LA CONFESIÓN DE UN MORIBUNDO

Nos estábamos acercando a Napoleon, Arkansas, de modo que empecé a pensar en mi misión en esas tierras. La hora: mediodía; un día espléndido y soleado. Eso suponía un problema —o, en cualquier caso, no una ventaja—, pues mi misión era de las que (preferiblemente) no se llevan a cabo en pleno mediodía. Cuanto más pensaba en ese hecho, más me obsesionaba con él, planteándomelo ahora de una manera, ahora de otra. Al fin adoptó la forma de una pregunta concreta: ¿es de sentido común llevar a cabo la misión durante el día, cuando, sacrificando un poco de comodidad y con un poco de voluntad, puede hacerse de noche, sin ojos inquisidores alrededor? Eso zanjó la cuestión. Las preguntas y las respuestas más simples son la solución más rápida a la mayoría de las cavilaciones.

Convoqué a mis amigos en mi camarote y les dije que sentía provocar enfados y frustraciones, pero que, después de pensarlo mucho, verdaderamente me parecía mejor que bajáramos a tierra con nuestros bártulos e hiciéramos escala en Napoleon. Sus ruidosas protestas no se hicieron esperar: hablaban como si fueran a organizar un motín. Su principal argumento era el mismo que siempre se saca a relucir en estas ocasiones desde que el mundo es mundo: «Fue usted quien decidió y mantuvo que lo mejor era quedarse en este barco», y bla, bla, bla. Como si el hecho de optar por cometer una insensatez en un momento dado lo condenara a uno a seguir adelante y, por ello, cometer no una sino dos insensateces con tal de llevar a cabo la primera decisión. Probé varias tácticas para aplacarlos, y obtuve un éxito razonable, lo cual me animó a redoblar mis esfuerzos. Y para demostrarles que no había sido yo quien había provocado aquella misión tan fastidiosa y que de ningún modo se me podía culpar por ello, me puse a relatarles la historia de lo ocurrido... Explayándome como a continuación:

A finales del último año pasé unos meses en Munich, Baviera. En noviembre me alojaba en la pensión, por así decir, de fräulein Dahlweiner, en Karlstrasse, pero mi lugar de trabajo se encontraba a una milla de allí, en casa de una viuda que se ganaba el sustento alquilando habitaciones. Todas las mañanas, sus dos hijos pequeños y ella aparecían y empezaban a hablarme en alemán, porque así se lo había pedido. Un día, durante un paseo por la ciudad, visité una de las dos instalaciones donde el gobierno almacena y vigila los cuerpos hasta que los médicos deciden que se trata de una muerte definitiva y no de un estado de trance. Aquella sala enorme era un lugar espeluznante. Había a la vista treinta y seis cadáveres de personas adultas, tumbados boca arriba sobre unos tableros ligeramente inclinados formando tres largas hileras, todos con la cara rígida, de un blanco céreo, y envueltos en mortajas blancas. A ambos lados de la sala había unas alcobas muy profundas, como ventanas en voladizo, y dentro de cada una de ellas yacía una figura de rostro de mármol, oculta y enterrada bajo montones de flores recién cogidas, a excepción de la cara y las manos entrelazadas. Las cincuenta figuras inmóviles, tanto grandes como pequeñas, tenían una anilla en un dedo, de la cual salía un cable hasta el techo, conectado después a una campanilla de otra sala donde, día y noche, había un vigilante alerta y dispuesto a acudir de inmediato en ayuda de cualquiera de aquellos pálidos compañeros que, al regresar de entre los muertos, hiciera un movimiento; pues cualquiera, incluso el más mínimo, tiraría del cable y haría sonar la temible campanilla. Me imaginé a mí mismo haciendo de centinela, dormitando allí solo durante la pesada guardia de una noche de viento aullador, pendiente de que, de un momento a otro, ¡mi cuerpo se echara a temblar como un flan ante el repentino clamor de aquella horrenda llamada! Así que me interesé por lo siguiente, pregunté qué solía ocurrir: ¿el vigilante moría y el cadáver resucitado acudía y lo aliviaba en lo posible durante esos últimos momentos? Pero me reprendieron por tratar de satisfacer una curiosidad frívola y sin objeto en un lugar de lamentación tan solemne, de modo que seguí mi camino con el rabo entre las piernas.

A la mañana siguiente estaba explicándole mis aventuras a la viuda cuando ella exclamó:

—¡Venga conmigo! Tengo un inquilino que le explicará con gusto todo cuanto desea saber. Ha sido vigilante de noche en ese lugar.

Estaba vivo, pero no lo parecía en absoluto. Guardaba cama y sostenía la cabeza en alto apoyándola sobre varias almohadas. Tenía la cara consumida y pálida. Sus ojos, muy hundidos, estaban cerrados, y la mano apoyada en su pecho se asemejaba a una garra, con aquellos dedos tan largos y huesudos. La viuda empezó por presentarme. El hombre abrió los ojos despacio, y emitieron un destello siniestro en la penumbra de sus cuencas. Frunció la frente de piel negra. Levantó la mano enjuta y, agitándola, nos instó a que nos retiráramos. Pero la viuda prosiguió sin tregua hasta que le hubo explicado que yo era extranjero, de Estados Unidos. La expresión del hombre se transformó al instante, se tornó más animada; ávida, incluso. Y cuando me di cuenta nos habíamos quedado los dos solos.

