando golpecitos familiares en el hombro de uno y de otro, diciendo: «Buen... ¡hip! buen muchacho», en tanto que en sus labios se dibujaba una sonrisa de primoroso bienestar. Cuando alcanzó una posición adecuada para dirigir la palabra a la asamblea, puso su brazo izquierdo en jarra y con los nudillos apoyados en su cadera, bajo el borde de su frac, dobló su pierna derecha, dejó la punta del pie en el suelo y, descansando el talón con gracioso desembarazo en su espinilla izquierda, hinchó su estómago de edil, despegó los labios y apoyó el codo derecho en el hombro del inspector Lagartija.

Pero el hombro fue apartado con indignación y el maltratado hijo del trabajo y del afán dio con su cuerpo en tierra. Después de revolverse un poco se levantó sonriente, compuso su postura con igual cuidado en los pormenores como antes, aunque esta vez eligió el hombro del profesor Garrapata como soporte, abrió la boca y...

Dio otra vez con su cuerpo en el suelo. Volvió a levantarse con empeño, siempre sonriente, hizo un esfuerzo inútil para sacudirse el polvo de su chaqueta y sus piernas, pero la fuerza del malogrado impulso de una de las sacudidas le hizo dar un traspié, se le enredaron las piernas y salió volando, largo y desgarbado, sobre el regazo de lord Arácnido. Dos o tres eruditos se levantaron de sus asientos, arrojaron a la vil criatura rodando a un rincón y ayudaron al patricio a recobrar su porte, confortando su ultrajada dignidad con abundantes discursos de aliento. El profesor Sapo rugió:

—¡Basta ya, señor Pelotero! Decid cuanto tengáis que decir y volved raudo a vuestros asuntos. ¡Pronto! ¿De qué se trata? Apartaos un poco, oléis a establo. ¿Qué intentáis?

—Atiéndame... ¡hip!, atiéndame, su señoría, que ya una vez tuve la suerte de esclarecer un fenómeno. Pero... ¡hip!, eso no importa. Ha... hab... ¡hip!, habido otro descubrimiento que..., excusadme, nobles señores, ¿qué era e... ¡hip!, eso que pasó por aquí la primera vez?

—El equinoccio de invierno.

—Equinoccio del infierno..., muy bien... No... ¡hip!, no tengo el gusto. ¿Qué era lo otro?

—El tránsito de Venus.

—Tampoco. N... ¡hip!, no importa. El segundo dejó caer algo.

—¡Ah!, ¿sí? ¡Qué suerte, buenas noticias! Di, ¿qué era?

—T... ¡hip!, tómense el trabajo de ir a verlo. Valdrá la pena.

No se votó ningún otro asunto durante las veinticuatro horas siguientes. Luego se registró en el diario lo siguiente:

La comisión se dirigió rápidamente a conocer el hallazgo. Consistía en un objeto liso, duro e imponente, de base redonda y amplia, seguida por una proyección longitudinal parecida a la sección transversal de un tallo de col. El extremo no era macizo, sino un cilindro vacío taponado con una sustancia blanda semejante a la madera y desconocida en nuestra región. Es decir, había estado obturada, pero, por desgracia, la Rata, jefa de los zapadores y minadores, extrajo sin cuidado dicha obstrucción antes de nuestra llegada. El vasto objeto que teníamos ante nosotros, tan misteriosamente llegado desde los relucientes dominios del espacio, se descubrió que era hueco, pero que estaba casi lleno de un líquido picante de tono pardusco parecido al agua de lluvia estancada algún tiempo. ¡Y qué espectáculo se presentó ante nuestros ojos! La Rata se balanceaba en su cumbre entregada a la tarea de introducir la cola por el cilindro, sacarla empapada y permitir a las alborotadas multitudes de trabajadores que sorbieran la punta. Luego, de inmediato, volvía a introducirla y a ofrecer el fluido a la muchedumbre como la vez anterior. Era evidente que este licor tenía cualidades extrañamente poderosas, pues todos cuantos bebían de él se exaltaban al instante presos de emociones intensas y placenteras, y se marchaban dando traspiés, entonando canciones libertinas, abrazando a todo el mundo, peleando, bailando, profiriendo juramentos y desafiando a toda autoridad. A nuestro alrededor reñía un populacho compacto e incontrolado, y asimismo incontrolable, pues todo el ejército, incluso los mismos centinelas, estaba enloquecido por causa de la bebida. Fuimos arrastrados por aquellas desatinadas criaturas y, al cabo de una hora, no se nos podía distinguir de la multitud. La desmoralización fue completa y universal. Más adelante, el campamento, víctima de sus orgías, cayó en un estoico y lastimero estupor en cuyos límites misteriosos se olvidaron las conveniencias sociales y se hicieron los más extraños compañeros de lecho. Al despertar, se cegaron nuestros ojos y se petrificó nuestra alma al encontrarnos ante el increíble espectáculo que ofrecieron el hediondo e intolerable Escarabajo Pelotero y el ilustre patricio lord Arácnido-Pataslargas, sumidos en un profundo sueño, y amorosamente abrazados como no se ha visto igual en todos los tiempos que la tradición ha registrado. Sin duda alguna será difícil de encontrar en esta tierra quien tenga la suficiente fe para creerlo, salvo nosotros que nos encontramos ante tan horrible y condenada visión. ¡Así de inescrutables son los designios de Dios, cuya voluntad se cumpla!

