Jesús se encuentra en apuros. Hoy en día, cuando la gente le adora—o incluso cuando pronuncia su nombre—no es probable que el objeto de tal devoción sea quien ellos creen. Con el tiempo se ha creado un Jesús mitológico. Ha servido para dividir pueblos y naciones. Ha conducido a guerras destructivas en nombre de fantasías religiosas. El legado del amor que encontramos en el Nuevo Testamento ha sido mancillado por expresiones de intolerancia y prejuicios que hubiesen horrorizado a Jesús. Lo más triste es que los que alzaron las armas en nombre del amor se han apoderado de sus enseñanzas.
Hace poco, un católico no practicante me comentó: «En ocasiones siento cierta presión social para que regrese a mi fe, pero estoy muy afectado. ¿Puedo amar una religión que llama pecadores a los homosexuales pero que oculta a pedó-filos entre su clero? Ayer, cuando iba al trabajo en el coche, escuché una canción que decía: “Jesús caminó sobre las aguas cuando en realidad debería haberlas surfeado”, y ¿sabes qué?, me reí. De joven jamás lo habría. Ahora solo siento una levísima punzada de culpa».
Allí donde mires, una nube de confusión se cierne sobre el mensaje de Jesús. Para atravesarla hay que especificar a quién nos referimos cuando hablamos de Jesús. Hay un Jesús histórico, acerca del que sabemos muy poco. Hay otro Jesús del que se ha apoderado el cristianismo; fue creado por la Iglesia para satisfacer sus intereses. El tercer Jesús, sobre el que trata este libro, es tan desconocido que ni los más devotos cristianos sospechan de su existencia. Y sin embargo ese es el Cristo que no podemos—no debemos—ignorar.
El primer Jesús fue un rabino que hace muchos siglos vagó por las costas del norte de Galilea obrando milagros. Este Jesús todavía parece tan cercano que casi se le podría tocar. Lo imaginamos vestido de manera sencilla pero envuelto por un halo de gloria. Fue amable, sereno, pacífico, cariñoso y sin embargo ocultaba profundos misterios.
Sin embargo, ese Jesús ha desaparecido, barrido por la historia. Sigue presente como un fantasma, como una proyección de todas las cualidades ideales que deseamos tener pero de las que desgraciadamente carecemos. ¿Por qué no pudo haber existido una persona por entero cariñosa, compasiva y humilde? Si la llamamos Jesús y la situamos hace miles de años resulta posible. (Para los orientales su nombre podría ser Buda, pero el hombre es igual de mítico y encarna asimismo nuestras carencias.)
El primer Jesús no es por entero coherente, tal como demuestra una lectura atenta de los Evangelios. Si realmente era por entero pacífico, ¿por qué proclamó: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada»? (Mateo 10, 34). Si realmente era por entero cariñoso, ¿por qué dijo: «Y al siervo inútil arrojado a las tinieblas de afuera; allí será el llorar y el crujir de dientes»? (Mateo 25, 30). (En ocasiones la traducción es aún más severa, y Jesús ordena arrojar al infierno al «esclavo despreciable».) Si Jesús era humilde, ¿por qué decía que gobernaba sobre la tierra por encima de cualquier rey? El Jesús histórico fue, cuanto menos, un hombre de desconcertantes contradicciones.
Sin embargo, cuantas más contradicciones descubrimos, menos mítica se nos presenta su figura. El hombre de carne y hueso barrido por la historia debió de ser extraordinariamente humano. Para ser divino primero hay que ser rico en todas las cualidades humanas. Como dijo un famoso maestro espiritual indio: «El grado de iluminación se mide por lo cómodo que uno se sienta con sus contradicciones».
Además, millones de personas adoran a otro Jesús, uno que jamás existió, que ni siquiera se siente deudor de la destilada esencia del primer Jesús. Es el Jesús que han construido los teólogos y los eruditos a lo largo de miles de años. Es el Espíritu Santo, la Santísima Trinidad, el origen de unos sacramentos y más oraciones desconocidos por Jesús cuando habitó la tierra. Es también el Príncipe de la Paz en cuyo nombre se han desencadenado sangrientas guerras. No se puede aceptar a este segundo Jesús sin haber aceptado antes la teología. La teología fluctúa con la marea de los asuntos de la humanidad. La metafísica resulta tan compleja que contradice la simplicidad de las palabras de Jesús. ¿Habría debatido con religiosos eruditos sobre el significado de la Eucaristía? ¿Habría apoyado una doctrina que proclama que los niños están condenados hasta que se los bautiza?