Empecé a hablar con mi rígido alemán, a lo que él respondió en un inglés bastante fluido, y desde ese momento concedimos al primero reposo eterno.

El tísico y yo nos hicimos muy amigos. Iba a verlo todos los días y charlábamos sobre cualquier cosa. Por lo menos, sobre cualquier cosa que no estuviera relacionada con las esposas y los hijos. Si aparecía en la conversación la esposa o el hijo de alguien, a continuación siempre ocurrían tres cosas: en los ojos del hombre aparecía unos instantes el brillo más gentil y más lleno de amor y de ternura; de inmediato, este se desvanecía y se instalaba aquella mirada funesta cuyo destello había observado la primera vez que le vi abrir los ojos; por último, dejaba de hablar en ese mismo momento y durante todo el día, y permanecía tumbado en silencio, abstraído y ausente, sin oír, al parecer, nada de lo que yo le decía ni prestar atención a mi despedida. Y, en efecto, no se daba cuenta ni con la vista ni con el oído del momento en que yo abandonaba la habitación.

Cuando llevaba dos meses siendo el acompañante cotidiano y único de Karl Ritter, un día dijo de forma repentina:

—Le contaré mi historia.

Y procedió de este modo:

—No me he rendido jamás hasta ahora, pero ahora ya sí. Voy a morir. Decidí anoche que así debe ser, y muy pronto. Dice usted que, cuando tenga oportunidad, volverá una y otra vez a visitar el río de su tierra. Muy bien: pues eso, junto con cierta experiencia curiosa que me aconteció anoche, ha hecho que me decida a contarle mi historia, ya que usted viajará a Napoleon, Arkansas, y me hará el favor de detenerse allí y cumplir cierto cometido, cosa que llevará a cabo con buena disposición una vez que haya oído lo que tengo que explicarle.

»Abreviaré la historia siempre que sea posible, pues lo requiere, porque es muy larga. Ya sabe por qué motivo fui a Estados Unidos y me instalé en aquella solitaria región del sur. Pero no sabe que tuve una esposa. Ella era joven, bella, encantadora, y, ay, ¡tan buena, inocente y delicada! Y nuestra pequeña era como su madre en miniatura. El nuestro era el más feliz de los hogares.

»Una noche, hacia el final de la guerra, me desperté del letargo del alcohol y me descubrí atado y amordazado, ¡y el ambiente estaba saturado de cloroformo! Vi a dos hombres en una habitación, y uno susurró al otro con voz áspera:

»—Le había advertido de lo que le ocurriría si hacía un solo ruido, y la niña...

El otro hombre lo interrumpió con voz grave y medio llorosa:

»—Me habías dicho que solo los amordazarías y les robarías, no que les harías daño, si no, no habría venido.

»—¡Deja de lloriquear! No he tenido más remedio que cambiar de planes porque se han despertado. Has hecho todo lo que has podido para salvarlas, date por satisfecho con eso. Ahora ven y ayúdame a buscar.

»Los dos hombres tenían la cara tapada y llevaban ropas raídas, como las de los negros. Tenían una linterna de ojo de buey, y gracias a su luz reparé en que al más amable le faltaba el dedo pulgar de la mano derecha. Estuvieron hurgando en mi pobre cabaña durante un rato. Al final, el jefe dijo con una voz impostada:

»—Es una pérdida de tiempo. Él nos dirá dónde está escondido. Quítale la mordaza y reanímalo.

»El otro repuso:

»—De acuerdo, siempre que no tenga que pegarle.

»—No tendrás que pegarle..., si está calladito.

»Se me acercaron. Justo en ese momento se oyó un ruido fuera, unas voces y pisadas de caballos. Los ladrones contuvieron la respiración y escucharon. Se oían cada vez más cerca, hasta que alguien gritó:

»—¡Ah de la casa! Enciendan la luz, queremos agua.

»—¡Es la voz del capitán, por D...! —dijo el bandido de voz impostada, y los dos ladrones se precipitaron hacia la puerta trasera y apagaron la linterna al salir.

»El forastero gritó varias veces más y luego rodeó la casa (daba la impresión de que allí había una docena de caballos), y ya no oí nada más.

»Me esforcé por librarme de mis ataduras, pero no lo conseguía. Intenté hablar, pero la mordaza me lo impedía, era incapaz de articular palabra. Me detuve por si oía las voces de mi esposa y de mi hija. Estuve escuchando mucho rato con atención, pero ningún sonido venía de la otra punta de la habitación, donde estaba su cama. El silencio se volvía por momentos más y más horroroso, más y más temible. ¿Le parece que habría soportado usted eso durante una hora? Pues compadézcame, porque yo tuve que soportarlo durante tres. Qué digo tres horas, ¡fueron tres siglos! Cada vez que sonaba el reloj parecía que hubieran pasado años y años desde la última vez. Todo este tiempo estuve luchando por desatarme, y, por fin, al amanecer, conseguí liberarme y me pude levantar y estirar los brazos y las piernas, que estaban agarrotados. Las cosas se distinguían con bastante claridad. El suelo estaba lleno de trastos que los ladrones habían arrojado al buscar mis ahorros. Lo primero que captó mi atención fue un documento mío que había visto en manos del rufián más bruto, y que luego desechó. ¡Tenía sangre! Fui tambaleándome hasta el otro extremo de la habitación. ¡Oh, pobres indefensas, incapaces de hacer daño a nadie! Allí yacían. Sus problemas habían terminado; los míos acababan de empezar.