»Aquel mismo día, cumpliendo órdenes, el ingeniero jefe, herr Araña, dispuso el aparejo necesario para vaciar el vasto depósito, y así su calamitoso contenido fue derramado como un torrente sobre la seca tierra, que se apresuró a absorberlo, y así cesó de existir peligro de ulteriores daños, pues nosotros nos hemos reservado solo unas pocas gotas para experimentación y análisis, y también para exhibirlo ante el rey y conservarlo luego entre las maravillas del museo. Se ha podido ya determinar la naturaleza de este líquido. No cabe duda de que es el fluido feroz y de enorme poder destructivo llamado rayo. Fue arrancado con su continente del almacén que hay en las nubes por la irresistible fuerza del planeta volador y arrojado a nuestros pies cuando pasaba a toda velocidad. Resulta de todo ello un interesante descubrimiento: este rayo, en estado de reposo, es inactivo. El agresivo contacto con el trueno lo libera de su encierro, lo lleva a la ignición y produce una combustión instantánea y una explosión que siembra el desastre y la desolación por todos los rincones de la tierra.

Después de otro día dedicado al descanso y al restablecimiento, la expedición continuó su camino. Algunos días más tarde acamparon en una parte agradable del llano y los sabios hicieron una salida para efectuar nuevos descubrimientos. Su recompensa no se hizo esperar. El profesor Sapo descubrió un árbol extraño y llamó a sus camaradas, quienes lo inspeccionaron con profundo interés. Era muy alto y estaba completamente desprovisto de corteza, ramas o follaje. Lord Arácnido, por medio de la trigonometría, determinó su altura; herr Araña midió su circunferencia en la base y calculó la de su parte superior a través de una demostración matemática, basada en la ley de proporción que tiene en cuenta la uniformidad de su elevación. Fue considerado un descubrimiento particularmente extraordinario. Como se trataba de un árbol de una especie ignorada hasta la fecha, el profesor Bicho Bola le dio un nombre de docta eufonía, que no era otro que el del profesor Sapo traducido a la antigua lengua mastodóntica, pues en los descubrimientos había sido siempre costumbre perpetuar su nombre y honrarse a sí mismos por esta especie de relación con sus hallazgos.

El profesor Ratón de Campo, aplicando su finísimo oído al árbol, advirtió un rico y harmonioso sonido que se producía en su interior. Este hecho sorprendente fue comprobado por cada uno de los sabios, y grande fue el contento y el asombro de todos. Se requirió al profesor Bicho Bola para que ampliara el nombre del árbol de tal forma que incluyera la cualidad musical que poseía, lo que realizó, añadiendo la palabra «antífona» vertida a la lengua mastodóntica.