El segundo Jesús nos adentra en el laberinto teológico sin una salida clara. Se convirtió en la base de una religión que ha dado lugar a unas veinte mil sectas, las cuales se dedican a discutir hasta la saciedad sobre cada hilo de las vestimentas de un fantasma. Pero ¿existe alguna autoridad, por elevada que sea, que pueda informarnos sobre lo que Jesús habría pensado? ¿Acaso no resulta contradictorio sostener que Jesús fue una creación única—la única encarnación de Dios—y al mismo tiempo declararse capaz de leerle la mente en relación a cuestiones actuales? En su nombre, el cristianismo se pronuncia sobre la homosexualidad, el control de la natalidad y el aborto.
Estas dos versiones de Jesús—tanto la esquemática figura histórica como la abstracta creación teológica—tienen para mí un componente trágico, pues las culpo de haber robado algo precioso: el Jesús que enseñó a sus seguidores a alcanzar la conciencia de Dios. Me gustaría ofrecer la posibilidad de que Jesús fuese, tal como proclamó, un verdadero salvador. No el auténtico salvador, no el único hijo de Dios. Más bien, Jesús personificó el nivel más elevado de la iluminación. Dedicó su breve vida adulta a describirlo, enseñarlo y transmitirlo a futuras generaciones.
Jesús intentó salvar al mundo mostrando a los demás el camino hacia la conciencia de Dios.
Tal interpretación del Nuevo Testamento no invalida al primer y al segundo Jesús. Sino que sirve para aclarar su figura. En lugar de historia perdida y teología compleja, el tercer Jesús ofrece una relación directa, personal y presente. Nuestro cometido consiste en ahondar en las Escrituras y demostrar que en ellas se halla un mapa que lleva a la iluminación. Me parece algo innegable; de hecho, se trata del mensaje de vida de los Evangelios. No nos referimos aquí a la fe tal como la define convencionalmente la religión. La fe convencional es lo mismo que creer, incluso cuando uno cree en lo imposible (Jesús caminando sobre las aguas), pero existe otra fe que nos permite alcanzar lo desconocido y lograr la transformación.
Jesús habló de la necesidad de creer en él como camino hacia la salvación, pero esas palabras fueron puestas en su boca por seguidores que escribieron décadas después. El Nuevo Testamento es una interpretación de Jesús por parte de gente que se sintió renacida pero también abandonada. Según el cristianismo ortodoxo no serán abandonados para siempre, pues Jesús regresará en la Segunda Venida para reclamar a sus fieles. Pero la Segunda Venida ha tenido veinte siglos para producirse, los devotos esperan que tenga lugar cualquier día de estos y todavía está por llegar. El concepto de la Segunda Venida ha ejercido un efecto bastante destructivo en las intenciones de Jesús, ya que pospone lo que debería ocurrir en la actualidad. La Tercera Venida, alcanzar la conciencia de Dios mediante el esfuerzo personal, ocurre en el presente. Utilizo ese término como metáfora de un cambio en el estado de conciencia que transforma las enseñanzas de Jesús en algo totalmente real y vital.
Imagina por un momento que eres uno de los judíos pobres, pescadores, campesinos o jornaleros, que ha oído hablar de un rabino errante que promete el Cielo, no a los ricos y poderosos, sino a tus iguales, a la gente más humilde de la sociedad. Un día—supongamos que era un día seco y caluroso, y en el desierto hacía un sol abrasador—subes la colina situada al norte del lago interior conocido como mar de Galilea.
En la cima de la colina, Jesús, sentado junto a sus más fieles seguidores, espera a que se haya congregado suficiente gente para empezar a predicar. A la sombra de los retorcidos olivos que salpican el paisaje bañado por el sol, tú también esperas. Jesús—conocido en hebreo como Jesse, un nombre bastante común—pronuncia un sermón que te impresiona; de hecho, te llega al alma. Promete que Dios te ama; es una afirmación directa, no te pide que cumplas las obligaciones de tu secta ni que respetes las antiguas y complejas leyes de los profetas. Es más, dice que Dios te quiere más a ti. En el mundo que vendrá, ustedes y los suyos recibirán las mayores recompensas, todo lo que les ha sido negado en este mundo.