»¿Cree que recurrí a la ley? ¿Acaso la sed del pobre se apaga si el rey bebe por él? ¡No! ¡No! ¡Claro que no! No quería que la justicia interfiriera de modo inoportuno. ¡La ley y la soga no saldarían la deuda que tenía pendiente! Que me dejaran que me tomara la justicia por mi mano, y que no se preocuparan. Encontraría al culpable y lo obligaría a saldar su cuenta. ¿Que cómo iba a hacerlo, dice? ¿Cómo iba a conseguirlo y sentirme seguro de mis actos si no había visto las caras de los ladrones, ni había oído sus voces auténticas, ni tenía idea alguna sobre quiénes podían ser? Sin embargo, me sentía confiado y mi determinación era firme. Tenía una pista..., una pista a la que tal vez usted no habría dado valor, que tal vez ni siquiera habría sido de gran ayuda a un detective, puesto que no conocería el secreto de cómo sacarle partido. Volveremos sobre ello y ya lo verá, pero ahora sigamos explicando las cosas en su debido orden. Había una circunstancia que me proporcionaba un punto de partida y una dirección clara: los dos ladrones eran, a todas luces, militares disfrazados de vagabundos, y no eran nuevos en la milicia, sino experimentados: soldados regulares, tal vez. Un soldado no adquiere su actitud, sus gestos y su porte en un solo día, ni en un mes, ni siquiera en un año. Eso pensaba, pero no dije nada. Y uno de ellos había exclamado: «¡Es la voz del capitán, por D...!». Aquel me pagaría con su vida. A dos millas de distancia había acampados varios regimientos y dos compañías de la caballería norteamericana. Cuando supe que el capitán Blakely, de la compañía C, había pasado cerca de nuestra casa esa noche con su escolta, no dije nada, pero decidí buscar a mi hombre entre los suyos. En mis conversaciones me esmeraba e insistía en describir a los ladrones como vagabundos, tipos que andaban husmeando en los campamentos, y entre los de esa clase la gente buscó sin éxito. Nadie sospechaba de los soldados excepto yo.

»Trabajando de noche y con paciencia en mi casa desolada, me fabriqué un disfraz con diferentes retales y restos de ropa. En el pueblo más cercano me compré un par de gafas protectoras. Al poco tiempo, cuando se levantó el campamento militar y la compañía C recibió órdenes de dirigirse a cien millas hacia el norte, a Napoleon, oculté un saquito con mi dinero bajo el cinturón y partí por la noche. Cuando la compañía llegó a su destino, yo ya estaba allí. Sí, en efecto, y con un nuevo oficio: el de adivino. Para que mi parcialidad no me delatara, hice amigos y me dediqué a predecir la fortuna en todas las compañías allí acuarteladas. Prodigué atenciones sin límites a esos hombres: no había favor que me pidieran o riesgo que tuviera que correr por ellos al que me negara. Me convertí en el blanco voluntario de sus bromas, lo cual redondeaba mi popularidad: conseguí que sintieran predilección por mí.

»Pronto di con un soldado al que le faltaba el dedo pulgar. ¡Menuda alegría la mía! Y cuando descubrí que solo él, de toda la compañía, había perdido un dedo, mis últimos recelos se disiparon. Estaba seguro de que me encontraba sobre la pista correcta. El nombre de ese tipo era Kruger; un alemán. Había nueve alemanes en la compañía. Lo seguí para ver quiénes eran sus camaradas, pero no parecía tenerlos. Yo me convertí en su amigo, y me aseguré de que la amistad fuera a más. A veces sentía tantas ansias de venganza que apenas podía evitar ponerme de rodillas y suplicarle que señalara al hombre que había matado a mi esposa y a mi hija, pero conseguí morderme la lengua. Aguardé el momento mientras seguía prediciendo la fortuna siempre que se me presentaba la oportunidad.

»Mi montaje era sencillo: un poco de pintura roja y un trozo de papel blanco. Pintaba la base del dedo pulgar de mi cliente, la estampaba en el papel, la examinaba durante la noche y le revelaba mi predicción al día siguiente. ¿En qué me basaba para hacer semejante tontería? Cuando era joven, conocí a un anciano francés que había sido guardia de prisión durante treinta años, y él me contó que en las personas había una cosa que no cambiaba nunca, desde la cuna hasta la tumba: las huellas de la base del dedo pulgar. Decía que no existían dos seres humanos que las tuvieran exactamente iguales. En mis tiempos se fotografiaba a los criminales recién ingresados y se colgaba su retrato en la galería de los bribones para referencias futuras, pero en la época de aquel caballero se tomaban las huellas de la base del pulgar del prisionero. Siempre decía que lo de la fotografía no era buena idea: un simple disfraz podía hacer que en el futuro resultara inservible. “El pulgar es lo único seguro —decía—, para eso no hay disfraces que valgan”. Demostraba su teoría con mis amigos y conocidos, y siempre funcionaba.