A todo esto el profesor Caracol, después de algunas inspecciones telescópicas, descubrió un gran número de estos árboles, colocados todos en fila y con amplios espacios entre ellos, tanto hacia el sur como hacia el norte, y hasta tan lejos como alcanzaba su telescopio. Descubrió también que todos aquellos árboles estaban unidos unos con otros en su cima por medio de catorce grandes cuerdas, una encima de la otra, que continuaban sin interrupción de árbol en árbol hasta perderse a lo lejos. Esto era sorprendente. El ingeniero jefe, herr Araña, subió a uno de ellos y no tardó en informar que aquellas cuerdas eran una tela de araña que algún descomunal miembro de su propia especie habría tejido, pues podían verse sus presas que pendían por doquier en forma de grandes harapos, que tenían cierto aspecto de telas, y no cabía duda que eran las pieles desechadas de prodigiosos insectos que habían sido apresados y devorados. Luego recorrió una de las cuerdas para efectuar una inspección más detallada, pero sintió una extraña quemazón súbita en la planta de los pies acompañada de una descarga paralizadora, por lo que se lanzó hacia tierra a través de un hilo de propia confección y avisó a todos que se apresuraran a recogerse en el campamento, no fuera cosa que apareciera el monstruo y sintiera tanto interés por los sabios como ellos sentían por él y sus labores. Se marcharon con rapidez, tomando notas acerca de la tela gigante. Aquella noche el naturalista de la expedición construyó una bella maqueta de la araña colosal, sin necesidad de haberla visto, ya que había recogido un fragmento de vértebra junto al árbol y sabía ya con exactitud el aspecto que tenía la bestia, cuáles eran sus costumbres y sus preferencias, valiéndose solo de aquel vestigio. La representó con cola, dientes, catorce patas y hocico, y dijo que comía hierba, ganado, guijarros y tierra con idéntico entusiasmo. El descubrimiento de este animal fue considerado una aportación de excepcional valor para la ciencia. Quedó la esperanza de encontrar un ejemplar muerto para disecarlo. El profesor Bicho Bola llegó a pensar que tal vez si él y alguno de sus doctos compañeros podían permanecer lo suficientemente silenciosos podrían capturar uno vivo. Toda la atención que se prestó a su propuesta fue animarlo a que lo intentara. La asamblea terminó poniéndole al monstruo el nombre del naturalista, puesto que él, después de Dios, era quien lo había creado.

—Y quizá mejorado —murmuró el Escarabajo Pelotero, que volvía a meterse donde no le llamaban, según su ociosa costumbre y su insaciable curiosidad.

II

De cómo los animales del bosque completaron sus labores científicas

Una semana más tarde la expedición acampó en medio de una colección de curiosidades maravillosas. Eran estas una especie de amplias cavernas de piedra que se erguían aisladas y en grupos más allá del llano, junto al río que habían visto por primera vez cuando salieron del bosque. Las cavernas se alzaban dispuestas en fila, unas frente a otras, a ambos lados de anchos corredores bordeados por una sola hilera de árboles. La cima de cada una de ellas formaba un declive abrupto por ambos lados. Varias filas horizontales de grandes agujeros cuadrados, obstruidos por una sustancia delgada, transparente y reluciente se abrían en la parte delantera de cada caverna. En su interior había unas dentro de otras, y podía uno ascender y visitar aquellos compartimientos menores por medio de curiosos caminos en espiral, que consistían en continuas terrazas regulares levantadas unas sobre otras. En cada compartimiento había varios objetos imponentes y sin forma que fueron considerados criaturas vivientes en otro tiempo, a pesar de que, en ese momento, la delgada piel pardusca estaba hecha jirones y resonaba a cualquier contacto. Había allí arañas en gran número, y sus telas, extendidas en todas direcciones y coronando los muertos despellejados, constituían un espectáculo agradable, puesto que daban una nota de vida y alegría a una escena que de otro modo hubiera solo inspirado una impresión de olvido y desolación. Se trató de obtener información por medio de aquellas arañas, pero fue inútil. Eran de nacionalidad diferente a las de la expedición, y su idioma no parecía sino una jerga musical sin sentido alguno. Eran una raza tímida y amable, aunque ignorante y ferviente adoradora de dioses desconocidos. La expedición les proveyó de un gran número de misioneros para que les enseñaran la verdadera religión, y en una semana ya se había llevado a cabo una gran obra entre aquellas criaturas faltas de luz. No hubiera sido posible hallar, hasta ese momento, tres familias en armonía unas con otras o que poseyeran creencia alguna afianzada, fuera de la clase que fuese. Esto animó a la expedición a establecer allí una colonia permanente de misioneros, para que pudiera proseguir la piadosa obra.

