EDWARD MILLS Y GEORGE BENTON: UN RELATO

Estos eran dos hombres emparentados de forma lejana, primos séptimos, o algo parecido. Siendo todavía bebés se quedaron huérfanos y fueron adoptados por los Brant, una pareja sin hijos, que enseguida les tomó mucho cariño. Los Brant siempre decían: «Sed puros, honestos, serios, trabajadores y considerados con los demás, y tenéis asegurado el éxito en la vida». Los niños les oyeron repetirlo miles de veces antes de comprenderlo, incluso podían repetirlo mucho antes de ser capaces de rezar el padrenuestro. Lo tenían escrito encima de la puerta de su dormitorio, y fue prácticamente lo primero que aprendieron a leer. Estaba destinado a convertirse en la norma vital inquebrantable de Edward Mills. A veces los Brant cambiaban un poco la frase, y decían: «Sed puros, honestos, serios, trabajadores y considerados, y nunca os faltarán amigos».

El pequeño Mills era un consuelo para todos los que lo rodeaban. Cuando quería golosinas y no podía obtenerlas, atendía a razones y se conformaba sin ellas. Sin embargo, cuando el pequeño Benton quería golosinas, berreaba hasta que las conseguía. El pequeño Mills cuidaba sus juguetes; el pequeño Benton siempre destrozaba los suyos en muy poco tiempo, y luego se volvía tan sumamente fastidioso que, con tal de que hubiera paz en la casa, persuadían al pequeño Edward de que le cediera los suyos.

Cuando los niños crecieron un poco, Georgie se convirtió en una carga económica por lo siguiente: no cuidaba la ropa y, por tanto, con frecuencia lucía prendas nuevas, cosa que no le sucedía a Eddie. Los chicos se hacían mayores a pasos agigantados. Eddie significaba cada vez un consuelo mayor; Georgie, una mayor preocupación. Ante las peticiones de Eddie, bastaba con decir: «Preferiría que no lo hicieras», ya fuera nadar, patinar, ir de picnic o a coger bayas, visitar el circo o cualquiera de las cosas que los niños adoran. Sin embargo, no existía respuesta que frenara a Georgie: había que ceder a sus deseos o los llevaba a cabo por la fuerza. Como es natural, ningún otro chico nadaba, patinaba, cogía bayas y demás con tanta frecuencia; ninguno gozaba más que él. Los buenos de los Brant no permitían que los chicos jugaran hasta más tarde de las nueve en las noches de verano, y a esa hora los mandaban a la cama. Eddie lo respetaba con integridad, pero Georgie solía escaparse por la ventana hacia las diez y se divertía hasta medianoche. Parecía imposible disuadirlo de esa mala costumbre, pero los Brant por fin consiguieron que se quedara en casa comprándolo con manzanas y canicas. Los buenos de los Brant dedicaban todo su tiempo y su atención al vano esfuerzo de enderezarlo. Decían, con lágrimas de agradecimiento en los ojos, que Eddie no requería esfuerzo alguno por su parte, era muy bueno, muy considerado e impecable en todos los aspectos.

Poco a poco los chicos tuvieron edad suficiente para trabajar, de modo que los colocaron de aprendices en un comercio: Edward acudió de forma voluntaria, pero a George tuvieron que persuadirlo y sobornarlo. Edward trabajaba con escrupulosidad y ahínco, y dejó de suponer un gasto para los Brant, quienes se deshacían en alabanzas hacia él, igual que su jefe. Georgie, sin embargo, se escapó, y a la familia le costó dinero y penalidades dar con él y conseguir que volviera. Al cabo de un tiempo volvió a escaparse: más dinero y más penalidades. Se escapó una tercera vez, y en esa ocasión robó unas cuantas cosas de la tienda. Otra vez gastos y padecimientos para el señor Brant, quien además tuvo muchos apuros para lograr convencer al dueño del comercio de que no denunciara al chico por el hurto.

Edward siguió trabajando sin parar, y a su debido tiempo se convirtió en socio de su jefe. Georgie no mejoró: tenía siempre a sus ancianos bienhechores con el corazón encogido y la mente ocupada ingeniando ideas para evitarle la ruina. Edward, de joven, se interesaba por las escuelas dominicales, los círculos de debate, las donaciones en pro de los misioneros, las organizaciones antitabaco, las asociaciones contra la blasfemia y cosas de ese estilo. De mayor, era un colaborador discreto pero fiel y responsable en la iglesia, las sociedades por la templanza y todo tipo de movimientos cuyo objeto era ayudar a los hombres y elevar su espíritu. Todo ello no provocaba mención alguna, no despertaba interés, puesto que tal era su «inclinación natural».