El idealismo de esas palabras roza la locura. Si Dios les ama tanto ¿por qué les atormenta con crueles conquistadores romanos? ¿Por qué permitió que les esclavizaran y les obligaran a trabajar duramente hasta el día de vuestra muerte? Los sacerdotes de Jerusalén lo han explicado infinidad de veces: en tanto que hijo de Adán, tus pecados te han conducido a una existencia desdichada, cargada de miserias y esfuerzos sin fin. Pero Jesús no menciona el pecado. Expande el amor de Dios hasta lo increíble. ¿Seguro que lo has entendido bien?
Tú eres la luz del mundo. Deja que tu luz brille ante todos los hombres.
Te compara con una ciudad situada en lo alto de una colina y cuyas brillantes luces impiden que permanezca oculta. Jamás te habían dicho algo ni remotamente parecido; ni siquiera tú te habías visto de esa manera.
No juzgues a los demás, y no serás juzgado. Antes de retirar la paja en el ojo de tu hermano, aparta la viga del tuyo.
Trata a los demás como te gustaría que ellos te trataran a ti. Esta regla resume por sí todas las leyes y las enseñanzas de los profetas.
Pide, y te será entregado. Busca, y encontrarás. Llama, y la puerta se te abrirá.
¿Cómo explicar tu reacción ante este predicador, esos sentimientos encontrados de incredulidad y esperanza, recelo y dolorosa necesidad de creer? Deseaste echar a correr antes de que acabara, negar todo lo que habías escuchado. Ningún hombre en su sano juicio podría caminar por la calle sin juzgar a los ladrones, los carteristas y las prostitutas que ocupan las esquinas. Es absurdo asegurar que, en caso de necesitar ropa y alimento, basta con pedírselo a Dios. Y sin embargo, con qué belleza lo expuso Jesús:
Contemplad los lirios del campo, cómo crecen: no labran, ni tampoco hilan. Sin embargo, os digo que ni Salomón con toda su gloria se vistió como uno de ellos. Reparad en los cuervos: no siembran, ni siegan, no tienen despensa ni granero; sin embargo, Dios los alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellos?
Pese a los años de dura existencia que convertían en mentiras las promesas de Jesús, mientras lo escuchabas lo creíste. Continuaste creyendo mientras descendías de la colina casi al atardecer, y durante unos días sus palabras te obsesionaron. Hasta que se desvanecieron.
El paso del tiempo no ha alterado esta mezcla de esperanza y desasosiego. En cierta ocasión viví una experiencia relacionada con una de las enseñanzas más desconcertantes de Jesús: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra» (Lucas 6, 29). Tal vez nuestro jornalero judío escuchó estas palabras aquel día en la montaña, pero el tiempo no ha cambiado la naturaleza humana hasta el punto de que esta enseñanza nos resulte más fácil. Si dejo que un abusón me golpee en una mejilla y encima le ofrezco la otra, ¿no me propinará una soberana paliza? Lo mismo cabe argumentar, a mayor escala, ante una amenaza como el terrorismo: si permitimos que los malvados nos ataquen sin represalias, ¿no lo harán una y otra vez?
Mi experiencia solo encaja vagamente con este dilema. Sin embargo conduce al corazón mismo de la misión de Cristo. Me encontraba promocionando un nuevo libro en una librería abarrotada de gente cuando una mujer se me acercó y me dijo: «¿Puedo hablar con usted? Necesitaré tres horas». Se trataba de una persona contundente, de carácter fuerte (con poca educación), pero con la mayor amabilidad posible le contesté, señalando a la gente congregada alrededor de la mesa, que no disponía de tres horas.
Se le nubló la vista. «Debe hacerlo. He venido desde México DF», me dijo, e insistió en que debía pasar tres horas a solas conmigo. Le pregunté si había telefoneado a mi oficina de antemano, y lo había hecho. ¿Qué le habían dicho? Que estaría ocupado todo el día. «Pero aun así he venido porque le he oído decir que todo es posible. Y si eso es cierto, debería poder atenderme».