Pero no nos desviemos de nuestra narración. Después de un examen detenido de las fachadas de las cavernas y tras muchas deliberaciones e intercambios de teorías, los científicos determinaron la naturaleza de aquellas singulares formaciones. Proclamaron que cada una de ellas pertenecía en su mayor parte al período de la arcilla; que las fachadas de las cavernas se levantaban en innumerables estratos, maravillosamente regulares, hasta gran altura, cada uno de un espesor aproximado a la altura de cinco ranas; y que en el reciente descubrimiento radicaba una rotunda refutación de las teorías geológicas vigentes, ya que, entre cada uno de los estratos de arcilla, se encontraba otro más delgado de piedra caliza descompuesta. Así que en vez de existir solo un único período de la arcilla, podía afirmarse con certeza que hubo nada menos que ciento setenta y cinco. Y, por las mismas señales, era evidente que se produjeron ciento setenta y cinco inundaciones en la tierra con sus correspondientes sedimentaciones de piedra caliza. La inevitable deducción de ambos hechos era la abrumadora verdad de que el mundo, en vez de contar solo doscientos mil años de existencia, databa de millones y millones de años. Y se producía también otro hecho curioso: cada estrato de arcilla quedaba interrumpido y dividido, en intervalos matemáticamente regulares, por líneas verticales de piedra caliza. Hasta entonces era común hallar, en las formaciones acuosas, brotes de roca volcánica, a través de las fracturas; pero se encontraban ahora, por primera vez, con un fenómeno semejante. Fue un descubrimiento noble y magnífico y se consideró de inestimable valor para la ciencia.

Un examen crítico de algunos de los estratos inferiores demostró la presencia de hormigas y escarabajos peloteros fosilizados (estos últimos acompañados de sus bienes peculiares). El hecho fue anotado en el registro científico con gran alborozo. Era la prueba de que estos vulgares trabajadores pertenecían a los órdenes primeros y más bajos de los seres creados, aunque, al mismo tiempo, había algo repulsivo en la idea de que las perfectas y exquisitas criaturas de los órdenes modernos y más elevados debieran sus orígenes a seres tan ignominiosos, según la misteriosa ley del origen de las especies.

El Escarabajo Pelotero, al oír esta discusión, dijo que estaba conforme con que los advenedizos de estos nuevos tiempos encontraran solaz con tan peregrinas teorías, ya que, por lo que a él atañía, tenía suficiente con ser de las primeras y más antiguas familias y se enorgullecía al ver que su género pertenecía a la vieja aristocracia de la tierra.

—Gozad de vuestra recién brotada dignidad, que apesta a barniz de ayer, puesto que ello os complace —dijo—; a los escarabajos peloteros nos basta descender de una raza que hizo rodar sus aromáticas esferas por los solemnes corredores de la antigüedad, y dejó sus trabajos imperecederos embalsamados en la vieja arcilla para proclamarlo a los siglos en su marcha por la senda del tiempo.

—¡Váyase de paseo! —dijo con sorna el jefe de la expedición.

Transcurrió el verano y se fue acercando el invierno. En el interior y alrededor de muchas de las cavernas se veía lo que aparentaban ser inscripciones. Muchos de los científicos así lo afirmaron, y otros lo negaron. El primero de los filólogos, el profesor Bicho Bola, sostenía que eran escrituras en caracteres desconocidos por completo por los doctos y en un lenguaje irreconocible. Ordenó a sus artistas y delineantes que realizaran facsímiles de todos los escritos que se descubrieran; luego se entregó a la búsqueda de la clave de la lengua ignorada, para cuya tarea siguió el método usado siempre por todo paleógrafo. Colocó ante él un determinado número de copias de las inscripciones y las estudió tanto en conjunto como por separado. Para empezar, examinó las siguientes copias:

HOTEL NACIONAL

COCINA SIEMPRE ABIERTA

LAS UMBRÍAS

PROHIBIDO FUMAR

SE ALQUILAN BOTES BARATOS

ASAMBLEA PARROQUIAL A LAS CUATRO

BILLARES

EL DIARIO DE LA COSTA

PELUQUERÍA LA PRINCIPAL

TELÉGRAFOS

NO PISAR LA HIERBA

PRUEBE PÍLDORAS BRANDRETH

VILLAS PARA ALQUILAR DURANTE LA ESTACIÓN TERMAL

EN VENTA

EN VENTA

EN VENTA

EN VENTA

Al principio le pareció al profesor que era una escritura jeroglífica y que cada palabra estaba representada por un signo distinto. Un ulterior examen lo convenció de que era un lenguaje escrito y que cada letra de su alfabeto estaba representada por un solo carácter . Y por último dedujo que era un idioma que se transmitía en parte por letras y en parte por signos o jeroglíficos. Se vio obligado a adoptar tal conclusión al descubrir varias muestras.