Finalmente los ancianos murieron. Su testamento dejaba constancia del amor y el orgullo que sentían por Edward, y legaba lo poco que poseían a George, porque «lo necesitaba»; mientras que, «gracias a la generosa Providencia», no era ese el caso de Edward. La herencia pasaría a manos de George con una condición: con ella debía comprar al socio de Edward su parte del negocio; si no, el dinero iría a parar a una organización benéfica llamada Sociedad de Amigos de los Presos. Los ancianos dejaron una carta en la que rogaban a su querido hijo Edward que ocupara su lugar y cuidara de George, que lo ayudara y lo protegiera como habían hecho ellos.

Edward se avino con obediencia, y George formó sociedad con él en el comercio. Pero no era un buen compañero: ya antes había estado tonteando con la bebida y pronto se convirtió en un bebedor asiduo, lo cual evidenciaban desagradablemente su cuerpo y su mirada. Edward estuvo un tiempo cortejando a una muchacha dulce y de buen corazón. Se profesaban un gran amor, pero... En esa época, George empezó a rondarla con llantos y súplicas, hasta que por fin ella fue llorándole a Edward y le dijo que veía con claridad cuál era su sagrada obligación, y que no debía permitir que sus deseos egoístas interfirieran con ella: debía casarse con «el pobre George» y «reformarlo». Sabía que le produciría gran pena, y lo sabía bien, pero el deber era el deber. Así que se casó con George, y a Edward, como a ella, estuvo a punto de partírsele el corazón. Sin embargo, él se recuperó y se casó con otra muchacha, también excelente.

Las dos familias tuvieron hijos. Mary hizo todo lo que buenamente pudo para reformar a su marido, pero la empresa era excesiva. George siguió bebiendo, y al cabo de un tiempo, por desgracia, empezó a tratar mal a su mujer y al pequeño. Muchas buenas personas se esforzaron con George —de hecho, solo estaban pendientes de él—, pero este, despreocupado, consideraba que ellos cumplían con su cometido y a él todo le era debido, y no se corrigió. A su vicio añadió otro: el de jugar en secreto. Se cargó de deudas, tomó dinero prestado a crédito de la empresa todo lo en secreto que pudo, y lo hizo tan bien y llevó las cosas tan lejos que una mañana el sheriff tomó posesión del establecimiento, y los dos primos se encontraron sin blanca.

Fueron tiempos difíciles, y aún empeoraron más. Edward se trasladó con su familia a una buhardilla y recorría las calles día y noche en busca de un empleo. Lo imploraba, pero no había uno solo para él. Observaba con estupefacción y dolor lo pronto que su presencia había pasado a ser poco grata, y lo deprisa que el interés que en otros tiempos la gente le profesara se había desvanecido. Aun así, tenía que conseguir un empleo, de modo que se tragó el disgusto y lo buscó con gran ahínco. Por fin lo contrataron para subir capazos de ladrillos por una escalera de mano, por lo que se deshizo en agradecimientos, pero entonces ya nadie lo conocía ni se preocupaba por él. No pudo seguir ejerciendo su labor en las distintas organizaciones morales a las que pertenecía, y tuvo que soportar el inmenso dolor de verse en el oprobio de quedar relegado de sus funciones.

Sin embargo, con la misma rapidez con que Edward perdía popularidad e interés público, George los ganaba. Una mañana lo encontraron tirado en la calle, borracho y harapiento. Un miembro del Asilo de Damas por la Templanza lo rescató del arroyo, lo recogió por su cuenta, consiguió que ingresara en el asilo, lo tuvo sin beber una semana entera y le encontró una colocación. Se publicó un escrito sobre ello.

El pobre hombre fue así objeto de atención generalizada, y salieron muchas personas que con su apoyo y su aliento lo ayudaron a reformarse. No bebió nada en absoluto durante dos meses, y mientras tanto se convirtió en el niño mimado de las personas de buen corazón. Luego volvió a caer..., en el arroyo, y hubo disgustos y lamentaciones. Pero la noble hermandad volvió a rescatarlo. Lo limpiaron, le dieron de comer, escucharon el sonsonete lastimero de su arrepentimiento y lo devolvieron a su antigua colocación. Se publicó otro escrito sobre ello, y toda la población se anegó en lágrimas de felicidad por la nueva reinserción del pobre diablo que luchaba con denuedo contra el líquido fatal. Hubo un gran renacimiento del movimiento por la templanza, y tras algunos discursos vehementes, la presidenta dijo, de forma admirable:

—Es el momento de acoger a otro miembro. Creo que les aguarda un espectáculo que pocos serán capaces de presenciar sin derramar lágrimas.

Se hizo un silencio elocuente, y entonces George Benton, escoltado por un grupo ataviado con la banda roja del Asilo de Damas, avanzó por la tarima y firmó su ingreso. Los aplausos invadieron el ambiente y todo el mundo profería gritos de júbilo. Todos estrecharon la mano del nuevo converso cuando terminó el acto, y al día siguiente le aumentaron el sueldo. La población en pleno hablaba de él, de su héroe. Se publicó un escrito sobre ello.