»Yo seguí prediciendo la fortuna. Todas las noches me encerraba solo y examinaba con un cristal de aumento las huellas tomadas durante el día. Imagínese la vehemente avidez que proyectaba sobre aquellas laberínticas espirales rojas mientras a mi lado tenía el documento que conservaba las huellas del pulgar y de los otros dedos de la mano derecha de aquel asesino desconocido, ¡impresas con la que para mí era la sangre más querida que jamás ha existido en este mundo! Y muchas, muchas veces me veía obligado a repetir el mismo comentario lleno de desilusión: “¡Jamás coincidirán!”.

»Pero por fin obtuve mi recompensa. Era la huella del cuadragésimo tercer hombre de la compañía C que había comprobado: el soldado Franz Adler. Una hora antes no conocía el nombre del asesino, ni su voz, ni su figura, ni su rostro, ni su nacionalidad, pero ¡entonces ya lo sabía todo! Sentí que tenía que cerciorarme, aunque el francés no cesaba de repetir que aquellas muestras eran una garantía absoluta. Sin embargo, había una forma de estar seguro. Tenía las huellas del pulgar izquierdo de Kruger. Por la mañana, lo atajé mientras no estaba de servicio, y cuando ningún testigo podía vernos ni oírnos, le dije con un tono que imponía respeto:

»—Hay una parte de mi predicción que es tan grave que he creído mejor no revelarla en público. Otro hombre y usted, cuya ventura he estado estudiando esta noche, el soldado Adler, ¡mataron a una mujer y una niña! Los andan persiguiendo, y dentro de cinco días los habrán asesinado a los dos.

»Él cayó de rodillas, muerto de miedo, y se pasó cinco minutos repitiendo las mismas palabras como un demente, con la misma voz llorosa que formaba parte de mis recuerdos de aquella noche infernal en mi cabaña:

»—Yo no lo hice, le juro por mi alma que yo no lo hice, y quise evitar que lo hiciera él. Quise evitarlo, a Dios pongo por testigo. Fue él solo.

»Eso era todo cuanto quería oír. Intenté librarme de aquel bobo, pero no hubo manera, se aferró a mí implorándome que lo salvara del asesino. Me dijo:

»—Tengo dinero..., diez mil dólares guardados en un escondite, fruto de robos y saqueos. Sálveme, dígame qué tengo que hacer y el dinero será suyo, hasta el último centavo. Dos terceras partes son de mi primo Adler, pero puede quedárselo todo. Lo escondimos juntos nada más llegar aquí, pero ayer lo cambié de sitio y no se lo he dicho, y tampoco se lo diré. Pensaba fugarme, marcharme con él. Es oro, y pesa demasiado para cargar con ello si uno anda corriendo y escondiéndose aquí y allá. Pero una mujer que hace dos días partió hacia el río para prepararme el terreno me seguirá con el botín. Y si no tengo oportunidad de describirle el escondite, pensaba darle mi reloj de plata, o enviárselo, y ella lo comprenderá. En la parte trasera del estuche hay una nota que lo explica todo. Tenga, tome el reloj. ¡Dígame qué tengo que hacer!

»Intentaba colocarme el reloj a toda costa, y había sacado la nota y estaba explicándome lo que decía cuando divisamos a Adler, a unas doce yardas de allí. Le dije al pobre Kruger:

»—Guárdese el reloj, no lo quiero. A usted no le harán ningún daño. Ahora márchese, tengo que revelarle su fortuna a Adler. En su momento le explicaré a usted cómo escapar del asesino. Mientras tanto, necesito volver a examinar sus huellas. No le cuente nada de esto a su primo. No le cuente nada a nadie.

»Se marchó muy asustado y agradecido, ¡pobre diablo! Estuve mucho rato explicándole a Adler lo que le deparaba la suerte. Lo hice a propósito, para no tener tiempo de terminar. Prometí volver a verlo esa noche, durante la guardia, y contarle la parte realmente importante de todo ello, la más trágica. “Así que manténgase alejado de los fisgones”, le dije. En las afueras del pueblo siempre tenían a un piquete vigilando, por pura disciplina y ceremonia. No había motivo para ello, el enemigo no andaba cerca.

»Alrededor de medianoche me puse en marcha, con la contraseña en mi poder, y busqué un camino que me condujera a la solitaria zona en la que Adler debía ejercer su guardia. Estaba tan oscuro que tropecé con una figura borrosa casi sin haber tenido tiempo de pronunciar palabra alguna que me sirviera de protección. El centinela me dio el alto y yo obedecí, pero en ese mismo momento añadí: “Soy yo, el adivino”. Me coloqué a un lado del pobre diablo y, sin decir nada más, ¡le clavé mi puñal en el corazón! “Ja wohl —exclamé entre risas—. Sí que era la parte más trágica de la predicción, ¡ya lo creo!” Al caer del caballo se aferró a mí, y mis gafas azules se quedaron en sus manos cuando el animal huyó corriendo y lo arrastró, con el pie todavía en el estribo.

»Corrí a través de los bosques y me aseguré de ponerme a salvo, dejando las gafas inculpatorias en manos del muerto.