El relaciones públicas del evento se me llevaba del brazo, así que le dije a la señora que, si regresaba más tarde, quizá dispusiese de unos minutos para atenderla en privado. Se enfureció a la vista de todo el mundo. Soltó un torrente de improperios, sin ahorrarse palabras malsonantes, y se marchó ofendida musitando por lo bajo que yo era un fraude. Por la noche yo seguía dándole vueltas al incidente, así que pensé en una verdad espiritual esencial: la gente proyecta sobre nosotros quiénes somos en realidad. Me senté a escribir una lista de cosas que había percibido en esa mujer. ¿Qué me había desagradado de ella? Era exigente, hostil, egoísta y estaba enfadada. Después llamé a mi esposa y le pregunté si yo era así. Se produjo un largo silencio al otro lado de la línea. Me quedé bastante sorprendido. Así que me senté para afrontar lo que la realidad me pedía que afrontara. Hallé un poso de enfado e irritación (a fin de cuentas, ¿no era yo la víctima inocente? ¿Acaso esa mujer no me había avergonzado ante docenas de personas?). Luego pacté una tregua con las energías negativas que la mujer había despertado. Me vinieron a la mente imágenes difusas de heridas anteriores que me situaron en el buen camino. Eliminé cuantas energías negativas de dolor me fueron posible.
Hablando claramente, fue un momento Jesús. Cuando Jesús predicó «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra» (Lucas 6, 29), no predicaba el masoquismo ni el martirio. Se refería a una cualidad de la conciencia que en sánscrito se denomina Ahimsa. Este término suele traducirse por «inocuidad» o «no violencia» y en épocas moder nas se convirtió en la consigna del movimiento de resistencia pacífica de Gandhi. El mismo Gandhi fue considerado a menudo una especie de Cristo, pero las raíces de Ahimsa en la India se remontan miles de años atrás.
En la tradición india, la no violencia incluye varios conceptos, todos ellos aplicables a la idea de Jesús de ofrecer la otra mejilla. En primer lugar, el objetivo final de la no violencia consiste en alcanzar la propia paz, en aplacar la violencia interior; el enemigo externo tan solo refleja al enemigo interno. En segundo lugar, la capacidad de no ser violento depende de un cambio de conciencia. Finalmente, si logras cambiar, la realidad lo reflejará.
En ausencia de tales condiciones, Ahimsa no es espiritual ni efectiva. Si alguien con sed de venganza muestra la otra mejilla a un enemigo igualmente enfurecido, seguirá más violencia. Asumir el papel de santo no cambiará nada. Pero si una persona con conciencia de Dios presenta la otra mejilla, su enemigo quedará desarmado. Creo que en la librería experimenté un momento fugaz en que pude aplicarme esa profunda verdad. Ahimsa es solo una cualidad de la conciencia de Dios. En el caso de Jesús, su mente las contenía todas.
Jesús no pretendía guardarse para sí el misterio de la conciencia de Dios. Compartió constantemente su visión con los demás y mostró una inconfundible sensación de urgencia. La vida iba a dar un vuelco no en un futuro lejano, sino muy pronto. Los cuatro Evangelios retoman este argumento una y otra vez. Jesús se define como el nuevo Adán, y san Pablo, el que mejor se expresó de sus primeros seguidores, declara que la realidad ha cambiado totalmente debido a la existencia de Jesús: «De modo que si alguno está en Cristo, ya es una criatura nueva: acabose lo que era viejo, y todo viene a ser nuevo» (2 Corintios 5, 17).
En ocasiones esta frase se traduce de tal modo que las palabras «una criatura nueva» pasan a convertirse en «una nueva creación» o incluso «un nuevo mundo». Ningún otro tipo de fe realiza afirmaciones tan audaces y abrumadoras. Los primeros cristianos se las tomaron al pie de la letra, y la creencia en Jesús se propagó a velocidad de vértigo por Jerusalén y más allá. Para comprender la radicalidad del enfoque de Jesús debemos considerarlo en su totalidad. Pero a grandes rasgos pretendía renovar la existencia humana de las ocho maneras siguientes.
Jamás se ha ofrecido un proyecto más radical, y el primer milagro de la historia de Jesús fue que alguien lo creyera. Cualquiera de los puntos de la lista plantea en sí mismo un reto asombroso. Piensa, por ejemplo, en las relaciones. Jesús pidió a sus seguidores que se considerasen almas en lugar de individuos falibles cuyos deseos daban pie a conflictos entre ellos. La igualdad entre las almas elimina las diferencias entre ricos y pobres, hombres y mujeres, débiles y poderosos. Para empezar, como guía para las relaciones cotidianas, la igualdad total resultaba completamente inviable—¿ausencia de jefes en el trabajo?, ¿ausencia de gobernantes?, ¿ausencia de jerarquía eclesial?—, pero Jesús fue todavía más lejos. Las almas lo reciben todo directamente de Dios. Como proclamó Jesús en el Sermón de la Montaña, una persona que viva de manera natural, como los pájaros del cielo o los lirios en el campo, no necesita trabajar. Dios ama a sus hijos al menos tanto como a las aves o a las flores. Les proporcionará una existencia no menos bella y exenta de preocupaciones. De igual modo, las almas no necesitan planear el futuro, atesorar riquezas ni preocuparse por asuntos vanos tales como la ropa bonita. La Providencia proveerá todas esas cosas.