George Benton recaía, con regularidad, cada tres meses, pero cada vez lo rescataban y se ocupaban de él, y le encontraban buenas ocupaciones. Finalmente lo llevaron por todo el país para dar charlas como bebedor reformado, y tuvo grandes casas y acumuló una inmensa cantidad de bienes.

Era tan popular en su país, y confiaban tanto en él, en sus intervalos sobrios, que nadie se percató de que hizo uso del nombre de un ciudadano ejemplar y logró una gran suma de dinero en el banco. Se tuvo que hacer frente a una presión tremenda para salvarlo de las consecuencias de su falsificación, y en parte se logró: tan solo lo condenaron a dos años. Cuando, al final del primer año, los esfuerzos inagotables de la beneficencia se vieron recompensados y él salió de prisión con la absolución en el bolsillo, la Sociedad de Amigos de los Presos acudió a recibirlo con otra ocupación y un buen sueldo, y todos los demás ciudadanos caritativos se acercaron a prestarle consejos, ánimos y ayuda. Edward Mills había solicitado una ocupación en los Amigos de los Presos en una ocasión, cuando se hallaba en una situación desesperada, pero la pregunta «¿Ha estado usted en prisión?» cerró su caso con la máxima brevedad.

Mientras sucedían todas esas cosas, Edward Mills había hecho frente a la adversidad en silencio. Seguía siendo pobre, pero recibía un salario suficiente y regular como respetable y fiel cajero de un banco. George Benton jamás acudió a su encuentro, y jamás se le oyó preguntar por él. Este acabó por ausentarse largas temporadas de la ciudad. Llegaron informes horribles sobre él, pero no se confirmó ninguno.

Una noche de invierno unos ladrones enmascarados forzaron la puerta del banco y encontraron a Edward Mills allí solo. Le ordenaron que les revelara la combinación para poder acceder a la caja fuerte. Él se negó. Lo amenazaron de muerte. Él dijo que sus superiores confiaban en él, y que no podía traicionar esa confianza. Moriría, si era necesario, pero mientras viviera se mantendría fiel: no pensaba revelar la combinación. Los ladrones lo mataron.

Los agentes dieron caza a los criminales. El jefe de la banda resultó ser George Benton. Hubo muestras de gran condolencia por la viuda y los huérfanos del muerto, y todos los periódicos nacionales rogaron que los bancos del país ofrecieran un testimonio de agradecimiento por la fidelidad y el heroísmo del cajero asesinado ofreciendo una generosa contribución económica para ayudar a su familia, que carecía de recursos. El resultado fue una cantidad ingente de dinero que ascendía a quinientos dólares, a razón de casi tres octavas partes de un centavo por cada banco de la Unión. El propio banco donde trabajaba el cajero ofreció un testimonio de su gratitud esforzándose por demostrar (aunque fracasó de forma humillante) que las cuentas del empleado sin par no cuadraban, y que se había noqueado a sí mismo con una porra para librarse de las pesquisas y el castigo.

A George Benton lo llevaron a juicio. Todo el mundo pareció olvidarse de la viuda y los huérfanos ante la preocupación por el pobre George. Se hizo todo lo que el dinero y las influencias podían hacer para salvarlo, pero todo fracasó: lo condenaron a muerte. De inmediato el gobernador fue asediado con peticiones para que le conmutaran la pena o lo indultaran. Acudieron muchachas sollozantes, ancianas solteronas afligidas, delegaciones de viudas conmovidas, montones de patéticos huérfanos. Pero no; el gobernador, por una vez, no cedió.

George Benton entró en contacto entonces con la religión. La gran noticia se propagó por todas partes. En adelante su celda estuvo siempre llena de muchachas, mujeres y flores frescas. Todo el día se oían oraciones, cánticos, agradecimientos, homilías y lágrimas sin una sola interrupción, salvo por algunos intermedios de cinco minutos para descansar.

La cosa se extendió hasta el mismísimo patíbulo, y George Benton llegó al lugar lleno de orgullo, con la capucha negra, ante las lamentaciones de una audiencia que contaba con lo más gentil y bondadoso que la región era capaz de producir. En su tumba hubo todos los días durante bastante tiempo flores recién cogidas, y en su lápida, debajo de una mano que señalaba hacia lo alto, rezaba esta inscripción: «Ha peleado la buena batalla».

La lápida del valiente cajero lucía el epitafio: «Sed puros, honestos, serios, trabajadores, considerados, y nunca...».

Nadie sabe quién dio la orden de dejarla de ese modo, pero así está.

La familia del cajero se encuentra en circunstancias precarias, según se dice, pero no importa: un montón de personas con criterio, que no estaban dispuestas a que una acción como la suya, tan valerosa y honesta, quedara sin recompensa, recogieron cuarenta y dos mil dólares. Y con ellos se ha construido una iglesia en su memoria.

 

1880