»De eso hace quince o dieciséis años. Desde entonces he vagado por el mundo sin objetivo alguno, a veces trabajando, a veces ocioso; a veces con dinero, a veces sin blanca; pero siempre hastiado de la vida, deseando que acabe, pues mi misión en este mundo terminó con el acto de aquella noche. Y el único placer, el único consuelo, la única satisfacción que he experimentado en todos estos tediosos años la encuentro en mi reflexión diaria: “¡Lo he matado!”.

»Cuatro años atrás empecé a perder la salud. Mi camino sin rumbo me trajo hasta Munich. Como no tenía dinero busqué trabajo, y lo encontré. Cumplí con mi deber fielmente durante un año, y entonces me adjudicaron un puesto de vigilante en la casa de los muertos que ha visitado usted hace poco. El lugar era ideal para mi estado de ánimo. Me gustaba, sí, estar entre los cadáveres... Estar solo con ellos. Solía pasearme entre los rígidos cuerpos y echar un vistazo a sus serios semblantes cada tanto. Cuanto más tarde era, más me impresionaba. Prefería las últimas horas. A veces bajaba la luz, eso me daba cierta perspectiva, ya sabe, y mi imaginación podía ponerse a trabajar. Las lóbregas hileras de muertos, cada vez más desdibujadas, siempre me inspiraban historias curiosas y fascinantes. Hace dos años, cuando llevaba uno allí, estaba solo sentado en la sala de vigilancia durante una noche ventosa de invierno, pasando frío, entumecido, incómodo. Iba perdiendo el mundo de vista poco a poco. El ulular del viento y los distantes portazos de los postigos resultaban más y más débiles para unos oídos cada vez más sordos, ¡cuando de buenas a primeras uno de los cordeles tiró de la campana de los muertos! Esta repicó con un sonido que helaba la sangre. De poco me quedo paralizado del susto, pues era la primera vez que la oía.

»Me recompuse y corrí a la sala. En la fila exterior, a media altura, una figura amortajada se había incorporado y agitaba poco a poco la cabeza de un lado al otro. ¡Qué espectáculo tan espeluznante! Estaba vuelta hacia mí. Corrí hasta allí y le miré la cara. ¡Cielo Santo! ¡Era Adler!

»¿Puede imaginar cuál fue mi primer pensamiento? Expresado en palabras, fue algo así: “Parece ser que la primera vez te escapaste. ¡Pues esta vez el resultado será diferente!”.

»Era evidente que aquel ser sufría unos terrores inimaginables. Imagínese lo que debe de suponer despertarse en medio de un silencio tan absoluto y, al mirar, ¡encontrarse con aquella macabra reunión de muertos! ¡Cuánta gratitud asomó a su pálido y enjuto rostro cuando vio una figura viva ante él! ¡Y cuánto aumentó su ferviente y mudo reconocimiento cuando sus ojos recayeron en el tónico revitalizante que yo llevaba en las manos! Imagínese la expresión de horror de su rostro demacrado cuando coloqué el tónico detrás de mí y le dije, con tono de burla:

»—Habla, Franz Adler, ¡invoca a esos muertos! Sin duda te escucharán y se apiadarán de ti, pero nadie más lo hará.

»Quiso hablar, pero la mortaja le mantenía la boca cerrada con firmeza y no se lo permitió. Intentó levantar las manos en un gesto implorante, pero las tenía cruzadas y atadas sobre el pecho. Yo le dije:

»—Grita, Franz Adler, haz que quienes duermen en las calles distantes te oigan y te brinden ayuda. Grita, y no pierdas tiempo, pues te queda muy poco. ¿Cómo? ¿No puedes? Qué lástima, pero qué se le va a hacer, la ayuda no siempre llega. Cuando tu primo y tú asesinasteis a una mujer y una niña indefensas en una cabaña de Arkansas..., ¡eran mi esposa y mi hija! Ellas también gritaron para pedir ayuda, como recordarás, pero no les sirvió de nada. Recuerdas que no les sirvió de nada, ¿verdad? Te castañetean los dientes... ¿Cómo es que no puedes gritar? Aflójate la venda con las manos y así podrás hacerlo. Ah, ya veo..., están atadas, no puedes servirte de ellas. Es curioso cómo las historias se repiten al cabo de los años, porque aquella noche era yo quien las tenía así, ¿te acuerdas? Sí, más o menos como tú ahora... ¡Qué cosas! No puedo liberarte. A ti no se te pasó por la cabeza desatarme a mí, y a mí no se me pasa por la cabeza hacerlo contigo. ¡Chis...! Se oyen unos pasos. Vienen hacia aquí. ¡Escucha qué cerca están! Incluso puedes contarlos: uno..., dos..., tres. Está justo en la puerta. ¡Es el momento! ¡Grita, hombre, grita! ¡Es la última opción que tienes para librarte de la eternidad! Vaya, has tardado demasiado, ya ves... Ha pasado el momento. Escucha..., se está alejando. ¡Se ha ido! Piénsalo, piénsalo bien: has oído los pasos de un hombre por última vez. Qué curioso debe de resultar escuchar un sonido tan corriente como ese y saber que jamás lo harás de nuevo.

»Ay, amigo mío, ¡me extasiaba contemplar la agonía de aquel rostro amortajado! Pensé en una nueva forma de tortura, y la apliqué..., ayudándome de una pequeña mentira.