Observó que ciertas inscripciones eran más frecuentes que otras, como «EN VENTA», «BILLARES», «S.T.—1860—X», «CERVEZA DE BARRIL». Sin duda serían máximas religiosas. Pero poco a poco desechó esta idea conforme empezó a aclararse el misterio del extraño alfabeto. El profesor consiguió traducir varias de las inscripciones con cierta plausibilidad, aunque no a perfecta satisfacción de todos los doctos; pero, no obstante, el profesor efectuaba constantes y alentadores progresos.

Finalmente, se descubrió una caverna en la que se leían estas inscripciones:

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El profesor Bicho Bola afirmó que la palabra «museo» equivalía a la frase lumgath molo, o «tumba». Al entrar, los científicos quedaron sorprendidísimos. Pero todo cuanto vieron quedará mejor explicado en el lenguaje de su propio informe oficial.

Colocadas en fila, veíanse una especie de enormes rígidas figuras, que de inmediato llamaron nuestra atención como pertenecientes a la hace largo tiempo extinta especie de reptiles llamados hombres, descritos en nuestros códices antiguos. Este fue un descubrimiento de gran interés, porque en estos últimos tiempos se ha popularizado sostener que la existencia de tal criatura fuera un mito, una superstición, obra de la inventiva imaginación de nuestros remotos antepasados. Pero aquí nos hemos enfrentado, sin duda alguna, con el hombre en estado de fósil, perfectamente conservado. Y esta era, a todas luces, su tumba, como así lo demostraba aquella inscripción. Entonces se empezó a sospechar que las cavernas que habíamos inspeccionado les habían servido de refugio en la antiquísima edad en que vagaban por la tierra, ya que sobre el pecho de cada uno de ellos se leía una inscripción con los caracteres antes observados. A saber: «El capitán Kidd, pirata»; «La reina Victoria»; «Abraham Lincoln»; «George Washington»; etcétera.

»Con febril interés consultamos nuestros antiguos códices científicos para descubrir si por azar la descripción del hombre que en ellos figuraba coincidía con los fósiles ante los que nos hallábamos. El profesor Bicho Bola lo leyó en voz alta, con su fraseología rancia y pintoresca, según se verá:

»—Como por tradición sabemos, pisaba el hombre esta tierra, en tiempos de nuestros padres. Era una criatura de ingente talla, que concebimos de lisa piel, unas veces de un color, otras de varios, que podía ir adoptando según su voluntad. Las patas posteriores estaban armadas de cortas garras parecidas a las del topo, pero más anchas; y las anteriores, de dedos de curiosa delgadez y longitud mucho más grandiosas que las de una rana. Estaban armados igualmente de anchos talones para excavar la tierra buscando su alimento. Tenía en su cabeza una especie de plumas tales como las de una rata, pero más largas, y un hocico adecuado para buscar el sustento por su olor. Cuando le embargaba la felicidad, sus ojos destilaban agua; y cuando sufría o penaba lo manifestaba con un clamor horrible e infernal cual monstruoso cacareo, en extremo horroroso para ser oído, tanto que ansiaba que fuera capaz de desgarrarse y acabar de una vez con sus amarguras. Cuando dos hombres se juntaban emitían los siguientes sonidos: “Vaya, vaya, vaya” y “Qué caramba, qué caramba”, junto con otros de más o menos parecido, por lo que los poetas imaginaron que hablaban, pero sabido es lo inclinados que son a dejarse llevar por cualquier frenético disparate. A veces tal criatura iba provista de un bastón que se llevaba a la cara y escupía fuego y humo con un estrépito brusco y tan horrendo que asustaba a su presa mortalmente, la atrapaba en sus garras y se marchaba a su morada poseído de una arrogante y diabólica alegría.

