UN CUENTO SIN FINAL

En el barco teníamos un entretenimiento que nos ayudaba a pasar el tiempo..., al menos por la noche, en el salón de fumadores, cuando los hombres se recuperaban de la monotonía y el aburrimiento del día. Consistía en terminar historias inacabadas. Es decir, alguien contaba una historia menos el final, y luego los demás trataban de proporcionar un final inventado por ellos mismos. Cuando todos los que querían probar suerte terminaban, el hombre que había contado la historia relataba el final verdadero..., y luego se podía elegir. A veces los finales nuevos resultaban mejores que los antiguos. Pero la historia que requirió un esfuerzo más insistente, decidido y ambicioso fue una que no tenía final, por lo que no teníamos nada con lo que comparar los finales nuevos. El hombre que la contó afirmó que solo podía darnos los detalles hasta cierto punto, porque no conocía la historia completa. La había leído en un volumen de relatos hacía veinticinco años y se había visto obligado a abandonar la lectura antes de llegar al final. Ofreció cincuenta dólares a cualquiera que la terminara para satisfacción de un jurado elegido entre todos. Nombramos un jurado y nos pusimos manos a la obra. Ideamos un montón de finales, pero el jurado los rechazó todos. Y tenía razón. Era un cuento cuyo autor tal vez completara satisfactoriamente en su momento, y, si realmente tuvo esa fortuna, me gustaría saber cuál era el final. Cualquiera se puede dar cuenta de que la fuerza del relato radica en el planteamiento, y no hay manera de conducirlo al desenlace con el que sin duda debería concluir. En esencia, el cuentecillo era como sigue:

John Brown, de treinta y un años, bueno, amable, discreto y tímido, vivía en un tranquilo pueblecito de Missouri. Era superintendente de la escuela dominical presbiteriana. Un cargo modesto, pero el único que desempeñaba de forma oficial, por lo que se sentía humildemente orgulloso y se consagraba por completo a su trabajo y sus intereses. Todo el mundo reconocía la extremada bondad de su naturaleza; de hecho, la gente siempre decía que actuaba movido por la moderación y los buenos impulsos, y que se podía contar con su ayuda cuando hacía falta y con su discreción tanto cuando hacía falta como cuando no.

Mary Taylor, de veintitrés años, modesta, dulce, encantadora y hermosa tanto por su carácter como por su persona, lo era todo para él. Y él casi lo era todo para ella. Estaba indecisa, tenía muchas esperanzas. Su madre se había opuesto desde el principio. Pero él había notado que también esta estaba indecisa. La mujer se sentía conmovida por el interés que John demostraba por las dos protegidas de ella, y por cómo había contribuido a mantenerlas. Se trataba de dos hermanas ancianas y desamparadas que vivían en una cabaña de troncos en un lugar solitario, a unas cuatro millas del cruce de caminos junto a la granja de la señora Taylor. Una de las hermanas estaba loca y en ocasiones era un poco violenta, pero solo a veces.

Por fin la ocasión pareció propicia para un último avance, y Brown hizo acopio de valor y se decidió a dar el paso. Aumentaría al doble su contribución y así se ganaría a la madre. Una vez eliminada su oposición, el resto de la conquista sería rápida y segura.

Se puso en camino una plácida tarde dominical del suave verano de Missouri, muy bien equipado para su misión. Iba vestido de lino blanco, con una cinta azul a guisa de corbata y unas botas muy elegantes. Su calesa y su caballo eran los mejores que pudo alquilar. La manta de viaje también era de lino blanco, estaba nueva y tenía un ribete hecho a mano que no conocía rival en toda la comarca tanto por su belleza como por su elaboración.

Cuando llevaba recorridas cuatro millas por el solitario camino y estaba arreando al caballo para cruzar un puente de madera, se le voló el sombrero de paja, que cayó en el río y se alejó flotando hasta quedar enganchado en un tronco. No supo qué hacer. Estaba claro que necesitaba el sombrero, pero ¿cómo recuperarlo?

Entonces se le ocurrió una idea. Los caminos estaban desiertos, no se veía un alma. Sí, correría el riesgo. Acercó el caballo a la cuneta y lo dejó ramoneando entre la hierba; luego se desvistió y metió la ropa en la calesa, dio unas palmaditas al caballo para asegurarse su lealtad y su compasión, y corrió a zambullirse en el agua. Nadó unas cuantas brazadas y no tardó en recobrar el sombrero. Cuando llegó a la orilla, ¡el caballo había desaparecido!