»—Aquel pobre Kruger intentó salvar a mi esposa y a mi hija, y yo le quedé agradecido y le devolví el favor cuando llegó el momento. Lo convencí para que te robara. Entre una mujer y yo lo ayudamos a desertar, y logró escapar sano y salvo.

»Una expresión de sorpresa y triunfo asomó vaga entre la angustia del semblante de mi víctima. Me sentí perturbado, intranquilo. Pregunté:

»—Así, ¿qué? ¿No se escapó?

»Sacudió la cabeza a modo de negación.

»—¿No? Pues ¿qué pasó?

»La satisfacción de aquel rostro amortajado se hizo aún más evidente. El hombre quiso mascullar unas palabras, pero no tuvo éxito. Intentó expresar algo con sus manos inmovilizadas, y fracasó. Se detuvo un momento, entonces ladeó un poco la cabeza con gesto elocuente, señalando el cadáver que yacía a su lado.

»—¿Está muerto? —pregunté—. ¿No consiguió escapar? ¿Lo descubrieron y le dispararon?

»Negó con la cabeza.

»—Pues ¿cómo murió?

»El hombre intentó de nuevo revelar algo con las manos. Lo observé de cerca, pero no conseguí deducir sus intenciones. Me incliné sobre él y lo miré con más detenimiento. Había levantado el pulgar y con debilidad se señalaba el pecho.

»—Ah, ¿quieres decir que lo apuñalaron?

»Hizo que sí con la cabeza, y lo acompañó de una sonrisa espectral tan cargada de maldad que hizo que un rayo de luz clarificadora atravesara mi embotado cerebro, y grité:

»—¿Lo apuñalé yo, confundiéndolo contigo? Pues aquella puñalada no estaba destinada a nadie sino a ti.

»El gesto afirmativo del bribón que iba a morir por segunda vez fue todo lo jubiloso que sus fuerzas, ya muy debilitadas, consiguieron plasmar en su expresión.

»—¡Ah, mísero de mí! ¡Mira que matar al alma piadosa que guardó lealtad a mi querida esposa y mi querida hija cuando estaban indefensas, y que las habría salvado si hubiera podido! ¡Ah, mísero, mísero de mí!

»Me pareció oír el gorjeo ahogado de una risa socarrona. Aparté el rostro de las manos y vi a mi enemigo hundiéndose de nuevo en su tabla inclinada.

»Para mi satisfacción, tardó mucho tiempo en morir. Tenía una vitalidad maravillosa, una constitución asombrosa. Sí, fue una satisfacción que tardara tanto en hacerlo. Cogí una silla y un periódico y me senté a leer a su lado. De vez en cuando daba un sorbo de brandy. Era necesario, teniendo en cuenta el frío que hacía. Alcancé la botella, él creía que iba a darle un poco. Leí en voz alta, sobre todo falsas historias de personas que, en el umbral de la muerte, habían sido rescatadas y devueltas a la vida y al vigor gracias a unos cuantos tragos de licor y un baño caliente. Sí, sufrió una muerte larga y difícil: tres horas y seis minutos desde el momento en que había sonado su campanilla.

»Se cree que en los dieciocho años transcurridos desde que se fundó el servicio de vigilancia de cadáveres ningún amortajado ocupante de las casas de los muertos de Baviera ha hecho sonar jamás la campanilla. Bueno, es una creencia inofensiva. Dejémoslo así.

»El frío de aquella habitación me había calado los huesos. Eso reavivó e instaló de forma permanente la enfermedad que llevaba tiempo aquejándome pero que, hasta esa noche, había ido desapareciendo poco a poco. Aquel hombre había asesinado a mi mujer y a mi hija, y dentro de tres días me habrá añadido a su lista. Da igual... ¡Dios mío! ¡Qué recuerdos tan dulces! ¡Lo pillé escapando de la tumba y volví a arrojarlo dentro!

»Después de aquella noche me vi recluido en cama durante una semana, pero en cuanto pude moverme fui a consultar los libros de las casas de los muertos y me hice con el lugar en que había muerto Adler. Qué casa de huéspedes tan horrenda. Imaginé que lo normal era que se hubiera quedado con los efectos personales de Kruger, puesto que era su primo, y yo quería hacerme con su reloj, si era posible. Pero mientras yo yacía enfermo, las pertenencias de Adler habían sido vendidas y estaban repartidas por aquí y por allá, a excepción de unas cartas y unas pocas fruslerías sin valor. No obstante, gracias a esas cartas localicé al hijo de Kruger, el único pariente que dejó. Ahora es un hombre de treinta años, zapatero de oficio, y vive en el número catorce de Königstrasse, Mannheim. Es viudo y tiene varios hijos pequeños. Sin explicarle por qué, desde ese momento le he estado proporcionando dos tercios de su sustento.

»En cuanto a ese reloj, ¡fíjese qué extrañas son las cosas! Estuve buscándolo por toda Alemania durante más de un año, y me costó lo suyo en dinero y tribulaciones, pero por fin lo encontré, y sentí una alegría inexplicable. Lo abrí, pero ¡dentro no había nada! Bueno, debía de haber supuesto que aquel pedazo de papel no iba a permanecer allí todo ese tiempo. Desde luego, renuncié a aquellos diez mil dólares en ese mismo momento y me los quité de la cabeza, aunque no sin pena, pues los quería para el hijo de Kruger.