Las implicaciones para las relaciones eran inconmensurables. ¿Podía un granjero o un pescador regresar a casa y decirle a su esposa que ya no volvería a trabajar porque Dios no quería que lo hiciese? ¿Deberían las familias gastarse todos los ahorros porque Dios había garantizado que no vendrían épocas duras? ¿Cómo podían estar seguros de que Dios colmaría las necesidades familiares? No es de extrañar que los pragmáticos que tomaron las riendas del cristianismo comenzasen a alejarse del mundo tal como lo había previsto Jesús.
Todos los demás aspectos de la existencia se verían igualmente afectados por el nuevo orden. La realidad que Jesús había venido a abolir resultó ser en todos los aspectos lo contrario de lo que había imaginado.
La naturaleza gozaba de una amplia experiencia como entorno de interminables sufrimientos y trabajos. El habitante medio a duras penas sobrellevaba una existencia precaria, no veía rastro alguno de la prodigalidad divina y sí numerosas muestras del descontento de Dios.
La sociedad imponía sus códigos mediante rígidas normas y duros castigos. Hasta tal punto se recelaba de la naturaleza humana, que en el Levítico, el libro del Antiguo Testamento dedicado a cómo llevar una vida recta, se establecían más de seiscientas leyes, normas, rituales y obligaciones religiosas.
Las relaciones se basaban en obligaciones religiosas, en el intento de agradar a un Dios furibundo en lugar de en hallar placer los unos con los otros. Las mujeres vivían subyugadas, pues habían traído al mundo la mancha de la sexualidad y el pecado.
La psicología se dividía en dos aspectos contradictorios. Por un lado, se le decía a la gente que debían regocijarse en Dios y considerarse sus elegidos. Por otro lado, la mácula del pecado estaba siempre presente y afectaba a cada persona desde el momento mismo del nacimiento. El pecado constituía algo más que un acto contra Dios; era la condición primaria del ser humano.
Las emociones no eran fiables, se recelaba de ellas. El propio Dios podía pasar de mostrarse afectuoso a iracundo. Sus hijos resultaban igual de impredecibles, y por tanto la amenaza del castigo acechaba siempre; si uno vacilaba en la fe completa en Dios, Satanás le debilitaba tentándole.
El comportamiento era en esencia egocéntrico. Existían ideales y en principio la gente trataba de llevar una vida virtuosa, pero incluso esa virtud se aplicaba únicamente al concepto de «nosotros» (familia, tribu, religión) y no a «ellos» (otra familia, tribu o religión). El modo de tratar a los seres queridos no guardaba relación alguna con el trato a los desconocidos y mucho menos a los enemigos.
La biología escapaba al control humano. Las enfermedades afectaban a todo el mundo y por tanto debían ser un castigo de Dios. La humillación de la vejez y la terrible perspectiva de la muerte también se consideraban pruebas de la insatisfacción divina.
La metafísica estaba más allá de la comprensión de la gente corriente. Solo los sacerdotes, que lo eran por nacimiento, podían leer la voluntad de Dios e interpretar sus pensamientos. Ellos revelaban la naturaleza de lo divino y con el tiempo su palabra se convirtió en ley.
Resulta fácil comprender por qué el nuevo mundo previsto por Cristo se abandonó tan rápidamente después de su muerte. Debía ser modificado por gente realista. Nadie era capaz de llevar a cabo el plan divino tal como Jesús lo había dispuesto, porque todos vivían demasiado inmersos en el viejo mundo. No había forma de escapar de sus enredos. Esta enorme barrera entre realidad e ideal jamás llegó a franquearse. A comienzos del siglo xix el gran filósofo danés SØren Kierkegaard se atormentaba cuestionándose cómo vivir según los deseos de Jesús. Después de años de sufrimientos, Kierkegaard llegó a la conclusión de que ser cristiano era incompatible con la vida normal de la clase media.