Las piernas le flaquearon. El caballo trotaba tranquilamente por el camino. Brown corrió tras él gritando: «¡Eh, eh, muchacho!», pero, cada vez que se acercaba lo bastante para arriesgarse a subir a la calesa, el caballo aceleraba un poco el paso y lo dejaba chasqueado. Así siguieron, con el pobre hombre desnudo y muerto de preocupación y ansiedad de que en cualquier momento pudiese aparecer alguien. Continuó implorando y suplicándole al caballo, hasta que ambos hubieron recorrido casi una milla y llegado muy cerca de la casa de los Taylor; por fin lo consiguió y se metió en la calesa. Se puso la camisa, la corbata y la chaqueta, luego buscó los pant..., pero fue demasiado tarde. Se sentó y se echó encima la manta de viaje, pues le pareció ver a una mujer que salía de la casa. Hizo girar al caballo a la izquierda y tomó por otro camino al llegar al cruce. Era muy recto y estaba desprotegido por ambos lados, pero, a unas dos millas de allí, torcía abruptamente junto a unos árboles, y se sintió muy agradecido al llegar a aquel bosquecillo. Al pasar la curva, aminoró el paso del caballo y buscó los pant..., otra vez demasiado tarde.

Se había topado con la señora Enderby, la señora Glossop, la señora Taylor y la propia Mary. Iban a pie y parecían cansadas y agitadas. Llegaron a la vez junto a la calesa y le estrecharon la mano, todas hablaron al mismo tiempo, y le dijeron, muy serias y preocupadas, lo mucho que se alegraban y la suerte que era que hubiese pasado por allí. La señora Enderby afirmó en tono casi reverente:

—Parece casualidad que haya venido justo ahora, pero que a nadie se le ocurra profanarlo llamándolo así; lo han enviado..., lo han enviado desde lo alto.

Todas se conmovieron, y la señora Glossop dijo con voz sobrecogida:

—Sarah Enderby, nunca ha dicho usted una palabra más cierta en su vida. No es una casualidad, sino una especial Providencia. Lo han enviado. Es un ángel, un ángel tan cierto como cualquier otro: un ángel de liberación. Digo ángel, Sarah Enderby, y no emplearé otra palabra. Que nadie vuelva a decirme jamás que no existe la Providencia, pues, si esto no lo es, que venga alguien a explicármelo, si es que puede.

—Claro que lo es —dijo con fervor la señora Taylor—. John Brown, bendito sea tu nombre, me hincaría de rodillas ante ti. ¿No has notado de algún modo que te habían enviado? Besaría el borde de tu manta de viaje. —Él fue incapaz de hablar, la vergüenza y el miedo lo tenían paralizado. La señora Taylor prosiguió—: Mira a tu alrededor, Julia Glossop. Cualquiera podría ver aquí la mano de la Providencia. Estamos aquí a mediodía, ¿y qué vemos? Vemos el humo que se alza en el cielo, y digo: «La cabaña de las ancianas se ha incendiado». ¿No es cierto, Julia Glossop?

—Con esas mismas palabras, Nancy Taylor. Yo estaba a tu lado como lo estoy ahora y te oí. Tal vez dijeras «cobertizo», en lugar de «cabaña», pero en esencia es lo mismo. Y estabas muy pálida.

—¿Pálida? Estaba tan pálida que..., casi podría compararme con esta manta de viaje. Luego dije: «Mary Taylor, dile al ranchero que enganche a los caballos..., acudiremos al rescate». Y ella me respondió: «Mamá, ¿no recuerdas que le dijiste que podía ir a ver a sus parientes y quedarse hasta el domingo?». Y así era. Admito que lo había olvidado. «En ese caso, iremos a pie», respondí. Así lo hicimos. Y encontramos a Sarah Enderby por el camino.

—Seguimos todas juntas —prosiguió la señora Enderby—. Y descubrimos que la loca había incendiado la cabaña y la había reducido a cenizas. Las pobres son tan viejas y débiles que no podían venir a pie. Así que las dejamos a la sombra lo más cómodas posible y empezamos a preguntarnos cómo podríamos llevarlas a casa de Nancy Taylor. Y yo hablé y dije..., ¿qué es lo que dije? ¿Acaso no dije: «Dios proveerá»?

—¡Sí que lo dijo! Lo había olvidado.

—Yo también —reconocieron la señora Glossop y la señora Taylor—, pero es cierto que lo dijo. Parece increíble.