»Anoche, cuando por fin admití que debo morir, empecé a prepararme. Me dispuse a quemar todos los documentos inútiles. Y, en efecto, en una pila de las cosas de Adler que no había examinado con suficiente detenimiento, ¡apareció el tan ansiado papel! Lo reconocí al instante. Aquí está..., se lo traduzco:

Caballeriza de obra, pilar de piedra, centro de la población, esquina con Orleans y Market Street. Esquina que da al juzgado. Tercera piedra, cuarta hilera. Allí hay una señal, dice cuántas faltan.

»Tenga, quédeselo, ¡y guárdelo bien! Kruger me explicó que esa piedra podía retirarse, y que estaba en el muro de la parte norte, en la cuarta hilera empezando por arriba, la tercera piedra desde el oeste. El dinero está escondido detrás. Dijo que la última frase era un engaño, por si el papel caía en manos ajenas. Seguramente lo hizo por Adler.

»Quiero suplicarle que cuando haga esa travesía por el río, busque el dinero oculto y lo envíe a Adam Kruger, a la dirección de Mannheim que he mencionado. Eso lo convertirá en un hombre rico y yo podré descansar tranquilo en la tumba sabiendo que he hecho cuanto podía por el hijo del hombre que intentó salvar a mi mujer y a mi hija. Si bien es cierto que, ignorante, segué su vida con mis propias manos a pesar de que mi corazón deseaba protegerlo y servirle.

 

 

—Esa es la historia que me contó Ritter —expliqué a mis dos amigos.

Se hizo un silencio profundo e imponente, que duró un tiempo considerable, tras el cual los dos hombres estallaron en exclamaciones de admiración y entusiasmo refiriéndose a todos aquellos extraños incidentes. Y tanto eso como las preguntas con las que empezaron a bombardearme duró hasta que todos quedamos prácticamente agotados. Entonces mis amigos empezaron a tranquilizarse, se distrajeron con otras cosas, y de vez en cuando me asaltaban con alguna pregunta más para luego sumirse en las profundidades de su sosiego y su meditación. Llevábamos diez minutos callados cuando Rogers dijo con aire distraído:

—¡Diez mil dólares! —Y tras una pausa considerable añadió—: Diez mil. Es un montón de dinero.

Y el poeta me preguntó:

—¿Piensa mandárselo de inmediato?

—Sí —dije—. Qué pregunta tan tonta.

No hubo respuesta. Tras una pausa, Rogers interrogó, vacilante:

—¿Se lo mandará todo? O sea... Quiero decir...

—Desde luego. Todo.

Iba a añadir algo, pero me interrumpí... Me interrumpió el hilo de un pensamiento que acababa de concebir. Thompson habló, pero mi mente estaba ausente y no capté sus palabras. Sin embargo, oí la respuesta de Rogers:

—Sí, a mí también me lo parece. Con eso tendrá suficiente, porque la verdad es que él, lo que se dice hacer, no ha hecho nada.

Siguió el poeta:

—Mirándolo bien, es más que suficiente. Piénsenlo un momento: ¡cinco mil dólares! Pero ¡si no podría gastarlos ni en una vida entera! Además, podría ser perjudicial, incluso podría ser su ruina. Párense a considerarlo: en cuestión de poco tiempo se habrá deshecho de la horma, cerrará el negocio, quién sabe si no se dará a la bebida, maltratará a sus hijos huérfanos de madre, se dejará llevar por malas influencias, irá de mal en peor...

—Exacto —lo interrumpió Rogers con fervor—. Lo he comprobado cien veces. Qué digo cien, muchas más. Si quieres destruir a un hombre así, pon dinero en sus manos, eso es todo. Solo tienes que hacer tal cosa, y bastará. Y si eso no lo hunde y le arranca todo lo que tiene de competente, toda su dignidad y lo demás, entonces es que no conozco la naturaleza humana. ¿No le parece, Thompson? E incluso con una tercera parte que le dejáramos, en menos de seis meses...

—¡Menos de seis semanas, querrá decir! —exclamé yo, animándome e interviniendo en la conversación—. A menos que esos tres mil dólares estuvieran depositados en manos seguras, donde no pudiera tocarlos, no tardaría más de seis semanas en...

—¡Pues claro que no! —dijo Thompson—. He publicado libros de personas así, y en cuanto las regalías caen en su poder... Pueden ser tres mil, o incluso dos mil...

—Me gustaría saber, ¿qué haría un zapatero con dos mil dólares? —terció Rogers con tono sincero—. Un hombre que tal vez está más que satisfecho en Mannheim, rodeado de los de su clase, saboreando el pan con ese gusto que solo proporciona el duro trabajo, disfrutando de su vida sencilla, sincero, honrado, puro de corazón, ¡y bienaventurado! ¡Sí, he dicho bienaventurado! De todas las miríadas envueltas en seda que transitan el mundo vacío y artificial de la perdición humana, poned ante él esa tentación una sola vez, ¡una sola! Poned mil quinientos dólares ante un hombre así, y...