Uno de sus libros más influyentes lleva por título O lo uno o lo otro a fin de ilustrar la profunda escisión entre una cómoda vida materialista y los radicales valores de Jesús. Sin embargo, Jesús fue el modelo en que basó sus propias enseñanzas. Buda dijo: «Quien me ve, ve la enseñanza», y lo mismo cabe afirmar de Jesús. Vivió en la conciencia de Cristo y su enseñanza nació directamente de su propio estado de conciencia.
Jesús fue capaz de mostrarnos el camino hacia la iluminación. «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mateo 5, 48). La cultura occidental tomó a Jesús como modelo y sus palabras le proporcionaron valores según los que vivir (y amar). Pero no vivimos en una era de la perfección—ni mucho menos—, y el ímpetu original que Jesús nos proporcionó se ha agotado.
Un amigo que hacía años que había dejado la Iglesia anglicana me contó una historia. En su reciente regreso a Londres el viaje coincidió con la Semana Santa.
—Quizá fuese fruto de la nostalgia, pero me sentí atraído por el oficio religioso de la catedral de San Pablo—me dijo—. Escogí lo que se conoce como servicio cantado porque la música me inspira y la pompa posee cierta clase de esplendor, con las vestiduras de terciopelo y kilómetros de brocados dorados.
—¿Estuvo todo a la altura de tus expectativas? —le pregunté.
No, pero por la razón más extraña—dijo—. La catedral estaba llena de turistas, un micrófono escandaloso amplificaba el sermón, y el obispo murmuraba el oficio como si estuviera de lo más aburrido. Justo a mi lado, un hombre con ropas gastadas se pasó la hora que duró el servicio arrodillado sobre el suelo de mármol. Oraba apretándose firmemente las manos, y se sabía cada frase de las respuestas y de las oraciones. Recordé que yo solía ser así. Una de las experiencias más profundas de mi vida era arrodillarme en una catedral inmensa bañada de luz.
—¿Qué es lo que te impidió hacer lo mismo que aquel hombre? —le pregunté.
De eso se trata. Me sentí tentado de arrodillarme, pero él era el único que estaba de rodillas, y varios turistas le sacaban fotos con el teléfono móvil. No me atreví.
Creo que muchos cristianos se sienten igual de acomplejados cuando se enfrentan al ritual y la pompa de la Semana Santa y al desbordante comercialismo de las Navidades. ¿Cómo se supone que debes participar? ¿Como parte de la multitud que disfruta del espectáculo o como un solitario penitente ante Cristo? No pretendo contestar a estas preguntas, son sumamente personales, están demasiado vinculadas a la historia personal de cada uno. Y no hay nada en este libro que censure la participación en el ritual o en el sacramento que cada cual considere oportuno. Espero ser capaz de mostrar un atisbo de lo que creo que Jesús pretendía en realidad.
La iluminación y la elevación del estado de conciencia se consideran conceptos orientales, no cristianos. En la India, innumerables gurús y maestros espirituales se ofrecen para enseñar a la gente común la manera de alcanzar la iluminación, pero lo que divide la espiritualidad occidental de la oriental es el provincianismo. Los indios menosprecian a los intrusos que tratan de sacar partido de las antiguas enseñanzas védicas convirtiendo el yoga en un ejercicio que se enseña en unas cuantas clases los fines de semana. Los occidentales desdeñan a los intrusos que proclaman que Jesús fue un maestro en la línea de Buda o de Mahoma en vez del único hijo de Dios.
En cuanto nos apartamos de los márgenes dogmáticos del catolicismo y del hinduismo, ambas posturas evidencian graves errores. La conciencia es universal y, de existir una conciencia de Dios, nadie debe ser excluido de ella. Del mismo modo, tampoco se debe reclamar una exclusividad sobre ella. Si Jesús alcanzó el nivel máximo de iluminación, ¿por qué debe ser considerado único en ese sentido? Quizá Buda logró lo mismo—cientos de millones de seguidores lo creen así—, junto a los rishis védicos como Vasishtha y Vyassa, aunque no dieron lugar a religiones que llevasen su nombre.
Resulta evidente que Jesús no tenía un concepto provinciano de sí mismo. Pese a ser un rabino—o maestro—judío, se veía a sí mismo en términos universales. De hecho, consideró su llegada como el acontecimiento más importante de la historia, cuya trascendencia solo podía ser juzgada en tiempo divino, no humano. Para las personas normales el tiempo comienza con el nacimiento y termina con la muerte; las épocas que duran más de un par de generaciones se diluyen en la neblina del pasado. Jesús pensaba de manera intemporal. Y dos milenios después continúa resultando contemporáneo, tal como pretendía.