—Sí, lo dije. Y luego fuimos a buscar al señor Moseley, a unas dos millas de aquí, y resultó que todos habían ido a acampar a Stony Fork; después volvimos, otras dos millas, y anduvimos otra milla..., y Dios ha proveído. Ya lo ven.

Todas se miraron sobrecogidas, alzaron las manos y dijeron al unísono:

—¡Es algo prodigioso!

—Y bien —dijo la señora Glossop—, ¿qué les parece que hagamos? ¿Que el señor Brown lleve a las ancianas a casa de la señora Taylor una por una, o que meta a las dos en la calesa y él conduzca el caballo?

Brown ahogó un jadeo.

—Es una cuestión complicada —dijo la señora Enderby—. Todas estamos cansadas y, hagamos lo que hagamos, va a ser difícil resolverla. Pues si el señor Brown las lleva a las dos a la vez, al menos una de nosotras tendrá que volver con él para ayudarle, ya que no podrá meterlas solas en la calesa y ellas no pueden valerse.

—Cierto —admitió la señora Taylor—. No parece..., ¡oh, ya lo tengo! Una de nosotras puede ir hasta allí con el señor Brown y las demás pueden ir a mi casa a prepararlo todo. Yo iré con él. Entre ambos meteremos a una de las ancianas en la calesa; luego la llevaremos a mi casa y...

—Pero ¿quién se ocupará de la otra? —preguntó la señora Enderby—. No podemos dejarla sola en el bosque..., sobre todo a la loca. Ir y volver son ocho millas.

Todas se habían sentado en la hierba junto a la calesa para descansar. Guardaron silencio un minuto o dos y se debatieron pensando en aquella frustrante situación; por fin, a la señora Enderby se le iluminó la cara y dijo:

—Creo que he tenido una idea. Verán, está claro que no podemos seguir andando. Piensen en lo que hemos hecho: tres millas hasta aquí, una y media más hasta la casa de los Moseley son cuatro y media, y luego otra vez aquí..., más de nueve millas desde mediodía, y no hemos probado bocado. La verdad es que no sé cómo lo hemos hecho; yo estoy muerta de hambre. En fin, alguien tiene que volver para ayudar al señor Brown, eso no tiene vuelta de hoja; pero quienquiera que vaya tiene que ir en la calesa, no andando. Así que mi idea es la siguiente: una de nosotras volverá con el señor Brown y luego irá con una de las ancianas a casa de Nancy Taylor, dejando al señor Brown al cuidado de la otra anciana; las demás que vayan ahora mismo a casa de Nancy, y descansen y las esperen allí; luego una de ustedes que vuelva a recoger a la otra y la lleve a casa de Nancy; en cuanto al señor Brown, tendrá que regresar andando.

—¡Espléndido! —exclamaron—. ¡Oh, sin duda es la mejor solución!

Todas reconocieron que la señora Enderby era la mejor organizadora del grupo, y se sorprendieron de no haber ideado aquel plan tan sencillo ellas mismas. No es que quisieran negarle el mérito, pobres mujeres, y ni siquiera repararon en que lo habían hecho. Tras una breve consulta, decidieron que la señora Enderby volviera con Brown en la calesa, ya que la idea había sido suya. Una vez todo dispuesto y decidido, las señoras se pusieron en pie aliviadas y contentas, se sacudieron la ropa y tres de ellas emprendieron el camino a casa; la señora Enderby puso el pie en el estribo de la calesa, y estaba ya a punto de subir cuando Brown reunió lo que le quedaba de voz y dijo con voz entrecortada:

—Por favor, señora Enderby, llámelas..., estoy muy débil; no puedo andar, de verdad que no puedo.

—Pero ¡mi querido señor Brown! ¡Está usted muy pálido! Me avergüenza no haberme dado cuenta antes. ¡Eh! ¡Vuelvan todas! El señor Brown no se encuentra bien. ¿Puedo hacer algo por usted, señor Brown? No sabe cuánto lo siento. ¿Le duele a usted algo?

—No, señora, es solo que estoy débil; no estoy enfermo, pero sí muy débil; me ha ocurrido hace poco.

Las otras regresaron, expresaron su pesar y conmiseración y se reprocharon no haber reparado en lo pálido que estaba. Enseguida trazaron un nuevo plan. Irían todas a casa de Nancy Taylor y atenderían primero a Brown. Podía tumbarse en el sofá del salón, y, mientras la señora Taylor y Mary cuidaban de él, las otras dos damas cogerían la calesa e irían a buscar a una de las ancianas, y una de ellas se quedaría con la otra, y...