»La descripción llevada a cabo por nuestros antepasados fue maravillosamente corroborada y confirmada por los fósiles que teníamos ante nosotros. El espécimen denominado “El capitán Kidd” fue examinado con todo detalle. Sobre la cabeza y parte de su cara había una especie de crines como las de la cola de un caballo. Con gran trabajo se le quitó un trozo de la lisa piel y se descubrió que su cuerpo estaba constituido por una materia blanca y brillante petrificada por completo. La paja que había comido tantos siglos atrás seguía en su cuerpo sin digerir, e incluso en sus piernas.

»En torno a estos fósiles había objetos que no hubieran significado nada para el ignorante, pero eran una revelación a ojos de la ciencia. Dejaban al desnudo los secretos de las muertas centurias. Estos antiguos memoriales nos descubrieron cuándo vivió el hombre y cuáles eran sus costumbres. Y allí, al lado mismo, había pruebas de que había morado en las más remotas edades de la creación, acompañando a otras especies inferiores que pertenecieron a aquel tiempo olvidado. Encontramos el fósil de un “nautilus”, que surcaba los mares primigenios, el esqueleto de un mastodonte, un ictiosauro, un oso de las cavernas, un grandioso alce. También los roídos huesos de algunos de estos animales extintos y de ejemplares jóvenes de la propia especie del hombre, hendidos longitudinalmente, demostrando que para su paladar la médula fue un lujo exquisito. Era evidente que el hombre había despojado aquellos huesos de su contenido, puesto que no se veía la marca de los dientes de bestia alguna, aunque el Escarabajo Pelotero observó lo siguiente: “De todos modos, no hay criatura que pueda dejar la huella en el hueso”. Había allí pruebas de que el hombre tuvo vagas e inciertas nociones de arte, pues se advertía en ciertos objetos calificados con intraducibles palabras: “Hachas de sílex, cuchillos, puntas de lanza y ornamentos óseos del hombre primitivo”. Algunos de ellos parecían ser armas rudimentarias, confeccionadas con pedernal, y en un lugar secreto se hallaron unas cuantas más en proceso de construcción, con esta leyenda intraducible, escrita sobre un material delgado y endeble que había junto a ellas: “Jones, si no quieres que te despidan del musseo pon más cuidado al acer las harmas primitivas. Con las últimas no podrias hengañar ni a uno de los agüelos centíficos medio dormidos de la universsidad. Ten tanvién en cuenta que los animales que tallastes en los ornamentos hóseos son demasiada injuria para cualquier honbre primitivo. El administrador que lo es, Varnum”.

»En la parte posterior de la tumba había un montón de cenizas que demostraban que el hombre celebraba siempre un festín en los funerales. Si no, ¿qué explicación tenían las cenizas en tal lugar? Demostraban también que creía en Dios y en la inmortalidad del alma, porque si no tampoco podrían explicarse las solemnes ceremonias.

»En resumen: creemos que el hombre poseyó un lenguaje escrito. Sabemos en efecto que existió, que no es un mito; que fue el compañero de los osos de las cavernas, del mastodonte y de otras especies extintas; que guisaba y comía a estos animales, así como a los jóvenes de su propia especie; que utilizaba armas de aspecto tosco y no sabía nada de arte; que imaginaba que tenía un alma y se complacía imaginando ser inmortal. Pero no nos burlemos: pueden existir criaturas en este mundo para quienes nosotros, nuestra vanidad y profundidad resulten igualmente risibles.

III

Junto a la orilla del gran río encontraron los científicos una piedra enorme, tallada con la siguiente inscripción:

En la primavera de 1847 el río se desbordó e inundó toda la ciudad. La altura alcanzada por las aguas fue de dos a seis pies. Se perdieron más de novecientas cabezas de ganado y fueron destruidos muchos hogares. El alcalde ordenó que se erigiera este memorial para perpetuar el acontecimiento. ¡Líbrenos Dios de su repetición!