—¡Mil quinientas serpientes! —exclamé yo—. Incluso quinientas bastarían para acabar con sus principios, frenar su diligencia, llevarlo a abusar del ron, y de allí al arroyo, y luego al asilo, y luego...

—¿Por qué tenemos que cometer un crimen semejante, caballeros? ¿Por qué? —interrumpió el poeta, con tono sincero y suplicante—. Él es feliz donde está y como está. Todos esos sentimientos de honor, de caridad, de elevada y sagrada benevolencia nos advierten, nos imploran, nos ordenan que no lo molestemos. En eso consiste la verdadera amistad, la auténtica amistad. Podríamos seguir otros caminos que nos elevarían en apariencia, pero ninguno conlleva tanta sabiduría y franca bondad, ténganlo por seguro.

Tras comentarlo un rato más, resultó evidente que todos y cada uno de nosotros, en nuestro fuero más interno, albergábamos recelos sobre esa forma de resolver la cuestión. Quedó claro que todos sentíamos que algo sí que debíamos enviarle al pobre zapatero. Llegados a ese punto tuvo lugar una conversación larga y seria, y al fin decidimos enviarle una litografía a color.

Cuando la cosa parecía dispuesta de forma satisfactoria para todos los interesados, surgió un nuevo problema: daba la impresión de que aquellos dos hombres esperaban que nos repartiéramos el dinero a partes iguales. Mi idea no era esa. Les dije que podían considerarse afortunados si les permitía compartir la mitad. Rogers intervino:

—¿Quién podría haber tenido suerte de no haber sido por mí? Fui yo quien sacó el tema en primer lugar; si no, todo habría ido a parar a manos del zapatero.

Thompson dijo que él también estaba pensando lo mismo en el momento en que Rogers lo había expresado en voz alta.

Yo repuse que la idea no habría tardado en ocurrírseme a mí también, sin ayuda de nadie. Tal vez fuera un poco lento, pero seguro que lo habría pensado.

Esa cuestión nos llevó a reñir, y luego a pelearnos, y todos salimos bastante malparados. Cuando, al cabo de un rato, me hube recompuesto, subí a la cubierta superior de un humor de perros. Allí encontré al capitán McCord, a quien dije, con toda la amabilidad que me permitía mi estado de ánimo:

—He venido a despedirme, capitán. Deseo bajar a tierra en Napoleon.

—¿Que desea bajar dónde?

—En Napoleon.

El capitán se echó a reír. Pero al ver que yo no estaba para bromas, lo dejó correr y preguntó:

—¿Habla en serio?

—¿Que si hablo en serio? Por supuesto.

El capitán levantó la cabeza hacia la caseta del piloto y dijo:

—¡Quiere bajar en Napoleon!

—¿Seguro?

—Eso dice.

—¡Por el alma del gran César!

El tío Mumford se acercaba por la cubierta, y el capitán dijo:

—Tío, ¡aquí hay un amigo suyo que quiere bajar en Napoleon!

—Vaya, por...

Yo lo interrumpí:

—Bueno, ¿a qué viene todo esto? ¿Es que un hombre no puede bajar del barco en Napoleon, si así lo desea?

—Pero bueno, ¿es que no lo sabe usted? Napoleon ya no existe. Desapareció hace años y años. ¡El río Arkansas inundó la población, la destrozó y los restos fueron a parar al Mississippi!

—¿Arrastró toda la población? Los bancos, las iglesias, las cárceles, las oficinas de correos, el juzgado, el teatro, el edificio de los bomberos, los establos... ¿Todo?

—¡Todo! En solo quince minutos, más o menos. No dejó bicho viviente. Nada quedó en pie excepto los restos de una casucha y una chimenea de ladrillo. El barco está pasando justo por encima de lo que fue el centro de esa población. Allí está la chimenea... Es todo cuanto queda de Napoleon. Esos densos bosques que ve a la derecha estaban antes a una milla de distancia. Eche un vistazo atrás, corriente arriba. Empieza a reconocer estos parajes, ¿verdad?

—Sí, sí que los reconozco. Son los más maravillosos de los que he oído hablar jamás. Con diferencia, los más maravillosos..., y sorprendentes.

Mientras, el señor Thompson y el señor Rogers se habían acercado con su cartera y su paraguas, y habían escuchado en silencio la explicación del capitán. Thompson me puso medio dólar en la mano y dijo:

—Mi parte de la litografía.

Rogers hizo lo propio.

Sí, resultaba de lo más asombroso ver cómo el Mississippi fluía entre orillas despobladas y justo por encima del lugar donde veinte años atrás siempre veía una población orgullosa de sí misma. Una población que había sido la capital de un condado extenso e importante; donde Estados Unidos contaba con un gran hospital para marineros; donde se habían librado innumerables trifulcas (cada día una investigación); donde un día conocí a la muchacha más bella de todas, y que gozaba de mejor educación en todo el valle del Mississippi; donde, un cuarto de siglo antes, nos habían repartido las primeras noticias impresas del triste desastre del Pennsylvania. Una población que ya no lo era, que había sido engullida, que había desaparecido, ¡había servido de alimento a los peces y nada quedaba de ella salvo los restos de una casucha y una chimenea de ladrillos medio derruida!

 

De La vida en el Mississippi 1883