En ese momento, sin más deliberaciones, todas fueron donde el caballo y empezaron a darle la vuelta. El peligro era inminente, pero Brown se las arregló para volver a hablar y se salvó. Dijo:

—Pero, señoras, están descuidando un detalle que hace que el plan sea impracticable. Verán, si llevan a una de ellas a casa, y una de ustedes se queda con la otra, cuando alguien vaya a por las dos serán tres personas, y no cabrán en la calesa.

Todas exclamaron:

—Caramba, ¡es verdad!

Y volvieron a quedarse muy confundidas.

—¿Qué vamos a hacer, amigas mías? —exclamó la señora Glossop—. En mi vida he visto un asunto tan complicado como este. Lo del zorro, la oca, el maíz y demás..., no era nada comparado con esto.

Volvieron a sentarse muy fatigadas para torturar sus atormentadas cabezas en busca de un plan que funcionase. Enseguida a Mary se le ocurrió uno; era su primer intento. Dijo:

—Yo soy joven y fuerte, y he descansado un poco. Llévense al señor Brown a nuestra casa y ayúdenle, es evidente que le hace falta. Yo volveré a cuidar de las ancianas, puedo estar allí en veinte minutos. Ustedes pueden seguir y hacer lo que al principio: esperar en el camino junto a la casa a que pase alguien con una carreta; luego, que vaya a recogernos y nos lleve a las tres a casa. No tendrán que esperar mucho; los granjeros deben de estar a punto de volver del pueblo. Daré ánimos a la vieja Polly para que tenga paciencia..., a la loca no le hace falta.

Discutieron el plan y lo aceptaron; parecía el más fácil de poner en práctica, dadas las circunstancias, pues para entonces las ancianas ya debían de estar muy preocupadas.

Brown se sintió aliviado y agradecido. En cuanto llegasen al camino, encontraría una escapatoria.

Entonces la señora Taylor dijo:

—La tarde empieza a refrescar, y esas pobres ancianas estarán exhaustas y necesitarán cubrirse con algo. Llévate la manta de viaje, cariño.

—Muy bien, mamá, lo haré.

Se acercó a la calesa y alargó el brazo para cogerla...

Así acababa la historia. El pasajero que la contó nos explicó que, cuando la leyó hacía veinticinco años en un tren, se había interrumpido en ese punto, pues el tren había caído por un puente.

Al principio pensamos que podríamos concluir el cuento sin dificultades y nos pusimos manos a la obra muy confiados, pero pronto nos dimos cuenta de que no era una tarea fácil, sino muy frustrante y complicada. La culpa la tenían el carácter de Brown y su generosidad y amabilidad, que se complicaban con una modestia y una timidez exageradas, sobre todo en presencia de las damas. Estaba lo del amor que sentía por Mary, prometedor pero todavía inseguro..., de hecho, en un estado que requería resolver el asunto con mucho tacto, sin cometer equivocaciones ni ofender a nadie. Y estaba lo de la madre, indecisa y vacilante, a quien podía ganarse con mucha diplomacia o perder para siempre. También había que tener en cuenta a las ancianas indefensas que esperaban en el bosque: su destino y la felicidad de Brown dependían de lo que hiciera este en los dos segundos siguientes. Mary había alargado el brazo para coger la manta de viaje; Brown debía decidirse..., no había tiempo que perder.

Por supuesto, el jurado se negó a aceptar un final que no fuese feliz: la conclusión debía mostrar a un Brown admirado por las señoras, con un comportamiento intachable, su modestia indemne y su generosidad incólume; debían rescatar a las ancianas gracias a él, su benefactor, y todas debían estar orgullosas de él, felices y llenas de halagos.

Tratamos de solucionarlo, pero las dificultades eran constantes e irreconciliables. Comprendimos que la timidez de Brown no le permitiría renunciar a la manta de viaje. Eso ofendería a Mary y a su madre; y sorprendería a las demás señoras, en parte porque semejante insensibilidad por las ancianas no casaría bien con el carácter de Brown, y en parte porque lo había enviado la Providencia y no era lógico que se comportara así. Si le pedían que explicara su comportamiento, su timidez le impediría contar la verdad, y su falta de inventiva haría que no fuese incapaz de idear una mentira creíble. Estuvimos dándole vueltas a aquel problema hasta las tres de la mañana.

Entretanto, Mary había alargado el brazo para coger la manta de viaje. Nos rendimos y decidimos permitir que lo hiciera. El lector tiene ahora el privilegio de decidir por sí mismo cómo terminó todo.

 

De Viaje alrededor del mundo,
siguiendo el Ecuador

1897