Con infinitas dificultades logró el profesor Bicho Bola traducir este epígrafe, que envió a su patria, y que produjo una excitación extraordinaria. Se confirmaban de una manera notable ciertas tradiciones de las que hablaban los antiguos. La traducción quedó deslucida por una o dos palabras indescifrables, pero estas no perjudicaban la claridad general del significado. Aquí la presentamos:

Hace mil ochocientos cuarenta y siete años los [¿fuegos?] descendieron y consumieron la ciudad entera. Solo se salvaron unas novecientas almas, y murieron todas las demás. El [¿rey?] ordenó que se erigiera esta piedra para... [intraducible]... su repetición.

Fue la primera traducción satisfactoria que se hizo de los misteriosos caracteres que el extinto hombre dejó a su paso, lo que proporcionó al profesor Bicho Bola tal reputación que, al momento, todas y cada una de las instituciones docentes de su tierra natal le otorgaron la más preciada e ilustre distinción, y se llegó a creer que de ser militar, y haber empleado todo su espléndido talento en la exterminación de alguna desconocida tribu de reptiles, el rey lo hubiera ennoblecido y enriquecido. Y de este hecho tomó su origen aquella escuela de doctos llamada «hombrelogistas», cuya especialidad era el estudio de los antiguos restos del pájaro extinto denominado hombre, pues quedó demostrado que fue un pájaro y no un reptil. El profesor Bicho Bola presidió la escuela, pues todos conocían la perfección de sus traducciones. Otros cometían errores, pero él parecía incapaz de equivocarse. Más adelante se encontraron varios memoriales de la raza perdida, pero ninguno alcanzó el renombre y la veneración lograda por la «piedra Alcaldial», llamada así por figurar en ella la palabra alcalde, que se tradujo por rey. «Piedra Alcaldial» no era sino otro modo de decir «piedra del Rey».

En otra ocasión los expedicionarios realizaron un gran descubrimiento. Era una masa vasta, plana y cilíndrica, de un diámetro como diez veces la altura de una rana , y cinco o seis de altura. El profesor Caracol se puso las gafas y la examinó con detenimiento, luego subió a ella e inspeccionó la parte superior. Dijo:

—El resultado de mi perlustración y persconciación con respecto a esta protuberancia isoperimétrica implica el convencimiento de que se trata de una de las raras y maravillosas creaciones realizadas por los constructores de montículos. El hecho de ser lamelibranquiada en su formación acrecienta el interés por resultar de una clase diferente de las descritas en los anales de la ciencia, pero no menoscaba de ningún modo su autenticidad. Que el megalófono saltamontes emita una llamada e invoque aquí al perfunctorio y circumforáneo Escarabajo Pelotero con el fin de que se efectúen excavaciones y se proceda a recolectar nuevos tesoros.

No fue posible hallar ni un solo escarabajo pelotero de servicio, y el montículo tuvo que ser excavado por una activa brigada de hormigas. No se descubrió nada. El hecho hubiera producido una gran desilusión de no aclarar el misterio el venerable lord Arácnido. Dijo:

—Resulta ahora evidente para mí que la misteriosa y olvidada raza de los constructores de montículos no siempre erigía estos edificios como mausoleos, pues si no, tanto en este caso como en todos los demás previos, se encontrarían aquí sus esqueletos junto a los burdos utensilios que aquellas criaturas usaban en vida. ¿No parece clara esta deducción?

—¡Es cierto, es cierto! —exclamaron todos.

—Por lo tanto, hemos hecho aquí un descubrimiento de peculiar valor, un descubrimiento que amplía en gran medida nuestro conocimiento del hombre en vez de disminuirlo; un descubrimiento que prestigiará las hazañas de esta expedición y nos hará objeto de las felicitaciones de todos los doctos, dondequiera que sea. La ausencia de las acostumbradas reliquias no significa otra cosa que esto: el constructor de montículos, en lugar de ser el reptil ignorante y salvaje que hasta ahora hemos considerado, fue una criatura cultivada y de gran inteligencia, capaz no solo de apreciar las valiosas hazañas de los grandes y nobles seres de su especie, sino de conmemorarlas. Mis eruditos amigos, este bello montículo no es un sepulcro, es un monumento.

Esto produjo una profunda impresión.

Pero la interrumpió una risa grosera y sarcástica, la del Escarabajo Pelotero.

—¡Un monumento! —exclamó—. Un monumento erigido por un constructor de montículos. ¡Vaya que sí! Así es, claro, para los sutiles y penetrantes ojos de la ciencia, pero para un pobre diablo ignorante como yo, que no ha visto jamás un colegio, no es un monumento estrictamente considerado, sino una propiedad riquísima y noble. Y con el permiso de sus mercedes voy a proceder a manufacturarlo en esferas de singular gracia y...

El Escarabajo Pelotero se alejó de allí después de haber recibido unos azotes, y los delineantes de la expedición procedieron a tomar notas del monumento desde diferentes puntos, mientras el profesor Bicho Bola, en un frenesí de celo científico, recorría toda su superficie y los alrededores tratando de hallar alguna inscripción. Pero si hubo alguna, quedó descompuesta o fue arrancada por algún vándalo, que se la llevó como reliquia.

Una vez terminados los bocetos, se creyó prudente cargar el precioso monumento sobre las espaldas de cuatro de las mayores tortugas y enviarlo a la patria, con destino al museo real, cosa que se hizo de inmediato. Cuando llegó fue recibido con enorme júbilo y escoltado hasta su lugar de exposición por miles de ciudadanos entusiastas. Incluso el mismo rey Sapo XVI aceptó colocar sobre él su trono durante el acto.

El creciente rigor del tiempo advirtió a los sabios que era hora de terminar sus labores por el momento y comenzaron los preparativos para el viaje de regreso a casa. Pero hasta el último día en las cavernas dio su fruto, ya que uno de los sabios encontró en una de las remotas esquinas del museo, o tumba, una cosa rarísima y extraordinaria. Era nada menos que un pájaro hombre compuesto de dos cuerpos unidos por el tórax por medio de un ligamento natural, y cuyas características parecían encerrarse bajo las intraducibles palabras «Hermanos siameses». El informe oficial de este hallazgo terminaba como sigue:

De lo cual se deduce que en otro tiempo hubo dos especies distintas de estas aves majestuosas, una simple y otra doble. La naturaleza tiene siempre una explicación para todo. Para la ciencia es evidente que el hombre doble habitaba originariamente una región en la que abundaban los peligros. De aquí que estuvieran emparejados, para que mientras una de las partes dormía, quedara la otra vigilante, y, además, al ser descubierto el peligro, pudiera haber siempre una potencia doble, en vez de una sencilla, para aprestarse a la defensa. ¡Honremos la mirada de la ciencia esclarecedora de misterios!

Y junto al doble pájaro hombre se encontró lo que, por supuesto, era una antigua relación sobre él, estampada sobre innumerables hojas de una sustancia blanca y delgada ligadas unas a otras. El profesor Bicho Bola lanzó al objeto una mirada rápida y tradujo al instante la siguiente frase ante los sabios trémulos de emoción. Su conocimiento llenó de júbilo y asombro a los expedicionarios: «En verdad, muchos hay que creen que los animales inferiores razonan y se hablan».

Cuando se hizo público el informe oficial de la expedición, la frase que precede a este párrafo estaba seguida de este comentario:

¡Hay, pues, animales inferiores al hombre! No hay otra cosa que pueda significar este notable pasaje. El hombre está extinguido, pero todos ellos pueden seguir existiendo. ¿Qué pueden ser? ¿Dónde habitarán? Se desborda el entusiasmo con la contemplación del brillante campo de descubrimientos e investigaciones que se abre ahora a la ciencia. Terminamos nuestros trabajos rogando humildemente a Vuestra Majestad que nombre una comisión a la que ordene no descansar ni reparar en gasto hasta que quede coronada por el éxito la búsqueda de esta especie de criaturas de Dios, hasta hoy tan insospechadas.

La expedición regresó a la patria después de su larga ausencia y heroicos esfuerzos, y fue recibida con una estentórea ovación de todo el país agradecido. Como es normal hubo criticones, ignorantes vulgares, como siempre hay y habrá. Naturalmente, uno de ellos fue el repugnante Escarabajo Pelotero. Dijo que todo cuanto había aprendido en sus viajes era que la ciencia no necesitaba más que una brizna de suposición para hacer de ella una montaña de hechos probados, y que en el futuro tenía la intención de contentarse con el conocimiento que la naturaleza había dispensado a todas las criaturas, y que no pensaba entremeterse en los augustos secretos de la divinidad.

 

1875